EL SALTO DE SANTIAGO
Habíamos madrugado mucho aquel día.
A la ondulosa y progresiva luz de la mañana, los objetos empezaban a recortarse en lontananza con sus exactas proporciones, con sus colores, con sus movimientos, con su vida, como si despertaran de un sueño profundo a los primeros rayos del alba; imagen diaria de la creación al salir del caos, de inimitable grandeza y poesía, en aquel momento en que las medias tintas del gran cuadro dan una entonación majestuosa a cuanto se diseña, a cuanto se relieva en el horizonte.
Constituyen un territorio bellísimo, digno de la curiosidad del geólogo, del pintor y del poeta, aquellas enormes montañas que faldea el Sil al penetrar en Galicia[1].
Es sumamente impresionable, y máxime a esas horas en que va a salir o a desaparecer el sol, aquel panorama de gigantescos obeliscos de granito que se destacan sobre el fondo oscuro y lúgubre del firmamento, o que esculpen sus caprichosas formas en el risueño océano de verdura que una vegetación vigorosa ha reunido a sus plantas.
Los ríos, las cascadas y torrentes que habéis visto en los sombríos paisajes o en las melancólicas inspiraciones de nuestros pintores, los encontrareis allí indudablemente. Allí, entre aquellos peñascos cubiertos de musgo, y entre aquellos corpulentos nogales que inclinan sus copas sobre los abismos y pendientes rápidas.
Cuando el Sil, engrosado con las aguas del Visuña, se lanza impetuoso y rugiente por aquel cauce ruidoso, formado por los rectos flancos de la dentada sierra de Pardollán: cuando sus espumosas ondas se desvanecen en los poéticos valles de Sobradelo y Villamartín, sin una roca que se oponga a su precipitado curso; cuando deja de oírse, en fin, aquel estrépito de su marcha a través de negras y escalonadas rocas, y las arboledas de Corvén le cubren enteramente con su frondoso ramaje, entonces el paisaje cambia enteramente. Cuanto pierde de selvática grandeza y de sombría majestad, gana en colorido y hermosura.
Allí, a su ruido atronador y eterno, suceden los cantos de las aves; a sus rocas agrupadas en espantoso desorden, vistosos árboles frutales, y a su cielo oscuro y nebuloso un cielo azul orlado de fantásticos celajes.
Es una transición hidrogeográfica, como diría un geognosta[2]; pero una transición sorprendente. El Sil recorre un terreno maravillosamente quebrado y pintorescamente variado, propio de la estructura geológica de un territorio montañoso, que el Señor levantó como un dique en un extremo de Europa, para contener el impulso de los dos mares más dilatados, el Océano Atlántico y el Cantábrico. El Sil es el río de las baladas del Norte... Ningún río baña más ruinas de castillos feudales, de fortalezas religiosas y de monasterios saqueados y devastados por el furor popular. Poético, como su nombre, tiene también su mito del tiempo de los suevos, y sus dólmenes[3], sus castros[4] y sus mámoas[5] del tiempo de los celtas. Los godos levantaron templos y palacios en sus márgenes; los moros mezquitas y atalayas; los cristianos del tiempo del Cid castillos y conventos, y los cristianos del día quintas[6]. Cada raza, cada generación ha dejado impreso en sus orillas las huellas de su paso, porque no han reformado destruyendo, han reformado elevando.
Las piedras de un castro sirvieron para una atalaya, y las de una atalaya sirvieron para un castillo; las piedras druídicas de un dolmen para una mezquita, y las de una mezquita para un monasterio. Hoy todas esas piedras que labró el suevo, el celta, el godo, el árabe y el cristiano de los tiempos del feudalismo, son quintas, gracias al papel contra el tesoro[7].
Estas son las vicisitudes de la fisonomía monumental del Sil, que pueden tomarse por las de la fisonomía moral, porque, como se dijo acertadamente, la historia política y moral de un país la dejan escrita en piedra las generaciones que se suceden.
Poco más o poco menos, todo esto se ve en cualquier país, cuya riqueza territorial es origen de sucesivas dominaciones; pero lo que más particulariza al Sil, lo que le individualiza más y le da más poder sobre los otros ríos, y aún esplendor, si se me permite esta palabra, son sus aureanas.
¿Sus aureanas? Sí... las lindas jóvenes que desde que el sol sale hasta que se pone se dedican a extraer oro de sus orillas.
¿Oro? Sí; Dios ha querido conceder a las márgenes del Sil innumerables partículas de este precioso mineral.
Sus aureanas son, pues, sus ninfas[8], sus náyades[9]; pero no unas ninfas ni unas náyades fantásticas, sino reales, que os saludan amorosamente, os miran y os hablan con la sencillez rústica de aquellas soledades, es verdad, pero que por eso no dejan de impresionaros aquellas bellezas como las de los salones artísticamente decorados.
Hemos dicho que el Sil es el río de las baladas del Norte, porque en el Norte de nuestra España no hay río más enriquecido de supersticiones poéticas, que robustecidas por la tradición, pasan en nuestros días como episodios de la historia nacional, olvidadas por el padre Mariana.
II.
Volvamos a nuestras aureanas.
De Aron a Traver hay una legua escasa: el país es sumamente variado y pintoresco como dejamos dicho; los primeros rayos del sol todo lo embellecían con su luz de oro, y cuando llegamos a esta última parroquia, sin separarnos nunca de las márgenes del Sil, participábamos de esas impresiones tan gratas del viajero que atraviesa un país delicioso como el sueño de una virgen. De tiempo en tiempo, entre las rocas o los árboles de la orilla, veíamos agitarse una aureana, pintorescamente inclinada sobre el río, con su saya encarnada, su jubón de veludillo[10] lapizlázuli[11], y su pañuelo blanco a la cabeza. Allí, en aquellas asperezas, en aquellas soledades que corta el murmurante Sil, las aureanas parecían unos seres fantásticos de las baladas del Rhin, o las náyades no menos fantásticas de la mitología. Lo que en otros varios ríos fue o es una ilusión, una concesión de poeta, un canto de Ossian, allí, en el Sil, es una realidad. ¡Oh! seguramente que nada más poético que la existencia de aquellas pobres vírgenes de quince años, a quienes sus padres envían a la orilla del Sil, o que ellas, ya por efecto del hábito contraído, permanecen allí de sol a sol.
Entre la ría de Valdehorras y Villamartín[12], en el camino de Castilla, encontramos una mucho más linda y seductora que cuantas viéramos hasta allí. Era bella y melancólica como la Minta[13] de Ossian, como la Gulnara[14] de Byron, como la Malvina[15] de Óscar. A ella le debemos la tradición del Salto de Santiago, que vamos a consignar aquí.
—¿Ven vds. ese peñasco que tienen delante? nos preguntó indicándonoslo.
Era un gran peñasco blanquizco que se hallaba a orilla del río. Nosotros hicimos una inclinación de cabeza.
—Pues bien, continuó la bella aureana, mírenlo vds. mejor.
Nos aproximamos impulsados por la curiosidad que nos infundía el misterioso modo que tenia de designárnoslo, y vimos esmaltadas en él las herraduras de un caballo.
—¿Y esto?... preguntamos... ¿Qué quiere decir esto?
—Son las del caballo de Santiago.
—¿El apóstol?
—El apóstol.
—¿ Y en señal de qué suceso se hallan así?
—¡Oh! ¡en señal de uno muy grande! encareció ella.
-¿Cuál?
—En su tiempo... allá en los tiempos en que los moros eran dueños de este país, y el santo apóstol principiaba la milagrosa persecución de aquella gente, se le ofreció hacer ver el influjo divino al pasar por aquí con un puñado de cristianos.
Hallábanse dos moras lavando ropa en la otra orilla del río, y viendo al apóstol montado en su caballo blanco, lo reconocieron y lo insultaron burlándose de sus milagros.
—Santiago, le dijeron por último con gran desafuero; si en efecto eres santo y haces tantas maravillas, pasa aquí con tu veloz caballo y creeremos en tu Dios.
No había puente alguno por esta parte, y el río ya ven vds. es muy ancho, tiene más de cuarenta varas[16].
A la provocación de las moras, Santiago quedó algún tiempo inmóvil, en oración, y sus secuaces no apartaban de él los ojos.
Cuando concluyó su rezo, guio su caballo a ese peñasco que les mostré a vds.; hizo la señal de la cruz, picó el corcel, y... ¡zas! se plantó de un salto junto a las moras, las cuales, a vista de aquel prodigio, quedaron convertidas en dos peñas blancas.
Al concluir la aureana su tradición, dirigimos la vista a la orilla opuesta, y en efecto, frente al peñasco de las herraduras se veían dos peñas blancas.
¡Notable particularidad! ¡No se veía otra peña más en la falda de aquellas montañas!...
B. VICETTO.
FUENTE
Benito Vicetto, “El salto de Santiago”, Museo de las Familias, Tomo XI, 1853, pp. 15-16.
Edición
María José Alonso Seoane. Enviada 10/01/2018
NOTAS
[1] El río Sil y todos los topónimos que siguen corresponden a la región de Lugo y Orense de la entrada en Galicia desde la provincia de León, hasta la comarca de Valdeorras (Orense) en que se sitúa la leyenda.
[2] Geognosta RAE: 1. m. y f. Geol. Persona que profesa la geognosia o tiene en ella especiales conocimientos. Geognosia: “1. f. Geol. Parte de la geología que estudia la estructura y composición de las rocas que forman la Tierra.”
[3] Dolmen: RAE: 1. m. Monumento megalítico compuesto de una o más lajas colocadas de plano sobre dos o más piedras verticales.
[4] Castro RAE: 4. m. Gal. Altura donde hay vestigios de fortificaciones antiguas. / poblado fortificado celta, por lo general prerromano.
[5] Mámoa: Túmulo funerario característico del Neolítico en el Noroeste de la Península Ibérica.
[6] Quinta: Casa de campo. Diccionario de Autoridades (Tomo V, 1737): Quinta: s. f. Casería o Sitio de recreo en el campo, donde se retiran sus dueños a divertirse algún tiempo del año. Llámase así porque los que las cuidan, labran, cultivan o arriendan, solían contribuir con la quinta parte de los frutos a sus dueños.
[7] Inversiones en deuda pública que en cierta manera equivalen a las actuales letras del tesoro, bonos del estado y obligaciones del estado.
[8] Ninfa RAE: 3. f. Mit. Cada una de las fabulosas deidades de las aguas, bosques, selvas, etc., llamadas con varios nombres, como dríade, nereida, etc.
[9] Náyade RAE: 1. f. Mit. Cada una de las ninfas que residían en los ríos y en las fuentes.
[10] RAE 1. m. Felpa o terciopelo de algodón, de pelo muy corto.
[11] RAE 1. m. Mineral de color azul intenso, tan duro como el acero, que suele usarse en objetos de adorno, y antiguamente se empleaba en la preparación del azul de ultramar. Es un silicato de alúmina mezclado con sulfato de cal y sosa, y acompañado frecuentemente de pirita de hierro.
[12] En el texto, aparece, por errata, “Villacastín”. Se trata de Villamartín de Valdeorras, en la comarca de Valdeorras (Orense).
[13] Probablemente se refiere a Morna -variante de Myrna o Mirna-, madre de Fingal en los poemas de Ossian de James McPherson.
[14] Esclava favorita del Bajá en el poema El corsario de Byron.
[15] Malvina es la amante de Oscar en el ciclo Ossian de Mcpherson.
[16] Vara RAE: 6. f. Medida de longitud que se usaba en distintas regiones de España con valores diferentes, que oscilaban entre 768 y 912 mm.