La piedra del Cid Campeador
Era el siglo undécimo para España lo que para Europa el decimosexto; siglo de hechos bizarros, grandes y esforzados varones, guerras sangrientas, y a la vez muertes desastrosas, levantamientos y alevosías.
Fernando el grande, primero de Castilla, comenzó su reinado bajo faustísimos augurios, puesto que la morisma, cansada ya del gobierno de Alhamar-Ben-Mahomet, califa de Córdoba, partió en tantos cetros, cuantas eran las provincias orientales y meridionales de la Península, el imperio vasto y temible de los africanos: primer desmán de sus caudillos lugartenientes, que, alzando sobre el trono hasta 19 soberanos usurpadores, abrió a Castilla las puertas de mas dilatados señoríos, e inclinando desde entonces su poderosa balanza bien a un lado bien al otro, cogió abundantes laureles a sombra de los odios y venganzas de los régulos[1] musulmanes.
Alí Maimón[2] de Toledo, hecho tributario de Fernando, dejó a sus sucesores un poder cimentado en el vasallaje, hasta que desprendida la corona de las sienes de Iliaya vino a caer a los pies de Alfonso VI, heredero de las glorias de su padre. Las conquistas de Alcalá y Guadalajara; las parias[3] que Doña Sancha recabó de los moros de Aragón y Valencia, y la batalla de Carrión, en que Bermudo fue víctima de sus inextinguibles rencores, valieron a Fernando un imperio, que la espada victoriosa de un vasallo sustentó y desparramó hasta el confín de los mares. Tal fue el destino del Cid Rui Díaz, cuya noble sangre corriera un día por las venas de Nuño Rasura y cimentara el Solar de Burgos, cuna del héroe. Referir aun de paso sus hazañas seria enojosa y prolongada tarea, si las crónicas no lo hiciesen en lo real y verdadero, y la gala poética no cuidase de ensalzarlas hasta lo maravilloso.
Tres reinados pasaron sobre Rodrigo sin imprimir en su frente la mancilla del deshonor ni la mengua de la cobardía; antes bien, (como dijo Flores) parecía haber encadenado en su valor los triunfos de una continuada fortuna. Muerto Fernando, sirvió a D. Sancho su hijo, y cuando la mano traidora de Bellido Dolfos malogró con un regicidio los efectos del asedio de Zamora, (corte y patrimonio de la Infanta Doña Urraca) D. Alonso VI[4], hermano de árabes, subió al trono de Castilla y de León, después de jurar por tres veces en manos del Cid, que ninguna parte tuviera en el horrible suceso que precipitó en el sepulcro el malogrado D. Sancho.
La firmeza de Rodrigo en este trance le acarreó disgusto y aun el enojo del rey, quien a pesar de sus méritos lo desterró por un año fuera de los dominios de la corona. Admírase nuevamente la lealtad castellana en la conducta del injuriado caudillo: pues buscando medios de distraer los desvíos de Alfonso, conquistóle muchos y pingües reinos, y con no menos generosa bizarría ofreciólos a sus plantas, bastándole la gloria y los laureles conseguidos.
Por este tiempo, si no mienten las leyendas, Mudafar, rey de Granada, rotas las paces con Almucanid Alimoncar, rey de Córdoba y Sevilla, y tributario de D. Alonso, entró a saco las ciudades fronteras de ambos reinos, y seguido de sus tropas y de varios caballeros cristianos, mal avenidos con el de Castilla, taló los campos de Monturque y Cabra hasta las márgenes del río de este nombre.
Sabedor el Cid de tamaño ultraje en Sevilla, donde moraba, reunió gentes cuantas pudo suyas y de Alimoncar, presentó al granadino la batalla, y le venció y destrozó su ejército, haciendo presa de sus tesoros; y volviendo a la ciudad con este singularísimo trofeo. Allí cobró las parias, y fuese a entregarlas a su soberano.
Tanta hubo de ser la fama de este suceso, que muy luego ocupóla pluma de los trovadores, como puede verse en el siguiente romance de Sepúlveda[5]:
Ellos con grandes poderes
con el Mudafar venían
contra Almucanis, el rey
que pechero[6] es de Castilla.
El Cid, cuando aquesto supo,
mucho pesado le había,
enviárales sus cartas,
y en ellas así decia:
"que non vengan con su gente
«contra el reino de Sevilla,
«que es pechero al rey Alfonso,
“con quien amistad tenia:
»y si lo quieren facer,
»que su rey ayudaría
»a Almucanis su vasallo,
“que otra cosa no pedía."
Recibido han las cartas,
mas en nada las tenían:
entran por tierras del rey,
del rey moro de Sevilla,
quemando van y estragando
fasta Cabra, aquesa villa.
El Cid, cuando aquesto supo,
contra ellos se partía:
moros llevaba consigo,
cristianos los que podía.
Las huestes se habian juntado,
el Cid mataba y heria:
muy reñida es la batalla,
durado ha casi un día,
fasta que venciera el Cid
y en huida los ponía.
- A caballeros cristianos
el buen Cid muchos prendía,
de moros non había cuenta
los que cautivado había.
Tres días tuviera presos
los cristianos que vencía;
volvióse con gran despojo
a Sevilla, dó partía:
Almucanis dio las parias,
y a Castilla se volvía.
Mucho plugo al rey Alfonso
de lo que el Cid fecho había,
y de aquel día adelante
al Cid, Campeador decían.
(Semanario pintoresco español. 17/10/1841, n.º 42
Añade más la tradición vulgar: y es, que antes de darse la batalla, asentó el Cid sus reales, orillas del río Cabra, por bajo de la torre y villa de Monterique o Monturque[7], cosa de un cuarto de legua de la actual población, en un campo situado al nordeste, al cual domina el elevado peñasco que apellidan, Piedra del Cid Campeador, cuyo diseño ofrecemos al público.
Qué fundamento tenga esta voz bien se deduce de la antigüedad del nombre, de la exacta conformidad entre el sitio que describe el romance y la situación topográfica de la piedra, su forma y otras circunstancias: pues del lado que mira al pueblo se halla tajada perpendicularmente desde su base hasta su cima, descubriendo una superficie plana de cerca de treinta varas de anchura, y su color rojizo interrumpido por las huellas de la humedad que se nota en los intermedios de los quince agujeros practicados en la parte alga de esta superficie o frente, revelan la antigua existencia de un campamento militar, la dirección que hubo de tener la techumbre y colocación provisional del maderaje que la sustentaba.
Es imposible al visitar este rudo monumento de nuestras glorias reprimir un acceso de entusiasmo, y dejar de meditar en el hecho de que fue testigo, en el héroe que lo dispuso y llevó a cabo, y en la noble provincia que puede disputar a Castilla y Valencia el haber sido teatro, no menos que estas de las hazañas del inmortal Rui Díaz.
MANUEL DE LA CORTE.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Régulos: caudillos, gobernantes.
[4] Rey de León (1065-1109) de Castilla desde 1072, y de Toledo, tras la conquista en 1085.
[5] Romances nuevamente sacados de historias antiguas de la crónica de España, Lorenzo de Sepulveda
en casa de Pedro Bellero, 1580
[6] Pechero: que paga los impuestos.
[7] El Sr. López de Cárdenas (Memorias de Lucena, p. 1, cap. 11), hablando del sitio en que se dio la batalla, dice: « La tradición de los naturales de Monturque y el célebre monumento de la piedra del Cid que existe distante de allí menos de un cuarto de legua, dicen claramente que en su campo se dio esta célebre batalla. Está esta piedra en la junta de los dos caminos que van de Cabra y Lucena para Aguilar, distante una legua de este pueblo y dos de aquellos.” Según la cronología castellana, la correría y victoria del Cid fue el año 1076 de J. C.: en este caso no pudo ser Almudafar rey de Granada el vencido, pues había muerto cuatro años antes: sería su hijo del mismo nombre. Véanse Bleda, Coron., lib. 3, cap. 30, y Quintana, Españoles célebres, El Cid. Aben-Habed de Sevilla es el Al-Mutamad, o el Al-Mucamuz de las crónicas castellanas. (Miguel de la Fuente y Alcántara, Historia de Granada, comprendiéndola de sus cuatro provincias. vol.2, Granada, 1844, p.214).