Los cuatro postes
La tradición de los cuatro postes es una de las más curiosas y populares en toda la provincia de Ávila; y acerca de cuyo fundamento histórico, la versión más generalizada no marcha de acuerdo con su primitivo origen, tal y como le encontramos consignado en las viejas narraciones de la histórica ciudad castellana.
Tradición que arranca de los tiempos de la restauración cristiana, en que las fábulas y los hechos andan mezclados de tal manera, que es poco menos que imposible atinar con —32— los verdaderos sucesos; y que, como todas las demás, tiene su asiento y está encarnada en un monumento que la perpetúa a través de las generaciones.
La parte occidental del recinto murado de la ciudad de Ávila formaba el antiguo burgo del puente, habitado, según las crónicas, desde los tiempos del conde D. Raimundo de Borgoña, por los tintoreros y curtidores, de cuya industria apenas quedan vestigios en el nombre de las calles y en algunas humildes casas, cuyos pacíficos moradores se dedican aún, en muy pequeña escala, al colorado de las lanas, dispuestas ya para el tejido.
En el punto más bajo de este barrio, y en la mitad próximamente de la cortina occidental de la muralla, reforzada de espesos y gigantescos torreones, se abre la puerta del puente, donde comienza la carretera que, cruzando las llanuras de la provincia, se dirige a Salamanca. Al otro lado del río, y a cosa de un kilómetro de distancia, en el camino de Cardeñosa, encontramos los cuatro postes, que se levantan sobre un cerro de poca elevación y sumamente escabroso, en cuya falda oriental se asentaron las arruinadas iglesias de San Julián, San Mateo y la Caridad. Dejan a un lado la carretera, en medio de un vistosísimo paisaje, cuyo interés aumentan los batanes, antiguos heredamientos de una de las principales caravanas repobladoras, hoy molinos harineros, movidos por las aguas del Adaja, cerrando el cuadro la famosa capilla de San Segundo, primera iglesia abierta en Ávila por el cristianismo, y comparada por un escritor moderno a un arca misteriosa venida río abajo y detenida entre los árboles de la ribera.
Los cuatro postes son cuatro sencillas columnas de estilo romano, sobre cuyos capiteles descansan largas piedras de granito en forma de jambas o cornisas, que en su parte media ostentan el escudo de armas de la ciudad, y en su cara superior llevan una fila de sillares, como si fuera el comienzo de una media naranja, de la cual no quedan restos.
En el centro del cuadrado que forman las columnas hay una peana que sostiene una cruz, también de granito, sin detalle alguno digno de consideración.
No faltan escritores que, en su afán de conceder mayor antigüedad a nuestros monumentos, han remontado la construcción de los cuatro postes a la época romana; y a nuestro juicio, solo teniendo en cuenta que en las cornisas figuran los blasones de la ciudad, armas ganadas muy posteriormente; creemos destituida de fundamento esta afirmación.
La explicación más vulgarizada acerca de la existencia de los cuatro postes, es la de que allí se detuvo Santa Teresa, cuando niña, y acompañada de su hermano D. Rodrigo, emprendió su viaje a tierra de moros en busca del martirio; allí fue donde, después de despedirse de Nuestra Señora de la Caridad, a quien tenía especial devoción, sacudiendo la sandalia, y pronunciando aquella célebre frase: de Ávila, ni el polvo, los dos hermanos fueron recogidos por su tío don Francisco y restituidos a la casa paterna.
La ciudad de Ávila es toda un santuario erigido por la fe al culto de Santa Teresa. —35—
La seráfica Madre es el objeto del cariño, de la ternura y de la veneración más profunda de los avileses; a ella atribuyen sus prosperidades, en ella buscan el consuelo en sus aflicciones, y apenas hay un palmo de terreno, que no contenga un recuerdo de la mística Doctora. ¿Qué, pues, tiene de extraño que se haya perdido casi por completo la memoria del primitivo suceso que recuerdan los cuatro postes, para venir estos a significar uno de los acontecimientos de la vida de la Santa que más impresionó la fantasía de su pueblo?
Sin embargo, la imparcialidad nos obliga a reconocer que la detención de Santa Teresa en aquel sitio, cuando sentía en su corazón los infantiles conatos del martirio, no fue la causa de que se levantaran los cuatro postes sino que su fundamento arranca, como hemos indicado, de la época misma de la restauración de la Ciudad.
Mientras las huestes avilesas, en el reinado de D. Sancho III el Deseado, mandadas por los hermanos Sancho y Gómez, alcanzaban gloriosos triunfos, combatiendo en —36— Andalucía con los ejércitos almohades de Abu-Jacub, que continuamente inquietaban a los cristianos con sus algaradas; y Gómez lidiaba victoriosamente en Galapagar con dos reyes moros, que hallaron la muerte en el campo de batalla delante de Sevilla; la ciudad de Ávila era presa de una horrible epidemia, que mermó considerablemente la población, arrebatando en la flor de la vida a muchos de sus ilustres y belicosos hijos.
Viendo el concejo que la peste no cedía y cada vez eran más terribles sus estragos, acordó, por votación unánime, celebrar rogativas públicas implorando la clemencia del cielo, e ir en penitente romería a la iglesia de San Leonardo, que existía en la dehesa, conocida hoy con el nombre de Pancaliente, próxima al pueblo de Narrillos, distante de la capital unos seis kilómetros en dirección del noroeste.
El acuerdo del concejo se llevó a cabo; y añaden los cronistas, que la epidemia comenzó a descender.
Conocedores los moros, que habitaban las sierras del mediodía y poniente de la —37— ciudad, de que la plaza quedaba sin defensores, en tanto duraba la cabalgata, cayeron de improviso sobre ella, la entraron a saco y emprendieron su vuelta a las sierras, llevando rico botín.
Cuando los romeros volvían a sus casas, se enteraron de la catástrofe; todos en masa prorrumpieron en gritos de desesperación y se dispusieron a la venganza.
Ñuño Rabia[1], el famoso caballero serrano, que más tarde había de pelear al lado de los salmantinos contra Fernando II de León, y morir con muchos de los suyos a orillas del Valmuza; y Gómez Acedo, cuya entereza de carácter era ya proverbial, acaudillaron las masas que emprendieron la persecución del enemigo, siguiendo, el camino del Valle-Ambles.
Bien pronto el desaliento se apoderó de los más débiles, y las exhortaciones de los jefes no bastaron a impedir su regreso a la ciudad. Ya habían llegado a la cumbre de la sierra, que sirve de límite meridional al valle, y Gómez Acedo, temiendo una nueva decepción, puesto de pie en los estribos, —38— con potente voz arengó a las tropas, y tomando su barba con la mano, juró por ella dar alcance a los moros antes que ganasen las alturas, y arrebatarles el botín [2]
En efecto, el ejército musulmán fue completamente derrotado: los que no murieron en la pelea cayeron prisioneros, y el botín fue rescatado.
Victoriosos y cargados de trofeos y vituallas tornaban los avileses a sus hogares, cuando se vieron sorprendidos por la noticia de que las puertas de la ciudad estaban cerradas. Los cobardes que habían vuelto la espalda al enemigo al comienzo de la persecución, en vez de recibir a los guerreros en medio de aclamaciones y muestras de alborozo, por el señalado servicio que acababan de prestar, les exigieron, no solo los bienes de que habían sido despojados por los moros sino también la parte que pudiera —39— corresponderles de la presa cogida al enemigo, sin cuyo requisito previo, estaban dispuestos a defender con las armas la entrada del ejército en la plaza.
Las cosas no debieron tomar buen aspecto cuando fue necesaria la intervención de don Sancho, y que el mismo rey dictase la sentencia, en virtud de la cual se privó a los que estaban dentro de la ciudad y a sus sucesores de los títulos nobiliarios y otros privilegios, y se les obligó a evacuar la ciudad y establecerse en los arrabales. Muchos no quisieron sufrir semejante afrenta y pasaron al servicio del monarca leonés, que a la sazón se ocupaba en la fundación de Ciudad-Rodrigo.
Dicho se está, que en el interés de los serranos, la más esclarecida nobleza de Ávila, estaba el trasmitir a los siglos la memoria de tan notables acontecimientos, y a este fin acordó el Concejo que en el mismo día de cada año, se organizase una solemne procesión que saliera en rogativa a la iglesia o ermita de San Leonardo: y refiere la tradición que, siendo bastante larga la distancia de la ciudad a la ermita, la procesión tenía —40— que darse algunos momentos de reposo; y a fin de proporcionar un lugar de descanso cómodo y decoroso a los magnates y el clero, escogieron la cúspide de la primera altura, que se encontraba en el camino, para levantar lo que sin duda fue un edificio, cuyo atrio formaban los cuatro -postes, y que probablemente sostendrían algún templete o cobertizo, a semejanza de los que solía haber a la entrada de otras poblaciones, teniendo debajo un rollo[3] señorial, una cruz o una capilla contigua, en la que se daría culto a una imagen de especial predilección para el vecindario.
Tal es la versión más autorizada acerca de la existencia de Los cuatro postes, como la refieren sin interrupción las crónicas avilesas, y que seguramente habría caído en el silencio más absoluto, si la escritura no se hubiera encargado de perpetuarla, y si Santa Teresa, con su despedida, no hubiera dado mayor celebridad a este monumento.
FUENTE
Valentín Picatoste. “Los cuatro postes”, Tradiciones de Ávila, Madrid: [s.n.], 1888 (Miguel Romero, impresor), pp. 31-40.
NOTAS
[1] Muño Rabia. Caudillo de los “serranos” rebelados contra Fernando II. Ver, García, Tomás Sánchez. "El episodio de Muño Rabia en la crónica de la población de Ávila." Cuadernos abulenses 35 (2006): 259-279.
[2] La sierra en que se verificó esta arenga, está enclavada en el término municipal de Solosancho y es conocida con el nombre de Monte de Barba-Acedo (Barbacedo), en recuerdo del juramento de Gómez Acedo. (Nota del autor)
[3] Rollo: Columna de piedra, ordinariamente rematada por una cruz, que antiguamente era insignia de jurisdicción y que en muchos casos servía de picota.