El cuento del Cid
A seis kilómetros de Burgos próximamente, pasado el pueblo de Villatoro,y a la derecha de la carretera, se ve asomar por entre un grupo de chopos lombardos, álamos, olmos y nogales, lo que existe en pie del que fue un día famoso monasterio de Fres del Val: su triste, viuda y solitaria espadaña, los robustos muros de la que fue su grandiosa iglesia y las viejas paredes que resguardan su claustro gótico-florido, resto admirable de su antigua majestad.
Se levanta el monasterio en la falda de un monte que se parte en dos, como para darle abrigo y grato asiento. Parece abrirse en dos brazos, que extiende por uno y otro lado cual si quisiera protegerlo y estrecharlo en ellos, o mejor, como si los abriera prolongándolos a uno y otro lado por el valle, para que desde las ventanas del edificio se pueda gozar del soberbio panorama que ante él se despliega.—172—
Fres del Val es hoy una verdadera ruina que, por fortuna, parece haber encontrado quien se ocupe en ella para restaurarla.
Muy cerca de Fres del Val está el Vivar del Cid, que recuerda las mocedades de aquel héroe legendario; y a muy cortas distancias tiene también otros sitios de honradas y memorables tradiciones en los anales de la vieja Castilla.
Junto a la puerta de la que fue iglesia, a la derecha, hay el monte, al que se sube por una cuesta que se llama de la Reina, y acerca de cual existe una dramática leyenda que contaré otro día.
A su izquierda se halla el otro monte, a cuya cima conduce otra cuesta, que se llama de los Grillos. La meseta de este monte tiene una vasta extensión, llana, fácil, cómoda, especie de paseo enyerbado que se prolonga tres o cuatro kilómetros al menos, sin que el menor accidente ni la menor ondulación del terreno pueda interrumpir ni alterar el paso tranquilo del caminante o el soberbio galope del caballo.
Por un lado extiende este monte su llanada hasta llegar a un cabezo[1], desde donde se puede ver, en lo hondo, como a los pies, todo el territorio que rodea a Burgos: el cerrete en cuya cima se alza la cartuja con sus líneas de ataúd y los pináculos en forma de fúnebres blandones[2] que la rodean; las Huelgas famosas 173— y tan renombradas, cuyas monjas eran damas palatinas y sus abadesas reinas soberanas; las ruinas del castillo burgalés, que tan ruda resistencia opuso a los Reyes Católicos, y los grandes paseos de sombrosos árboles, que hoy ciñen con rico cinturón de follaje a la ciudad que fue sede de primates[3], cámara de reyes y cabeza de Castilla.
Por el otro lado es por donde la meseta se extiende y prolonga, siempre sembrada de menuda y olorosa hierba que es alfombra tendida a los pies del caminante, el cual puede deleitar su vista con la de peregrinos paisajes, viendo tenderse en el fondo del valle, y entre florestas, los pueblos de Quintanilla, Vivar del Cid, Soto Palacios, Cercedilla, Villaverde y otros muchos.
Esta es la meseta de la leyenda, la del cuento del Cid.
Y esta leyenda hela aquí, desnuda, sencilla, escueta, con toda su nebulosidad, todo su misterio y todo su romanticismo; hela aquí, tal como hube yo de recogerla de labios de un octogenario, que fue en sus buenos tiempos mozo de espuela al servicio y mandato de los monjes de Fres del Val.
Todos los años, el día de Difuntos, que es, según parece, aquel en que se da huelga a los muertos, promediada ya la noche, un caballero, vistiendo mallas, ciñendo yelmo y embrazando —174— escudo, jinete en su caballo encubertado, va subiendo lentamente, solapado por las sombras, la cuesta que conduce a la meseta.
Una vez en ella, el misterioso jinete se dirige al cabezo y, a guisa de atalayador vigía, pasea su vista por las cercanías de Burgos, abrazando y acariciando con su mirada toda la vasta extensión de dormida tierra que se distingue desde el cabezo, como si pretendiera desvelarla con el rayo de sus ojos. En seguida, virando su caballo y aplicándole la espuela, se lanza a una carrera desesperada todo lo largo de la meseta, que recorre unas veces al trote y otras a escape, como si fuese aquel sitio arena de palenque dispuesto para militares ejercicios de torneo, hasta llegar el momento en que, fatigados ya cabalgante y cabalgadura, se, asoma de nuevo al cabezo, se detiene unos instantes, arroja su postrer mirada, que encamina a Burgos, y pausadamente, indolente o tardo, deshace su camino, baja la cuesta, y en uno de sus recodos desaparecen de repente corcel y caballero, como tragados por la tierra.
Esto sucede todos los años en la noche de Difuntos. Siempre el mismo paladín con su mismo caballo, el mismo paseo, la misma detención ante Burgos, que asoma a lo lejos, la misma desenfrenada carrera por el enyerbado llano de la cumbre, y el mismo repentino desaparecimiento. —175—
— Pero esto, ¿quién lo ha visto? — pregunté al cuentista que candorosamente me relataba el suceso.
— Yo — me contestó como la cosa más natural del mundo.
Le miré con asombro. Hubo de advertirlo en el acto, y, como si quisiera darme la clave del misterio por medio de una razón concluyente y de un argumento sin réplica, se apresuró a añadir:
— Este caballero es el Cid. Cada año, al llegar la noche de Difuntos, sale de su sepulcro, monta en su caballo y sube a esta cumbre para ver su Vivar, su Burgos, sus tierras de Castilla, y cuando lo ha visto, cuando está ya seguro de que su Castilla vive y se conserva, se vuelve tranquilamente a su fosa.
El buen hombre hubo de notar en mí señales de incredulidad, y, antes de que yo pudiese tomar la palabra, prosiguió diciendo:
— Yo le vi. ¡Cuando digo que yo le vi con estos ojos que se ha de comer la tierra!...
Hace muchos años, antes del 35, estando aún los monjes en su claustro, siendo yo muy joven, contáronme el suceso. Al llegar el primer día de Difuntos, por la noche, que era por cierto muy negra y tempestuosa, salí para verlo, me agazapé bajo una mata, cerca de la cuesta de los Grillos, y entre una y dos de la madrugada, poco más o menos, vi pasar a lo —176— lejos, como una sombra, el caballero y el caballo subiendo la cuesta. Llevaba él una lanza en la mano. Yo lo vi. Apoderóse un temblor de todo mi cuerpo, mis dientes daban unos con otros como castañuelas de gitana, y me fui todo lo más de prisa que pude, andando á gatas, y por lo hondo, sin ni siquiera volver la cabeza.
— Pero se le ocurriría volver al año siguiente, ¿verdad? — le dije.
— No, jamás. Dios me libre. Me confesé con el P. Cristóbal, que era un santo varón, y me dijo que, pues Dios me había concedido verlo una vez, no me ocurriera en jamás intentar verlo por segunda, pues podría cegar de repente.
Y no volví.
— Pero, hombre de Dios, —le dije — ¿quién le asegura que aquella sombra que vio en medio de su terror, aquel jinete con lanza, no fuese un viajante, madrugador o retardado, que iba su camino, o tal vez un colono que con su aguijada en ristre se dirigía a su boyero? No crea usted en brujas. No crea usted esto.
— Es que quiero creerlo,—me contestó irguiéndose como si fuese héroe de tragedia. — Yo creo firmemente, ¡así Dios me salve!, que es el Cid, que viene todos los años a ver su Castilla; así como creo que si ésta se perdiese un día, el Cid volvería para libertarla.—177— (tomo XXXVII,12)
Parecióme inhumano contradecir al buen viejo, y bajé la cabeza en señal afirmativa, cual si me arrepintiera de haber tenido un momento de duda.
Hay que admirar el patriotismo donde quiera que brote y en la forma que se presente. Y nada más.
Este es el cuento. ¡Ah! Si no fuese español, si fuese del Norte, en una palabra, si fuese de Ibsen, ¡qué de lecciones de patriotismo, qué de maravillosas cosas y qué de aturdidores simbolismos se encontrarían en él!
Fres del Val, Septiembre de 1894.
FUENTE
Balaguer, Víctor. “Monasterio de Fresdeval”, Historias y leyendas, 1889. S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Cabezo: cerro alto. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Blandones: vela gruesa de cera con una mecha. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[3] Primates: personaje distinguido.