El castillo de Burgos
I
Famoso fue y célebre el castillo de Burgos entre los que más lo fueron. Aparece siempre con gloria en todas nuestras grandes épocas, y Castilla comienza con él su historia.—124—
Tuvo importancia verdadera en todos tiempos, y la tuvo excepcional en el de los Reyes Católicos, quienes en la terrible guerra de sucesión que hubieron de sostener para afirmar su trono, sólo al ser dueños de este alcázar pudieron considerarse reyes de Castilla.
Los árabes, que llamaban a este país la tierra de los castillos, por los muchos, y muy grandiosos y fuertes que en ella se alzaban, decían que el de Burgos descollaba entre todos como descuella la flor entre las hojas. A esta frase se debió tal vez el que fuese apellidado castillo de las Flores en sus primitivos tiempos, según cuenta la tradición, aun cuando no tardó en perder este nombre para tomar el de castillo de la Blanca, por ser el de una iglesia levantada casi a sus mismas puertas, a corta distancia de él, en una loma del monte que como de avanzada le servía. Este templo de Santa María la Blanca, según luego se dirá, fue teatro de sangrientas escenas y de empeñada lucha en época de los Reyes Católicos.
Eduardo de Oliver Copóns[1], que es el cronista de este castillo, y que, con la publicación de su interesante monografía, ha prestado especial servicio a las ciencias históricas, se remonta al siglo noveno para buscar el origen de su fundación, y la encuentra en 884, en tiempos del llamado conde Porcelos, nombre—125—de batalla o apodo que tomó, o aceptó, aquel campeón aguerrido de quien van llenas las crónicas en los comienzos de Castilla. Y así fue. Diego Rodríguez, apellidado el conde Porcelos, que figura como el segundo en la genealogía de los condes de Castilla, hubo de ser el fundador.
Baluarte este castillo y alcázar de la independencia castellana, fue escuela de bravos capitanes, y también paladión[2] y amparo de la ciudad que a sus pies yacía, o que de él formaba parte, pues tengo para mí que, en aquellos antiguos tiempos, ciudad y castillo no eran más que un solo cuerpo, viviendo al amparo de una muralla común que los circuía y abrazaba.
Dióse en este alcázar el primer grito de independencia, cuando Castilla se declaró soberana e independiente de los reyes de León, hábil y bizarramente gobernada por quien fue uno de sus más renombrados condes, Fernán González, que comparte con el Cid las glorias legendarias. Desde entonces, seguramente, conserva Burgos el mote de Caput Castelae que se lee en su escudo, como su otro mote de Camera regia[3] debe de provenir de haber elegido este alcázar los Reyes de Castilla por mansión señorial y centro de sus guerreantes empresas.
Ricos son sus anales en sucesos, en historias, en tradiciones y leyendas.
—126—Resistió varias veces el empuje de las huestes agarenas[4], y una de sus páginas de mayor gloria es la heroica defensa con que rechazó un terrible asalto de los moros andaluces en una de sus correrías por Castilla.
Fue esto precisamente en tiempos de Fernando I. Uno o dos años antes, poco más o menos, el de 1050, así como entonces en voces de guerra y en gritos de venganza y de exterminio, ardieron los salones del castillo en luminarias y en músicas y fiestas. Fernando I recibía en ellos a una joven y bellísima princesa mora, hija de Almedón, rey de Toledo.
Había éste pedido treguas al rey de Castilla en la lucha que sostenían, y, al mismo tiempo, guiaje y salvoconducto para que su hija Kassilda, enferma de grave dolencia, pudiese trasladarse a los dominios castellanos, donde esperaba recobrar la salud con el beneficio de ciertas aguas maravillosas que existían en Briviesca.
Apresuróse Fernando de Castilla a contestar al rey moro, accediendo a sus demandas.
Estipulóse la tregua, trocáronse en cañas las lanzas[5], y la hermosa princesa mora fue recibida en Burgos con toda cortesía y hospedada en su castillo con todo esplendor y fausto. Fernando I se convirtió en galán caballero para con la princesa toledana, y durante los días que ésta permaneció en el castillo de Burgos, —127—de paso para Briviesca, fue hidalgamente obsequiada con músicas y danzas, justas y torneos, luminarias y fiestas.
Era esta princesa mora aquella que más tarde, abandonando su religión para hacerse cristiana, se distinguió por sus virtudes y prácticas religiosas, siendo hoy la Santa Casilda venerada en nuestros altares.
En 1128 hubo fiestas también en el castillo por los desposorios de Alfonso VII con Berenguela, hija del conde de Barcelona, comenzando los Reyes con este motivo a establecer su corte en este alcázar, que, de entonces más, a cada momento, aparece en la historia de Castilla, sombrío a veces y misterioso por ser teatro de crímenes ignorados o de suplicios de dudosa justicia; esplendoroso otras, y atrayente, por serlo de recepciones y saraos, de juras y torneos en regias festividades; temeroso y ensoberbecido algunas, cuando en él se encerraban los monarcas para desde allí, al amparo de sus sayones y sus muros, fulminar los rayos de sus iras; encendido y amenazador no pocas, siempre que era cebo de pasiones o codicia de tumultuantes magnates, durante las revueltas bandosidades[6] en que hubo de arder Castilla tantas veces.
Lo hizo un día restaurar y embellecer el valeroso Alfonso VIII. Cuando hubo reparado sus muros, percudidos y maltrechos por pasadas—128—luchas, y fortalecido y ensanchado sus robustas torres; cuando tuvo exornados[7] sus salones con oros y con mármoles, con pórfidos y jaspes, con suntuosos muebles taraceados y ricos artesones de cedro y de alerce; cuando ya, finalmente, hubo allí reunido las obras más primorosas de los mejores artífices cristianos y mudéjares, se lo dio entonces por arras, en sus desposorios, y por mansión y nido de amores, a su bella esposa Leonor de Inglaterra, la misma que años más tarde, y en aquellos mismos salones por el amor embellecidos, arrastraba luengas ropas de luto y fallecía de duelo y de pesadumbre a los veinte días de muerto el rey su esposo.
En este castillo fue donde, el año 1215, convocaba Cortes Doña Berenguela, regente del reino durante la menor edad de Enrique I, princesa augusta que, por su varonil entereza, aseguró el trono de su sobrino, minado en sus cimientos por las revueltas que provocaba con sus destemples la abanderizadora familia de los Lara.
En él tuvo luego por largos años su casa y corte aquel otro soberano llamado Fernando III, sucesor de su primo Enrique, hijo de Berenguela y nieto de una condesa de Barcelona, quien, como hijo de madre tan varonil y entera, supo ilustrar el trono con altas virtudes, consiguiendo que sus rebeldes magnates —129—, por él domados, le acataran como su señor; que sus pueblos, por él tan atendidos, lo proclamasen su padre; que los moros, por él subyugados, le llamaran el invencible, y que luego la Iglesia lo encumbrase a sus altares apellidándole el Santo, mientras la historia abría sus páginas para alzarle a las cimas de la inmortalidad y de la gloria.
Vino después a ser huésped y dueño de este alcázar Alfonso X, el de las Cantigas, el que las crónicas lemosinas llaman el Trovador y nosotros el Sabio. Durante su reinado, el castillo de Burgos ofrece ancho campo a la disquisición de las crónicas, de las leyendas y de la historia. Mansión fue de fiestas y de esplendores, centro de animación y de vida, y hogar también de conspiraciones, de intrigas y de crímenes.
Por sus galerías discurrieron en tropel los trovadores proscriptos y fugitivos de Provenza, que a divertir venían con sus cantos y sus trovas la corte de Alfonso el Sabio, pagando así la generosa hospitalidad que les ofrecía el monarca castellano. Y por cierto que no hay temeridad en pensar que alguno de aquellos sus huéspedes pudiera ayudarle en sus loores y cantigas, como es razón creer que su paso por este país hubo de dejar huella y memoria en el habla y en la poesía castellanas, por ellos enriquecidas con muchas primorosas voces, que —130—lograron introducir en el lenguaje, y en él permanecen, según puede comprobar quien dedicarse quiera con algún cuidado a lexicológicos estudios y a investigaciones folklóricas.
En sus regias cámaras tuvieron estanza[8] y hospedaje príncipes y soberanos, damas ilustres por su alcurnia, embajadores y magnates, personajes extranjeros, célebres en la historia de sus tiempos. Unas veces el que allí se aposentaba era el príncipe Eduardo de Inglaterra, que venía en representación de su país para asistir a unas bodas reales, y otras era un simple poeta, trovador errante, Guillermo de Montagnagout[9], que llegaba como mensajero del conde de Tolosa, y que antes de abandonar el alcázar de Burgos, cumplida su misión cerca de don Alfonso, le decía a éste en una endereza de sus trovas lemosinas: «Dios honre y galardone al monarca castellano que mejora la prez, que es joven en edad y viejo en juicio, y que siente más placer en conceder mercedes que en recibirlas».
Allí se hospedó, un día, Marta, la emperatriz de Constantinopla, que acudió a reclamar el apoyo del rey Sabio, y allí, también, en su opulento tinelo[10], fueron festejados los embajadores franceses cuando llegaron para concertar las bodas de la princesa hija del rey de Francia con el príncipe castellano hijo de don Alfonso. Y por cierto que, al celebrarse los —131—desposorios en el año siguiente, el de 1269, el alcázar burgalés se vistió de gala, desplegando todos los aparatos de su lujo y de su fausto, no sólo para obsequio de los jóvenes príncipes, a quienes unía el santo nudo del matrimonio, sino para honrar a los ilustres y egregios personajes que vinieron con este motivo a ser huéspedes del castillo. Las crónicas nos dicen que allí se vieron entonces reunidos, efectivamente, con muchos ricos-homes y caballeros del reino de Castilla y de León, y con muchos condes y duques y magnates de Francia, el sultán o rey moro de Granada; los infantes de Castilla; el marqués de Monferrat, que tenía corte de amor y de trovadores en su tierra, casado con una hija de don Alfonso; el príncipe de Inglaterra; el gran monarca aragonés, que con su nombre llenaba la tierra toda entonces conocida, don Jaime I el Conquistador, padre de doña Violante, reina de Castilla, y su hijo el primogénito y heredero de la corona de Aragón, aquel don Pedro a quien, más tarde, vengador de Provenza y de sus trovadores, la historia debía llamar el Grande y la leyenda el Épico, por sus hechos y por su jornada famosa de los Pirineos.
Testigo fue asimismo este alcázar de las suntuosas bodas que enlazaron a dos infantes, hijos del rey, con dos damas de la casa de Lara, familia poderosa de Castilla, que era tan —132—fuerte y más que la de los mismos monarcas, y tan alterosa y soberbia, que parecía tener un pie en la primera grada del trono para asegurarlo o derribarlo, según mejor pluguiera a su ambición o a sus intereses.
Refieren también las historias que en un torreón de este castillo vivió por espacio de muchos años el trovador provenzal Bonifacio Calvo, amigo, favorito y consejero de don Alfonso, el mismo Bonifacio Calvo de quien se cuenta que tuvo amores con una princesa castellana, a la cual ensalza en sus trovas, diciendo que «si Dios quisiera escoger clama en este mundo, sólo a ella elegiría». Y recordarse debe también que si durante aquel reinado hubo en los salones del alcázar estruendos de gala y de fiesta, y en sus cámaras recepciones de príncipes y de reyes, y si sus puertas se abrieron a todas las aristocracias de la tierra, y si desde lo alto de la torre del trovador se fulminaron aquellos atrevidos serventesios con que Bonifacio llamaba a don Alfonso al imperio, a la lucha y a la guerra, también, en el fondo de sus negros subterráneos, las bóvedas se estremecían con los lamentos del infortunado infante don Fadrique, que allí moría bárbaramente degollado por órdenes de su propio hermano el rey don Alfonso, que pudiera ser llamado por esta causa el vengativo, si por tantas otras el Sabio. —133—
El castillo guarda recuerdos de Sancho el Bravo, y los guarda también de su mujer doña María de Molina, una de las glorias más puras y legítimas de esta tierra castellana, dama ilustre, heroína de un drama célebre del marqués de Molins, la cual con inquebrantable fortaleza salvó la cuna de su hijo Fernando IV.
En aquellas épocas de turbulencia y de bandosidades para Castilla, el alcázar de Burgos, estando el rey ausente, se alzó con don Diego López de Haro, señor de Campos, que pretendía ocupar su tenencia; y aun cuando aquella vez se dominó el conflicto, más tarde volvió a presentarse en la minoridad de Alfonso XI. Posesionado del castillo don Juan llamado el Tuerto, quiso imponerse a los burgaleses, que lealmente se habían declarado por el joven don Alfonso; pero la ciudad se levantó en armas contra la fortaleza. Fue cercado el castillo y combatido, y su guarnición hubo de acabar por rendirse, no ciertamente por el combate, aunque sí por el hambre. En brazos de sus leales ciudadanos de Burgos entró el joven Alfonso XI a ocupar el hogar de sus mayores, y fue entonces cuando las crónicas hablan de vistosos torneos celebrados al pie de sus muros, torneos en que tomó parte el mismo monarca, consiguiendo fama de buen justador y de campeón intrépido.
Tristes y sombrías memorias conserva del —134—sucesor de Alfonso XI, de aquel don Pedro I tan popular en las historias y leyendas castellanas, y que en nuestra época ha contribuido a popularizar mucho más todavía el ínclito poeta Zorrilla con su obra dramática El Zapatero y el Rey. Unos le han llamado el Cruel y otros el Justiciero; pero aun los que con más empeño intentaron hacer prevalecer este nombre, no pueden menos de confesar que hasta sus más reconocidos actos de justicia tenían todas las apariencias de actos de crueldad. El castillo de Burgos guarda de él dos sangrientos recuerdos.
Un día apareció colgado de sus muros, a la vista de todos, un ataúd en que se encerraron atropelladamente los restos mutilados del que fue Adelantado mayor de Castilla, Garcilaso de la Vega. El rey don Pedro, hallándose en Burgos, donde se le obsequiaba, ordenó matar al Adelantado sin forma de juicio, según dice la crónica. Sucumbió Garcilaso en la misma cámara del rey bajo los golpes de maza que le dieron Juan Fernández Chamorro y el ballestero Juan Ruiz de Ocia, y en seguida mandó el rey arrojar el cadáver a los toros que en su obsequio se corrían en la plaza, asomándose Don Pedro al balcón para ver cómo jugaban las reses con aquellos sangrientos despojos. Guardados en seguida en un ataúd, fue éste colgado del muro del castillo que miraba — 135—hacia la plaza Comparada, para que todo el mundo supiese, entendiese y pudiese recordar las justicias del rey.
Más terrible fue aún, si cabe, lo que hizo otro día el cruel monarca. Ocurrió el suceso en 1355, según los anales del castillo.
Llegaba el rey de visitar varias poblaciones y comarcas de sus reinos. Durante su excursión había ordenado decapitar a varios nobles y señores, con más o menos justicia, y todas las cabezas de los ajusticiados mandó llevarlas al castillo de Burgos, donde residía, y adornó con ellas una estancia que ya, de entonces más, tomó el nombre de Sala de las Cabezas.
Entre éstas se hallaban las de don Lope Sánchez de Bendaña, comendador mayor de Castilla, don Gonzalo Meléndez, Pero Cabrera de Córdoba, Alfonso Jofre Tenorio, y otros no menos ilustres.
Sabido es cómo murió don Pedro. Fue en Montiel, a manos de don Enrique el Bastardo, apellidado por la historia el Dadivoso o el de las Mercedes, y también, con más razón, el Fratricida.
Durante la recia contienda que hubo entre ambos hermanos, y que fue una de las más crueles guerras civiles de Castilla, don Enrique, a quien visiblemente favorecía la ciudad de Burgos, donde tenía muy decididos partidarios, llegó a apoderarse del castillo y también —136— del tesoro que en él guardaba don Pedro.
Ocurrió esto en 1366. Apoyaban a don Enrique, Beltrán Du Guesclin, el tan renombrado caballero francés, y sus compañías blancas, mientras que, a su vez, don Pedro era apoyado por el hijo de Eduardo III de Inglaterra, Ricardo de Gales, llamado el Príncipe negro, que vino con gran fuerza de gente en auxilio del monarca castellano.
Derrotado don Enrique en la batalla de Nájera (1367), las puertas del castillo de Burgos se abrieron nuevamente a don Pedro, quien penetró en el castillo ejerciendo sangrientas venganzas, y aposentándose en él con su aliado el Príncipe negro.
No tardó don Enrique en reponerse de su derrota. Contando con la ciudad de Burgos, que, en efecto, le franqueó sus puertas, cayó sobre el castillo que don Pedro había dejado, con fuerte guarnición, encomendado al rey de Nápoles y al alcaide Alonso Ferrández. Ya entonces se decía, y era proverbio entre el vulgo, que sólo era rey de Castilla quien fuese dueño del alcázar. Por esto don Enrique, desplegando sus banderas, agrupando a cuantos nobles seguían su causa, reuniendo todas sus fuerzas enriqueñas, puso cerco al castillo, decidido a tomarlo a toda costa. La lucha fue porfiada y sangrienta. El cronista Pedro de Ayala[11] en su historia de Enrique el de las Mercedes, —137—y Oliver Copóns en la suya del castillo, dicen que en dos sucesivos asaltos los cercados rechazaron y destruyeron a los sitiadores con sus granadas y piedras, sus truenos y saetas, y que entonces don Enrique acudió al recurso de las minas y las cavas, poniendo en tanto aprieto la plaza, que Alfonso Ferrández hubo al fin de entregarla, entregando también al rey de Nápoles.
Ya entonces el alcázar quedó, para siempre más, en poder de don Enrique, que se coronó rey de Castilla en el monasterio de las Huelgas. Pero no por esto cesó la lucha entre los dos hermanos. Siguió todavía más viva y más encarnizada que nunca, aun cuando fue ya de corta duración.
Don Pedro acabó en Montiel, según más arriba se dijo, y con él su dinastía. Murió a manos de don Enrique, que subió al trono, manchado con la sangre de su hermano. Nuestro gran poeta nacional José Zorrilla popularizó esta escena en su segunda parte de El Zapatero y el Rey.
Don Enrique ocupó el trono, ya sin rival, y el castillo de Burgos fue su estancia. En él tuvieron lugar ceremonias y fiestas, y en su capilla, años más tarde, celebró el rey fratricida con ruidosa pompa las bodas de su hijo el infante don Alfonso con doña Isabel de Portugal, y las de su hija bastarda doña Juana —138—con un hijo del marqués de Villena. Era esta doña Juana fruto de romancescos amores del rey con una hermosa doncella del Barrio de la Vega, a quien llamaba el vulgo la reina sin-corona, y acerca de la cual existe una poética leyenda.
El sucesor de don Enrique fue don Juan I, su hijo, que con su esposa doña Leonor se aposentó en el castillo de Burgos, tomándole como centro y corte, siguiendo luego los agitadísimos y turbulentos reinados de Enrique III, Juan II y Enrique IV, cuyos monarcas parecieron destinados a no tener un momento de paz y de reposo durante su vida, mezclados constantemente en intrigas y en miserias, en luchas y combates, juguete unas veces de ambiciosos validos, víctima otras de arrebatadas pasiones, y siempre condenados a dejar huellas de sangre y sementera de catástrofes a sus pueblos, como si la dinastía encumbrada al trono por don Enrique llevase consigo la mancha de Caín y la eterna maldición del fratricidio.
Siguieron estos monarcas habitando principalmente el castillo de Burgos, aun cuando ya en época de los últimos comenzó a imponerse la predilección por Valladolid y por Segovia.
Los anales del alcázar burgalés cuentan que en él ocurrió la escena, histórica o novelesca, de Enrique III, cuando, harto ya de ver —139—que sus nobles vivían en la opulencia mientras él tenía que empeñar su gabán para procurarse el sustento, invitóles a una fiesta en el castillo, donde, en lugar de la mesa dispuesta para el banquete, encontraron el tajo y la cuchilla del verdugo, de que sólo pudieron librarse mediante la devolución de sus despojos y rapiñas.
Testigos los salones de este alcázar del gran poder y privanza de don Álvaro de Luna, en época de Juan II, lo fueron también de su desgracia y su derrumbe. Fue en Burgos donde quedó preso, por orden del rey, aquel omnipotente valido que, trasladado más tarde a Valladolid, acabó desastradamente su vida en el cadalso, no obstante ser, según dice su cronista, «el hombre más excelso que vieron los siglos y el mejor caballero que en todas las Españas ovo».
Los mayores y más crueles enemigos que tuvo don Álvaro, fueron los nobles acaudillados por don Pedro de Estúñiga y Leiva, casa y familia poderosas entonces entre las que más lo fueron. Este don Pedro de Zúñiga o de Estúñiga, como más comúnmente se le llama en las crónicas de Castilla, era hijo del favorito de Enrique III, de quien heredó la alcaidía del castillo de Burgos, y el justiciazgo mayor de Castilla, que le otorgó el rey don Enrique.
Era señor de vastos estados, de Béjar, de Curiel,— 140—de Frías y otros muchos, y fue conde de Ledesma, de Trujillo, luego de Plasencia, y más tarde su heredero fue duque de este mismo título y también de Arévalo, según se verá en el curso de esta narración.
Influido Juan II por esta poderosísima casa de Estúñiga, que servía entonces los intereses y los odios de la reina doña Isabel, terció en una miserable intriga cortesana, y partió de Valladolid para Burgos llevándose consigo a don Álvaro, cuya pérdida estaba de antemano decretada, habiéndose decidido acabar con él en Burgos, donde el rey podía contar con las fuerzas del castillo, que estaban a devoción de don Íñigo de Estúñiga, teniente a la sazón del alcázar en nombre de su hermano don Pedro, conde de Plasencia.
Y así fue como llevaron a don Álvaro al degolladero. Preso en Burgos, ya no salió del poder de sus enemigos los Estúñiga, a quienes cupo la triste misión de llevarlo custodiado a Valladolid para ver allí rodar su cabeza por las tablas del patíbulo, a los cuatro días de su llegada, el 2 de junio de 1453. Sólo un año le sobrevivió el rey. Don Juan, de quien se dice que murió presa de remordimientos, hondamente obsesionado por el recuerdo y hasta por la visión de aquella ensangrentada cabeza de su privado, expuesta de su orden en ignominiosa e infame picota. (……)
—142—
II
El castillo de Burgos fue en el reinado de Enrique IV, que sucedió a su padre Juan II, foco de conspiración y centro de rebeldía.
Pudo entonces verse, y mejor se vio aún más tarde, cuando los Reyes Católicos, el error en que cayeron los monarcas desprendiéndose de la tenencia de este fuerte para cederla a súbditos poderosos, capaces de faltarles algún día.
Ya en tiempos de Juan II ocurrió un hecho que demostró toda la gravedad del yerro.
La tenencia de la fortaleza de Burgos fue otorgada por el rey Enrique III a su favorito don Diego López de Zúñiga, Estúñiga o Stúñiga, que de estas distintas maneras se escribe el nombre por los historiadores, aun cuando parece que la propiedad está en el de Estúñiga por ser éste el del pueblo o villa de donde tomaron su apellido. Heredó a don Diego en sus estados y títulos, y también en la tenencia del alcázar y en el justiciazgo mayor de Castilla, su hijo don Pedro de Estúñiga y Leiva, que fue conde de Ledesma y de Plasencia, y sucedió a éste, heredándole en todos sus inmensos bienes y poderosos empleos, don Álvaro de Estúñiga, que fue duque de Arévalo.
Durante el reinado de Juan II tuvo la tenencia —143—y fue alcaide del castillo el don Pedro de Estúñiga ya citado, que era señor del Curiel, de Frías, de Estúñiga y Burguillos, conde de Ledesma y de Plasencia. Era la casa de Estúñiga enemiga declarada del privado del rey, don Álvaro de Luna, y éste, que contaba entonces con el decidido favor del monarca, resistió todos los empujes de aquella familia poderosísima y de los demás nobles con ella coligados. Sólo pudieron vencer los Estúñiga el día que consiguieron apoderarse de la voluntad del rey; fue entonces cuando don Álvaro subió al cadalso.
Al principio don Álvaro estaba en toda la plenitud de su favor, y nada podían contra él los de Estúñiga, que se aliaron con el que fue después Juan II de Aragón, padre de Fernando el Católico; con los hermanos y deudos de éste, los infantes de Aragón, aquellos que, más que por sus hechos, pasaron a la posteridad por las coplas de Jorge Manrique; con el almirante de Castilla don Fadrique Enríquez; con el Adelantado don Pedro Manrique, y con otros muchos, formando una liga que tenía su principal centro de conspiración en Burgos por estar posesionados los Estúñiga del castillo, en el cual tenían entonces de alcaide al capitán Pedro de Barahona, que les era muy adicto.
Hubo un momento en que don Juan II, —144— entregado por completo a su valido, decidió pasar en persona a Burgos, foco de la sedición, y allí fue desde Valladolid, presentándose ante las puertas del castillo, que encontró cerradas para él. Ordenó que se le abriesen; pero el centinela, sin hacer caso de que era el mismo rey quien daba la orden, se limitó a pasar al alcaide aviso de lo que ocurría. Apareció Pedro de Barahona en lo alto del adarve de la puerta, y preguntó si era efectivamente el rey quien allí estaba. Contestóle don Juan II mandando que se le abriesen luego las puertas, porque quería entrar en su castillo y aposentarse en él. En lugar de obedecer, contestó el alcaide diciendo que no estaba acomodado el hospedaje para su alteza, y que en otra posada podría estar mejor y de manera más conveniente a su rango; insistió el rey de nuevo, y entonces el alcaide manifestó rotundamente que sin orden expresa del conde de Plasencia, su señor, que estaba a la sazón en Curiel, no podía dar entrada al monarca.
Después de mucho parlamentar y de muchas porfías y amenazas por parte del rey, detenido largo tiempo a la puerta como si fuera un obscuro advenedizo, acabó por ceder el alcaide, aunque no sin viva protesta.
Más graves aún y de más transcendentales consecuencias fueron los sucesos ocurridos en el castillo durante el reinado de Enrique IV.—145—
La actitud de provocación y rebeldía que tomó entonces la fortaleza de Burgos, ya no debía abandonarla sino con su vencimiento en tiempo de los Reyes Católicos. Por espacio de quince años, poco más o menos, se mantuvo rebelde el castillo. En él se juntaron, corriendo el año de 1464, los nobles que, acaudillados por el marqués de Villena, el arzobispo de Toledo y el duque de Arévalo don Álvaro de Estúñiga, levantaron pendones contra Enrique IV. De allí brotó aquella poderosa liga que en tantos apuros y descréditos hubo de poner a Enrique el Impotente. Aquellos nobles ambiciosos y turbulentos, de quienes era muy principal cabeza don Álvaro de Estúñiga, duque de Arévalo, que tenía el castillo de Burgos y era Justicia mayor del reino, así apoyaban a don Enrique como le combatían, según lo juzgaban más conveniente a sus menguados intereses de ambición o de codicia. Unas veces eran partidarios de don Enrique, y reconocían como heredera del trono a su hija doña Juana; otras proclamaban rey al hermano del monarca don Alfonso y deshonraban a doña Juana aplicándole el infamante renombre de la Beltraneja, que le conservó la historia; y así juraban luego por heredera del reino a la princesa doña Isabel, como se desjuraban más tarde a la muerte de Enrique IV, —146—para de nuevo admitir a doña Juana, a quien proclamaban reina de Castilla, casándola con el rey de Portugal, y abandonando a doña Isabel, enlazada ya entonces con don Fernando.
Centro fue de todas estas intrigas y foco de perenne conjura el castillo de Burgos, presidiado con fuerzas del duque de Arévalo, el cual nombró por alcaide a su hijo Juan de Estúñiga.
Sabido es lo que ocurrió en aquella memorable guerra de sucesión, que ensangrentó los campos de Castilla al comenzar el reinado de don Fernando y doña Isabel. El rey de Portugal vino a Castilla, llamado por el marqués de Villena, el duque de Arévalo, el arzobispo de Toledo, el obispo de Burgos y otros muchos nobles y prelados. Tan pronto como llegó tuvo lugar la ceremonia de su casamiento con su sobrina la princesa doña Juana, y, proclamándose Reyes de Castilla, comenzó la guerra contra doña Isabel y don Fernando.
Mientras acaecían en distintas partes del reino los sucesos que descritos quedan en la historia de los Reyes Católicos, el castillo de Burgos alzó pendones por doña Juana y por don Alfonso como reyes de Castilla, y la ciudad, aunque fue por breve tiempo, siguió el ejemplo de su alcázar. Juan de Estúñiga, alcaide de la fortaleza a nombre de su padre el duque de Arévalo, teniendo por capitanes a —147—Íñigo López de Mendoza y a Pedro de Cartagena, se hizo fuerte en el castillo y en la vecina iglesia de Santa María la Blanca, apoyado por don Luis de Acuña, obispo de Burgos, que hubo de retirarse al castillo de Rabé cuando la ciudad en masa, sublevándose contra la tiranía del obispo y de los Estúñiga, se levantó en favor de doña Isabel de Castilla y de su esposo don Fernando de Aragón. Gran valor el de aquellos patriotas ciudadanos, pues que se exponían, como así fue, a las iras de sus dos fortalezas vecinas, el alcázar y el castillo de Rabé.
Al ver don Juan de Estúñiga que la ciudad se apartaba de su bandera negándose a reconocer por rey al de Portugal, comenzó a hostilizarla, apremiándola y haciéndole cruda guerra, lo cual, por su parte, hacía también el obispo desde el fuerte de Rabé. En apurado trance se vieron los de la ciudad, que apenas tenían gente para resistir y ningún capitán de nombradla a su cabeza. Hubieron de soportar los daños que con los trabucos les causaban desde el castillo, y sufrieron la quema y despojo ele trescientas casas que constituían una calle principal, llamada de las Armas, inmediata a la fortaleza.
En esta situación, decidieron enviar embajada a los reyes don Fernando y doña Isabel, que se hallaban en Valladolid. Llegaron los —148—mensajeros ante aquellos monarcas, y al ofrecerles la ciudad de Burgos, por ellos declarada, pidieron favor para mantener en su obediencia la que era cabeza de Castilla y cámara de reyes, librándola de los rebatos a que, constantemente, de día y de noche, estaban sujetos por la vecindad y enojos de Juan de Estúñiga y del obispo Luis de Acuña, que era un prelado fiero y batallador, como todos acostumbraban a serlo entonces. Comprendieron los Reyes toda la importancia del caso y lo transcendente que podía ser para su causa el asegurar la ciudad de Burgos, que era como tener en su mano la llave de Castilla.
Don Fernando decidió pasar inmediatamente a dar favor a los de Burgos con su presencia, así como los del castillo decían que el rey de Portugal iba por su persona en su socorro; y entretanto que se aderezaba la gente de armas que había de ir con él, envió con fuerzas a don Alonso de Arellano, conde de Aguilar a don Pedro Manrique y a don Sancho Rojas, señor de Cavia, haciendo partir después a Esteban de Villacreces con ciento y cincuenta de a caballo.
Fueron estos caballeros a Burgos y pusieron sus estanzas, por la parte de la ciudad, contra el castillo y contra la iglesia Santa María la Blanca, que estaba muy fortificada. Contuvieron con esto el arrojo de los del castillo, —149—impidiendo sus salidas y rebatos a la ciudad; pero poco daño les hacían, ya que por la puerta llamada de la coracha o coraxa entraban los socorros y pertrechos enviados por el obispo Acuña, y salían a diversas expediciones, sin obstáculos, las fuerzas que destacaba don Juan de Estúñiga.
En esto, hacía muy grande instancia el duque de Arévalo para que el rey de Portugal fuese a socorrer el castillo, afirmando que en la posesión de aquel alcázar consistía la victoria de su empresa; pero como ya entonces andaba el portugués más recatado y sospechoso, viendo cuan vanas salían las promesas en lo de la gente que se le había ofrecido y las facilidades que se le habían dado, decidió dejar para más tarde el socorro de Burgos, y creyó que era mejor por el pronto apoderarse de la ciudad de Toro, que por traición de Juan de Ulloa se le ofrecía.
Salió bien en su empresa de Toro el rey de Portugal. No así don Fernando, el de Castilla, que acudió para arrebatar su presa al portugués y hubo de retirarse; pero decidió buscar mejor fortuna acometiendo la empresa del castillo de Burgos, que creyó más decisiva, porque aquella fuerza, siendo tan principal y en aquella ciudad cabeza de Castilla, daba grande autoridad a su enemigo, y sólo podía considerarse señor del reino quien la tuviera. —150—
Partió don Fernando para Burgos, acompañado de su hermano bastardo don Alfonso, duque de Villahermosa, que le prestó señalados servicios en aquella guerra, como gran capitán que era, siendo este don Alfonso el que introdujo en Castilla las máquinas de guerra llamadas ribadoquines, antes desconocidas.
Acompañáronle también otros caballeros, y entre ellos, como muy principal, el condestable de Castilla, de quien se murmuraba que pretendía la tenencia de aquel castillo en competencia con el conde de Treviño, su personal enemigo, que la quería para sí. Sucedía con estas competencias, ambiciones y rivalidades, que los del castillo tenían también amigos en la corte, y a veces hasta fueron secretamente favorecidos.
Llegado don Fernando a Burgos, a mediados de junio de 1475, fue muy bien recibido por el pueblo, y también por el clero, que se apresuró a rendirle homenaje como en protesta de la conducta que seguía su prelado el obispo Acuña. Inmediatamente dio el Rey vigoroso impulso a las operaciones, que quiso llevar con toda actividad, pues de una parte temía que viniese el portugués a socorrer a los sitiados, y de otra recelaba que pudiera acudir Luis de Francia por Fuenterrabía a dar favor al rey de Portugal.
Por orden de don Fernando, y dirigiendo —151—él en persona los trabajos, se pusieron estanzas por dentro de la ciudad y por fuera contra el castillo y contra la iglesia de Santa María la Blanca, que era como una segunda fortaleza. Abriéronse en seguida grandes cavas en circuito de todo el castillo, de manera que ninguno pudiese entrar ni salir. También las estanzas que estaban por fuera de la ciudad quedaron fortificadas de cavas y baluartes, y colocáronse baterías de ataque con ingenios, lombardas, pedreros y otros tiros de pólvora, con los cuales se combatía reciamente.
Ordenadas así las cosas, creyó el Rey que debía atacarse lo primero de todo la iglesia de Santa María la Blanca, convertida por los rebeldes en una verdadera fortaleza, con presidio de 400 hombres de armas, al mando de un valeroso capitán, que se llamaba Juan Sarmiento y era hermano o deudo del obispo de Burgos. Tomado este fuerte, parecía ya más fácil la batería y combate del castillo.
Señalóse día para el asalto, y, llegados los pertrechos, comenzó bravamente la lucha por seis partes a un tiempo. La empresa fue ruda.
Duró la pelea todo el día, y aun cuando los sitiados recibieron gran daño, siendo excesivo el número de sus muertos y heridos, mayor hubieron de recibirle los asaltantes, entre quienes fue extraordinario el desastre por tener —152— la gente más expuesta a los tiros de la artillería.
Al ver tan brava defensa por parte de los cercados y tanta mortandad entre los suyos, Don Fernando mandó cesar el combate, retirándose a su campo, triste y afligido por su poca fortuna, y más aún por la muerte de dos caballeros muy valientes, y de él muy favorecidos, Garcerán de Santa Pau y Pedro Boil, de linaje catalán, que en aquella jornada murieron noble y honradamente.
Cuenta Hernando del Pulgar que al día siguiente, al ver lo muy enflaquecida que hubo de quedar su gente de armas por el poco fruto que de su trabajo se había conseguido, reunióla el Rey y trató de esforzarla con estas palabras:
— No penséis, caballeros, que habéis hecho poca fazaña en el combate que ayer fecisteis, aunque no ovimos fruto de nuestro trabajo.
Porque como quiera que aquellos mis rebeldes no fueron tomados, pero muchos dellos son feridos, e los que quedan sanos están ya tan cansados de vuestras manos, que no esperarán segundo combate. Ni menos se crea que vuestra flaqueza e su valentía los ha defendido; mas defendiólos la disposición del lugar e su desesperación, que los face pensar ser muertos la hora que fueren tomados. Por ende, si a ellos conviene ser constantes en su trabajo por escapar, a nosotros es necesario—153—perseverar en nuestro esfuerzo por vencer; e no perdamos la voluntad que teníamos al tiempo que fecimos el primer combate; e con los pertrechos más y mejores que he mandado traer, tornemos a la facienda, e yo espero en Dios que los habremos a las manos.»
Y así fue, efectivamente. Las esperanzas del Rey no tardaron en cumplirse. Sus nobles palabras y su caballeresca actitud levantaron el ánimo de los suyos, preparándole a nuevo combate y a mayor y más segura empresa; pero no fue necesario. Los que estaban en la iglesia quedaron maltrechos por el rigor de la jornada, y muchos muertos y heridos. Y como se convencieron de que el rey se disponía para tornar al asalto, y no tenían gente sana para resistirlo, como tampoco lo necesario para los heridos, que eran muchos y de los principales, decidiéronse a demandar pleitesía al rey, ofreciéndose a entregarle el fuerte de la iglesia, si les aseguraba las vidas. Accedió a ello don Fernando; pues aun cuando había ya mandado aparejar todas las cosas necesarias para el segundo combate, creyó, como prudente capitán, que conseguiría mayor victoria alcanzándola sin dar causa a más muertes y desastres.
Así fue como quedó en poder del rey la iglesia de Santa María la Blanca, donde se apresuró a poner numerosa fuerza y por capitán —154—mayor de ella a don Juan de Gamboa, comenzando entonces a verse más apretados y más reciamente combatidos los del castillo, cuyos alientos principiaron a menguar en tanto cuanto iban recreciendo los de la gente de don Fernando, alborozada ya con el triunfo de Santa María la Blanca.
Cada día era, en efecto, más premiosa la situación para los defensores de la plaza. Habida la iglesia, e informado el rey de qué podía por minas tomar el agua del pozo del castillo, mandó luego minar por seis partes. Al sentir las minas los de dentro, hicieron en el acto sus contraminas con cuantos aparejos pudieron, para no recibir daño de ellas; pero viéndose muy trabajados, así de los reparos que hacían para las minas como de los tiros de los ingenios, que no cesaban de día ni de noche, y de las lombardas que maltrataban sus muros, acordaron enviar mensajeros al duque de Arévalo a requerirle que les socorriese, porque cada día se veían más apretados y con mayores necesidades de auxilio.
Recibido el mensaje por el duque de Arévalo, que tenía gran naturaleza en aquella ciudad, por haber poseído su padre y su abuelo la tenencia de aquel castillo, se apresuró, a su vez, a despachar un mensajero al rey de Portugal, que estaba en Toro. Fue el enviado, según parece, aquel mismo caballero Juan —155—Sarmiento a cuyo cargo estuviera la defensa de Santa María la Blanca, que se había visto forzado a rendir, entregándola al rey don Fernando. En este mensaje, dirigido al monarca portugués, decía el duque de Arévalo: «Que su casa era una de las mayores de Castilla, y que la mejor cosa de toda ella era la tenencia del castillo de Burgos, la cual habían tenido su padre y abuelo, y con ella fueron siempre honrados, y sostuvieron, y él sostenía, el estado y patrimonio que sus padres y abuelos le dejaron: Que le hacía saber que los Reyes de Castilla, teniendo aquella fortaleza, tenían título al reino, y se podían con buena confianza llamar reyes de él, por ser cabeza de Castilla: Que había cuatro meses que el rey don Fernando de Sicilia la tenía cercada y la combatía continuamente de noche y de día con ingenios y lombardas, y con minas debajo de tierra, en los cuales combates eran muertos y de cada día morían muchos de sus criados y parientes, y los que quedaban, con suprema angustia llamaban a grandes voces desde el muro a don Alfonso, rey de Castilla y de Portugal, que les socorriese en el aprieto y peligro en que estaban: Que, dado que tuviesen mantenimientos en abundancia, no podrían sufrir muchos días la pesadumbre que les fatigaba, peleando de día para defenderse, y de —156—noche trabajando para reparar lo que destruían los ingenios y lombardas: Que un gran lienzo del muro estaba para caer en el suelo, y que si aquél caía, juntamente con él caería todo el estado del duque, y aun el suyo recibiría grave mengua, y le quedaría muy poca parte en Castilla, porque los ojos de todos no miraban otro fin en aquella demanda sino el fin que tuviese el cerco puesto sobré el castillo de Burgos.»
El mensaje del duque de Arévalo terminaba suplicando al rey de Portugal: «Que socorriese a los que estaban en el castillo porque no pereciesen, y ayudase al duque porque no lo perdiese, y proveyese a él mismo que proseguía esta demanda, porque no recibiese el daño que habría, si el castillo viniese a manos del rey su adversario.»
Recibido este mensaje, decidió el rey de Portugal partir en socorro del castillo de Burgos, comprendiendo de cuánta importancia y transcendencia era la empresa para su causa.
No pudo hacerlo, sin embargo, con toda la diligencia y todas las fuerzas que el caso demandaba.
Con gran trabajo reunió 3.000 infantes y 1.500 caballos, que le procuraron principalmente el mismo duque de Arévalo, el arzobispo de Toledo y el marqués de Villena, y emprendió la marcha hacia Arévalo y Peñafiel, donde se detuvo más tiempo del que era -157—conveniente, pues andaba muy recatado y sospechoso de todos, y con recelos y faltas que cada día le recrecían.
Cuando se supo que el monarca portugués pasaba a socorrer el castillo de Burgos, la reina doña Isabel, que estaba muy al cuidado de las cosas de aquella guerra, mandó apercibir cuanta gente pudo de la comarca de Valladolid, y, poniéndose varonilmente a su cabeza, fue a situarse en Palencia. El punto era estratégico y muy oportunamente escogido, porque desde allí tenía muy segura la entrada para juntarse con el Rey su marido por Torquemada, Palenzuela y Pampliega, y por la fortaleza de Cavia, que estaba debajo de Muñón, sin recibir daño de los enemigos.
Don Juan de Silva, conde de Cifuentes, a quien la reina de Castilla había puesto en Olmedo, por capitán, contraía gente del rey de Portugal, que estaba en Arévalo, tuvo un encuentro, del que no salió bien parado, por desgracia. Peor infortunio le cupo en suerte a don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente.
Mayor fue y más terrible el trance en que se halló éste.
Por ser caballero en quien la reina doña Isabel depositaba gran confianza, diósele el mando de la vanguardia, y, ganoso de corresponder con superior aliento y ánimo esforzado, olvidando que muchas veces daña, la confianza— 158—, mientras que el temor provee, fue a situarse en el pueblo de Batanas, muy cerca de Peñafiel, donde había puesto su real el monarca portugués. En vano fue decirle que no era pueblo aquel ni punto para sostenerse en caso de ser atacado, pues Batanas era un lugar llano y abierto, de flaca cerca, en muchas partes aportillada y sin aderezo alguno de defensa.
Vanamente se le advirtió que en las empresas de guerra el capitán debía someterlas cosas a la razón más que a la fortuna, y antes que del valor ampararse de la prudencia.
El conde de Benavente desdeñaba aquellos consejos por parecerle hijos de flaqueza y desánimo, y no sólo se obstinó en mantenerse allí, con más confianza en su gran aliento que en la poca defensa del lugar, sino que caía en continuos rebatos sobre los de Peñafiel, a quienes parecía retar para que saliesen al campo.
Ocurrió lo que no podía menos de suceder y lo que el de Benavente parecía solicitar con empeño. Una mañana, al rayar el alba, el alarma de los centinelas advirtió al conde que estaba cercado el lugar de Batanas[12]. Favorecidos por las sombras de la noche, acudieron a rodear el pueblo con numerosas fuerzas el rey de Portugal en persona, el arzobispo de Toledo y el marqués de Villena, y el combate comenzó-159— por ocho partes donde estaba más flaca la cerca. Púsose el conde de Benavente en defensa con toda su gente, que era brava ya que poca; y por dos veces, con heroico esfuerzo, rechazó a los portugueses y castellanos unidos que asaltaron el lugar. Duró el combate desde el alba hasta la hora de vísperas, y por fin los enemigos se hicieron dueños de Batanas, matando a mucha gente del conde, hiriendo a éste y llevándosele preso con todos los caballeros de su casa que con él estaban y todos los despojos y hacienda que en el lugar hallaron.
Mucho pesó de este lance a la reina de Castilla, así porque su gente se disminuía, como también por el afecto que profesaba al conde, y por creer que el rey de Portugal tomaría mayor orgullo para ir a socorrer el castillo de Burgos; y así mandó que toda la gente que estaba puesta en guarniciones alrededor de Peñafiel, se recogiese y fuera para Palencia, donde ella estaba, con objeto de ir tras del rey de Portugal y a sus espaldas, si movía para Burgos.
No hubo necesidad de esto. Ocurrió lo que menos podía esperarse. Ya fuera que el monarca portugués se diese por satisfecho con esta jornada, de que hubo gran contentamiento; ya por tener noticia de que la Reina quería ir con todas sus fuerzas en su seguimiento, —160—encerrando a la hueste portuguesa entre las gentes de don Fernando, que se disponían a recibirlo, y las de doña Isabel, que se preparaban a combatirlo por retaguardia; ya fuese, por fin, como dice algún cronista, que el portugués tuviera noticia secreta de que la ciudad de Zamora ardía en deseos de reconocer a los Reyes de Castilla, y quisiera él impedirlo, prefiriendo al socorro de Burgos la guarda de Zamora, por creer esta ciudad el mejor fundamento que tenía para su demanda, como plaza fuerte y populosa y cercana a su reino de Portugal; lo cierto es que, de repente, conseguida la victoria de Batanas, en vez de avanzar para Burgos, que era su objetivo, retrocedió para Arévalo y Toro, donde acordó tener su campo durante aquel invierno, a la vista de Zamora, y en previsión de lo que en ella pudiera ocurrir, como ocurrió efectivamente.
De esta retirada, cuando ya estaba en camino para socorrer el castillo de Burgos, hubo gran enojo la casa de Estúñiga. Jamás perdonó el duque de Arévalo al rey de Portugal, y de esto vino que la familia de Estúñiga, resentida al ver la pérdida del alcázar de Burgos, se apartase de la causa que con tanto empeño había hasta entonces defendido y reconociese a don Fernando y a doña Isabel como monarcas de Castilla.
Don Fernando, al tener noticia de la retirada —161— de su adversario, a quien se disponía a recibir con todas las más fuerzas acumuladas y los mayores preparativos hechos, volvió todos sus esfuerzos contra el castillo, y mientras, la reina doña Isabel se partió otra vez para Valladolid, desde Palencia, con el Cardenal de España y los demás caballeros y gente que con ella salieron para oponerse al intento del monarca portugués. El cerco de la fortaleza de Burgos prosiguió entonces con mayor empeño que nunca. Cuentan las crónicas que el Rey mandó poner gran diligencia en las minas que iban por debajo de tierra ahondando para llegar al pozo del castillo, pues pensaba que éste sería tomado en cuanto se quitase el agua. Los trabucos y las lombardas gruesas no cesaban de disparar contra el fuerte, de noche y de día. Algunas veces salían los sitiados a pelear con los sitiadores, cayendo sobre su campo, y otras veces, á un mismo tiempo, iban los de dentro por debajo de tierra, valiéndose de sus contraminas, en acometida contra los que minaban; de manera que muchos días acaeció pelear, a la vez, por debajo de tierra por dos sitios, y encima de tierra por tres o cuatro. Seguíase de estos combates mucho daño por una y otra parte; pero no menguaba el valor ni en unos ni en otros, alentados bizarramente aquéllos por su alcaide y capitán el de Estúñiga, y los — 162—sitiadores por el rey don Fernando, el duque de Villahermosa su hermano bastardo, el almirante y el condestable, que trabajaban con empeño, veces peleando por sus personas, veces proveyendo o favoreciendo de gentes do era necesario.
Según deducirse parece de lo que cuenta Zurita, el conde de Benavente, caído prisionero en Batanas, poco tardó en recobrar la libertad por empeño de la duquesa de Arévalo, que era prima suya y estaba entonces en la corte del rey de Portugal. Debió, sin embargo, su libertad, muy principalmente, al compromiso que hubo de contraer para procurar con el rey de Castilla que se dejase de combatir el castillo de Burgos. Negóse resueltamente a ello don Fernando. Entendía éste que todo el buen suceso de la guerra estaba en cobrar aquella fortaleza, porque su adversario con ninguna cosa se autorizaba tanto como en tener de su mano el castillo de Burgos por ser cabeza de Castilla. Jamás quiso que le hablaran de abandonar el sitio; y cuando a la postre hubo de partir de Burgos, llamado secretamente para acudir a Zamora, donde sólo se esperaba su presencia para proclamarle, dejó órdenes terminantes a su hermano el bastardo de Aragón y al condestable don Pedro Fernández de Velasco para que el castillo fuese combatido sin tregua y a todo trance. — 163—
Ausente el Rey, siguió la empresa con igual empeño, hasta llegar el instante en que los sitiados, por haber ya recibido mucho daño y viendo cómo la gente se les disminuía, recreciendo en número sus muertos y heridos, acordaron guardar la fortaleza y no salir a más escaramuzas, según antes -solían. Fueron entonces los sitiadores avanzando sus estanzas contra la fortaleza, hasta ponerlas tan cerca de las torres, que era fácil alcanzarse de una y otra parte con piedras tiradas a mano, y aconteció que muchas veces llegaron a hablarse unos y otros amonestándose y reprendiéndose mutuamente. Los cercados decían a los de las estanzas que confiaban en que el rey de Portugal iría a socorrerles, porque así se lo enviaba a decir, como tenían también esperanza de ver llegar al rey de Francia con gran poder de gente, por todo lo cual estaban cada vez más rebeldes y no querían aceptar parlamento ni partido alguno, llamando desde el muro a grandes voces: ¡Alfonso, Alfonso, Portugal, Portugal!, a lo que contestaban los otros apellidando: ¡Castilla, Isabel y Fernando! También ocurrió alguna vez que los de dentro enseñaban a los de fuera pan, perdices, naranjas y otras cosas para demostrarles que tenían abundancia de todo y no estaban en trance de rendirse por falta de víveres.
Un alcalde de Burgos, que se llamaba —164— Alfonso Díaz de Cuevas, y que con gente de la ciudad guardaba una estanza de las más cercanas al muro, tuvo un día ocasión de hablar con algunos de los que eran principales entre la gente del castillo, amigos suyos, y trató de persuadirles para que abandonasen su resistencia y empeño.
«En vano desde las almenas de Burgos, cabeza de Castilla, les dijo, llamáis a Portugal para que os socorra. Muy engañados vivís, y mal pensamiento es el vuestro si esperáis socorro de aquellos a quienes vuestros padres y abuelos tuvieron por enemigos. Gemir debieran esas almenas, gemir debieran los vecinos de este lugar, y aun toda la lealtad castellana, ya que jamás pudieron pensar las gentes, ni creer los hijos de Burgos, que aquellos encargados de guardar su castillo llamasen a los portugueses por ayudadores. Mientras que los de Zamora, cercanos a Portugal, guardan su lealtad como buenos castellanos echando de su ciudad al portugués, los del castillo de Burgos le llaman por su rey y por él perecen y se sacrifican, como si de su ley fuera y de su sangre. Vivís miserablemente engañados. Aquel a quien invocáis por rey os abandona y olvida, pues estando aquí tan cerca, torció su camino y se retiró, temeroso de ser vencido en la batalla a que le brindaban nuestros legítimos reyes de Castilla, don Fernando y doña -165—Isabel. Estos son los monarcas a quienes debierais acatar, y a quienes obligados estáis por ley ineludible de honor, de fidelidad y de deber. Reconoced vuestro yerro, y no ensangrentéis por más tiempo la tierra patria fomentando intrigas y discordias. Fomentar la discordia en tierras de que todos somos hijos, es una maldad; proclamar al extranjero en lucha con el rey legítimo, es un crimen, y crimen es también batiros contra vuestros hermanos. No derraméis tan míseramente vuestra sangre por aquellos que os son ingratos. Guardad vuestro valor y vuestro ánimo, con vuestra sangre y vida, para servicio de vuestro Rey y Reina, como sois a ello obligados, que los Reyes de Castilla, bondadosos y nobles, os admitirán como hijos y, perdonando vuestros yerros, os harán reparo en vida y en personas. Habed ya, por Dios, compasión de vuestra naturaleza y de vuestras moradas que veis arder, y tened piedad de vosotros mismos y de vuestra fama, o siquiera de vuestras mujeres e hijos, que, viviendo vosotros, andan como viudas o huérfanos, arrastrando dolorosa vida sin esperanza y sin consuelo. »
Con estos y otros razonamientos trataba el buen alcalde de quebrantar el ánimo de los sitiados, y no le fue difícil conseguirlo, o, por lo menos, los puso en gran confusión y lucha, —166— alzándose entre ellos dos partidos poderosos, unos clamando por ceder y por resistir los otros. Vino en esto a decidir la contienda, terminando así los debates, una profunda brecha abierta por las lombardas en el muro, que hubo de derrumbarse en gran parte, introduciendo en la fortaleza el terror y el desánimo. Considerase llegado el momento de capitular, perdida ya toda esperanza en el rey de Portugal y en el de Francia, pues ninguno de los dos acudía al socorro y al reparo del castillo. Pidió el alcaide parlamento al duque de Villahermosa, y entendióse con él y con el condestable, ofreciendo entregar la plaza, si antes, en el término de sesenta días, no fuese socorrida, mientras se asegurase a todos la vida, se les perdonase y se les restituyeran sus bienes y haciendas.
El duque de Villahermosa, tal vez por no considerarse con facultades bastantes, envió mensaje de lo que ocurría a la reina doña Isabel, que se hallaba en Valladolid, y en seguida acudió ésta a Burgos, celebrando varias conferencias con el alcaide del castillo y conviniendo en concederle cuanto pedía para él y para los suyos, aunque con la expresa condición de que ellos habían de hacer seguro de estar siempre al servicio del Rey é de la- Reina. De esta cláusula no hablan Hernando del Pulgar[13] ni Zurita[14] al dar cuenta de la rendición del castillo —167—pero se encuentra consignada en el auto de capitulación que se conserva en el municipio de Burgos.
Así terminó aquel porfiado sitio, y así entraron a ser dueños del alcázar los Reyes Católicos, quienes, ya desde aquel instante, vieron abierta ante sus pasos la senda del triunfo y de la gloria.
FUENTE
Balaguer, Víctor. “El castillo de Burgos”, Historias y leyendas, 1889. S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, pp.123-167.
Edición. Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Monografía histórica: el Castillo de Burgos, Barcelona: Henerich, 1893.
[2] Paladión: Objeto en que estriba o se cree que consiste la defensa y seguridad de algo.(DRAE)
[3] El lema heráldico: Caput Castellae, Prima voce et fide, Camera regia. (Cabeza de Catilla, Primera en la voz y la fe, Cámara Regia)
[4] Agarenas: descendiente de Agar, personaje bíblico, esclava de Abraham (DRAE). Musulmán.
[5] Cañas en lanzas: dejar la guerra para ocuparse de la fiesta (de las cañas); quiere decir, permitir un “alto al fuego”.
[6] Bandosidades: es una palabra formada sobre el sustantivo bando, partido, grupo.
[7] Exornado: adornado de.
[8] Estanza: estancia.
[9] Era un caballero de Provenza, de noble alcurnia, galán y trovador famoso que vivió a mediados del siglo XIII, entregado a la causa de la independencia de Provenza. (Balaguer, Víctor. Historia de los trovadores, Madrid, (Porta net), 1879, p.49.
[10] Tinelo: comedor de la servidumbre en las casas de los grandes.(DRAE)
[11] Pedro de Ayala, Crónicas de los reyes de Castilla.
[12] Baltanás.
[13] Hernando (del Pulgar.). Chronica de los muy altos, y esclarecidos Reyes Catholicos Don Hernando y Doña Ysabel... Millan.1567.
[14] Zurita, Jerónimo. Historia del Rey don Hernando el Catholico de las empresas y ligas de Italia.1580.