El Ciprés encantado
RUISEÑOR
I
¿Por qué llora Leonor?
Es la bella hija de D. Diego Vitoria y de Beatriz de Sandoval, tan favorecidos por los Reyes Católicos a causa de sus leales servicios.
A éste le premiaron con el nombramiento de Jurado de la ciudad de Granada, dándole magnífica casa en la colación[1] de San Juan de los Reyes, en la esquina opuesta a la mezquita de los Conversos, purificada por Fray Hernando de Talavera.
Aquel edificio tenía un precioso jardín árabe que cercaban por detrás los lienzos de la muralla de la puerta de Bib-albonut, yendo a caer por mediodía sus paredes, a la cuestecilla de frente de la plazoleta.
En el centro arraigaba un copudo ciprés cerca de cuyo tronco un receptáculo de mármol, más grande que un pilón, y más pequeño que una alberca, recibía las cristalinas aguas, de un tomadero[2] oculto en una gruta con honores de cueva incrustada en el testero[3] del costado.
A este jardín daba un elegante Mirab o corredor —97— descubierto, sostenido su piso y su calada techumbre, por una serie de delgadas y primorosas columnas de Macael[4], con cifras y calados en las cornisas. Un blanco jazmín lo ceñía en parte, y un verde limonero contrastaba su perfumado azahar con el aroma de la planta enredadera.
Cuando en las noches de primavera la clara luna filtraba su luz velada por entre las picadas hojas del jazmín y un rayo hería la pura frente de la hermosa joven, semejaba que un ángel la enviaba celestial salud, o que el astro de la noche la felicitaba como una hermana.
Pero, sin embargo, por sus mejillas corren perlas de dolor.
Sus ademanes sin concierto, sus frases vagas e incoherentes, demuestran lo perturbado de su razón.
¡Loca, sí, loca, la castellana más apuesta, la reina más admirada de los pensiles de Valladolid!
¿Qué lo motiva? Oídme, es una leyenda dulce como el aroma de la violeta, y triste como el suspiro del niño que vuela al cielo desde los brazos de su madre.—98—
II
Cuatro meses habían transcurrido desde que ocupaba con sus padres la nueva morada.
Los antiguos dueños, que pertenecían a la ilustre familia de los Aldorandines, no habían querido aceptar capitulaciones[5], retirándose al reino de Fez, donde fueron perfectamente recibidos.
Un pariente suyo, morador allí cercano, había quedado en el encargo de realizar[6] los bienes que les restaban.
Era la estación de las flores.
La joven gustaba de asomarse a la preciosa galería contemplando por un lado los huertos y elevados edificios del Albaicín, y por el otro, los hechiceros adarves[7] que como un cinturón de verdura rodeaban el alcázar y fortaleza nazarita.
Su imaginación vagaba placentera ante tan risueñas perspectivas, sin detenerse en un punto fijo, ni observar si era el blanco de curiosas miradas.
Solo le sorprendía que a las pocas veces de ocupar su sitio de recreo, el canto del ruiseñor llegaba hasta sus oídos.
Al principio era lejano, como de las alturas detrás de las antiguas murallas, y después se iba acercando hasta resultar los trinos como desde las ramas del ciprés. Le chocaba lo sostenido de aquellos, impropios de tan débil pajarillo, y que, además —99— eran precursores de una suave música de guzla[8], que resonaba en el mismo sitio donde sonaba el canto.
Es más, si su madre o su hermano, se presentaban en el mirador, todo ruido cesaba, como indicando que a Estrella, únicamente, se rendían aquellos homenajes.
Lo cierto es que ella se aprovechaba cuantas ocasiones tenía de asomarse sola, para gozar de las misteriosas armonías.
Una tarde, ya cerca de ponerse el sol, tuvo curiosidad de descubrir si la canora avecilla guardaba sus gorjeos para las noches. Presentóse al descubierto, y a los pocos minutos un silbido modulado y penetrante se escuchara. Dirigió la vista al sitio de donde saliera, que fue en el torreón cercano, descubriendo sobre su plataforma un gallardo mancebo con traje morisco, que la saludó profundamente.
Estrella se ocultó ruborizada, pero desde el ramaje dirían miradas escudriñadoras a su joven vecino, teniendo como una interior complacencia en examinarlo.
El ave, como disgustada de la desaparición de la bella, cerró el pico, no escuchándose sus cánticos.
Aquella noche, no, pero a la siguiente, bajo el pretexto de una leve enfermedad se acostó más temprano, pero fue para asomarse en cuanto se recogieron los suyos.
El vigilante ruiseñor la guardaba. Sonaron sus amorosos acentos, pero no en las murallas, sino al pie mismo del elevado ciprés. —100—
Y aún le esperaba otra sorpresa; el musulmán que la saludara la tarde anterior se hallaba, sin saber cómo se introdujo, en las ramas del florido limonero.
—Perdonadme, divina sultana, le dijo en lengua de Castilla, soy un atrevido en presentarme ante el nuevo sol que alumbra mi desventurada ciudad. Pero no temáis un ultraje. Jamás un servidor más respetuoso pudiera besar vuestras plantas. El amor que me devora es la causa; vuestra hermosura nunca vista me impele. Sois dueña de mi vida, respondedme si debo morir.
Estrella quedó confusa, trémula. En su aturdimiento solo acertó a contestarle.
—Idos, pueden castigar vuestra osadía. No me veréis más si os encuentro en el jardín. Entonces avisara mis padres.
—Pues como recuerdo eterno de mi primera ventura, dame un ramo de esos jazmines, menos blancos que vuestros dedos angelicales.
—Tomad y marchaos.
El morisco se echó de un salto al pavimento. Besó con transporte las flores y le añadió:
“Cuando el amante ruiseñor entone su cantinela, será la seña, ídolo del alma, que necesito de tu presencia”.
Y dirigiéndose al tronco del ciprés desapareció cual por encanto.
Estrella permaneció clavada en el sitio, muda de asombro, sin darse cuenta de lo que pasaba, no saliendo de su éxtasis, hasta que el trino del pájaro —101— se escuchó de nuevo en el torreón y el atrevido galán desde su elevado recinto le enviaba una cariñosa despedida.
III
Transcurrieron bastantes semanas. La pasión todo lo vence, todo lo avasalla, y a sus ímpetus se borran las distancias, y se unen los más opuestos caracteres.
Estrella y Ben-Said se amaban como el ave que fue su emblema, y la pureza de sus palabras era igual a la fidelidad de sus juramentos. El joven prometía abjurar su falsa creencia, y ella ser suya o de nadie.
Semejante situación no podía ser duradera. Los padres extrañaron el estado de su hija, conviniendo en que estaba enferma o enamorada.
Pedro, su hermano, alférez de piqueros, quedó en descubrir el enigma.
En sus primeras centinelas, escuchó sin comprenderlo el diálogo de los amantes, y conoció la raza del atrevido.
¿Cómo se introducía en el jardín? Las puertas estaban cerradas. En las tapias no se halló seña de escalamiento ni rozadura. —102—
—Con paciencia todo se alcanza, se dijo el soldado.
Decidió ocultarse en la cueva del fondo del jardín. A media noche el trino de un ruiseñor hendió los aires.
—Muy fuerte es el sonido para tan pequeña garganta ¿Será una seña? Los infieles imitan diestramente los cantos de las aves, añadió Pedro, prestemos doble atención.
Acto continuo Estrella apareció en la galería, y un bulto saliendo como del tronco del ciprés,se aproximó a ella.
Se oyó el ruido como de un ballestazo. Y un grito de dolor mal reprimido.
La joven cayó desmayada al ver a su hermano que salía del escondrijo blandiendo la espada. El aparecido, después de sus ayes de angustia, se perdió en el instante. A las voces del alférez, acudieron los criados con hachas.
Registraron hasta el último rincón, pero en vano. Unas manchas de sangre al pie del árbol y en la pila de mármol fue su único hallazgo.
Esperemos a la luz del día para seguir nuestras investigaciones. Esta sangre nos servirá de rastro.
Así lo hicieron. D. Pedro, que era despreocupado como pocos, y ducho en las artes de sus enemigos, sospechó que la entrada del galán tenía que ser por un camino subterráneo.
Al asomar la aurora notó que el agua de la pila estaba turbia, y una de las losas conmovida y sangrienta.
—Di con la clave murmuró. Introdujo la hoja de la espada en una junta y saltaron unos resortes dejando descubierta la entrada de una mina.
Pedro, sin abandonar la espada, y seguido de dos escuderos que llevaban antorchas, bajó la estrecha escalera hasta penetrar en el subterráneo. No fue largo el camino. Unas cien varas anduvieron subiendo la pendiente, hasta tropezar con una compuerta de hierro, que franquearon, pues estaba cerrada. Se hallaron en el recinto de una de las torres que defendían el amurallado recinto interior, y de allí a pocos pasos una estancia amueblada y con ricos tapices, donde en un lecho se veía al joven morisco rodeado de sus servidores, que echaron manos a sus puñales al divisar los que llegaban. Un médico árabe, les hizo un signo de espera, y dirigiéndose al alférez, le dijo:
—Si buscáis a Ben-Saib ya es tarde. La ciencia es impotente para salvarle.
Los castellanos se detuvieron entristecidos.
—Te perdono mi muerte, hermano; estaría escrito; hubiera sido muy dichoso con la hermosa nazarena.
Poco después, expiró.
Pedro volvió a su casa y contó a sus ancianos padres el triste desenlace de la aventura.
Estrella, al volver de su desmayo, manifestó los primeros síntomas de su enfermedad. Su locura era pacifica, pero incurable, hasta que murió un anoche como una luz que se consume, al pie del ciprés, sin sufrimientos y sin conciencia de su estado. —104—
Cuando la rebelión de los Monfíes[9], Pedro era ya capitán. En el combate de Durcal, un moro de los que servían a las órdenes del Xabá,[10] atropellando las filas castellanas llegó a él atravesándolo de un saetazo. El arma decía: “Venganza por Ben-Said”. Los soldados hicieron pedazos al fanático.
IV
Generaciones de vivientes se han hundido en el polvo. Reyes y soldados, damas y caballeros trajes y costumbres, todo ha desaparecido. Y, sin embargo, el ciprés encantado se conserva erguido a través de los siglos, y el torreón se levanta, aunque carcomido y desmoronado, indicio eficaz del espacio que ocupaba la primera muralla de la alcazaba. Solo el camino subterráneo existe y la casa del repostero de Doña Isabel I es casi una ruina.
¿Queréis examinarla?
Pues en el lado contrario de la iglesia se descubre. Un pilarillo que parece un agujero se infiltra en su ángulo.
El árbol de la tristeza eleva su copa sobre los escombros que lo circundan, y parece se inclina al sitio donde morara el enamorado ruiseñor humano, en cuya antigua vivienda solo el pájaro de la muerte reposa en las noches oscuras, lanzando su lúgubre y fatídico silbido.
FUENTE
Afán de Ribera, Antonio Joaquín. Los días del Albaicín. Leyendas y cuentos granadinos. Granada, Imprenta de la Lealtad, 1856. pp.96-104.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Colación: en sentido jurídico; manifestación que al partir una herencia se hace de los bienes que un heredero forzoso recibió gratuitamente del causante en vida de este, para que sean contados en la computación de legítimas y mejoras. (Diccionario de la lengua española, RAE). Diego de Vitoria, según refiere la historia de Miguel Lafuente Alcántara, fue nombrado jurado por la reina Isabel. Anteriormente había ostentado el cargo de repostero real. (Historia de Granada: comprendiendo sus cuatro provincias, Almería, Jaen [sic], Granada y Málaga, desde remotos tiempos hasta nuestros días, Volumen 4, Imp. y Lib. de Sanz, 1846.p.137).
[2] Tomadero: abertura para desviar parte de un caudal (Diccionario de la lengua española, RAE)
[3] Testero: fachada
[4] Columnas de Macael: de mármol de Macael, localidad cercana a Almería.
[5] Capitulaciones: convenio en que se estipula la rendición de un ejército, plaza o punto fortificado (Diccionario de la lengua española,RAE).
[6] Realizar: vender, convertir en dinero mercaderías u otros bienes (Diccionario de la lengua española, RAE).
[7] Adarves: en las antiguas ciudades musulmanas, callejón particular que daba acceso a las viviendas situadas en él y que se cerraba por las noches (Diccionario de la lengua española, RAE).
[8] Guzla: Instrumento de música de una sola cuerda de crin, a modo de rabel, característico de la región de Iliria. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[9]Los monfíes fueron los moriscos refugiados en las serranías de Granada donde continuaron practicando su fe, practicando el bandolerismo contra las poblaciones cristianas. Tuvieron un papel principal durante la rebelión de los moriscos en las Alpujarras. La población de Dúrcal, en el valle de Lecrin tuvo un papel principal en esta rebelión.
[10] Xaba: Miguel Abenxaba, alguacil de Fernando Valor, Aben Humeya, el líder de la rebelión de los moriscos en las Alpujarras.