La torre encantada de Toledo
Cansado de vivir entre la bulliciosa sociedad de la corte, donde, en la actual crisis, no se ven más que los terribles efectos de encontradas opiniones, pasiones y más pasiones, inevitables consecuencias de un pueblo en revolución y por consiguiente sin todas las virtudes necesarias, y no se habla sino de sangrientos debates entre hijos de una misma madre, consecuencias indispensables de la guerra civil, y en cuyas relaciones el hombre filosófico y amante de su patria, pertenezca al partido que quiera, lamenta tanto las pérdidas del vencido como las glorias del vencedor, porque todos pierden pues todos son de una misma familia, me dirigí a la imperial y levítica ciudad de Toledo, no con otro objeto que admirar la antigua corte de los reyes de Castilla, y estudiar en sus ruinosos monumentos cuan efímeras son las obras del hombre, pues que si pueden durar después de sus días, al fin el tiempo descarga su terrible mano sobre ellas y los pulveriza como si quisiera, extinguiendo su memoria, castigar el orgullo del hombre y hacerle conocer que solo un ser puede hacer las cosas perfectas y eternas. Después de haber admirado la gótica catedral y antigua mezquita musulmana, cuya historia desde su fundación nos presenta un cuadro variado de diversas creencias y de sangrientos matices, y en seguida de dar una ojeada al alcázar de los Alfonsos y restos de su siglo, me salí al campo, y reflexionando sobre los notables sucesos de aquella célebre ciudad en tiempo de los agarenos, en el de su conquista por Alfonso VI en 1085, en el reinado de don Pedro el Cruel y Carlos I, y, últimamente, en el de las guerras de sucesión, fui andando sin dirección alguna hacia una eminencia que domina la llanura que se halla frente la ciudad, y no lo advertí hasta que, saliendo de aquel letargo histórico en que me sumergieron mis reflexiones, me encontré en la cima de la eminencia sobre la que pacía un gran rebaño próximo a una casa campestre de bella pero sencilla perspectiva.
Caminaba hacia donde yo me hallaba un venerable anciano, cuya blanca cabellera, arrugado cutis, y encorvado cuerpo, parecía a una vieja y nevada encina que conservase aun algún jugo del que en otro tiempo mantuviera su frondosa lozanía; un grueso cayado le sostenía y ayudaba en su tarda marcha y a pocos pasos de él un gordo mastín le precedía dando aullidos hacia mí como preguntándome el objeto de mi venida al país de la paz, y advirtiéndome de ser el guarda fiel y valiente de aquella máquina humana que contra nuestra mezquina y vidriosa constitución física, descollaba entre los de su época como el alto ciprés en medio de un cementerio rodeado de la generación que le vio nacer de la que solo quedó él para demostrar que existieron. Al mandato del amo obedeció el perro, y acercándome al coetáneo de mis abuelos le dije: buen anciano, el tiempo, os ha conservado largos años a lo que veo y... iba a continuar pero cortando mi pregunta con una voz entera y vigorosa que ponía de manifiesto la robustez que tuvo la máquina que la causaba, y dejando ver unos blancos y enteros dientes, no carcomidos por la influencia de desordenados placeres, ni desgastados por manjares nocivos, respondió: Hijo mío, 98 veces he visto vestirse de esperanza a la naturaleza, y otras tantas la he contemplado desnuda... nací cuando las olas del Tajo se enrojecían con la sangre de los hijos de Iberia, y voy a morir tal vez, cuando estas mismas aguas se aumentan con lágrimas y sangre de igual linaje...! Mi nacimiento fue saludado con los horrores de las guerras de sucesión, y al borde de la tumba oigo una voz que me grita: hijo de las selvas morirás con la misma marcial música...! Calló el anciano recostándose sobre su alto cayado, y reflexionando en su filosófica respuesta entré en conversación con aquel residuo de una pasada generación. Sentados a la puerta de su sencilla pero cómoda casita, y después de dar órdenes a sus pastores, me contó que un día empuñó las armas en defensa de su patria amada, y que después de ver morir su familia y generación entera, aguardaba su fin, sintiendo de que se hubiese prolongado hasta los fatales días en que la España veía perecer a sus hijos al filo de sus propios aceros. Deseoso de alejar aquel alma sensible del desgraciado cuadro que bosquejaba vertiendo lágrimas, le pregunto noticias acerca de las antigüedades de Toledo y entre las que me contó ciertas o fabulosas fue la siguiente narración que sostiene aun la tradición, y la cual se halla en los códices árabes del Escorial y otras biblioteca, de donde se ha traducido en un periódico francés[1].
“Había en Toledo una torre que se llamaba Placer y pena, el secreto del porvenir y el honor de Dios.
Los guardas de esta torre fueron al palacio del rey don Rodrigo y dijeron: puesto que Dios, os ha favorecido dándoos el reino de España, nosotros os requerimos a que vengáis a Toledo a ver la torre confiada a nuestro cuidado...... ¿Qué torre es esa? preguntó el rey... —Señor, cuando el gran Hércules vino a España, respondió uno de los guardas, hizo muchas cosas prodigiosas y leyendo en el porvenir que Toledo sería un día una de las ciudades más bellas del reino y la favorita corte de los reyes, dejó en ella muchos encantamientos y maravillas para perpetuar, después de su muerte la memoria de su poder. Esta torre es una de sus obras y demuestra su milagrosa habilidad; no existe otra semejante en el mundo... Es enteramente redonda y está construida sobre cuatro leones de bronce, tan grandes que dos hombres a caballo colocados a los lados no pueden verse; es tan alta que ninguno es capaz de hacer llegar una piedra a su cima por más fuerza que tenga. Nadie sabe cómo fue construida ni lo que encierra; nosotros podemos deciros lo que representa el exterior; las paredes son de pedazos de mármol y de jaspe, tan gruesos como la mano de un hombre, y tan pulimentados y brillantes que parecen de cristal; no se encuentran dos de igual color y sus junturas son imperceptibles. Lo más maravilloso es que estas piedras figuran por su colocación, las grandes batallas y hechos gloriosos de los pasados tiempos que Hércules había previsto. Luego que Hércules edificó esta torre mandó que ninguno de los reyes de España tratase de ver su interior y que cada uno de ellos, añadiese un candado al que el mismo había puesto a la puerta principal. Habiendo sido esto ejecutado por todos vuestros antecesores os suplicamos vengáis a colocar vuestro candado.
Pasados algunos días el rey don Rodrigo juntó a los grandes señores de España y fue a ver la torre de Toledo la que encontró aún más maravillosa que lo que la habían ponderado.
Amigos, dijo a los que le acompañaban, es menester que yo vea lo que hay dentro de esta torre. Los grandes le replicaron que debía temblar al hacer lo que ningún rey había intentado después de Hércules; pero el rey respondió que estaba bien seguro de no tener nada que temer, que los encantamientos no le asustaban, y en fin que quería hacer su gusto. Don Rodrigo se dirigió hacia la puerta y mandó que se quitasen todos los candados, lo que costó mucho tiempo y trabajo por el gran número que había de ellos: en seguida abrió el rey la puerta y entró seguido de algunos de sus cortesanos. A la entrada encontraron una extensa sala cuadrada, en la cual había una cama magníficamente adornada; sobre ella estaba echada la estatua de un hombre grandísimo, armado de pies a cabeza, que tenía en la mano un escrito que los caballeros enseñaron al rey. Don Rodrigo cogió temblando el escrito de la mano de la estatua y leyó lo que sigue: “Temerario que diriges aquí tus pasos, mira el mal de que serás causa... ¡Por mí la España fue conquistada y poblada...! ¡Por ti será destruida y perdida. ¡Yo soy el fuerte Hércules, el que conquistó la porción más bella de la tierra y toda la España, el que mató a Gerión[2] y al que solo la muerte pudo vencer...!”. El rey se estremeció y sintió el haber acometido semejante empresa; sin embargo, como si nada temiese exclamó: “ Ninguno puede conocer el porvenir sino el verdadero Dios”. Y en seguida pasó a otro aposento más maravilloso que el primero.
Las paredes de este aposento eran de cuatro colores diferentes: el uno era negro, el otro blanco, el tercero verde y el cuarto encarnado, estaban tan brillantes y trasparentes como el cristal, y parecían hechas de una sola pieza. En medio de la sala había una gruesa columna de la altura de un hombre; una pequeña puerta practicada en ella, estaba coronada de un letrero de caracteres griegos que indicaban que esta torre había sido construida por Hércules el año 306 del mundo. Abriendo el rey la puertecilla, encontró detrás un nicho profundo; este nicho contenía un cofrecito de plata sobredorada, cubierto de piedras preciosas, cerrado por un bonito candado. Unos caracteres griegos grabados sobre el candado decían que el rey que abriese el cofrecillo vería cosas rarísimas. “He aquí, dijo el rey con trasporte, las cosas que yo quiero ver y por las que Hércules ha prohibido la entrada en este sitio.... Al instante rompió el cofrecito, y no encontró más que un pedazo de tela blanca doblada entre dos planchas de cobre; en la tela estaban pintados moros con turbantes, la cimitarra a su lado, y los arcos pendientes del arzón de las sillas. Debajo de estas figuras había una inscripción que decía: que cuando estas figuras viesen la luz del día, una turba de hombres iguales a los que representaban vendrían a conquistar la España.
El rey se turbó extraordinariamente, sus caballeros temblaron, una palidez mortal cubrió sus rostros y recordaron a su señor el consejo que le habían dado. El rey Rodrigo recobrándose de su primer espanto dijo a sus cortesanos que nadie podía impedir lo que el Todopoderoso había decretado, que si era la voluntad del Señor que la España fuese conquistada, lo era también el que él fuese a abrir la torre. Salió y recomendando el secreto a todos los espectadores, mandó que se
cerrase la puerta. Apenas se habían acabado de volver a colocar los candados, cuando se vio bajar un águila que traía en sus garras un hachón ardiendo, paró sobre el misterioso edificio y en el momento se inflamó y redujo a cenizas sin que quedase el menor resto ni la más pequeña señal de que allí había existido un edificio. Pocos momentos después se vio llegar una nube de pajarillos negros que se pusieron a revolotear encima del sitio en que había estado la torre, e hicieron un viento tan fuerte con sus alas, que dispersaron las cenizas y las esparcieron por todos los puntos de España... Se asegura que todas las personas sobre las que cayó esta lluvia de cenizas fueron manchadas como si hubiese sido una lluvia de sangre......
Calló el buen viejo y mirándome como contento de su narración, empezó a sacar consecuencias de ella; pero, acercándose la noche, me despedí de él hasta otro día y caminé a la ciudad no sin admirar la credulidad del vulgo en todo lo maravilloso.
B. S. CASTELLANOS.
FUENTE
Basilio Sebastián Castellanos de Losada, “La torre encantada de Toledo”, Observatorio pintoresco, 1ª serie, nº 17, 30-8-1837.
Edición:Mª José Alonso Seoane
NOTAS
[1] La Péninsule Ibérique (Nota del autor).
[2] Gerión: gigante de la mitología griega, hijo de Crisaor y Calírroe, que vivía en la isla Eritea con la misión de custodiar su rebaño de bueyes y vacas rojas. En el décimo de sus trabajos Hércules le robó el ganado, y le dio muerte.