DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Revista de España, 3/1871, n.º73, tomo 19, págs.46-59.

Acontecimientos
Batalla desigual entre el ejército francés y los campesinos catalanes el 5 de junio de 1825
Personajes
Jaime Martí, general Schwarzt, monasterio de los benedictinos
Enlaces

LOCALIZACIÓN

ESPARRAGUERA

Valoración Media: / 5

La masía de la caridad.

 

A MI QUIERIDO PADRE:

Catalán tú, nacido en la culta Barcelona, criado entre las peñas de Monserrat y el Bruch, en aquellas cunas de nuestra independencia y libertad, en aquellos breñales a los que la divina justicia encargó la venganza de la traición francesa, entre aquellos fuertes campesinos, leales españoles, fieles guardadores de sus hogares y hombres libres; a ti, que más tarde has combatido como soldado contra el águila francesa que manchando sus timbres y su nombre vino a España convertida en ave de rapiña; a ti, pues, te dedico la presente leyenda: consérvala siempre como un vivo testimonio de mi amor de hijo, de mi amor patrio y como tributo de admiración a mi querida Cataluña y a los vencedores de Gelves, Trípolí, la Armenia y el Bruch. = 1868.

A la memoria de mi querido padre (1871).

En el camino que conducía de Manresa a Esparraguera se elevaba el monasterio de monjes benedictinos, cuya magnífica arquitectura cautivaba la atención del viajero: y a su lado el monasterio de la Virgen de Monserrat asentado sobre el más alto pico de la célebre montaña que le da nombre.

En la parte opuesta se alzaba la aldea y a pocos pasos se veía una casa de campo conocida con el nombre de La Masía de la Caridad, y delante de ella una sencilla cruz de piedra en cuyos brazos se leían toscamente labrados los siguientes renglones: «Aquí murió el bravo y leal Jaime Martí a manos de los franceses, en defensa de su patria, de su hogar y su familia; honor al bravo catalán, gloria al leal ciudadano y bendición al buen padre, hijo y esposo: sus conciudadanos en muestra de admiración y respeto.»

Aquella cruz y aquellas letras eran toda una historia. Cuando los ancianos del país cruzaban por aquel sitio se descubrían con respeto, y señalándola a sus hijos hincaban la rodilla en tierra y pronunciaban una oración: —47— los niños rezaban fervorosamente y preguntaban la historia de aquel a quien todos señalaban como modelo de ciudadanos, de hombres libres y de honrados padres. Nosotros vamos a referir la historia, tal como la cuentan los ancianos del país.

Eran las ocho de una noche del mes de febrero de 1808: el cielo cubierto de nubes plomizas durante todo el día ha terminado lanzando gruesos copos de nieve que han cubierto los campos, ocultado los senderos y festoneado las ramas de los desnudos árboles. El Bruch parece una sombra envuelta en los anchos pliegues de su manto.  La campana del monasterio vecino acaba de lanzar al viento el toque de oraciones. Los monjes benedictinos descansan en sus celdas o entonan a Dios sus preces para que tienda una mirada de compasión a la desgraciada España. En las casas de la aldea, en las chozas, en los caseríos, las mujeres rezan en voz baja, para que el Dios del cielo libre a sus pobres hogares del saqueo y el pillaje del ejército francés.

Apenas terminado el toque de oraciones, un hombre como de 30 a 35 años, envuelto en una manta y con el trabuco al brazo se encamina con paso precipitado al monasterio: su mano aprieta convulsivamente el aldabón de la gran puerta del convento, y dos sonoros golpes resuenan en el espacio. Un lego se presenta a la llamada.

 —¿El Prior?

—En su celda.

— Deseo verle.

— A esta hora, dijo el lego, algo turbado, será difícil.

 El hombre apartó de su rostro la manta dejándole descubierto.

—Ah, que sois vos, Jaime: pasad, pasad, que voy a decirle al Guardián que os halláis aquí, y si no, seguidme, es lo mejor. Y el embozado a quien el lego ha dado el nombre de Jaime echó a andar tras el monje.

 

I.

Un silencio sepulcral reinaba en el convento. Diríase que más que el albergue de seres vivientes era un cementerio…

Los sombríos corredores estaban mudos.

Las galerías desiertas.—48 —

Las celdas parecían más bien los nichos de un campo santo que no las habitaciones de seres humanos. Los pasos de los dos sonaban de un modo lúgubre.

 — ¿Qué pasa, hermano? ¿Qué significa este silencio?

— ¿Pues qué, no os han avisado a vos?

— ¿Para qué? –Para... pero callemos: tengo miedo de todo.

— Sin duda han sabido el estado de mi pobre mujer y…

— Tenéis razón, ese y no otro ha podido ser el motivo.

— Pero esperad.

Habían llegado al fin de una galería y el lego empujó una puerta que se abrió al instante. Una sombra negra se destacaba en lo interior de aquella oscura boca.

— ¿Quién va?—murmuró una voz.

— ¿Hermano?

— ¿Cree?

 — ¡En Dios!

— ¿Espera?

— En San Benito.

— Adelante.

El lego dio la mano a Jaime, y ambos bajaron por una oscura escalera a la iglesia. Ya en ella, el lego se encaminó resueltamente al coro y al débil resplandor de una lámpara pudo Jaime contar hasta cincuenta hombres y treinta frailes benedictinos. Un murmullo de gozo acogió la llegada de Jaime.

 

III.

Jaime era el ídolo del país; el mejor cazador de la montaña. El hombre más honrado y caritativo: el amigo más fiel. Su casa era conocida en el país con el nombre de La Masía de la Caridad, y jamás un pobre había dejado de ser socorrido o de haber hallado albergue. Su falta había sido notada y nada hubieran hecho sin él, cuando el Guardián manifestó que el estado de su mujer le había inclinado a no avisarle, pues conociendo su carácter y su decidido amor a la patria, le pondría en la alternativa de abandonarla o no asistir, y para no comprometerle había creído prudente no avisarle, e ir después de la reunión a noticiarle el resultado de ésta. Cuando le vio aparecer, el Prior temió alguna desgracia.

— ¿Qué ocurre?

—Mi pobre Micaela se muere, señor, y yo no quiero que muera sin que vos estéis a su lado.— 49 —

Esta mañana parecía algo mejorada.

—Esta mañana sí; pero las noticias que corren; las voces de que los franceses se hallan cerca, y el temor por mí, y sobre todo por nuestro hijo, han hecho en ella tal efecto, que temo que sólo le quedan algunas horas de vida.

—Partamos, pues, hijo mío; corramos.

—Un instante—dijo Jaime con voz conmovida.

—Micaela es mi mujer; por ella daría con gusto mi vida; pero aquí os hallabais tratando de la patria, de esa patria que hoy lanza su último y desgarrador suspiro, y yo no quiero que salgáis sin que hayáis terminado vuestra conferencia. Micaela es tan sólo mi esposa; la patria es mi madre: vosotros no me habéis avisado por respetos a su desgraciado estado, y yo doy gracias al cielo, que me ha traído en tal momento.

—Piensa, hijo mío, que Micaela, si muriera en tal momento.....

— ¡Si muere, Dios la recibirá en su seno!

— Pero tu hijo.

— ¡Mi hijo!... es cierto—dijo Jaime enjugando furtivamente una lágrima —pero no importa. Hablad, padre, hablad, disponed; los franceses están cerca; ¿qué debemos hacer? ¿Qué noticias tenéis?

 

IV.

 

—Esta mañana se hallaban a tres leguas de aquí y se disponían a avanzar con dirección a Zaragoza, a la que intentan pasar a degüello.

— ¡Por la Santa Virgen de Monserrat!—exclamó Jaime, —antes que tal suceda, habrán de pasar sobre nuestros cuerpos; ¿no es cierto, amigos?

— ¡Sí, sí!—gritaron todos.

— ¿Y qué habéis pensado hacer?

— Esta noche a las doce se reunirán todos los hermanos de S. Agustín en la ermita de Santa Ana, que domina una gran extensión. Los jefes aquí reunidos acudirán con los suyos, y desde allí cada uno marchará a ocupar cl sitio que le designen.

— ¿Cuál es el más peligroso?

— La Masía del Noy[1].

— Está bien; yo y los míos la guardaremos y sólo las aves podrán cruzar por ella.

— ¿Y tu casa?

— ¡Oh! no temáis por ella; mi hermano Pedro la guardará, estoy seguro de él.

— Entonces, nada hay que hablar. A las doce, en la ermita de Santa Ana los hermanos de San Benito.

— ¡Adiós, padre!—exclamaron todos, y cada uno fue alejándose, saliendo— 50 — unos por las puertas principales, otros por la de la sacristía, y los últimos por la huerta.

— Ahora, hijo mío, partamos a ver a Micaela, y que Dios nos conceda su gracia.

— Marchemos.

V.

 

Un cuarto de hora después llegaban a La Masía de la Caridad.

Una mujer de veinticinco años, a quien una enfermedad mortal tenia postrada hacía tres meses, lanzaba tristes suspiros desde su lecho colocado en una sala baja.

Sobre una mesa de pino, cubierta con un paño blanco, se alzaba majestuosa una imagen de talla, de Nuestra Señora de Monserrat, alumbrada por dos velas de cera.

Un niño de cuatro años dormía sobre las rodillas de un anciano, del padre de la enferma, y dos mozos de labranza se hallaban cerca, limpiando sus armas.

El frío era intenso, y la enferma, con el oído atento, escuchaba el menor  ruido, temiendo por su Jaime. De vez en cuando lanzaba una amorosa mirada; una mirada de esas que no pueden definirse, una mirada de madre, en fin, sobre el pobre niño: una ligera sonrisa asomaba a sus pálidos labios, y a poco, dos lágrimas caían de sus hermosos ojos.

Sufría con sus horribles dolores; gozaba con la vista de su hijo, y lloraba en silencio porque iba al morir a perderlo para siempre.

Extraña mezcla de sensaciones; terrible unión del placer y del dolor.

Por fin un silbido sonó, y Micaela fue la primera que llamó a los mozos.

El mastín de la Masía ladró cariñosamente a su amo, que entró seguido del Guardián.

 

VI.

 

— ¡Bien venido seáis, padre mío!

— El cielo te bendiga, hija. ¿Cómo te sientes?

— Mal: el dolor aumenta, y ya no tengo fuerzas para resistir.

— Piensa en Dios, hija mía; en los dolores de su Madre Santísima; ten fe y espera.

— Tenéis razón, señor, —dijo Jaime. —Ten valor, Micaela, y piensa que nuestros dolores son rudas pruebas por las que el cielo hace pasar a sus elegidos.

— ¡Oh, no siento perder la vida! ¡La vida qué me importa! ¿Pero y un padre? ¿Y mi pobre hijo? A ti los recomiendo, Jaime mío; mañana No, tendrán más amparo, ni más apoyo que tú.— 51 —

— Vamos, valor, hija mía: y pensemos sólo en vuestra salud; en que os pongáis completamente buena.

— ¿Y los franceses?—exclamó de pronto con el mayor terror.

— Lejos de aquí, y en retirada.

— ¡Oh, no! tú me engañas, Jaime.

— Te ha dicho la verdad; en estos momentos huyen despavoridos delante de nuestras tropas.

— Esta mentira es forzosa, Jaime.

— Tomad asiento, padre, mientras que yo salgo.

— ¿Dónde vas, Jaime?

— A la aldea, querida mía; quiero avisar al Doctor para que venga a Verte

— ¿Volverás pronto?

— Al momento.

— Piensa, Jaime—exclamó el Guardián, queriendo detenerle, —que salir así, abandonando   a Micaela.

— Perdonad, padre, —dijo Jaime con firme acento—pero es mi deber partir y partiré: pronto vuelvo. Padre, —continuó dirigiéndose al anciano, —retiraos a descansar. El Guardián queda aquí, y vos estáis rendido. Descansad. Hasta luego, esposa mía, hasta luego, —dijo, besando la pálida frente de su Micaela y de su hijo, y después de acompañar al anciano a su cuarto, y de encargará los mozos mucha vigilancia, partió.

 

VII.

 

Con paso precipitado se dirigió a La Masía del Noy, llamó a la puerta, y a poco penetraba en el interior.

Varios mozos de labranza se hallaban jugando y bebiendo ante el hogar, cuando Jaime penetró; el dueño, que era Felipe el Noy del Mar, le tendió la mano mientras los demás se levantaban respetuosamente.

— Quietos todos, —exclamó Jaime— que mi presencia no venga a interrumpir vuestra alegría.

— Bien venido seas, Jaime; pero no sería justo, que mientras tú sufres el dolor de ver morir a tu esposa, se siguiera jugando y bebiendo en tu presencia.

— ¿Sabéis la nueva?

— Sí; los franceses se hallan a poco trecho de aquí, y esta misma noche seremos atacados. Sé que te has brindado a defender mi casa, pero yo no debo permitirlo.

— Pues yo he jurado defenderla; ya me conoces, Felipe, y sólo la muerte podría impedirme cumplir mi juramento.

— Como quieras, Jaime; no quiero que llegues a pensar soy desagradecido: me precio de ser tu amigo; soy el padrino de tu hijo, y por consiguiente— 52 — tu hermano. Antonia acaba de partir con mi hija, con tu hermano Pedro y dos mozos, decididos a pasar la noche a su lado.

— Gracias, Felipe, pero la hora está cercana y nuestro deber nos llama fuera de aquí; y Jaime, seguido de Felipe y de los mozos, se encaminó por ocultas veredas a una altura sobre la que se hallaba situada la ermita de Santa Ana, punto señalado para la reunión.

 

VIII.

 

Cuando llegaron, ya varios grupos se hallaban en su puesto.

Los bravos montañeses, desafiando al frío, se congregaban para buscar la muerte.

Los franceses se hallaban cerca, y los leales catalanes, los sencillos campesinos, se reunían para batir las aguerridas huestes del formidable ejército de Francia, y esperaban con tranquilo corazón verlos aparecer para humillar sus orgullosas frentes y probar a la águila altanera lo que puede, y lo que vale el sencillo pájaro del monte cuando lucha contra la infamia y la traición, fuerte en la causa justa de su independencia, valeroso al defender su hogar, la tierra en que ha nacido y que guarda los restos de su querido padre, la cuna en que duerme su tierno hijo, el lecho en que descansa su anciana madre, la casa que los cobija, el árbol que les presta sombra en verano y abrigo en invierno, la iglesia en que recibió el bautismo y la tierra que ha de cubrir más tarde su cuerpo.

—Santas y buenas noches, —exclamó Jaime, tendiendo las manos a aquellos amigos leales, que la estrecharon con efusión.

— Que Dios te guarde, amigo Jaime, —exclamaron tolos.

— El motivo que aquí nos reúne, no es por desgracia nuevo para nadie, ni mucho menos halagüeño.

— Es cierto, —dijeron todos.

El francés se halla cerca y ha llegado el momento de obrar; los avisos recibidos por los hermanos de San Benito son ciertos; los enemigos se hallan cerca, y antes del día habrán caído quizás sobre nuestras pobres chozas, llevando a nuestros santos hogares la devastación, el saqueo y el asesinato; la madre patria peligra y deber es de todo buen hijo volar en su socorro; la patria nos llama, y todos corremos en su auxilio; que la maldición de Dios caiga sobre aquel que en tan solemne instante no escuche a su dolorida voz.

— Así sea,—exclamaron todos con voz ahogada y resuelta.–Y que la bendición del cielo, replicó Felipe, descienda sobre aquel que, como tú, abandona su esposa moribunda,— 53 —su padre anciano y su tierno hijo para correr los montes y los cerros en defensa de la oprimida patria, sacrificando por ellos los más sagrados deberes, los mayores cariños que en la tierra existen.

—Al defender mi patria, hágome cuenta que a ellos defiendo, y el francés No cruzará el umbral de nuestras pobres chozas, no profanará nuestros santos hogares, no interrumpirá la oración de nuestras esposas e hijos, no profanará nuestras vírgenes, ni humillará la noble frente de nuestros padres sino pasando sobre nuestros cadáveres, cuyos cuerpos fríos colocados delante de nuestras casas impedirán que penetre en ellas el audaz extranjero.

— ¡Es cierto, es cierto!

—No tenemos armas, pero qué importa; un hombre libre que pelea por su patria y por su hogar, vale por diez de esos viles extranjeros.

De pronto un ¡ay Jesús! retumbó en el espacio; un grito sordo y ahogado, un grito ronco, el último que el hombre pronuncia y que concluye con la vida, y algunos hombres saltaron por entre las matas gritando:

— Nos han vendido, ¡a las armas!

— ¡Los franceses, los franceses!

Un sordo rugido salió de los pechos de aquellos valientes.

— Calma,—exclamó Jaime —¿qué pasa?

— Los franceses vienen tras nosotros: nuestros espías han sido vendidos y asesinados, y el extranjero se halla cerca.

Una descarga vino a anunciar que la noticia era cierta, y tres hombres cayeron desplomados.

— A las armas, —gritó Jaime con voz de trueno, —a las armas; ¡viva la santa virgen de Monserrat, viva Cataluña!

— Viva, —exclamaron con serena voz aquellos valientes, —y encarándose las armas hicieron frente al enemigo.

Los franceses venían en número de mil hombres, y nuestros campesinos apenas llegarían a ciento; con todo, Jaime tomó sus disposiciones, y mientras la mitad hacia frente al extranjero, la otra mitad saltaba torrentes y vallas para ir a defender la aldea.

El combate era horrible; el día comenzaba a venir, y a su brillante luz contemplábanse los rostros de aquellos leones que disputaban el terreno palmo a palmo y que morían primero que ceder; Jaime los animaba con su palabra y con su ejemplo, y los montañeses morían matando.

Una hora duró la lucha; los catalanes hubieron de ceder al número y replegándose sobre su derecha y tomando un atajo que daba a un precipicio, ganaron al ejército francés media legua de camino yendo a aparecerá la aldea antes de que sus enemigos pudiesen hacerlo. Cuando llegaron a las primeras -—54— casas se detuvieron asombrados al mirar que el fuego consumía la mayor parte de la aldea; el enemigo había asaltado el pueblo al par que la montaña, sabiendo que no había en él sino ancianos y mujeres, y cuando los cincuenta hombres destacados por Jaime llegaron a él, ya las avanzadas francesas penetraban por el lado opuesto, entablándose una lucha mortal.

Jaime no se acobardó: reunió los treinta hombres que aún le quedaban y dando vuelta al pueblo y, saltando la huerta de la Iglesia, pudo hacer llegar a la torre diez hombres decididos que dirigían desde ella un fuego mortífero sobre los franceses, mientras que él con el resto de la fuerza atacaba resueltamente a los soldados que ocupaban la calle principal de la aldea. Sorprendidos por un momento, o mejor dicho, asombrados al ver aquel valor sobrehumano, cejaron un momento, que Jaime aprovechó resueltamente ganando terreno y yendo a colocarse en la esquina de la plaza, desde la cual se divisaba su pobre casa.

Bien pronto los franceses vueltos de su sorpresa, atacaron a los montañeses con ese valor que da la superioridad del número: los campesinos parecían clavados a la tierra y no cedían un paso.

El jefe de la fuerza ordenó que las teas que habían servido para incendiar la otra parte de la aldea se empleasen nuevamente, y a poco el incendio era general. Entonces se presentó a la vista de aquellos leales un cuadro horrible, aterrador, sangriento.

Las mujeres abandonaban sus casas; pero recordando que eran madres y que dentro de ellas quedaban los hijos de sus entrañas, se lanzaban nuevamente al interior y penetrando por entre una lengua de fuego tornaban a salir con los vestidos incendiados, pero con los trozos de su alma en los brazos, agitándolos en el aire como en señal de triunfo y mostrándolos a sus esposos e hijos como nuevo ejemplo de abnegación y heroísmo.

Las hijas arrastraban tras sí los infelices ancianos, y cuando la fatiga les impedía correr y les obligaba a hacer alto, ellas se paraban también y cubriéndolos con su cuerpo cual una fuerte muralla, recibían las balas extranjeras y morían con la sonrisa de los mártires.

Los ayes, los gritos de dolor y las amenazas cruzaban el espacio.

Un francés se dirigió con la tea encendida a la casa de Jaime; la llama iba aprender en la puerta cuando Jaime corriendo al escape, pudo arrancarla con su mano de las del feroz soldado; ¡caro triunfo! varios tiros sonaron y Jaime cayó acribillado de balazos delante de aquella misma puerta que acababa de salvar.

— Santa Virgen de Monserrat, ¡sálvalos a ellos y perezca yo!

—Tú acabas de invocar a  la Virgen, y la Virgen los ha salvado, —gritó una voz a su espalda.

— Gracias, Virgen mía, gracias, —exclamó Jaime volviendo el rostro, pero sin poder ver a nadie.— 55 —

Una nueva descarga sonó, y Jaime cayó para no levantarse más.

A poco la calma era horrible; los montañeses muertos, heridos y destrozados, huían de la aldea y ayudaban a sus pobres mujeres a salvar por los escarpados breñales y los espesos montes, a los hijos de sus entrañas.

El que hubiera prestado un poco de atención, hubiera escuchado el alegre sonido de las campanillas de un noble caballo sobre el cual caminaban la esposa y el padre de Jaime, conducido del ronzal por el prior de San Benito, que cubría con su tosco hábito el cuerpo de un hermoso niño.

Antes de pasar adelante, conviene dar a nuestros lectores algunos detalles acerca de la fuga y salvación de la familia de Jaime.

Cuando la aldea fue asaltada por los franceses, y la tea incendiaria hacia cundir el fuego por todas partes, y Jaime apareció con sus treinta hombres, el Guardián, que hasta entonces había permanecido a la puerta de la casa del honrado catalán, haciendo de ella una muralla impenetrable, secundado noblemente por Pedro, el hermano de Jaime, que cayó mortalmente herido, y por sus mozos, subió de nuevo a la habitación de la enferma.

—Micaela,—le dijo,—las antorchas incendiarias abrasan la mayor parte de la aldea; un esfuerzo, hija mía, un esfuerzo, y que tu noble esposo vea salvado a vuestro hijo por su noble madre, que ese anciano no muera entre las llamas, y que pueda al morir estrechará su hija, abrazar a Jaime y bendecir a su nieto; Jaime nos espera a la entrada del valle; Dios nos protegerá, y de ti depende la salvación de tu padre y la vida de tu hijo.

Micaela hizo un esfuerzo supremo, y con una firmeza, con una voluntad de hierro, se cubrió con sus vestidos, y tomando en los brazos a su hijo, y dando la mano a su anciano padre, comenzó a bajar con paso débil, aunque resuelto, la escalera; llegados al patio, los tiros se oían más cerca, y los gritos de furor de los franceses, y las voces de fuego, se percibían clara y distintamente.

Mientras Micaela se vistió, el Guardián había bajado a la cuadra y ensillado el caballo de Jaime, en el que colocó al anciano y a la pobre Micaela.

—¿Y mi hijo, señor, y mi hijo?—exclamó ésta.

—Vuestro hijo me pertenece; yo le llevaré en los brazos, y si a vos tendrían valor para arrebatároslo, el Dios del cielo protegerá al ministro del altar que lo conduce; mi santo traje le guardará, y ninguno de esos hombres, por inhumanos que sean, osará arrancarlo del seno de un sacerdote.

El noble caballo se paró un momento; sus anchas narices se abrieron inmensamente, un relincho de gozo salió de su pecho, y parecía que olfateaba cerca de su amo;— 56 — el Guardián le pasó la mano cariñosamente por el cuello imponiéndole silencio, y sacándole fuera de la casa, y dando el ronzal Micaela, la pequeña cabalgata comenzó su marcha.

El Guardián volvió a penetrar en la casa, y por las aberturas de la puerta, vio a Jaime al pie de ella cuando éste pedía a la Virgen que salvara a su pobre familia; ya sabemos la respuesta del noble sacerdote.

Cuando la última descarga sonó, y Jaime quedó muerto, el Guardián cayó de rodillas; sus ojos derraman amargo llanto, sus labios murmuraron una oración, terminada la cual, alzó los brazos al cielo exclamando:

—Señor, tu misericordia y tu justicia son infinitas; salva a esa mujer enferma, a ese débil anciano; conserva la vida de este niño, y haz que viva para vengar la sangre de su padre tan inhumanamente asesinado: Señor, si tu misericordia es infinita, tu justicia es grande; sálvalos a ellos y perezca yo, —dijo estampando sus labios en la frente del niño que sonreía de júbilo.

A poco el Guardián salía de la casa, y alcanzando la cabalgata, tomaba el ramal del caballo, y cubría con el tosco paño de su hábito al hijo del noble cuanto desgraciado Jaime.

El mastín de la Masía, después de haber defendido a Jaime, seguía triste y silencioso a su triste ama, volviendo a cada momento la cabeza.

 

XII

Han pasado catorce años desde los sucesos anteriores; el hijo de Jaime es hoy un joven de veinte años, cuyo nombre es Antonio, y cuyo noble corazón le ha conquistado el cariño de todos, y le ha hecho el hombre más querido de la montaña.

Su frente ancha y despejada, sus ojos vivos y penetrantes de cariñosa mirada; sus labios rojos en los cuales brilla siempre una amarga sonrisa; su negro traje, y sobre todo, el recuerdo de su padre, han hecho del joven un ser fantástico, un héroe de los antiguos tiempos, y una providencia de los montañeses.

Ha heredado el valor, la caridad, y el amor a la patria que distinguió a su desgraciado padre, y cuando años después del saqueo de la aldea volvió a ella con su madre y con su abuelo, halló que los pocos amigos que habían sobrevivido  a la matanza de aquel memorable cuanto desdichado día, le habían levantado a la puerta de su casa aquella tosca cruz, aquel recuerdo santo, aquella prueba de cariño, en cuyos brazos leía toda una historia y ante la cual se arrodillaban los niños y se descubrían los ancianos; aquellos leales amigos de su noble padre, nunca pasaban por el lado del hijo sin descubrirse ante su enlutado traje, ante su sombría tristeza; Antonio les apretaba las manos, y se arrojaban en sus cariñosos brazos como si cada uno de ellos fuera la imagen viva de su padre muerto. — 57 —

Todas las noches su abuelo, que contaba a la sazón 70 años, le relataba al hijo la vida de su padre, su amor a la patria, a la familia, su heroico valor y sus muchas virtudes; su pobre madre, en cuyos ojos no se había secado el llanto que hacía diez y seis años que vertía, le contaba el grande amor que por él sentía: cómo velaba el sueño de su pequeño Antonio, cómo le cubría con su cuerpo cuando el frío de la noche penetraba por las anchas ventanas de la casa; las canciones con que le adormía en su regazo y el último beso que estampó en su frente: terminados estos dos relatos comenzaba otro más triste y sombrío, comenzaba la historia de su desdichada muerte por boca del Guardián de San Agustín, que por nada del mundo hubiese cedido a nadie este triste deber, y que día por día le relataba minuciosamente la sangrienta muerte de su padre y que veía brillar con un gozo inefable, una venganza terrible en los ojos del hijo; aquellas veladas eran tristes y melancólicas, como el sentimiento triste que albergaban aquellos nobles corazones.

 

XIII.

 

Es el amanecer del 5 de Junio de 1825. Los campos cubiertos de espesos trigos, y de olorosas flores que embalsaman la atmósfera, convidan con su grato perfume y su deliciosa vista a la contemplación. El fresco viento que viene de Monserrat es aspirado con gozo en tan deliciosa noche. La hermosa luna lanza sus rayos de plata, e hiriendo con ellos los agudos picos de la montaña, semeja a las gotas de rocío. El cielo cuajado de blancas estrellas está risueño y alegre. El torrente cercano lanza sus espumosas aguas, y con su vista recrea el ánimo; la campana del monasterio tañe alegre, y a lo lejos se escucha la esquila del cercano rebaño, o el ladrido del perro o el canto del campesino. El hijo de Jaime seguido de dos hombres, se encaminaba por ignoradas veredas, al monasterio de Monserrat, el mismo en donde, quince años antes, su padre al frente de los montañeses había logrado detener a los soldados de la Francia. La noche era hermosa y el perfume del tomillo, del jazmín y de la violeta silvestre embalsamaban el espacio. La iglesia se destaca silenciosa y la aguja torre de su campanario parecía una encandora[2] a la que servía de punto la plateada luna. No era sólo Antonio el que se dirigía a la ermita. Numerosos bultos caminaban silenciosos por diferentes veredas, arrastrándose por la maleza, y ocultando un objeto con el mayor cuidado, ¿sería quizás un arma? Tal vez sí, que la situación era bien grave; España estaba inundada de franceses,— 58— y el general Schwartz, se dirigía a Zaragoza con una fuerte división, cuando una grande tempestad le había obligado a detenerse todo un día en Manresa.

Algunos paisanos habían logrado abandonar el pueblo furtivamente y avisar a Antonio, que era el jefe reconocido de todos, el cual había reunido a sus amigos de Esparreguera, Paradella, San Pedro y pueblos comarcanos, decididos impedir el paso del ejército francés.

Antonio era un bravo muchacho que había tomado bien sus disposiciones: con el mayor silencio había fortificado el pueblo; animado a los tímidos, arengado a los valientes, dado ánimo a las mujeres, y puesto el pueblo en estado de defensa: luego había reunido a los campesinos de los pueblos cercanos y los había citado para el monasterio a donde les vemos dirigirse con resuelto paso.

Llegados allí, Antonio tendió la mano a aquellos valientes, que la estrecharon con efusión; algunos, los más viejos, los compañeros de su padre, que recordaban la noche de su heroica muerte, se arrojaron en sus brazos y gruesas lágrimas surcaron las mejillas de aquellos rudos montañeses.

Una voz vino a poner término a esta triste escena; era la del prior de los benedictinos, él también por su parte había hecho acopio de armas y municiones, había llamado a sus amigos y puesto el convento en estado de servir de baluarte primero, y de hospital después: con firme acento dirigió la voz a aquellos esforzados campeones, cuando un monje, colocado en una de las torres, vino a anunciar que el enemigo estaba cerca: entonces se dirigió  a Antonio, y con rápida voz le dijo:

— ¿Está todo pronto?

— Todo, padre mío.

— ¿El pueblo?

— En defensa.

— ¿Nuestros amigos?

— Aquí están.

— El francés está cerca. ¡Animo, hijo mío! tu padre te mira desde el cielo, y su sombra bendita ruega por tú, por vosotros todos, nobles corazones, hombres honrados, que todo lo sacrificáis a la causa de vuestra independencia y vuestra libertad.

—¡Bendecidnos, padre mío!—dijeron todos, doblando una rodilla.

— Sí, hijos míos; yo os bendigo en el nombre del Dios de las misericordias, que es también el Dios de las justicias, y que la victoria sea con vosotros.

— ¡Así sea!—exclamaron todos, blandiendo sus armas. El día comenzaba a clarear; tintas blancas asomaban por Oriente, que tomaron un color rosado y violeta, luego un brillante color naranjado y rojo y poco después el sol apareció en el horizonte. — 59 —

A su brillante luz, véanse relucir las bayonetas de los soldados franceses y podía contemplarse la alegría y el valor pintado en los rostros de los catalanes.

Los franceses asomaban por el camino seguros y confiados en que el público dormía, y pueblos y montaña estaban despiertos y alerta.

Algunos montañeses ocupaban las ventanas y las torres del monasterio, mientras el resto se ocultaba por las malezas y tras los grandes picos de la montaña, donde el camino está situado en un fondo y tan estrecho, que apenas daban paso a cuatro hombres, de suerte que los catalanes cogían debajo de sus armas a los franceses.

Cuando el monje de la torre los creyó a tiro, lanzó a rebato las campañas todas; los franceses, sobrecogidos de espanto ante aquel ruido extraño, se pararon sorprendidos, mientras los montañeses descargaban sobre ellos sus armas al grito de Antonio «Cataluña y libertad.»

Los franceses quisieron rehacerse, pero inútilmente: la estrechez del camino no les permitía moverse, y los catalanes les dirigían sus certeros tiros, mientras que las balas enemigas se perdían en los picos de la montaña: la confusión de los franceses era horrible: no podían avanzar ni recibir órdenes; los de atrás empujaban a los primeros, y los campesinos arrojaban sobre ellos piedras enormes, que rodaban por la montaña con estrépito, y caían al fondo sembrando la muerte en los soldados de Francia.

Por fin se declararon en retirada y quisieron atravesar el pueblo de Esparraguera; pero el camino pasaba por medio de su calle principal, llena de muebles, carros y piedras, sobre las cuales caían, mientras que de todas las casas los hombres les hacían un fuego horroroso y las mujeres les arrojaban tejas, piedras, vasijas de agua y aceite hirviendo, y toda clase de proyectiles; en tanto que la campana de la iglesia seguía tocando a rebato.

La mortandad era horrorosa; los soldados huían como liebres, y los campesinos de los pueblos cercanos, acudiendo al toque de somaten[3], cazaban a los soldados franceses como a una bandada de conejos.

Después de una horrible lucha, lograron vadear el Llobregat, perdiendo dos cañones y siendo perseguidos hasta las cercanías de Barcelona.

Terminada la lucha, el pueblo vitoreó con entusiasmo al pobre huérfano; su madre lo recibió en sus brazos, y su abuelo tendió sus temblorosas manos sobre aquella noble frente: las mujeres lloraban; los niños se arrodillaban ante él, y los hombres le aclamaban con entusiasmo: en medio de todos apareció el Prior, y estrechándole en sus brazos, exclamó:

—Tu padre te sonríe desde el cielo: has vengado su muerte y has salvado a tu país, puedes estar satisfecho: mucho hemos sufrido, pero la venganza ha sido digna de la ofensa; creedlo, hijos míos: el Dios de las misericordias es también el Dios de las justicias.

 

FUENTE

Rodríguez Solís, Enrique. “La masía de la caridad. Leyenda Histórica”, Revista de España, 3/1871,  n.º73, tomo 19, pp.46-59.

 

NOTAS

[1] Noy: noi, chico, joven

[2] Encandora:  ¿encantadora?

[3] Somatén: milicia ciudadana organizada antiguamente para colaborar en la seguridad en los pueblos, generalmente en Cataluña. (RAE, Diccionario de la Lengua Española).