Fray Juan de Sahagún.
Las campanas de la iglesia de San Blas hacían llegar sus timbradores sones a todos los ángulos de Salamanca, y a las seis de la tarde el templo estaba de bote en bote.
Ahora hubiera dicho un revistero[1] que todo Salamanca estaba allí; pero entonces aún no existía semejante oficio. Era una época demasiado ruda y viril para alimentar con su savia tamaños atildamientos de refinada adulación.
Las damas más principales se apiñaban de rodillas cerca del presbiterio; las mujeres del pueblo llenaban los espacios de las bóvedas laterales y el fondo; los niños subíanse en los bancos o alzábanse inquietos en los basamentos de las columnas, y los caballeros y hombres del pueblo se agrupaban en apretado remolino a la puerta del templo.
El santo Juan de Sahagún iba a dirigir su palabra a los fieles desde la sagrada cátedra. El pacificador de la ciudad, el amigo de los pobres, el que había pasmado con sus milagros a Salamanca y el que edificaba con su vida; el humilde agustino, que ponía toda su diligencia y cuidado en desvanecer su devoción y su virtud, hablaba aquella tarde.
La impaciencia leíase en todos los semblantes y bullía en la multitud.
— ¡Ya sale!—dijo en voz baja un caballero, reclinado en una de las columnas de la nave principal, que parecía ya desasosegado e inquieto con la tardanza; y en efecto, a pocos instantes Fr. Juan, con mirada dulce y persuasiva y con actitud mesurada y llena de fervor, comenzaba su discurso y retrataba bellamente los peligros de la vanidad y del lujo y los males de la mancebía, vicio terrible, ruina y desorganización de las casas.
—¿Cómo dormís tranquilos—decía a los amancebados—en medio de los remordimientos causados por vuestros apetitos?
¿Por qué no os aterráis al contemplar que por un momento de placer, lleno de sobresalto, arrojáis al mundo seres condenados a vivir a la sombra, cual árbol maldito; seres a quienes no podéis besar más que recelando de que os vean? —52—
¿Cómo no dejáis los criminales halagos y vedadas ternezas ante la perspectiva cierta de que el día en que la inocencia desabrigue la virtud maldigan vuestro nombre criaturas desventuradas, condenadas a no llevar ninguno?
¿Cómo dejaréis de ser enfermos, aunque gozando de salud, teniendo en vuestra propia vida mal de muerte?
El auditorio estaba verdaderamente suspenso de los labios del fraile, de donde manaban los consejos más sabios, las verdades más profundas y el relato fiel de las culpables inquietudes, los torpes pasos y las melancólicas desventuras de los amancebados.
Algunos oyentes vertían lágrimas y se ahogaban en gemidos, o con suspiros tristes daban rienda suelta a la aflicción y a la congoja.
No se oía en la iglesia otra cosa sino sollozos en todas las personas y estados.
El sermón terminó, y las gentes que llenaban la iglesia, esparciéndose por la ciudad, contaban a poco a los que no habían estado en San Blas el mágico efecto de la palabra del insigne agustino y la edificación del auditorio al oírle la elocuencia y la verdad de la plática sagrada.
Y muchos repetían al escuchar tan justos encomios: ¡Es un santo! ¡Es un bendito! ¡Está inspirado!
Pues aunque algunos murmuraban, no alcanzando a las veces en su bajeza de ideas el celo e intención del santo patrono de Salamanca, los más daban a entender, con semejantes o parecidas exclamaciones, el respeto y la —50 — autoridad en que tenían al hombre a cuyo ruego acabáronse negocios de venganza que se negaron a los hijos y a los padres.
II
Don Iñigo era uno de los jóvenes más apuestos de Salamanca. Su cuantiosa fortuna, su gallarda figura y finos modales, su arrojo y su generosidad le hacían el rey de la créme, como dicen ahora los apasionados del sport.
No era perverso; pero la vanidad, gusano roedor de los poderosos, había despeñado su alma en los apetitos y concupiscencias.
El sermón de San Blas, que había escuchado con profunda atención, fue para aquel joven extraviado, mas no perdido, un aviso y un escarmiento en la senda de su perdición y flaqueza.
III
El sol trasponía los tesos del Montalbo, dorando los calados y molduras de la torre del Gallo, cuando don Iñigo entraba en su palacio.
Dio orden a sus criados para que nadie le —54 — molestase, y se sentó en uno de los ángulos de la sala, sumiéndose en profunda reflexión.
Las palabras del fraile aún sonaban en sus oídos, y aún su corazón se agitaba ante los dolores renovados de su funesta mancebía.
Sí—dijo,—es preciso cortarlo todo; —y se alzó de pronto, tomó pluma y papel, y escribió de corrido y como quien copia ideas con las que está íntimamente familiarizado:
"Isabel: mi vida es un horrible suplicio hace ya largo tiempo.
Yo pedía a Dios valor y fuerza, y nada lograba.
Era tan grande la inercia de mi pasión, y tal el poder del hábito, que sólo un impulso sobrehumano era capaz de arrastrarme; pero hoy sentí en mi corazón un dichoso trabajo renovador, y en mi voluntad una próspera y fuerte decisión.
Fr. Juan me salvó. Su sermón ha sido la voz de la Providencia.
Volvamos al buen camino.
Pidamos perdón y depongamos nuestra culpa, codiciosos de tranquilidad, y que el arrepentimiento sane las hondas heridas abiertas por nuestra ligereza.
Adiós para siempre.—Iñigo.
Y el joven llamó a un criado, puso en sus manos la carta, le dio en voz baja instrucciones para entregarla, y volvió a caer en su asiento, como deseoso de engolfarse de nuevo en sus meditaciones y pensamientos.—55—
IV
Al siguiente día la carta llegaba a su destino y la dama que la recibía la hacía pedazos, jurando eterna venganza.
Su rostro, pálido y desencajado, su mirada incierta, su pensamiento aturdido, daban a sus palabras un timbre temeroso y terrible.
¡Ni una lágrima a sus ojos, ni una ráfaga de lo alto a sus pupilas, contraídas por el despecho y brillantes y fijas por la emoción intensísima!
—¡Qué burla! —exclamaba.—Por cuatro palabras de un fraile loco, arrojar al desprecio mis sacrificios, al lodo del desdén mis tormentos, al olvido mis ternuras. Esto es cruel, y pide venganza; ¡la habrá!
Y la dama, reprimiendo sus sentimientos, salió a la calle y se encaminó hacia la catedral, fija en una idea, y sonriente ante el éxito de sus esperanzas.
V
Acababan de dar las nueve, y los canónigos iban entrando a coro, cuando la dama llegaba a la puerta del palacio episcopal.
Frente a la de la catedral había por aquel tiempo una casita de un piso, de modestísimo —56— aspecto, última de la plazuela y primera de la pendiente vía que desemboca en la Puerta del Río[2].
La dama paróse a aquella puerta y dio dos golpes fuertes con el grueso aldabón de hierro.
A poco el picaporte se alzaba y una criada introducía a la señora en un estrecho aposento atestado de libros, esparcidos en desorden por el suelo y sobre las sillas.
En un pequeño escritorio de pino, un hombre pequeño, enjuto de carnes y pálido de rostro, escribía rápidamente.
Alzó los ojos, en cuya viveza resplandecía graciosa y muy apacible lumbre, y yendo al encuentro de la dama, exclamó:
— ¡La Sra. Marquesa! ¿Qué pasa? ¿Hay alguna novedad? ¿Cómo tan temprano por mi casa?
¿Por qué no me habéis mandado un recadito?
—No hay nada, doctor; tranquilizaos.
—¡Cuánto me alegro! Me habíais asustado.
Y la señora tomaba asiento, y el médico, porque aquel hombre era un afamado médico, recobraba de nuevo la tranquilidad perdida, ante las seguridades de la dama de que no acontecía nada extraordinario ni grave.
-—Ya sabéis—dijo la señora—que he contribuido a vuestra fama y que he amparado a toda vuestra familia.
—Lo sé, señora, y mi reconocimiento no tiene límites. Mandad y seréis servida. Os debo la vida y la vida de mis hijos. Mandad, os repito: todo lo que puedo y todo lo que valgo es vuestro.— 57 —
—No me acuerdo, en verdad, haberle suplicado cosa que la haya dejado de hacer.
— Así lo manda mi hidalguía y vuestra generosidad.
—Pues bien: ahora es la ocasión de servirme.
Escuchad. Yo necesito vengarme; es preciso sacrificar a un hombre que ha destrozado mi corazón; a un infame que apartó de mí el único ser a quien he amado.
—¡Silencio, por Dios!
Señora, os he dicho que soy vuestro servidor, y ahora os añado que por nada del mundo haré revelación de vuestros sentimientos. ¿Qué deseáis?
— ¡Ah! si yo pudiera inocular en vuestra alma esta ira que me enajena; si yo lograra cortar con el deseo el cuello de ese traidor hipocritón; si yo fuera como vos médico, y médico de ese convento donde estudia sus místicas cantinelas ese malvado fraile.
—Pero ¿de qué fraile habláis? ¿A quién queréis dar muerte?
—A fray Juan.
—¡Gran Dios! ¿a fray Juan? ¿Y qué os hizo ese santo varón? ¿En qué os ofendió ese espejo de virtudes, ese prodigio de santidad, y de doctrina, y de sabiduría de Dios, como le llama don Gonzalo de Vivero, nuestro celoso prelado?
—Ha alejado de mí con las garrulerías de sus predicaciones y escrúpulos al hombre a quien amaba. ¿Os parece poco? Es un infame.
—Por Dios, serenaos. No soñéis con ideas terribles e irrealizables.—58—
— ¡Irrealizables! Está bien. Vuestro asentimiento a mis planes o vuestra ruina.
—Contemplad, señora, el abismo a que queréis arrojaros. Medid el valor y la justicia de vuestras palabras.
— ¡Sois un pusilánime!
Y la dama salió de casa del doctor precipitadamente.
El pobre médico, habituado a los delirios de la fiebre y al trato de los enfermos, supo ahogar las ofensas, que en rápido vértigo de venganza y de despecho había arrojado sobre él aquella mujer desventurada, y testigo de mil dramas de familia, en largos años de profesión, después de breves momentos de pasmo, volvió a proseguir sus apuntes y observaciones en las clínicas del hospital de San Cosme y San Damián, diciendo con esa filosofía que da la experiencia:
—¡Pobre humanidad! ¡Cuánta debilidad y cuánta miseria!
VI
Quince días había trascurrido desde la entrevista de la Marquesa con el célebre médico salmantino, cuando una noche, con una carta de la dama, un caballero desconocido reclamaba su asistencia y consejo en una grave enfermedad de un individuo de su familia.
El sacerdote de la ciencia no vaciló un momento—59—. Las ofensas de aquella mujer, exaltada por la pasión, no habían sido parte para llevar a su ánimo sereno ningún ruin sentimiento, y los favores que debía a aquella familia eran grandes para desaparecer del todo su recuerdo en un alma noble y templada al calor de los sentimientos cristianos.
Siguió al caballero que pedía sus auxilios, y en la calle del Silencio se les acercó otro, que manifestó se había agravado el paciente, A poco rato los tres entraban en una habitación espaciosa y amueblada con gusto.
—Sentaos un momento, doctor, qué ahora pasaréis a la alcoba del enfermo, dijo uno de los acompañantes, que a poco volvía a la estancia, cerrando tras él la puerta y guardando la llave en el bolsillo.
El médico conoció, desde luego, que algún grave suceso iba a desenvolverse en aquel instante. Y , electivamente, los dos infames pusieron sobre la mesa unas cartas, en las cuales el médico salmantino, obligado a pasar a Córdoba, llamado por los Reyes Católicos, confiaba sus pacientes al cuidado de un tal López, distinguido médico y persona de toda su confianza.
—Firmad, doctor, esas cartas, o de lo contrario renunciad a salir vivo de esta casa. Habéis caído en la trampa; fuerza es que os conforméis.
Lo que no quisisteis hacer de grado, lo vais a hacer a la fuerza. En esa carta al Prior de los Agustinos, que es la que más interesa, debéis añadir de vuestro puño y letra que tengan en mi saber y pericia una ciega confianza.— 60 —
Así como así—añadió—y como la medicina es palo de ciego, es fácil que cure radicalmente de la gástrica al fiero hipocritón de Fr. Juan, mejor que con vuestras recetas.
Un sudor frío bañó el rostro del médico, y sus ojos se nublaron ante aquel abismo que la venganza abría a sus pies. Pensó en sus hijos, en su desventurada esposa, en el porvenir de una familia numerosa, alzada de la miseria al esfuerzo de sus estudios y desvelos, y con lágrimas en los ojos y dolor inmenso en el corazón, firmó aquella sentencia de muerte para el santo pacificador de la ciudad.
—Ahora—exclamó el supuesto médico—este caballero os acompañará hasta Córdoba. Los caballos están preparados y los criados dispuestos.
¡Mucho ojo!—repitió mirando fijamente y con crueldad al otro supuesto caballero.
Regresaréis a la ciudad—añadió dirigiéndose al doctor,—cuando se os avise y convenga. Nada os faltará.
A pocos días Fr. Juan tomaba una infusión preparada, al decir del supuesto médico, con inocentes hierbas aromáticas, y el agustino íbase secando como planta abrasada por el sol canicular.
Voló al cielo el fraile, entre el lloro de sus hermanos y el dolor y las oraciones del pueblo, y médicos de la ciudad hubo que indicaron la oculta causa del fallecimiento, que quedó en boca del pueblo, historiador independiente y perspicaz.
El distinguido médico del convento pudo desvanecer, de regreso a Salamanca, las cavilaciones del prior y los dictámenes de sus compañeros, gracias a su autoridad y reputación; pero su vida fue un constante sufrimiento desde entonces, y su salud fue minándose también al empuje de un intenso dolor moral.
La debilidad y la venganza mancharon con esta negra página la historia de la ciudad insigne en el agitado siglo xv, siglo de crímenes y de combates sin tregua.
El que acalló la inmoralidad y la venganza, moría víctima de los mismos vicios a quienes logró reprimir con la virtud y el ejemplo, en el solar ennoblecido con su vida y asistido de sus milagros.
FUENTE
Antonio Gª Maceira, Leyendas salmantinas. Salamanca: Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890,pp.51-60.
Edición. Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Revistero: periodista.
[2] O puerta del Arrabal, se dice que es por la que entró Aníbal.