La peña de Francia
Cerca del valle de las Batuecas, de que ya dimos cuenta en el Semanario, se alza una montaña elevadísima, escarpada de malezas desde cierta altura, y que remata en una masa de piedra cenicienta. A su falda se extienden por una parte bosques llenos de lozanía y verdor; por otra bordan el horizonte muchos pueblos y caseríos desparramados en aquel terreno fragoso que los oculta entre las peñas, o los encubre con el espeso ramaje de arboledas que brotan por do quiera, regadas por las aguas que se desprenden de lo alto, y acariciadas por la dulzura y templanza del clima. Y en la cúspide de esta montaña hubo antes de 1836 un convento.
Esta montaña se llama sierra de Francia, y sobre el motivo discurren tan varia como inútilmente algunos que se han ocupado de esto. Lo cierto es que hay tradición de que había algunos franceses entre los que se refugiaron allí del furor de los árabes. En aquel tiempo debió de figurar mucho en la historia de la persecución del catolicismo, si hemos de hacer conjeturas por las huellas que han llegado hasta hoy; pues se conservan vestigios de escaleras labradas a pico en el corazón de la peña, pesebres, y cuevas cegadas en parte, aunque algunas todavía son capaces, según la expresión de los ganaderos del país, "de quinientas cabras” con poca diferencia.
Es probable que se refugiasen en ellas los cristianos que vivian en la circunferencia de algunas leguas, y persiguiéndoles, llegasen hasta tropezar con ellos los árabes que les dieron reñidos combates, en que, según tradiciones y papeles, los cristianos siempre salían mal. Allí se encontraron en una refriega que hubo en un monte llamado después Monte Sacro, y por corrupción Monsagro, dos obispos, Don Cenón, obispo de Ciudad-Rodrigo, y el obispo Hilario, que cuentan francés, heridos ambos y tan mal parados, que anduvieron, el que más, dos leguas, y murieron en dos pueblecitos a la falda del monte, de los que el uno conserva todavía el nombre de Sepulcro-Hilario.
Al fin los árabes debieron de circunvalar y apoderarse de los pueblos y defensas en los arranques de la montaña, que los monjes de un convento llamado de Lera escondieron una imagen que veneraban con ardor, en lo más espeso e intrincado de aquellas malezas perpendicularmente sobre el convento. Este fue destruido a poco. Los cimientos y algunos vestigios se conservan hoy; y esta conjetura que vamos diciendo, apoyada en datos auténticos en cuanto es posible que los haya, pues confiesan todo menos el hecho de la ocultación de la imagen, es una de las explicaciones que encuentran los de aquel país de lo que diremos ahora. En este artículo vamos extractando y ordenando algunas de las noticias que nos han comunicado personas instruidas; no añadimos comentarios porque no tienen ninguna utilidad cuando se trata de hechos y tradiciones que en la esencia podrán parecer enteramente inverosímiles a unos, y que otros creerán necesarios. En esto no tiene la crítica una regla segura e independiente de la fe, o de las pasiones y del espíritu de la época.
La tradición y las crónicas del siglo XV convienen en que fue hallada por aquel tiempo la imagen que se veneró después en la Peña de Francia, aparecida según opinión en estas sierras, motivo que dio lugar a que por un privilegio que expidió D. Juan II en 1441 se fundase en lo más alto un convento con su advocación. Han observado algunos la semejanza de sus formas con las de las imágenes que había en Atocha y en otras iglesias de lejana antigüedad o grande nombradía; y como consta por relaciones de Ambrosio de Morales, D. Sancho de Ávila y otros, que S. Pedro trajo de Antioquía la de Atocha, han inferido que también pudo venir esta.
Pero aparte de estas conjeturas, hay en los archivos de algunos pueblos vecinos de este paraje que nos ocupa, algunas relaciones curiosas acerca del modo con que la Providencia dirigió la invención de la imagen en el siglo XV.
Se hacen descripciones poéticas y candorosas en octavas de la maldición que pesó sobre la tierra en donde estaba enterrada la imagen, tal vez por contrastarlas con otras muy recargadas de figuras que añaden desde el descubrimiento. Como el autor pudo ser algún clérigo regular o secular de aquellas inmediaciones con más fe que instrucción, valen bien poco, y por eso no las insertamos. Después hacen la biografía de Simón Vela, que fue el descubridor, y le dan por patria a París, refieren el nombre y profesiones de sus ascendientes y la época de su nacimiento fijándole en setiembre de 1384 con muchas exclamaciones acerca del destino que le aguardaba, según costumbre de los escritores místicos de entonces.
Una revelación divina descubrió a Simón Vela el glorioso encargo que le confiaba el cielo, siete años antes de verificarse; durante cuyo tiempo recorrió sin cesar todas las provincias de Francia buscando el paraje que da nombre a este artículo, y cansado de no encontrar en su país la solución del enigma misterioso de la providencia, se resolvió a venir a España.
Las peregrinaciones de los cristianos eran más frecuentes en aquel siglo que ahora; los que hacían viajes largos considerando su peligro y su dificultad se unían a ellas, y así fue como vino Simón hasta Santiago de Galicia.
Desde esta ciudad pasó a la de Salamanca movido de la fama que tenía su universidad, a que concurrían ya hombres de todos los puntos de la península y de fuera, entre los que no era difícil hallar alguna razón del país que le costaba tanto afán.
Aquí introducen las narraciones el cuento de un reo perseguido por los tribunales, a quien oyó decir que no darían con él si lograba internarse en la sierra de Francia; por el mismo tiempo oyó decir a un carbonero que vendía carbón de la Peña de Francia, y juntando estas dos especies, e informándose ligeramente de su paradero, dedujo que debía de ser muy cerca, y se determinó a seguir al carbonero sabiendo que se dirigía allá. Hicieron alto en un pueblo muy próximo, llamado Miranda del Castañar desde cuya plaza preguntó al dia siguiente a la salida de misa a un paisano; si estaba muy lejos el teso de la Peña de Francia. La respuesta fue enseñárselo con la mano. Simón Vela comenzó a caminar.
Durante el viaje la Providencia cuidó de su vida ya tomase alimento o no; llegado a la cima registró con avidez cuanto pudo, hasta que haciéndose muy de noche se recogió a pasarla al abrigo de una peña.
Entonces desplegó la naturaleza con todo el impulso de su fuerza los elementos, empezó a llover primero deslizándose suavemente las gotas por entre el ramaje de los árboles, y a lo lejos se vieron resplandores ligeros en las nubes ofuscados gradualmente por la lluvia, cuya rapidez creciendo con el espesor de las gotas impedía la vista. El ruido del viento se repetía en los ecos de las peñas cóncavas, y azotaba las aguas de muchos pozos naturales, a cuyo fondo descendía gimiendo con desesperada impaciencia; a todo lo cual mezclábamos truenos de estrepitoso temblor, pasando rastreros sobre la montaña. Aquel —227— estruendo sobrenatural que conmovía sus cimientos, y amenazaba romper los del mundo, desgajó peñas muy bravas de lo alto que bajaban en escalones sonando su choque con otras en golpes roncos y compasados, hasta zambullirse en el fondo.
Después calmó esta medrosa batalla, y al levantarse el crepúsculo solo se percibe la armonía del agua que en muchos cauces baja lamiendo la inclinación por unas partes, y por otras cae desplomada sobre las mieses, Simón Vela se duerme al principiar la tormenta, pero en lo más crudo se le cae sobre la cabeza una piedra, y le hiere gravemente. Cuando existía el convento señalábase en él un cráneo agujereado que pretendían ser el suyo herido de esta noche. A pesar de ella busca desde el amanecer del dia siguiente, y nada encuentra.
Por fin, retirado al anochecer en el mismo sitio que el día antes, y cuando se iba a quedar dormido oyó una voz que decía "Simón, vela, y no duermas.” Cuentan los papeles que vamos extractando que a poco rato tuvo una aparición y se le reveló el sitio en donde debía buscar la imagen, pero no pudiendo mover solo una losa que había encima vínose a S. Martin del Castañar.
Allí departió el asunto con una persona cuyo nombre se cita, de lo que resultó buscar otras cuatro, también citadas por sus nombres y apellidos, que no sin alguna dificultad lograron reducir, encaminándose todos a la sierra.
Los cuatro adjuntos se habían persuadido que iban a encontrar algún tesoro, y no hallando trazas, se rebelaron contra Vela, y quisieron matarle con los azadones que llevaban. Pero los ruegos y lágrimas amansaron su cólera, y se consiguió que imitasen el ejemplo de Vela, uniendo sus fuerzas para levantar aquel enorme peñasco labrado que parecía destinado, a agotarlas, hasta que al fin alzado con mucho sudor y constancia, encontrase debajo la misma imagen que se ha venerado en el monasterio, y colocárosla con grande respeto y mucha reverencia en una especie de cabaña natural que formaban dos o tres piedras inclinadas una sobre otra.
De todo esto dio testimonio el escribano público, poco después del cual aparece la fecha de este suceso que fue 19 de mayo de 1434.
A poco se construyó una capilla de madera y después un convento, por gracia de que hemos hablado, cuya nombradía se extendió con rapidez llegando a ser uno de los más célebres de Castilla. También crecieron sus riquezas excitada la caridad de tantos como concurrían o por curiosidad o por haber hecho algún voto como era muy frecuente.
Todo lo cual y las ferias que se celebraban allí anualmente valían cuantiosas liberalidades, realzando el lustre y servicio de aquella iglesia, y añadiendo al esplendor y fama con que se extendía por las llanuras de Castilla el nombre del santuario de la Peña de Francia siempre mirado con fervoroso respeto.
De él no quedan hoy más que escombros que sirven de guarida a la caza y de nido a los pájaros. Algunas huellas se conservan también a la falda de la montaña, del antiguo monasterio de Lera que destruyeron los árabes, pero aunque la vista abraza de una ojeada el espacio, entre los escombros de encima y los de abajo están agrupados once siglos.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
FUENTE
J. Arias Girón, “España Pintoresca. La peña de Francia”, Semanario Pintoresco Español, Tomo III, Núm. 29, 18 de julio de 1841, p. 226-227.