I
¿Qué autor de tantos como han escrito sobre Granada, no ha hecho una descripción minuciosa y divertida de esa linda recreación morisca que llaman Generalife? ¿Quién habrá que ignore los graciosos jardines, voluptuosos recintos y encantadoras fuentes y cascadas que encierra esa fundación del príncipe Omar?¿Y qué persona nacional o extranjera no ansía, al llegar a esta población, visitar el famoso Ciprés que se halla en el Patio de las Fuentes, árbol que señalaron los denunciadores de la reina Moraima como encubridor de sus adúlteros amores, y de cuyo tronco, aun el mismo Chateaubriand llevó una astilla como placentero recuerdo de este precioso vergel? El profundo hueco del árbol, que cada día se hace mayor por los pedazos que arrancan los innumerables viajeros que lo visitan, es una prueba de la fama que ha llevado aun a los más remotos países, el inmortal recinto de Generalife: por consiguiente, inútil es cuanto digamos de sus bellezas y recreos. Solo nos limitaremos a presentar la tradición que encierra este antiquísimo Ciprés, que aun cuando bastante conocida, es indispensable para llenar el fin que nos hemos propuesto, la cual sale ahora revestida con otras escenas no tan sabidas e interesantes. Únicamente nos resta añadir, por si algunos creyesen algo inverosímiles las zambras que celebraban los moros a estilo casi de nuestros días, juzgándolo incompatible con las costumbres mahometanas, que los caballeros granadinos, tanto por su carácter como por su civilización, en poco se diferenciaban de los demás europeos católicos. Hecha esta ligera manifestación, vamos, lector, a presentarte el suceso tradicional.
II
Elegido Boabdil rey de Granada por los de su bando, quiso inaugurar su reinado con fiestas y zambras[1]. Jamás se hicieron en ella las diversiones que entonces. No pasaba día sin que se corriesen cañas[2] en la plaza de Bib-Rambla, en las que lucían sus esbeltos y vigorosos talles los apuestos moros de los diversos y nobles linajes de que se componía su corte. También en el palacio real de la Alhambra, en el de los Alijares[3], labrado por Muley-Hacen con todo el lujo de que es susceptible el orgullo asiático, y en el recreo de Generalife, sucedíanse con frecuencia las zambras, sin que hasta entonces el más leve motivo hubiese turbado la fraternidad que reinaba entre los Alhamares, Abencerrajes, Gomeles, Mazas, Azarques, Gazules, Alabeces, Venegas y Zegríes, que eran los linajes más esclarecidos de Granada.
Corría el año de 1491: Boabdil, a quien llamaban el Rey Chico, había dispuesto una brillante fiesta para celebrar el restablecimiento de las heridas que el maestre de Calatrava don Rodrigo Téllez Girón hiciera a su hermano Muza, hijo bastardo del rey Hacen, en singular combate a que le retara pocos días antes en la Vega.
Hallábase la flor de la nobleza de Granada reunida en el palacio de la Alhambra. Viérase allí a la reina Moraima esposa de Boabdil, rodeada de sus damas, Fátima, Daraja, Galiana hija del alcaide de Almería, y gran número de esclavas haciendo todas gala de su hermosura y riqueza.
Conversaban entre sí los musulmanes, excepto Muza, que arrimado a un ajimez[4], entreteníase en hacer un ramillete de las delicadas y aromáticas flores que había cogido en los jardines del palacio, fija su vista en Daraja a quien amaba con frenesí, a pesar de que no era correspondido. El Abencerraje Abenamar gozaba los favores de la linda doncella, por cuya causa lo aborrecía Muza en su interior. Ordenó el rey se principiase la danza; y al son de chirimías[5] y dulzainas[6] ejecutaron las damas y musulmanes un gracioso baile, en que tomaron parte casi todos los caballeros. Concluido aquel, y apenas Daraja tomó asiento cerca de la reina, cuando presentóse un pajecillo y ofreciéndole un bonito ramo de flores.
—Hermosa Daraja, díjole, mi señor Muza me envía para que os entregue este ramo; y os ruega que os dignéis aceptarlo, pues que preso va en él su corazón.
Turbóse la sarracena al oír aquellas palabras, e indecisa en su resolución, miró a la reina quien, habiendo escuchado al pajecillo, le indicó con la cabeza que lo tomara.
Obedeció Daraja, y tomó de las manos del paje el lindo ramillete. Ufano de su triunfo Muza, que desde lejos había presenciado esta escena, acercóse a los otros moros, y solicitó se volviera a empezar la danza. No tardó en oírse una grata armonía, y todos se dispusieron de nuevo al baile. Dirigióse Muza a sacar a la que amaba, pero fue tarde. Se le había adelantado Abenamar, que celoso de que admitiera el ramo de Muza, solo esperaba una ocasión para hablar a su querida.
—No creyera, la dijo despechado, que una mora bien nacida admitiese finezas de otro que de su amante.
—¿Crees acaso, que obró mi corazón al tomar el ramo? ¡Ingrato!
—¿Pues quién te impidió rehusar?
—La reina me ordenó aceptarlo.
—Necesito una prueba que me convenza.
—¿Está en mi mano?
—Sí.
—Habla.
—Entrégame ahora mismo ese ramillete.
—Tómalo.
Y alargó el ramo al Abencerraje. Pero apenas estuvo en su poder, cuando una robusta mano lo arrancó con furia de las de Abenamar. Era Muza, que todo lo había visto.
—¡Vil caballero! ¡musulmán desdichado ¿osas tomar un ramo que mis propias manos se han entretenido en tejer, y que yo mismo he dedicado a Daraja? ¡Miserable! desde ahora te declaro cobarde e infame como a toda la raza a que perteneces.
—¡Muza! exclamó pálido de rabia el Abencerraje; ¡no porque corra en tus venas sangre real, has de tener derecho para insultar a un caballero ni a su noble linaje! Sabe que el más débil de ellos, si es que puede haber alguno, no sufrirá los denuestos de ningún moro ni aun del mismo rey; porque además de que siempre han sobresalido en valor y pujanza, es la tribu más noble de toda la corte.
—¡Miente quien tal diga! interrumpió un Zegrí, gusanos inmundos son los Abencerrajes para nosotros. Nuestra tribu es la más noble de todas, pues desciende de los reyes de Córdoba.
—Sí, sí, exclamaron a un tiempo algunos Zegríes que allí estaban atraídos por las voces de los contendientes.
—¡Vive Alá! exclamó con descompasado acento Malique Alabez[7], moro de gran nombradía, abriéndose paso entre el grupo formado alrededor de Muza y Abenamar: ¡vive Alá que a estos Zegríes les hace falta una mordaza, para que no pregonen su decantado linaje a cada paso, aturdiéndonos los oídos con su fiereza y alcurnia! Si descienden de los reyes de Córdoba, nosotros venimos de los de Marruecos y Fez y del gran Miramamolin: y así, punto en boca, caballeros, que mejor está callar ante quien no pueden hacer alarde ni de alcurnia ni de valor.
—¡Que me place! contestó encendido de coraje el Zegrí, no deseaba sino este momento para dar una lección a esos Abencerrajes presuntuosos, y puso mano a su alfanje.
—¡Por Mahoma que gastan humos esos falderillos[8]! Pero sabe, Zegrí, que los Abencerrajes siempre han lidiado con iguales fuerzas; y que yo, Malique Alabez, en nombre de toda la tribu, siguiendo su costumbre, no me batiré con vosotros, porque todos los que componéis el linaje Zegrí, sois poco para mí; más id con cuidado de aquí en adelante, no sucumbáis pisados cual reptiles por las plantas de los Abencerrajes.
—¡Mueran los Abencerrajes!
—¡Mueran los Zegríes!
Estas voces fueron acompañadas de movimientos hostiles por ambos partidos. Algunos alfanjes[9] habían salido de las vainas y era de esperar un sangriento resultado, cuando el Rey Chico hizo cesar el tumulto con una destemplada voz.
—¡Silencio, lenguas atrevidas! ¡silencio digo! que yo castigaré cual se merece tamaño desacato a mi persona. Guardias de palacio, venga un verdugo al instante, que juro por el islam, cortar la cabeza del que dé una sola voz, y clavarla cual despojo de ave de rapiña en la Torre de la Justicia. Musulmanes, os declaro a todos prisioneros; deponed las armas. Este sitio os señalo por cárcel mientras se os conduce a la torre que determine.
Todos entregaron los alfanjes a los guardias del rey, y permanecieron silenciosos; pero no así sus corazones, que ardían en deseos de vengarse.
La reina y las damas asustadas marcharon a sus aposentos, y Boabdil despechado, salió a respirar las auras de sus bosques. Tal fue el primer disturbio entre las tribus granadinas, que dio origen a tantas desgracias como se siguieron y a la pérdida del reino.
III
Dos meses eran pasados de estos sucesos. Los Zegríes y Abencerrajes que prendiera el rey en su palacio, habían sido puestos en libertad, y los odios parecían apagados. Muza había salido con los Abencerrajes a hacer algunas guerrillas con los cristianos de la Vega.
En una hermosa tarde, próximo el sol a su ocaso, se hallaba Boabdil en los Alijares, gustando las delicias de la pereza, recostado voluptuosamente en ricos cojines de Persia. Espesos globos de humo salían pausadamente del tubo de una larga pipa de oro con cabo de ámbar, que llevaba negligentemente a su boca.
—Alá conserve tus días, poderoso rey, dijo un moro que entró en la sala seguido de otro inclinándose ante Boabdil. El Zegrí Mahomad desea tener una conferencia contigo y pide se la concedas.
—Acércate, buen Mahomad, contestó el rey dirigiéndose al anunciado, ¿qué tienes que decirme? ¿Te debo alguna reparación? ¿Has sufrido desmán de algún súbdito mío?
—¡Pluguiera al cielo que eso fuese, señor! Alá me es testigo de que, si con mi sangre pudiera conjurar la tempestad que amenaza tu trono, y con mi honor lavar el tuyo de la mancha que le han arrojado, no me verías en este sitio con el corazón oprimido por las odiosas y vergonzosas nuevas que mi labio va a expresarte.
Incorpórase Boabdil al oír el tono sentencioso y las ambiguas palabras del Zegrí.
—Por el Profeta que me has llenado de confusión, dijo mirando fijamente a Mahomad. Expón desde luego el objeto de tu venida.
—Acabo de saber que los Abencerrajes, enconados contra tú por los sucesos de la última fiesta, tratan en secreto, aliados con los Gomeles y Alabeces, de derribarte del trono quitándote la vida.
—¡Por Alá que la nueva no es muy grata! contestó el rey con majestad: pero si mal no recuerdo, creo que no es solo cuanto tenías que manifestarme. Di lo restante.
—Es una materia muy grave, señor; y como el corazón humano siempre está dispuesto a juzgar mal, y pudiera tomarse este acto de adhesión y lealtad, por un efecto de envidia rencor, no saldrá una palabra más de mi boca, mientras no se hallen presentes el Gomel Mahandin y mis sobrinos Mahomad y Alhamut que están enterados del suceso.
—Admírame tanta ceremonia; mas puesto que es necesario como dices, sea: y llamando a un esclavo, dio orden Boabdil para que inmediatamente compareciesen los nombrados por el Zegrí. No tardaron éstos en presentarse, y mandando el rey que nadie más entrase.
—Ya estás satisfecho, continuó dirigiéndose a Mahomad, abrevia tu explicación.
—De púrpura se tiñe mi rostro solo con pensar en ello; y únicamente mi cariño a ti.
Zegrí, te advierto que no quiero digresiones.
—Señor, la reina es adúltera…. Palideció Boabdil a estas palabras, quedando como anonadado; pero recobrándose instantáneamente, interrumpió al acusador diciéndole irritado:
—¡Mientes, villano! ¡mientes! Pruébame la verdad de esa acusación, o ¡ay de ti!
—No temo tus arrebatos, prosiguió con impasibilidad el Zegrí, pues cumplo con mi conciencia; y cuando me he determinado a dar este repugnante paso, seguro estaré de cuanto digo. Sabe, señor, que el último día de zambra en Generalife, paseándome a la tarde con este caballero Gomel por sus jardines, vimos debajo del ciprés[10]más alto del Patio de las Fuentes... ¡el alma se resiste a expresarlo...! a la reina tu esposa, en amoroso deleite con el Abencerraje Aben-Hamlet; y tan embebidos estaban en sus caricias, que no sintieron nuestros pasos. Ella decía...
—Basta, exclamó temblando de despecho el infeliz rey, la prueba, la prueba de eso que has dicho.
—Señor, yo lo he visto, respondió el Gomel adelantándose, y aquella misma tarde lo referimos en secreto a los sobrinos del Zegrí. ¿Es cierto?
—Sí, contestaron a un tiempo los tres moros.
Nada replicó Boabdil: pero rechinaba de rabia los dientes, y mesábase con furor los cabellos.
—¡Traidores! exclamó al fin con entrecortada voz. ¡Por mi fe de musulmán, juro a Dios que han de morir a mis manos uno por uno esos viles Abencerrajes, y he de chupar la sangre los adúlteros que así roban mi honor! vamos, vamos a la ciudad, quiero sangre.... Me ahogo de coraje... y necesito oír la voz de la venganza.
—Señor, exclamó el Zegrí, si me fuera permitido hacerte presente.
—¡Qué! ¿aún falta alguna otra infausta noticia?
—Considera que, si te dejas llevar de ese ímpetu natural, te expones a perder el trono, y quizás la vida. La reina tiene muchos partidarios, y el mismo Muley Hacen tu padre, te perseguiría de muerte, si cometieses un atentado contra Moraima. Además, los Abencerrajes se pondrían en guardia uniéndose a los descontentos, y quedaría ilusoria tu venganza, pues serias nulo e impotente.
—Tienes razón, buen Zegrí; tus palabras mitigan mi arrebato. Sí, pero en ese caso...
—¿Cuánto mejor sería, continuó Mahomad sin hacer caso de la interrupción del monarca, que yo acusara públicamente a la reina, y que, según las leyes, se le concediera antes de ser quemada como pérfida adúltera, buscase cuatro campeones dispuestos a sostener su inocencia? De este modo cumplías para con el mundo y se realizaba tu venganza. Moraima sería quemada. ¿Qué recursos tiene para buscar campeones? ¿Y quién había de aceptar? Que por acaso el destino los hubiera, aquí estamos mis sobrinos y yo dispuestos a mantener lo dicho, y que no somos tan despreciables lanzas.
—¡Ah! gracias, Mahomad, eres un buen musulmán. Pero, ¿y los Abencerrajes? ¿y ese Aben-Hamet no ha de llevar su merecido?
—Para todo hay recurso, señor. Mañana mandas con gran sigilo a todos los Abencerrajes y a ese Aben-Hamet que se presenten uno a uno en palacio. Tienes un salón preparado con gente armada, y un verdugo, y según vayan entrando, caigan sus cabezas al golpe del cuchillo. Pocos se te podrán escapar, pues hoy ha vuelto Muza con todos los que le acompañaron.
Al día siguiente fue acusada públicamente la reina de adulterio, dándole un término de quince días para que buscase campeones, debiendo morir quemada, si no los encontraba, o si vencían los mantenedores de la acusación.
También aquel mismo día quitaron la vida en una sala del Patio de los Leones, a treinta y seis Abencerrajes, y entre ellos a Aben-Hamet, no siguiendo esta carnicería por haber descubierto la traición el paje de uno, quien comunicándolo a Malique Alabez, corrió la voz de unos en otros, pudiendo libertarse los demás.
III
En un reducido departamento de la Torre de Comares estaba la reina Moraima, presa por orden del rey, rodeada de su dama Zelima y de su doncella cristiana Esperanza de Hita, que a fuerza de consejos y perseverancia había logrado convencerla de lo falso de su religión, y que deseara convertirse a la católica, a cuya obra contribuyó también la desgraciada situación en que la colocara el miserable e impetuoso carácter de Boabdil.
Muy agitada parecía Moraima en este momento. Iba de una a otra parte de la estancia, se acercaba al único ajimez abierto que tenía el aposento, miraba por entre la espesa celosía que lo cubriera, y tornaba a separarse suspirando profundamente.
—¡Cuánto tarda! exclamó con pena una de las veces que se quitaba del ajimez.
—No desesperéis, señora, la contestó Esperanza, aun no hay tiempo para su vuelta.
—¡Cómo! ¡si salió esta mañana al ser de día!
—¿Y quién responde de los entorpecimientos que puede haber encontrado el mensajero?
—¡Qué! ¿imaginas acaso que mi solicitud no podrá hallar cabida en el corazón de esos cristianos? Respóndeme con franqueza, Esperanza -373-
—Líbreme Dios, señora, de tal pensamiento; eso sería una inculpación a esos nobles caballeros. Además, ¿no fui yo la que os aconsejé, cuando supe vuestra resolución de haceros cristiana, si salís bien del juicio, que os pusieseis bajo su protección? ¿que ellos son valientes y nobles como españoles, y pronto hallaríais cuatro campeones decididos a sostener vuestra inocencia? ¡y queréis ahora que yo sospeche...!
—¡Ah! perdóname, mujer, ¡pero es tanto lo que padezco! Deseo por momentos se efectúe el juicio para abrazar tu religión, pues una voz interior me dice sin cesar que en ella hallaré los consuelos que necesito. Tú me has convertido... ¡Más qué loca soy, Esperanza!
¡Cuento con el porvenir, teniendo a la vista mi sepulcro!
—Vaya, alejad esas melancólicas ideas. Viviréis, sí, viviréis. Sabed que los caballeros castellanos exceden en valor y bríos a los musulmanes; y pondría las manos al fuego, porque solo don Juan Chacón era capaz de vencer a los cuatro acusadores; con que ya veis si con otros tres más... ¡Bah! para cuatro caballeros del campo de don Fernando, no son bastantes cuarenta sarracenos. Si os refiriese las increíbles hazañas de don Hernando Pérez del Pulgar, del conde de Cabra, de Ponce de León. Vaya, vaya, viviréis, señora, viviréis.
—¡Me infunden un aliento tus palabras, que el alma se dilata y entrevé una vida llena de calma y delicias...! Hablemos de los cristianos, sí, eso me da la existencia. Dices que es tan buena la reina doña Isabel... ¡Ay! ansiando estoy por besar sus plantas.
—¡Señora! ¡señora! gritó en este momento Zelima que había estado mirando por la celosía.
—¿Qué...? ¿es él.?
—Sí, ahí está, lo he visto por el ajimez.
—¡Veis, señora, como tenía razón! dijo Esperanza.
—¡Oh! ¡gracias, Dios mío! exclamó la reina levantando las manos al cielo.
Abrióse en esto la puerta de la torre, y se presentó un esclavo.
Era el enviado que con el mayor sigilo había dirigido la reina al campo de los cristianos pidiendo auxilio en su apurada situación.
El mensaje iba encaminado por consejo de la doncella Esperanza a don Juan Chacón, guerrero de don Fernando, en el que le expresaba, que estando su señora injustamente acusada de adulterio, y que habiéndosele concedido quince días de término para buscar campeones sostenedores de su inocencia, siendo arrojada al fuego, según las leyes mahometanas, si no los hallaba o si sucumbían los que escogiese; pedía de él aquel favor, convencida de que triunfaría su inocencia si se dignaba acceder a su súplica. A la vista del esclavo, precipitóse hacia él Moraima.
—¿Entregaste mi escrito? le dijo con impaciencia.
—Al mismo caballero.
—Y... ¿te ha dado alguno?
—Aquí está, y presentó un pergamino en rollado.
Arrebatóselo Moraima de las manos, rompió la seda que lo aseguraba, y con balbuciente voz leyó. El pliego se hallaba escrito en árabe, y concebido en estos términos:
«A ti, Moraima, reina de Granada, e hija del ilustre Moraizel. Salud para que pueda besar tus reales manos, por la singular merced que me haces escogiéndome por tu campeón. Muchos y muy principales caballeros hay en esta corte, que se darían por muy honrados, en que les mandaras lo que a mí; y puesto que yo soy el escogido en esta ardua empresa, obedezco y acepto, confiando en Dios, en su bendita Madre y en tu inocencia; y así te digo, que el último día del plazo, partiremos a servirte yo y tres caballeros más. Ruega a Dios, el cual te guarde y defienda. =Del campamento Juan Chacón."
—¡Gracias, Dios mío! exclamó Moraima cayendo de rodillas, y desmayándose por la emoción.
Las damas acudieron a socorrerla.
—Si la reina ha escogido caballeros como dicen, mucho tardan.
—¿Qué ha de haber escogido? ¿de dónde?
—Ella se tiene la culpa; ¿no le ofreció Malique Alabez lidiar por su inocencia y no quiso aceptar? Que muera la orgullosa.
—¡Eh! ¿qué sabes de eso? Tú, como buen Zegrí, quisieras su muerte; pero te llevarás chasco; aun no son las doce, y queda la mitad del día. ¿Quién sabe lo que puede suceder?
—Allá lo veremos.
Esta conversación tenía lugar entre un grupo de moros apiñado en uno de los ángulos de la plaza de Bib-Rambla.
Este era el sitio señalado para la celebración del juicio. En su centro habían construido un palenque, en donde se hallaban los cuatro acusadores esperando a los campeones de la reina desde las ocho de la mañana.
Estos eran, Mahomad el Zegrí, quien declarara al rey los impúdicos amores de Moraima, dos de sus sobrinos, y el Gomel Mahandon, los mismos que afirmaron la manifestación del Zegrí.
Montaban todos soberbios caballos, trayendo sobre sus armaduras marlotas[11] verdes y moradas, y en las adargas[12] unos sangrientos alfanjes con una letra en su torno que decía: Por la verdad se derrama. Un tablado cubierto de paño negro, se elevaba junto al palenque, donde aparecía la desgraciada Moraima, acompañada de sus damas Esperanza y Zelima.
Debajo del tablado estaban los jueces del campo, elegidos por Boabdil. Eran Muza su hermano, un moro de la tribu de los Azarques, y otro de la de los Almoradíes.
Una hoguera se levantaba al lado opuesto de los jueces, custodiada por guardias del rey, donde había de ser arrojada Moraima si vencían los acusadores. Numeroso gentío poblaba desde muy temprano los huecos de la plaza, ajimeces y azoteas de los edificios que rodeaban aquel anfiteatro. Todos los corazones latían de impaciencia, y aún más los de los Almoradíes, Almohades, Moradines, Gazules, Venegas, Alabeces, y Marines que habían pensado arrancar a la reina de sus enemigos a su tránsito para la plaza; pero desistieron de su generoso empeño, habiéndoles hecho ver, que, si bien le salvaban la vida, quedaría manchada su honra, pues creerían que se rehusaba el juicio, haciendo de este modo valedero el dicho de los acusadores. Los Abencerrajes habían sido desterrados por orden del rey.
Corrían las horas y nadie se presentaba. Una sonrisa insultante y de triunfo vagaba en los labios de los acusadores. Moraima afligida, miraba a Esperanza, quien le apretaba la mano señalándole con la vista al cielo.
De pronto se oyó un tumulto hacia la puerta del nombre de la plaza, y a poco entraron por ella haciéndose paso entre la muchedumbre con gran donaire y soltura, cuatro caballeros vestidos a la turca, y montados en fogosos corceles, que no tardaron en penetrar dentro del palenque.
Sus ropas eran de color celeste guarnecidas con franjas de oro y plata, y los albornoces de seda azul. Sus turbantes de toca de seda listada de oro y azul, formaban elegantes labores, descollando en ellos vistosas plumas blancas y rojas que hacia ondular el viento. En el escudo, que con apuesta gallardía embrazaba el primero, aparecía un lobo en campo verde, despedazando a un moro, y encima una flor de lis con esta letra: Por su mal se devora. El segundo llevaba en su escudo un león rampante sobre campo blanco, teniendo a un moro entre sus garras. El tercero un águila dorada en campo rojo, abiertas las alas como volando al cielo, y llevando asida por las greñas la cabeza ensangrentada de un musulmán: y el cuarto, una espada de cruz sobre campo blanco, atravesando la cabeza de un moro.
Llegáronse los caballeros con marcial continente al pie del tablado, y dirigiéndose uno de ellos a la reina:
—Señora, dijo en arábigo, viniendo nosotros del otro lado de los mares a pelear con los famosos adalides del ejército poderoso del rey don Fernando el Católico, pues que hasta allí llega su fama, y sabiendo el lastimoso estado en que os halláis, hemos corrido a este sitio para defenderos. ¿Queréis aceptarnos por vuestros campeones?
Iba rehusar la reina diciendo que ya tenía, cuando su dama Esperanza le hizo una significativa seña con la cabeza.
—Acepto, generosos caballeros, contestó Moraima: el cielo os favorezca. Hicieron una reverencia los turcos, y volvieron sus caballos marchando en dirección a sus antagonistas.
—¿Sois vosotros los acusadores de esa gran señora? preguntó uno.
—Sí, contestó Mahomad.
—Pues mentís como villanos, miserables, morillos.
—Ahora lo veremos.
Preparáronse a la liza[13]. Pusiéronse unos frente a otros; enristraron la lanza, y a la señal de las trompetas partieron a galope, viniendo a encontrarse en el centro.
Terrible fue este choque. Rompiéronse algunas lanzas, y vivos como la centella continuaron el combate a pie y con espadas los contendientes. Larga y terrible fue la lucha. Más de media hora hacia que estaban empeñados, sin que se declarase la victoria por alguna de las partes. Si bizarros eran los partidarios de la reina, bravos eran también los moros. Por último, al cabo de un cuarto de hora, cubrían la arena tres cadáveres.
Eran los dos sobrinos de Mahomad y Mahandon el Gomel. Sus tres adversarios, algo heridos, se hallaban a un lado del palenque. Pero no estaba aún declarada del todo la inocencia de Moraima. Quedaban todavía lidiando en la arena el caballero que hablara a la reina y Mahomad el Zegrí. En el resultado de esta lucha se cifraban las últimas esperanzas de los Zegríes y de la sultana. Aquel debía ser el fallo decisivo. Ambos adversarios se hallaban a la sazón muy mal parados. Peleaban a pie, pues el caballo de uno había sido atravesado por la lanza contraria, y héchose trozos las de entrambos. En el momento en que acabamos de fijar la vista en ellos, se estaban dando tantas cuchilladas y mandobles tan fuertes y repetidos, que las espadas saltaron en mil pedazos a larga distancia de ellos. Viéndose desarmados, y dirigidos por un mismo pensamiento, abrazáronse aun tiempo el uno al otro cual furiosos leones, dándose fuertes sacudimientos sin poderse derribar.
En este estado, retira una mano con presteza el Zegrí, y pronto se vio en ella la ancha y reluciente hoja de un puñal que sacó debajo de su armadura. Un grito de dolor resonó en toda la plaza. Creían cierta la muerte del turco. Pero éste había visto la acción del pérfido Zegrí, y sacando vivo como el relámpago una afilada daga, hundióla tres veces por debajo del brazo izquierdo del moro, con tan buena voluntad, que cayó al suelo revolcándose en su sangre.
Un vivo aplauso de los partidarios de la reina fue la señal de su triunfo. Tan luego como el turco vio tendido al Zegrí, le puso una rodilla encima, y,
—Date por vencido, le dijo: confiesa la verdad y no te haré más daño.
—Es inútil, contestó con moribunda voz Mahomad: estoy cadáver. Y puesto que me pedís declare la verdad, sabed que tengo bien merecida la muerte, porque con objeto de vengarnos los Zegríes de los insultos que sufrimos por los Abencerrajes en una fiesta del palacio, inventamos esta acusación... pero Moraima está inocente...
No pudo concluir el calumniador Mahomad.... había muerto.
Subió Muza en seguida, como juez del campo, al tablado de la reina, y dijo en alta voz: «Pueblo de Granada: la sultana es inocente». Mil vivas estrepitosos resonaron entre la multitud. Los Zegríes se retiraron cabizbajos y avergonzados. Volvieron a montar prontamente en sus alazanes los caballeros turcos, y se acercaron a felicitar a Moraima.
—Gracias, valientes campeones: en mi corazón queda profundamente impreso el inmenso servicio que me habéis prestado.
Inclináronse después respetuosamente ante la reina, y haciendo una graciosa cortesía, partieron a galope por el mismo sitio donde vinieran, a pesar de las súplicas de Moraima para que se quedasen en Granada el resto del día.
—Dime, Esperanza, preguntó aquella luego que hubieron desaparecido: ¿por qué me hiciste seña para que aceptara? ¿Quiénes son esos caballeros?
—El que os pidió permiso para lidiar, y que lo hizo con Mahomad, es el valiente cristiano don Juan Chacón, y los otros, los no menos bizarros don Manuel Ponce de León, don Alonso de Aguilar y don Diego Fernández de Córdoba, alcaide de los donceles[14].
Conclusión
Algún tiempo después se verificó la conquista de esta ciudad, que como todos saben, fue entregada sin que mediase derramamiento de sangre. La reina doña Isabel quiso fundar un convento de religiosas, y al efecto visitó el que había mandado construir don Fernando de Zafra[15], caballero de su corte, en un edificio espacioso perteneciente a los reyes granadinos que se hallaba en el Albaicín.
Parecióle bien a la reina este local y le tomó para sí, ordenando a su cortesano eligiese otro sitio, como así lo verificó, levantando el que hoy se conoce con el nombre de Santa Catalina de Zafra. Vinieron de Córdoba veinte monjas por orden de los Reyes Católicos, y se establecieron en el convento que eligió doña Isabel, y al que dio por tutelar la santa de su augusto nombre.
Pocos años después de los sucesos que hemos referido anteriormente, tenía lugar con grande pompa y aparato en la iglesia de Santa Isabel, una solemne ceremonia. Celebraban la conversión de una morisca a la religión cristiana, a quien bautizaron con el nombre de Clara de Granada, siendo la madrina la misma reina de España. Esta morisca fue en otro tiempo también reina, y tenía por nombre Moraima. Después de la ceremonia, se retiró al mismo convento, donde concluyó sus días en la meditación y en la soledad del claustro.
FUENTE
Soler de la Fuente, José I. Tradiciones granadinas. Sanz, 1849.
Edición: P.V.R.
NOTAS
[1] Zambra: fiesta que usaban los moriscos, con bulla, regocijo y baile. (DRAE)
[2] Cañas: correr cañas, juegos ecuestres.
[3] Basanta, Fernando Velázquez. "El alcázar del Nayd y el palacio de los Alijares." Miscelánea de Estudios Árabes y Hebraicos. Sección Árabe-Islam 60 (2011): 309-325.
[4] Ajimez: Ventana arqueada, dividida en el centro por una columna. (DRAE)
[5] Chirimías: instrumento musical de viento, hecho de madera, a modo de clarinete, de unos 70 cm de largo, con diez agujeros y boquilla con lengüeta de caña. (DRAE)
[6] Dulzaina: instrumento musical de viento, hecho de madera, a modo de clarinete, de unos 70 cm de largo, con diez agujeros y boquilla con lengüeta de caña.(DRAE)
[7] Alcaide de Vera. Murió en la batalla de los alporchones. Todos estos personajes mencionados aparecen en la historia de Ginés Pérez de Hita. Historia de los vandos zegries: y abencerrages, Caballeros Moros de Granada, y las Civiles Guerras que huvo en ella.
[8] Falderillos: perros de compañía, perro faldero.
[9] Alfanjes: Especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta.(DRAE)
[10] “Es notable en este recinto un vetusto ciprés que descuella entre otros tan antiguos como él, y conserva el nombre de el ciprés de la Reina Sultana. Se cuenta vulgarmente que los rivales de los Abencerrages calumniaron á la esposa de Boabdil, y supusieron que la habian visto á la sombra de este árbol entregada á livianos amores con el caudillo Aben-IIamet. La altura estraordinaria del ciprés, su antigüedad, y la tradicion amorosa inherente á él, llaman la atencion de todos los viajeros que han carcomido parte de su tronco arrancándole astillas para conservar memoria “ (José Zorrilla, Granada, poema oriental, Madrid, Repullés, 1847, notas, pág. 156).
D. José Hidalgo Morales, en 1842 (Memoria histórica y crítica sobre antigüedades de Granada, imp. y lib. de Benavides. Madrid) decía que el ciprés de la reina Alfaima contaba ya, en tiempo de Boabdil, más de doscientos ochenta años. El mismo comentario hace el novelista Manuel Fernández y González, “Aquel es el Ciprés de la Sultana. Y cuando os acercáis á él, veis que los que han llegado primero que vos, han cortado con un entusiasmo también enteramente romancesco, una astilla del árbol, una especie de reliquia. El ciprés, junto a su pie, a la altura de un hombre, está roído, o más bien desollado, por el entusiasmo de los viajeros” (Manuel Fernández y González, “El mirador de la sultana” en La Alhambra. Leyendas árabes. J.M. Martínez, 1856, pág. 79-130)
[11] Marlota: vestidura morisca, a modo de sayo baquero, con que se ciñe y ajusta el cuerpo.(DRAE)
[12] Adarga: escudo de cuero, ovalado o de forma de corazón. (DRAE)
[13] Liza: combate, batalla.
[14] Jefe del cuerpo de caballería ligera así denominado, los donceles, los nobles que todavía no habían recibido el título de caballero. Diego Fernández de Córdoba, conde de Cabra, participó en la batalla de Lucena, 1483, en la que fue preso Boabdil. Cfr. Hidalgo, Juan Antonio Núñez. "El marquesado de Comares: un breve recorrido historiográfico." Los señoríos en la Andalucía Moderna. El Marquesado de los Vélez. Instituto de Estudios Almerienses, 2007.
[15] Hernando de Zafra (c. 1444 - 1508) secretario de los Reyes Católicos.