Últimos momentos de Fernando IV el Emplazado.
Óleo sobre lienzo de José Casado del Alisal. (1860).
Palacio del Senado de España.
LA VENGANZA DE LOS HOMBRES POR LA JUSTICIA DE DIOS. Episodio histórico
I.
EL PLAZO.
El año de 1304 expiraba.
Era la media noche, y Palencia dormía tranquila: en sus calles desiertas y oscuras reinaba el más profundo silencio; no se percibía otro ruido que el de la lluvia, cuyo monótono son hacía más lúgubre la noche.
En un espacioso salón apenas alumbrado únicamente por la lámpara que pendía de su bóveda, estaba arrodillada delante de un reclinatorio una mujer hermosa, cuya esbeltez hubiese envidiado la gacela, y cuyos negros ojos en nada cedían a los de esas huríes[1] que adora el africano.
Con sus manos cruzadas sobre el pecho, y su frente inclinada, parecía absorta en la oración: a poco levantó la cabeza, y se vieron rodar por sus mejillas dos lágrimas comparables solo a las cristalinas gotas del rocío de la primavera: su pecho dejó escapar un suspiro que perfumó la estancia, y su voz, dulce como los cantares de Salomón, y tierna como las plegarias de David, pronunció un ¡ay! lastimero, que volando fue a perderse en los dorados arabescos de la habitación.
Casi al mismo tiempo, como sí el Supremo Hacedor hubiese querido contestar a aquel acento del alma, el tableteo del trueno hendió los aires, y al expirar los últimos ecos que se repetían en la velocidad de su carrera, el galope de un caballo vino a herir los oídos de aquella hermosa mujer.
Este ruido cesó delante de la casa, y pasados algunos instantes entraba en el salón un apuesto caballero de marcial talante y ademanes nobles.
Era D. Juan de Benavides, favorito del rey D. Fernando IV.
—Señora, el cielo os guarde.
—Bien venido, noble D. Juan.
—Estáis pálida, y es dolor que se marchiten las rosas de vuestro semblante.
—El cansancio de la vigilia y los tormentos del alma no es extraño que cambien las rosas en azucenas.
—¡Tormentos dijisteis, señora! ¿quién pudiera causarlos?
—Lo sabréis, D. Juan, y esta noche precisamente os aguardaba para eso.
—Os escucho.
—Quisiera referiros una historia.
—Viniendo de vuestros labios, ha de ser por fuerza interesante.
—Vio la luz de Castilla una mujer que hermosa y llena de encantos vivía tranquila. Jamás se oscureció el sol de su felicidad; jamás su dulce sueño fue perturbado por las ansiedades del corazón; arrullada en su niñez por la inocencia, y mecida después por la ignorancia del mundo, se resbalaban los días de su vida sin que para ella hubiese acabado la infancia.
Un famoso torneo se preparaba en la corte, y el día en que los caballeros castellanos se disputaron el premio de su destreza, vio esta niña el mundo por primera vez. Entre los muchos donceles que mantuvieron la fiesta, había uno cuya gallardía y gentileza eclipsaba la de todos los otros; sus ojos estaban siempre fijos en nuestra joven, que sorprendida al principio, turbada después, y embriagada al fin, envió toda su alma al noble guerrero: favorecióle la suerte; el premio fue suyo, y al ofrecerlo a la dama, le dijo en cadencioso romance palabras de amor: aun las conserva la historia.
—Podéis callarlas, interrumpió con tono indiferente el caballero, puesto que nada robarán al interés de la narración.
—Sois poeta, D. Juan, y pueden deleitaros.
Te vi et cobdicié[2] tu amor,
el grande el esfuerzo hobiera,
et al mi brazo, señora,
donasteis sin par firmeza,
et maguer cien campeones
fecístes mía la palestra.
Ansí justo es que a tus pies
ponga la mi gloría entera,
ca solo a tu fermosura
debdo soy de aquesta prenda.
—Tenéis fina memoria feliz, señora.
— ¡Pluguiera al cielo que no fuese así! Atended a lo que resta.
Pasaron muchos días; ella siempre amando a su caballero, él— 524— pareciendo amar a su dama: se cambiaron promesas, se consagraron juramentos, y creciendo el amor, se extraviaron en sus caminos...
—Señora, ¿estaríais arrepentida de haberme amado? dijo D. Juan, cuyo aplomo iba desapareciendo.
—Me arrepiento de haber sido criminal.
—Y bien...
—Hace poco me preguntabais la causa de mis tormentos; ¿no la adivináis aun? Tengo que ocultar al mundo mi frente porque está manchada, y esa mancha es preciso borrarla.
Doña Margarita levantó con orgullo la cabeza y miró fijamente a D. Juan.
—¿Es súplica o exigencia? replicó éste sosteniendo con trabajo la magnética mirada de aquella mujer.
—Tengo derecho a mandar, y ese derecho me lo ha dado vuestro proceder.
—Advertid, señora, que al favorito del rey ha de cuadrarle mal vuestro mandato.
—Oíd, D. Juan de Benavides, lo último que tengo que deciros. A estas palabras enderezó Doña Margarita su hermoso talle, su rostro tomó una expresión imponente, y sus ojos se fijaron con esa mirada atrevida y profunda que causa la fiebre.
—Me vendisteis amor y os amé: usasteis de vuestra seducción, y manchasteis mi nombre: todo mal exige una reparación... vos no habéis satisfecho vuestra deuda... Pensadlo bien, D. Juan: un mes tenéis para ello, y al fin de este terrible plazo, o venid a buscar un corazón lleno de ternura, o huid de mi venganza.
—Por Dios, señora, que no me dejaré humillar por tanto orgullo.
—No olvidéis que conservo las prendas de amor que pusisteis a mis pies el día del torneo.
—Recuerdo perfectamente que entre ellas había una preciosa daga de Fez.
—Esa daga hirió mi corazón, D. Juan.
—¿Y ahora queréis que cumpla vuestra venganza?...
—Golpe por golpe, caballero.
—Vuestras manos, señora, no saben herir; solo vuestros ojos saben matar.
Y al decir estas palabras quiso D. Juan reír irónicamente; pero en vez de risa, dejó asomar a su rostro el grito de su conciencia y el pavor de su alma.
—Sois un galán muy cumplido; pero os valdrá mucho no olvidaros esta noche. Adiós, D. Juan.
—Doña Margarita de Espinosa, jugasteis en amor y perdisteis; se extravía vuestra cabeza y amenazáis... ¡loco desvarío!... Señora, que Dios os guarde.
Y saludando respetuosamente salió, haciendo resonar sus espuelas en el pavimento,…
DONDE LA PRENDA DE AMOR SE TORNA EN PRENDA DE VENGANZA.
Serían las once de la noche, y la servidumbre de Fernando IV estaba recogida: solo algún arquero se veía atravesar los corredores del palacio, sin oírse otra cosa que el acompasado pisar de los centinelas o el eco de algún romance que entonaba el aterido soldado a la puerta del alcázar. Apenas se divisaba alguna que otra moribunda luz en la escalera o en las habitaciones principales; y sin embargo, cualquier observador atento hubiera visto deslizarse por un estrecho pasillo una sombra negra, llegar hasta la escalera, bajar un trecho de ella, y ocultarse detrás de una columna; y aunque sus pasos no se percibían, era indudablemente una persona, porque lo agitado de su respiración se oía muy claramente.
Algunos minutos después sonó el choque de un pie varonil con el baldosado de mármol, y comenzó a bajar la escalera un caballero que embozado hasta la nariz, no dejaba ver más que sus brillantes ojos. Al llegar frente a la columna en que se ocultó la sombra, se destacó esta de la pared, y arrojándose al embozado, exclamó con voz sorda y conmovida:
— ¡D. Juan de Benavides, te devuelvo tu prenda de amor!
Y abriendo el negro manto, hizo brillar en el aire una daga que clavó en el corazón del favorito.
La sombra desapareció por donde había venido.
Un grito de dolor se oyó, y el cuerpo exánime del caballero rodó por la escalera.
— ¡Cielos! exclamó la voz de un hombre llegando hasta el cadáver.
— ¡Un asesinato! repuso otro que se acercaba.
— ¡Es D. Juan de Benavides! tiene el pecho atravesado con un puñal; socorrámosle, hermano, si aún es tiempo. Y esto diciendo sacó el arma de la herida en que estaba sepultada.
En este mismo instante se presentaron dos arqueros, y conociendo el cuerpo del cadáver, comenzaron a gritar:
— ¡Traición, D. Pedro! ¡D. Juan Carbajal ha asesinado a D. Juan de Benavides!
A estas voces llegaron otros cuatro guardias, y acometieron a los hermanos.
— ¡Vive Dios! exclamó D. Pedro sacando su espada. ¿Quién tendrá valor para decirle asesino a un Carbajal? ¡ Atrás, villanos!
D. Juan le imitó, siguiéndose una encarnizada lucha.
El ruido de las armas y las voces de ¡asesinos!... ¡en nombre del rey! atrajeron gran porción de soldados.
Los dos caballeros se vieron acometidos por todos lados. D. Pedro hacía frente a la parte superior de la escalera, y D. Juan a la inferior.
Donde quiera encontraban picas, y sus aceros no dejaban de rozar mallas y cascos. Habían muerto tres soldados, pero tenían algunas heridas, y los enemigos eran muchos.
D. Juan hizo un rápido molinete[3] con su espada, obligando a los que tenía delante a bajar dos o tres escalones: repuestos, emprendieron nuevamente su ascensión; pero al mismo tiempo el caballero, dando con un pie al cadáver, le hizo rodar de manera que cayó sobre sus acometedores: este golpe puso por tierra a algunos de ellos, e hizo vacilar a otros. Entonces D. Juan, saltando por encima de sus cuerpos, gritó a su hermano:
— ¡A mí, D. Pedro!
Este le imitó, y así pudieron salir a la calle, pero siempre perseguidos.
Dando un paso por cada golpe que descargaban, llegaron a la puerta de una casa, y apoyándose en ella a la vez que se defendían, gritaron:
—¡Fernando!
La puerta se abrió, los dos hermanos se deslizaron en el interior del edificio, corrieron sin detenerse a la cuadra, ensillaron con indecible velocidad dos caballos, y montando en ellos salieron a todo correr por una puerta falsa.
EL JUEVES 7 DE SETIEMBRE DE 1312.
Después que Fernando IV encomendó al rey de Aragón el arreglo de las diferencias que tenía con el de Portugal, y reunidas Cortes en Valladolid a fin de que se le auxiliase con algún dinero para la guerra contra los moros, dispuso la partida en la primavera de aquel año, y siguió a su hermano D. Pedro, que fue nombrado general de la expedición.
El infante dirigió su marcha para venir sobre Alcaudete, y Don Fernando quedó en Martos.
Aquí nos dice la historia que noticioso el rey de que los hermanos Carbajales, a quienes se imputaba el asesinato de Benavides, se hallaban en aquella villa, mandólos prender. En vano estos infelices quisieron hacer llegar su voz hasta los oídos de Fernando; todo fue inútil, porque éste, llevado de su carácter impetuoso e irreflexivo en semejantes casos, se negó a escucharlos, sentenciándoles a ser arrojados por la peña de Martos, a pesar de no estar probado el crimen.
El bárbaro fallo se ejecutó, y el 7 de agosto rodaron al inmenso precipicio los cuerpos de Pedro y Juan de Carbajal.
Como la justicia de los hombres fue tan cruel con estos inocentes, refieren las crónicas que al marchar al suplicio invocaron la de Dios, emplazando al rey para que a los treinta días compareciese ante la Majestad Divina.
D. Fernando, o no hizo caso, o aparentó despreciar esto, porque a los pocos días marchó muy tranquilo y alegre para Alcaudete con el fin de dar algunas disposiciones en el cerco que se tenía puesto a esta villa.
Poco permaneció allí, porque su salud comenzó a quebrantarse, y tuvo que marchar a Jaén. Continuó agravándose, y por último se mejoró notablemente. La noticia de la toma de Alcaudete acabó de alegrar su ánimo, comenzando a ocuparse en proyectos de nuevas conquistas que trataba de emprender con su hermano, a quien esperaba de un día a otro.
Ya que sabemos el estado de las cosas, nos acercaremos hacia el palacio, según le llamaban al caserón en que habitaba.
Éste, que existe todavía, es una de esas inmensas moles de ladrillo sin gusto y sin orden. De una de sus esquinas se desprende un arco, que viene a unirse a uno de los ángulos salientes de otra casa que hay al costado. En el centro de este arco están colocadas tres imágenes, y desde que el rey se hallaba en Jaén no faltó alguna vieja curiosa para observar a un joven arquero que todas las tardes al toque de las oraciones venía a postrarse ante el arco, y rezaba fervientemente. El rostro de este joven, según algunos, no dejaba de tener cierta semejanza con el de Doña Margarita de Espinosa.
Sucedió pues que la víspera del día en que estamos, y cuando el doncel acababa sus rezos, se le acercó una tapada, abrazándole con —325— la mayor ternura: después, los que escucharon añaden el diálogo siguiente:
—Y bien, señora, ¿no se cumplirá la justicia de Dios?
—Descuidad: mañana es el último día del emplazamiento, y el rey de Castilla morirá al toque de Ángeles[4].
—Es decir...
—Que yo seré la mano de Dios. La sangre borrará la sangre, y una venganza ajena hará expiar el crimen de la venganza propia.
—Cúmplase así.
—Mañana a esta hora delante del rey ya difunto nos veremos.
—Dios os preserve de mal, señora, dijo el arquero.
Y girando militarmente sobre sus talones, se introdujo en palacio.
Esto pasó, y también pasaron las veinticuatro horas.
D. Fernando había comido, retirándose a descansar.
Todo se hallaba en el mayor sosiego, cuando se dejó oír el ruido de algunos jinetes, y a poco el infante D. Pedro llegó a las puertas del alcázar: un criado le tuvo el estribo, y al poner el pie en tierra, el sonido del esquilón de una ermita vecina recorrió el espacio anunciando la oración.
— ¿Está su alteza? preguntó D. Pedro a los arqueros.
—Después de comer se ha recogido a descansar, señor.
—No le hace, es preciso que yo le vea ahora mismo.
Al decir esto, subió la escalera y se encaminó a la habitación de su hermano. Después de repetir en la antecámara las palabras que dijo al de la puerta, llegó hasta el regio lecho, precedido del mayordomo mayor.
—Ya veis, señor, dijo éste en voz baja, S. A. duerme, y ordenó que no se le despertase.
—Es demasiado importante el asunto, replicó el infante.
Entonces se acercó al rey, y lo movió ligeramente.
D. Fernando no despertó.
Segunda vez lo movió, y aproximándose dijo:
—¡Señor!
Igual silencio.
El rostro de D. Pedro se inmutó, y moviendo fuertemente a su hermano, lo llamó repetidas veces.
—¡Cielos! exclamó observando que no respiraba.
El mayordomo tocó su pulso y sus muñecas, y se precipitó en la antecámara gritando:
—¡Muerto! ¡El rey está muerto!
La servidumbre se puso en conmoción, y todos acudieron a la alcoba.
El cuerpo fue reconocido, y se declaró estar cadáver el rey de Castilla.
Delante del lecho se velan arrodillados un joven arquero y una mujer. Después que quedaron solos dijo el joven con acento grave:
—¡La venganza está cumplida!
La mujer dejó asomar a su rostro una risa sarcástica e infernal, y contestó:
— ¡Es la justicia de Dios!
Entre tanto no se oía en el palacio otra cosa que estas palabras:
“Hoy cumple el plazo que le dieron los Carbajales, y el Supremo lo ha llamado ante su trono”.
A los pocos días tomó el hábito doña Margarita de Espinosa, fundando un convento de religiosas en el punto mismo donde se hallaba la ermita que tocó las oraciones el jueves 7 de setiembre de 1312.
FUENTE
Ortega Frías, Ramón. Semanario Pintoresco Español 9/10/1853, n.º 41, pp.523-525.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Hurí: cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el paraíso. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[2] El poema imita el castellano antiguo.
[3] Molinete: movimiento circular que se hace con la lanza, el sable, etc., alrededor de la cabeza, para defenderse a sí mismo y a su caballo de los golpes del enemigo. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[4] Toque de ángeles: campana que sonaba tres veces al día para recordar el rezo del ángelus, al amanecer, a mediodía y al caer la tarde.