La Aldeana de Cardeñosa
La desastrosa guerra de la Independencia española concluyó en Ávila con muchos monumentos artísticos y arrastró en su devastadora corriente la humilde ermita de San Lorenzo, mártir.
Esta iglesia figuró entre las antiguas parroquias de la ciudad, y servía de reclusión a todas aquellas mujeres de vida nada ejemplar y distraída, a quienes el padre o el marido querían imponer una corrección, mediando siempre la sentencia, dictada a petición de parte, por una autoridad civil o eclesiástica. Llevó el tenebroso título de casa de las emparedadas[1], porque fue también el refugio donde se acogían voluntariamente las que, arrepentidas de las faltas contra el pudor, se entregaban a una vida austera y penitente.
Al otro lado del Adaja, a la derecha de la carretera de Salamanca, y hacia la mitad del declive de la ribera, se alzaba la ermita de San Lorenzo, cuya celebridad se funda, más que en los títulos mencionados, en el extraordinario suceso allí acaecido en la persona de una doncella, hermosa, como las tiernas y delicadas pastorcitas que nos pintan los poetas, y casta y virtuosa hasta la santidad, según nos dice la leyenda.
Al pontificado en Ávila de Amanungo o Amanuro, en tiempo de Recesvinto, refiere la tradición, la existencia de la aldeana de Cardeñosa, conocida posteriormente con el nombre de Santa Barbada; si bien algunos cronistas, entre ellos el arcipreste Julián Pérez[2], retrasan la fecha, sin fundamento a nuestro juicio, a los días de Diocleciano y Maximiano, cuando regía la provincia —103— de España Daciano, a fines del siglo III y principios del siglo IV de la Iglesia, Paula tenía por nombre la heroína de la leyenda, y si hemos de creer a los muchos escritores que se han ocupado del asunto, nació en el vecino pueblo de Cardeñosa, de terreno accidentado y sumamente escabroso, como enclavado en las últimas estribaciones de la sierra de Ávila; pero más conocido porque en él tuvo lugar la inexplicable y prematura muerte del Infante D. Alfonso, hermano de Doña Isabel la Católica, y por haber sido la patria de muchos varones insignes en todas las manifestaciones de la vida.
Parece ser que la joven Paula visitaba con frecuencia la iglesia y sepulcro de San Segundo, y en una de estas visitas fue conocida por un rico caballero y noble godo de la ciudad, que con varios de sus amigos distraía los ocios de la vida cortesana dedicándose a la caza en aquellos alrededores de tajados riscos y profundas breñas.
El mancebo quedó prendado del donaire y gentileza de la aldeana, y ardió en su pecho —104— la pasión, que le arrastraba a los mayores extravíos, excitando así las burlas de los cortesanos y atrayéndose el desprecio de los hombres graves.
A su ardiente amor, a sus halagos y promesas respondía la moza con repetidos desdenes, hasta que, convencido de que aquella fortaleza no se rendía por la astucia, decidió hacerla suya por la fuerza.
Al efecto salió de la ciudad encaminándose hacia el sitio donde solía ver a la ingrata, y no tardó en descubrirla, sola en el campo y sentada en un peñasco próximo a San Lorenzo. Su corazón latió con más fuerza ante ocasión tan propicia, que la fortuna le ofrecía, y despreciarla hubiera sido una falta imperdonable. Pero la joven, que desde luego comprendió el inminente peligro que corría su honestidad, se dirigió precipitadamente a la capilla, pidió al cielo fervorosamente que acabase con aquellas gracias, que la ponían al borde del precipicio, y sintió que su atezado rostro se cubría repentinamente de larga y espesa barba, que la desfiguraba por completo: volvió en el acto al —105— sitio que había dejado, y esperó tranquila la llegada del cazador, a quien lo fragoso del terreno y el arrendar su caballo habían detenido más de lo que deseara. Llegóse a ella, preguntó si había visto que una joven entrara en la iglesia, y contestó imperturbable la doncella: No he visto otra persona, después que aquí llegué, que a mí misma.
Inútiles fueron todas las pesquisas que el desatentado caballero hizo por apoderarse de la presa que había comenzado a saborear en sus livianos deseos, y su desesperación y coraje aumentaron a medida que se convencía del desairado papel que acababa de representar.
Paula, en acción de gracias, extremó sus penitencias, consagró su vida al Dios de las bondades, y cuando ya habían adquirido fama sus virtudes, murió llevando tras de sí la admiración de sus paisanos.
Su sepulcro, que es antiquísimo, cercado con una verja de hierro, se conserva en la capilla de San Segundo de Adaja, muy próximo al del Santo Obispo: el epitafio, labrado en la misma piedra, declara haberse hecho en honra de la santa, y en una tablilla pendiente del mismo sepulcro, se lee:
Sednos buena intercesor a y abogada, gloriosa Paula Barbada.
Esta inscripción nos recuerda la estructura de los estribillos que acompañan generalmente a los himnos, compuestos en honor de los santos, y no sería extraño que perteneciese a alguno de éstos que celebrara las virtudes de Santa Barbada; pero, desgraciadamente, no tenemos pruebas en que apoyar esta sospecha. —106—
Hasta aquí están contestes todos los historiadores de Ávila, tanto el cordobés Gonzalo de Ayora, Antonio Cianea[3]y Luis Ariz[4],[ anteriores todos a los falsos cronicones, como Gil González Dávila, Fernández Valencia[5], D. Sancho, obispo de Jaén[6], y algunos otros posteriores a la época de las falsas crónicas; pero en nuestros días, en que —107—la crítica histórica ha alcanzado grande representación entre las ciencias, y en que se ha puesto en duda la existencia de héroes, como Rodrigo Díaz de Vivar, la duda ha llegado también a la leyenda que nos ocupa.
No entra en nuestro plan discutir los grados de verdad histórica que pueda contener la tradición de Santa Barbada; si tal historia huele o no a falsos cronicones, o si es trasunto de otras historias, cuestiones todas ellas tratadas ampliamente por el erudito historiador de Ávila, D. Juan Martín Carramolino, contestando a la opinión que sobre el particular expone el Sr. Godoy Alcántara, en su Historia Crítica de los Falsos Cronicones. Pero en manera alguna confundiremos a Santa Barbada, de Ávila, con Santa Liberata, venerada en Sigüenza, que, según el leccionario de la misma iglesia, era hija de un régulo[7] gentil de España occidental y sufrió el martirio en la primera mitad del siglo II durante la persecución decretada por Antonino Pío, sin que para nada se mencione si fue o no barbada; acentuando, en cambio, que la —108— causa del martirio fue el profesar la religión cristiana, en que había sido educada por la nodriza a quien su padre la confió.
Tampoco encontramos la paridad que pueda haber entre la tradición de Santa Barbada y la de Santa Liberata o Wilgefortis de los alemanes y flamencos; porque si bien los relatos nos la presentan barbada, como la aldeana de Cardeñosa, figura, no obstante, entre las hijas de un rey de Portugal, que en guerra con el de Sicilia y enamorado éste de Wilgefortis, querían a toda costa que el matrimonio entre los príncipes fuera prenda de paz para los dos monarcas; dícese, que ella rechazó el matrimonio porque estaba consagrada al servicio de Dios, a quien pidió le desfigurara a fin de hacerse repulsiva a su prometido, y que esta fue la causa de que sufriera muerte de cruz a que le condenaron su padre, el de Portugal y su amante, el de Sicilia.
Creemos, además, que la semejanza entre los relatos, no puede engendrar la identidad en las personas, y menos en asuntos de esta naturaleza, de los que hallamos repetidos —109— ejemplos en las relaciones hagiográficas y en las colecciones de milagros.
Así, pues, nadie negará el parecido entre la leyenda de Santa Barbada y la tenacísima persecución que a la dama mallorquína hizo Raimundo Lulio en su disipada juventud, y cuya conversión reconoce por causa el desengaño que experimentó este célebre filósofo y alquimista, cuando citado por ella y creyendo llegaba el momento de gozar los anhelados favores, vio que le mostraba el pecho prodigiosamente ulcerado.
La historia de Ávila, al mencionar aquellas eternas y encarnizadas luchas de los señores entre sí, y de los señores y los pueblos, refiere un caso de esta índole, y que, por cierto, fue la señal para acabar con la tiránica opresión que el oñacino Juan Alonso de Múxica ejercía sobre el valle de Aramayona, famoso por figurar en casi todos los cuentos de brujas, puesto que en él se supone la celebración de muchos aquelarres.
Dicen las crónicas que el poderoso Mújica, señor de Aramayona[8] por los años de 1488, se había propuesto convertir su catillo en un harem donde, de grado o por fuerza, eran conducidas las mujeres más hermosas que se ponían a su alcance, estuvieran dentro o fuera de sus dominios.
A este fin organizaba giras entre sus servidores, los cuales, extendiéndose por el valle, llevaban al envilecido magnate el objeto de sus placeres, sin que le importasen un bledo las iras del esposo, la venganza del padre, ni la honra que arrebataba a la doncella.
Por entonces había adquirido fama de hermosa una joven de la casa de Bengoa, en Arriola.
Bajo frondoso castaño hilaba la de Bengoa, que ya conocía las buenas artes del señor de Aramayona, y al ver que hacia allí se dirigían los sabuesos de Múxica, por el pudor inspirada y en defensa de su honra[9], se embadurnó el rostro, los vestidos y los brazos con excremento de vaca, y así salió a recibir a los viajeros, que, al verla en tan raras trazas, desistieron de sus infames propósitos y torcieron grupas hacia Ibarra.
Ni el calendario particular del Obispado de Ávila, ni el general de la Iglesia, mencionan la festividad de Santa Barbada, ni conocemos vestigios del Oficio Divino que haya podido corresponderle como santa; pero la tradición no interrumpida, y que vive perenne en la presente generación, la considera como virgen bienaventurada, y como a tal la veneran los avileses.
El arcipreste Julián Pérez, justamente acusado de inventor de falsas historias, pero que en este caso pudo muy bien tomar la tradición de los cronistas anteriores, aunque con algunas variantes, consagra en su cronicón la leyenda de Santa Barbada en unos versos latinos que comienzan:
Servat ovis caulam, suam dicunt nomine Paulam.
Nomine barbatam compellat Turbam beatam.
Entre los muchos recuerdos que han llegado a nosotros, referentes a la piadosa tradición de Santa Barbada, mencionaremos, para terminar, el antiquísimo retablo, llevado a la parroquia de San Andrés, cuando fue destruida la ermita de San Lorenzo, y en el cual se representa a la doncella Barbada conversando con el rico caballero de Ávila: y por último, la Cruz Milagrosa, relieve perfectamente visible sobre una piedra berroqueña próxima a la arruinada ermita, donde se supone que Paula recibió al atrevido cazador, y desde la cual todos los días elevaba al cielo sus oraciones en acción de gracias por el repentino cambio que experimentó en su rostro.
Ninguna particularidad ofrece la piedra de la cruz milagrosa; es una simple cruz formada por dos vetas de cuarzo, cortadas perpendicularmente, y que la fe de un pueblo religioso ha hecho brotar de la roca, y la considera como testigo del prodigio verificado en aquel sitio, en obsequio de su veneranda paisana, la aldeana de Cardeñosa.
FUENTE
Picatoste, Valentín Tradiciones de Ávila, Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor) pp.102—109.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] “San Lorenzo. Al norte de la iglesia de San Segundo de Adaja, y en un rellano que hay á la mitad del declive que conduce al Vado del rio, existió hasta los años destructores de la última guerra de sucesión, que todos hemos presenciado, la ermita de San Lorenzo, célebre por más de un título. Era una de las antiguas parroquias; estaba en ella la casa de las emparedadas arrepentidas de su mala vida anterior, para consagrarse a la penitencia; también era forzosa reclusión cuando la autoridad competente, ya civil, ya eclesiástica, ó la del padre ó marido, conduela á aquel local á las mujeres que hablan cometido faltas contra el pudor, que merecían esta pena. Pero lo que hace más memorable la iglesia, es que en ella se verificó el prodigioso caso, que la constante tradición de los siglos refiere, del cambio que sufrió la virtuosa virgen Paula, demudándosela su hermosa tez en un rostro varonil, apareciendo repentinamente muy barbada; pero basta tal indicación, porque so— bre este punto tengo prometido hablar más largamente en la Historia”. p.566 en Juan Martín Carramolino, Historia de Avila, su provincia y obispado (1872—1873)
Avila, su provincia y obispado (1872—1873), tomo I. Madrid : Librería Española.
[3] Antonio Cianea, natural y escribano en Ávila, autor de Historia de la vida, invención y translación de San Segundo, primer Obispo de Ávila y recopilación de los obispos sucesores, Luis Sánchez, Madrid, 1593.
[4] Ariz, Luis. Historia de las grandezas de la ciudad de Auila. por Luys Martinez Grande, 1607.
[5] Bartolomé Fernández Valencia, beneficiado de la catedral de Ávila, autor de Historia y grandezas del insigne templo, fundación milagrosa, basílica sagrada y célebre santuario de los santos mártires hermanos San Vicente, Santa Sabina y Santa Cristeta, Ávila, 1676.
[6] Sancho Dávila y Toledo (1546—1625). Publicó en 1611 De la veneración que se debe a los cuerpos de los Sanctos ya sus reliquias y de la singular con que se ha de adorar el Cuerpo de Jesucristo nuestro Señor en el Santísimo Sacramento.
[8] Ver la leyenda El Castillo de Turrión (Manuel Díaz Arcaya, Leyendas alavesas, 1898)
[9] Romancero Alavés, del Sr. Becerro Bengoa.