El Cid
Admitida, como admitimos sin la menor reserva, la existencia del Cid, vamos a contar su vida como la crónica y el romancero la refieren, dejando al buen juicio del lector que descarte lo que en el relato halle de violento o increíble.
Nació nuestro héroe en la ciudad de Burgos el año 1026, según consta de una inscripción que hay en el solar donde existió su casa, de la que luego nos ocuparemos, y fue su padre Diego Laínez, descendiente de Laín Calvo, uno de los jueces elegidos por el pueblo para gobernar a Castilla, cuando Ordoño II de León dispuso que dieran muerte a los condes sus soberanos.
El otro juez, suegro de Laín, se llamaba Nuño Rasura, y de este se supone que desciende Fernando II, rey de Castilla, hijo de Sancho el Mayor. La madre de Rodrigo se llamó Teresa Rodríguez, y fue hija de don Rodrigo Álvarez, conde y gobernador de Asturias.
Cuando era el Cid todavía un rapaz, cuentan que su padre tuvo una disputa con el conde de Gormaz o Lozano, y que este dio a don Diego una bofetada, causándole tal pena semejante afrenta al pobre viejo, que no podía comer, beber ni dormir. Acongojado Rodrigo por la aflicción de su padre y sabedor del motivo que la ocasionaba, un día se acercó a él y le dijo: —35—
—En mal hora, buen padre, anublaron tu rostro, pues el hijo que Dios te ha dado se halla dispuesto a vengar tu injuria. No cuides de mi niñez, que si son pocos los años es mucho el corazón, y en los casos de honra este vale por todo.
El anciano prorrumpió en lágrimas al oír el razonamiento de su hijo, y abrazándole primero y bendiciéndole después, dióle licencia para que al punto tomase venganza, con lo cual partió el joven en busca de su enemigo tan presuroso como contento, y cuando llegó a presencia del conde dijo le de este modo:
—Gormaz, yo soy el hijo de Diego Laínez, que viene a pedirte cuenta de la injuria que le hiciste: mala fechoría y poco noble es por cierto herir en el rostro a un pobre viejo que no puede defenderse; tamaña afrenta solo con sangre se puede lavar, y la tuya o la mía, vive Dios, han de correr con abundancia en el campo.
Observando Rodrigo que el conde le había dirigido una mirada de desprecio, tal vez al ver sus pocos años, prosiguió:
—Conozco asaz, conde Lozano, de dónde procede la desdeñosa mirada que me echáis, y sé que sois mañero lidiador; pero yo confío venceros en singular combate, no solo porque vengar a un padre es justicia, sino porque el corazón me dice, que la fama ha de cantar en lo venidero, que un niño os dio la muerte.
Tantas y tan grandes fueron las provocativas amenazas de Rodrigo, que el conde no pudo contener su enojo, y aceptó lleno de ira el roto que el rapaz le proponía. Salieron en efecto al campo, se batieron, y Rodrigo, o más diestro o más afortunado, mató al conde, y viéndole en tierra bajó del caballo, cortóle la cabeza y con este presente marchó satisfecho y lleno de orgullo a casa de su padre.[1]
Diole la muerte y vengóse
La cabeza le cortó
Y con ello ante su padre
contento se afinojó[2].
Sentado a la mesa se hallaba a la sazón Diego Laínez, sin querer probar los sazonados manjares que delante le ponían; solo meditaba en su afrenta, y llorando y afligido, a tal punto le rindió el pesar, que cayó en profundo sueño; pero aun así mil visiones agitaban su pecho, cuando de repente la puerta de la estancia se abre, y aparece Rodrigo conduciendo de los cabellos la cabeza de su contrario.
—¡Despertad! ¡padre—gritó—comed! que aquí os traigo ya yerba que ha de abriros el apetito... enjugad vuestras lágrimas que ya estáis vengado.
El buen viejo abre los ojos azorado, y al contemplar el trofeo de que era portador Rodrigo, fuera de sí de alegría se lanza a su cuello y dióle un fuerte abrazo.
—Siéntate a yantar conmigo, buen rapaz, le dijo luego, y ocupa en la mesa el lugar que yo ahora ocupo, que quien tal cabeza trae, cabeza de mi casa debe ser. —36—
Algún tiempo después de la escena que acabamos de referir, hallándose en León el rey don Fernando, se le presentó Jimena Gómez, hija del conde Gormaz, y echándose a sus pies, cubierto el rostro de lágrimas, le habló en estos términos:
—¡Justicia! rey Fernando, ¡justicia! Mirad el luto que arrastro por la muerte de mi padre, a quien cortó la cabeza Rui Diaz de Vivar: doleos de mi llanto, apiadaos de una infeliz huérfana, pues el rey que no hace justicia no debe de reinar, ni comer pan a manteles, ni cabalgar briosos trotones[3], ni con la reina tratar.
Levantó la el rey con mucha galantería, y sin darse por ofendido por lo que acababa de oí, la contestó:
—Hablad, hermosa dama, hablad y decid vos misma el castigo que queréis se imponga al matador de vuestro padre.
—Pido, señor, pues vos lo permitís, que ese caballero me dé la mano de esposo o de lo contrario que sufra al punto la muerte.
—Extraño castigo a fe mía, dijo el rey; mas os elegí por juez y vuestra voluntad será cumplida; entrad en ese aposento y esperad que yo os llame.
En seguida mandó Fernando buscar a Rodrigo, y en presencia de toda su corte hízole saber la sentencia. Inútil es decir que el doncel prefirió tomar por esposa a la noble y bella huérfana a perder la vida: oída su resolución, el mismo rey abrió la puerta del cuarto en que Jimena se ocultaba, y cogiéndola de la mano la presentó a su futuro esposo diciendo:
—Ya que huérfana la dejasteis, os la entrego para que cuidéis de su persona como de cosa propia, y con tal condición os perdono la hazaña de haber muerto uno de mis más leales vasallos.
Celebráronse las bodas con mucha pompa después de concluido el luto de Jimena, y al volver Rodrigo con su esposa el día de la ceremonia a casa de su madre, pues Diego Laínez había fallecido, poco tiempo después de quedar vengado, poniendo sus manos entre las de la recién casada dijo:
—Ya que tal cuita os causé, señora, sin querer, y que por ella tengo la dicha de poseeros, juro por Dios y su santa Madre no entrar con vos en lecho, sin haber ganado antes cinco batallas campales.
Ganólas en efecto y la promesa quedó cumplida, viniendo a ser desde entonces terror y espanto de los infieles, quienes le dieron el nombre de Cid, que quiere decir señor.
Satisfecho el rey de sus proezas, de tal modo lo tenía constantemente ocupado en la guerra, que doña Jimena, se vio obligada a quejarse a Fernando, porque no dejaba a su marido un momento de descanso para acudir a los negocios domésticos, y lo hizo en una sentida carta, que no podemos menos que extractar aquí; decía de este modo:
A vos, señor, el aventurado y magno conquistador, vuestra sierva Jimena os escribe, y perdonad la guisa en que lo hace, pues si mal talante os manifiesta, es porque disimularlo no puede. ¿Por qué, señor, a un garzón[4] domeñado[5] y halagüeño, —37—lo enseñáis a ser tigre feroz? Ni de noche ni de día le soltáis una vez para mí. Si en alguna ocasión me lo dais, tan teñido en sangre viene que causa espanto mirarlo: duerme en mis brazos, pero la terrible pesadilla le acosa en la mitad de su sueño y forcejea y cuida estar lidiando contra moros. Amanece, vase y quedo sola y desconsolada hasta Dios sabe cuándo. Encinta finco[6], señor, en nueve meses estoy entrada; mandadme a mi Rodrigo, y no permitid que se malogren prendas que proceden del cautivador de cinco reyes.
El rey contestó a la carta de Jimena en los términos siguientes:
Después de hacer la cruz
con cuatro puntos y un rasgo[7].
A vos me dirijo, la noble doña Jimena la del envidiado esposo: me decís que por los mis provechos no cuido de los daños que os aquejan, por lo que estáis de mi hartamente querellosa. Yo vos perdono la sandez en fe de galantería y acatamiento debido a dama tan principal. Si yo vos quitara el marido para mis enamoramientos, mal empleada fuera pardiez la ausencia; pero si le confío mis gentes y le mando pelear contra moros, no creo faceros mucho agravio. No le escribiré que vaya a veros porque en oyendo el atambor, será preciso que os deje, y aumentase vuestra cuita; pero aumento en esta carta una promesa para vuestro contentamiento: prometo a lo que pariedes buen aguinaldo; si hijo, caballo, espada, y dos mil maravedís; si hija, doila en dote cuarenta marcos de plata, y quedo rogando a la Virgen vos alumbre en los peligros del parto que vos amenaza.
Dio a luz doña Jimena una niña sin el consuelo de tener a su esposo al lado; pero es fama que el rey la hizo singulares donativos.
Muerto Fernando, dejó repartida la monarquía entre sus cinco hijos: Castilla tocó a Sancho, que era el primogénito; Alfonso heredó a León y Asturias; a García dio las provincias septentrionales de Portugal, a Urraca la ciudad de Zamora y a Elvira la de Toro. No tardaron en sentirse las consecuencias inherentes a tales reparticiones; los hermanos empezaron a mirarse con celosa envidia, y concluyeron por declararse guerra abierta, aspirando cada cual al dominio de los estados de los otros.
Sancho, después de apoderarse del reino de León y Asturias, que gobernaba su hermano Alfonso, halló pretexto para hostilizar[8] a doña Urraca, y puso cerco a Zamora; pero el Cid se negó a pelear contra la princesa, a quien cuentan que en sus mocedades tuvo mucho amor. Sancho fue muerto traidoramente en este sitio por Bellido Dolfos, según mas adelante diremos, y de este hecho, toma origen la célebre historia relativa al reto y fatales consecuencias de los hijos de Arias Gonzalo.
Muerto Sancho sin hijos, recayó la corona en su hermano Alfonso, que a la sazón se hallaba fugitivo en Toledo, bajo el amparo del rey moro. El nuevo monarca —38—se dirigió a Zamora donde estaba reunida la nobleza para rendirle pleito-homenaje, según costumbre de aquellos tiempos; pero antes de hacerlo le pusieron por condición, que había de jurar no haber tenido parte en la muerte de su hermano, como vagos rumores querían suponer.
Prometió Alfonso hacer este juramento, y se dirigieron a Burgos, donde debía verificarse. El día convenido se presentó el rey en la iglesia de Santa Gadea acompañado de doce caballeros, que debían atestiguar su inocencia, y al verlos entrar por la puerta adelantóse el Cid con el libro de los Evangelios abierto, mandó poner sobre él la mano al monarca, y con voz grave y sonora dijo lo siguiente:
—Rey Alfonso, jurad por Dios y los santos del cielo que no tenéis parte en la muerte de don Sancho; jurad que esa muerte no os plugo, ni menos disteis lugar a ella.... y mal fin tengáis, si la verdad no dijereis, y acabado seáis por mano de villano, y no de fidalgo, infanzón o caballero.
—Amen, respondió Alfonso, demudado el color y lanzando una mirada amenazadora sobre Rodrigo, ni hice tal maldad, ni de ella fui causa.
En seguida juraron también los doce caballeros[9], y finada[10] la ceremonia, adelantándose el Cid hacia el rey, continuó:
—Dadme a besar vuestra mano, y si antes no lo hice fue porque no me plugo; mas agora vos la beso y es de mi agrado hacerlo, y no pienso agraviaros en esta fabla, pues el recuerdo de don Sancho mi rey, me destroza el corazón todavía.
Un juramento tan estrecho y una elocuencia tan arrogante en presencia del monarca, no podía menos de herir el amor propio de éste, y en efecto, Alfonso desde entonces miró con particular ojeriza a Rodrigo, aumentándose esta con las hablillas de los cortesanos.
No tardó mucho en presentarse ocasión al rey de tomar venganza del Cid, pues habiendo éste hecho una entrada por los estados del rey de Toledo, con intento de buscar botín, se quejó el moro, y fue desterrado el campeón, quien al partir se llevó en pos de sí a los fieles parciales resueltos a seguirle donde quiera que fuese.
Con objeto de proporcionarse dinero, pues sus bienes habían sido confiscados, cuentan que el Cid llenó dos cofres de arena, y los empeñó en casa de unos judíos como si lo estuviesen de oro y alhajas, poniendo por condición que no habían de —39—abrirlos hasta cierto tiempo, con lo cual los judíos se conformaron y creyeron a Rodrigo bajo su palabra; tal era la confianza que su honradez inspiraba. Parecerá extraño por lo mismo que usara de tal superchería un hombre del temple del Cid, pero aun dado caso que la anécdota sea cierta, debe tenerse en cuenta, que en aquellos tiempos engañar a un judío no era acción deshonrosa, y sobre todo que nuestro héroe pensaba pagar, como lo hizo, antes del plazo señalado, y recompensar con usura a los prestamistas.
Provisto de fondos dejó a su esposa y sus hijas bajo la custodia del abad de San Pedro de Cardeña, y emprendió nuevas correrías contra los moros, ganándoles poblaciones importantes, y entre otras Medina, Daroca y Teruel, y obligando a pagar tributo al rey moro de Zaragoza.
En nuestro siglo de civilización y progresos, un general que se viese tratado por su rey de la manera que lo fue el Cid, de seguro iría a ofrecer su espada a un gobierno extranjero, o se pondría a la cabeza de los descontentos que quisieran seguirle para combatir a su soberano; pero en la época del Cid, menos ilustrada pero más caballerosa, las cosas pasaban de otra manera; todas las conquistas y todo el botín que hizo Rodrigo en sus nuevas campañas, lo puso a los pies de Alfonso, quien sea por esta prueba de lealtad, o porque necesitase de su auxilio, le llamó al fin a su lado, donde continuó una serie de hazañas, que terminaron con la conquista de Valencia.
La pérdida de esta ciudad causó tanta sensación a los infieles, que acudió desde África en auxilio de los moros del país, el rey Bucar con un numeroso ejército, y también fue derrotado dos veces por el Cid; pero estos fueron sus últimos triunfos.
Acometido de una enfermedad grave en el mismo Valencia, sucumbió al ímpetu de ella el día de Pentecostés del año 1099; pero todavía después de morir consiguió triunfar de los moros, si hemos de dar crédito a algunos historiadores. He aquí como refieren esta anécdota.
Sintiendo que se acercaba su fin, precisamente cuando el rey Bucar se disponía a tentar por tercera vez el último esfuerzo contra la ciudad, conoció el Cid que la resistencia sería inútil, y ordenó a los —40— castellanos que después de su fallecimiento se retirasen en buen orden a Castilla, custodiando su cuerpo, que debía enterrarse en el monasterio de Cardeña, y acompañando a su esposa y todo lo demás digno de ponerse en salvo.
Cumplióse puntualmente su voluntad, pero advertidos los moros por una traición, cerraron el paso a los cristianos en términos que estos hubieran sucumbido al número, si de improviso no se hubiesen puesto en precipitada fuga los contrarios gritando ¡el Cid!... ¡el Cid! ¡traición!
Era el Cid en efecto sobre su caballo Babieca, con su tizona, su casco y su armadura; pero el Cid inanimado, sin aliento, sin fuerza en el brazo; era su cadáver.
Los caballeros que lo escoltaban conociendo el peligro se valieron de este ardid, que les salió maravillosamente, porque los infieles creyeron que el Cid no había muerto, y que había sido un engaño para atraerlos a la pelea, con lo que se alejaron a la desbandada, dejando el paso libre al fúnebre convoy. Cuando supieron el error, los castellanos habían logrado y a su objeto.
Concluiremos copiando algunos versos del Romancero[11], que repetidas veces hemos citado, relativos a su muerte.
La que a nadie no perdona
a reyes ni a ricos-homes
a mi fincando en Valencia,
llegó a mi puerta y llamóme;
Y fallándome dispuesto
a su voluntad conforme.
Fago así mi testamento
y mi voluntad al postre.
Y para facer exequias
se junten mis infanzones.
Los de mi pan y mi mesa,
los buenos conqueridores.
Item mando que no alquilen
plañideras que me lloren;
bastan las de mi Jimena
sin que otras lágrimas compre.
El año 1272, mandó don Alonso el Sabio labrar un sepulcro al Cid, compuesto de dos piedras muy grandes, y en él ha permanecido al lado de la epístola en el monasterio de Cardeña, hasta su traslación a Burgos hace pocos años.
FUENTE
Mellado, Francisco de Paula, Recuerdos de un viaje por España, (Madrid, Mellado), vol. 1, 1849, pp. 34-40.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] El argumento lo refiere Guillén de Castro en las Mocedades del Cid.
[2] Afinojó: se prostró de hinojos, de rodillas. Romancero del Cid.
[3] Trotón: caballo.
[4] Garzón: muchacho joven.
[5] Domeñado: domesticado, quiere decir, educado.
[6] Finco: estoy.
[7] El encabezado del papel con la cruz.
[8] Hostilizar: luchar contra.
[9] Todos son hombres mancebos,
ninguno hay viejo ni cano.
todos llevan lanza en puño
con el hierro acicalado
y llevan sendas adargas
con borlas de colorado (Romancero del Cid, nota del autor)
[10] Finada: terminada, voz antigua.
[11] Escobar, Juan de. "Historia del muy noble y valeroso cavallero el Cid Ruy Díaz de Bivar, (o Historia y Romancero del Cid)” ed. A. Rodríguez-Moñino, Madrid, Castalia (1973).