Ermita del alcornoque
Cansados de esta ocupación, nos dirigimos a visitar las ermitas que, ya dijimos, se ven por todos lados edificadas, ya encima de un peñasco, ya en la pendiente de una sierra, todas concentradas en pequeño espacio, y presentando todas unas mismas proporciones.
En tres épocas del año podían los monjes retirarse a ellas; mas como la vida de ermitaño tenía un excesivo aumento en el rigorismo de la vida ascética, no se obligaba a ninguno a que la sufriese, sino que se permitía a quien quisiese abrazarla voluntariamente, y a fin de que la ocupación fuese metódica alternaban en ella todos los monjes del convento.
Duraba tres semanas, en las cuales el ermitaño no debía comer ninguna vianda caliente, los viernes debía cenar solo legumbres y, en fin, debía prolongar diariamente las horas de rezo más de lo acostumbrado.
Los comestibles se llevaban del convento, y si algo sobraba tenía que devolverlo; si le faltaba algo se le avisaba al cuervo, que así se llamaba el lego encargado de aprovisionar los ermitaños.
La manera de entenderse sin hablar es lo más notable. El cuervo presentaba al monje una tablilla en que estaban escritos los artículos de que se le podía llevar, cada uno con una cuerda pendiente; el ermitaño examinaba la lista y tiraba de una de las cuerdas, con lo cual entendía el conductor cuál era el artículo que necesitaba.
Hay entre todas las ermitas una sobre la que nuestro guía nos llamó la atención, cosa que nos sorprendió en verdad, porque en todo el tiempo no había hablado más palabras que las meramente precisas para que no quedasen sin contestacion nuestras reiteradas preguntas.
Está construida en el tronco de un árbol, el cual se halla hueco, y se penetra en el interior por una especie de arco de poco más de una vara de altura, al que sirven de puerta unas tablas sujetas con goznes. Delante de ellas hay un portalillo correspondiente en magnitud al resto de este edificio, y forrado por dentro de tablas de corcho. Encima de la puerta se ve un cráneo humano, y dos huesos incrustados en el tronco; y al abrirla para entrar, se leen estas tremendas palabras:
MORITURI TE SALUTANT[1]
En las tablas de corcho hay escrita la siguiente decima :
«Quien piensa en la muerte atento
fácilmente menosprecia
palacios que el mundo aprecia
¡con tan vano lucimiento!...
En este humilde aposento
se siente de Dios el toque,
que no hay cosa que provoque
a tan útil desengaño,
como ver a un ermitaño
que vive en un alcornoque »
—¿Quién ha ocupado esta ermita? pregunté yo con el mayor interés al lego.
—El padre Acevedo, contestó con su habitual indiferencia.[2]
—Pero ¿quién era el P. Acevedo? volví a replicar.
—Un nombre no puede satisfacer nuestra curiosidad.
—Nosotros no hemos conocido ni hemos oído hablar nunca de ese buen padre y nos haría Vd. favor en referirnos alguna particularidad de su vida.
—Yo diré a Vds. lo que sé [3]. El P. Acevedo cuentan que era capitán de guardias españolas a principios del siglo actual, y ya por las relaciones de su casa, y ya también por su valor personal, parecía destinado a ocupar uno de los puestos más distinguidos del ejército, cuando de repente y sin que nadie haya podido saber positivamente el motivo, abrazó la vida monástica a la edad de 22 años. No ha faltado quien diga que una desgraciada pasión amorosa le condujo a este extremo; pero nada tiene esto de extraño porque algún motivo se ha de dar a tan extraordinaria resolución.
El padre Acevedo tuvo que vencer grandes dificultades para que se le admitiera aquí, pues como era tan joven, temíase que fuera su deseo producto de un acaloramiento y no fruto de una vocación decidida; pero apenas entrado en el convento, admiró a todos por su austera constancia y exactitud en el cumplimiento de la regla.
Vino entre tanto la guerra de la Independencia y todos los frailes se retiraron de estos lugares, ya para empuñar unos las armas, ya porque otros temieron a los soldados de Napoleón, que sin embargo nunca llegaron aquí. El P. Acevedo se quedó solo habitante del desierto, y durante los seis años de lucha ningún viviente interrumpió sus vigilias. Concluida la guerra se retiró a esta ermita, donde ha vivido más de veinte años, hasta hace poco que murió en este mismo sitio a consecuencia de una enfermedad crónica contraída por su método de vida. Era ya muy viejo; su barba caía hasta la cintura, y estaba tan consumido que la piel de su cara parecía pegada en una calavera. Esto es todo lo que sé del P. Acevedo...
¿Ven Vds. esa pizarra donde está la tierra movida en el centro de la capilla? pues ahí reposa su cuerpo.
Empezaba a declinar el sol y habíamos visto ya lo principal de las Batuecas; recordando el mal estado del camino, emprendimos nuestra retirada a la Alberca donde pensábamos dormir, no sin hablar largamente durante la travesía de las diversas sensaciones que habíamos experimentado en la visita del convento.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
FUENTE
Mellado, Francisco de Paula. Recuerdos de un viaje por España. Castilla, León, Oviedo, Provincias Vascongadas, Asturias, Galicia, Navarra. Madrid, Mellado,1862, cap. XXIV, pp. 239-240.
NOTAS
[1] Los que van a morir te saludan. (Tr.)
[2] Por austera que fuese la vida de comunidad, en ciertas épocas del año se trocaba el claustro en Tebaida y los religiosos en anacoretas, dispersándose en busca de mayor soledad y penitencia por las ermitas sembradas en derredor. No bajaba su número de diez y seis, y cada una llevaba el nombre de un santo y un sello particular por su situación o por su forma: unas encaramadas en la cima de un repecho como una aspiración de amor y de esperanza, otras hundidas en las quebradas o metidas en la espesura como la humildad y la compunción, sin descubrir más que una partícula de cielo; cuales construidas en la hendidura de una peña, cuales en el tronco de un árbol, señalándose entre estas por su adusta sencillez y por el sublime lema morituro satis la que practicada en el hueco de un alcornoque habitaba el padre Acevedo a principios de esta centuria . (Quadrado, José María “La Peña de Francia, la Alberca, las Batuecas” , Capítulo VIII, España: sus monumentos y artes - Su naturaleza e historia, Daniel Cortezo, 1884, p.252),
[3] Todo el hecho que vamos a referir es cierto, y se halla comprobado de una manera incontestable. (Nota del autor)