DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Periódico para todos. 18/1/1878, segunda época, n.º 18, año II,  página 280-281.

Acontecimientos
Muerte trágica de los amantes
Personajes
Blanca, Álvaro, y D. Juan de Solís.
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LOCALIZACIÓN

BADAJOZ

Valoración Media: / 5

Los dos besos

 

I

¡Ríanse ustedes mis queridos lectores; ríanse ustedes a mandíbula batiente de los amores románticos! ¿Quién cree en ellos en la época material en que vivimos? ¿Quién hace caso de suspiros lánguidos, miradas furtivas y corazones palpitantes? ¿Quién se acuerda de los amantes de Teruel, ni de los Abelardos, y Eloísas, y de los Solitarios del Monte salvaje, ni de los Artemisas y Mausoleos y, en fin, de aquella célebre esposa de un señor de Concy, que habiendo perdido a su esposo en una batalla, hizo que le trajesen su corazón amojamado y lo llevó consigo, hasta que ella se murió a su vez?[1] Todo esto pasó, ya no se ama como en los antiguos tiempos. Hoy, en vez de mirar al corazón se mira al bolsillo, y la pregunta que se hace cuando se trata de un novio, no es de si aquel es bueno, es trabajador, es honrado; la fórmula está simplificada en esta expresiva interrogación:

?¿Es rico?

Pero así como se suele decir que no quita lo cortés a lo valiente[2], no por eso se puede y se debe creer que no haya habido algún caso extraordinario que deje muy atrás los hechos eróticos que han inmortalizado la tradición y embellecido la historia.

Un escritor moderno ha dicho, en contra del positivismo desgarrador de la época presente, que el amor es como el aire: llena todo el mundo[3], y este principio ha sido reconocido – permítasenos la fecha- desde que -280- Adán incitado por la seducción de Eva, comió aquella funesta manzana.

Por consiguiente, para demostrar la absoluta exactitud del anterior precepto, allá va un caso en donde se verá hasta qué extremo puede llegar el amor, o mejor dicho, hasta dónde podía llegar, en aquellos tiempos, en que el hijo de Venus (perdónenme ustedes la frase) era superior al dios Mercurio.

Y va de historia.

El Sr. D. Juan de Solís, caballero de la Banda[4] en tiempo de D. Enrique III, tenía muchas tierras y castillos. Era señor de pendón y de caldera[5]; tenia jurisdicción sobre los cotos y dehesas de toda la ribera del  Guadiana, que se extiende desde Alcántara a tierra de Rozas, y a la par que tenía una gran servidumbre de pajes, escuderos, mesnaderos, alcoreros y monteros[6], contaba con no pocos vasallos que en caso de guerra tenían el deber de acudir con sus lanzas y partesanas[7] a defender los señoríos de Solís.

D. Juan era viudo y no había querido volverse a casar a causa de tener reconcentrado todo su cariño en su hija Blanca, rosa de diez y ocho primaveras, cuya hermosura había adquirido tal fama que no había caballero en la entonces errante corte de los monarcas de Castilla, que no se hiciese lenguas de aquella espléndida joya que su padre guardaba con la codicia del que guarda un tesoro.

El señor de Solís había dado una brillante educación a su hija, pero no la permitía salir de los viejos muros de su castillo, de modo que la fama de hermosa que Blanca disfrutaba más bien era de referencia que de haber servido ella de ejemplar para que aquella se extendiese y desarrollase. Pero malo es adquirir reputación, y la de Blanca llegó a tal extremo que una tarde, cuando D. Juan de Solís estaba más tranquilo en su castillo, le fue participado por un heraldo que el señor rey venía a visitarlo. Era el rey por entonces galante y joven, y esto no le agradó al castellano, pero guardó su disgusto en el fondo de su pecho y se dispuso a recibir al monarca con la ostentación que él sabía hacerlo.

¿Qué resultó de aquella visita? La compendiaremos en la conversación que medió entre el rey y D. Juan.

—Tenéis una hija, —le dijo al despedirse, — que puede ser el adorno más esplendente de la corte de Castilla. El duque de Alburquerque[8] me la pidió anoche por esposa, y creo Sr. D, Juan, que no os negaréis a la solicitud de uno de los ricos-hombres[9] más importantes del reino.

D. Juan se inclinó no sabiendo qué contestar a las palabras del rey, pero era tan importante la alianza que éste le presentaba, que no pudo menos de sentirse inclinado hacia el puesto que el tal duque era sí no uno el principal de todos los magnates de Castilla.

Hablóse más del particular, y no partió el monarca del castillo de D. Juan de Solís hasta que este accedió a la petición que le hacía el rey.

Desde entonces se trató de llevar adelante aquella boda, y aunque por entonces la autoridad paterna tenía una fuerza incontrastable, no quiso D. Juan dejar de exponer a su hija lo que había resultado de la visita hecha por el monarca.

Con pocas palabras, claras y terminantes, manifestó D. Juan de Solís a su hija Blanca el gran partido que se le preparaba, y que puesto que el duque poseía numerosísimos estados, puesto que el rey quería, y puesto que la conveniencia mutua así lo dictaba, era menester celebrar aquella unión importante que acrecentaría la grandeza, el prestigio y la reputación de la casa de Solís. Escuchó Blanca las palabras de su padre como si al pronto no las comprendiera; pero después se puso pálida como la muerte, y se retiró a sus habitaciones derramando copiosas y silenciosas lágrimas que demostraban bien a las claras el efecto que en ella había producido la determinación de su padre.

Y como conviene que sepamos por qué lloraba Blanca tan desconsoladamente, penetremos en el arcano de su pecho, que arcano profundo había en aquella joven hermosísima que estaba destinada a ser el más rico joyel de la corte castellana.

 

III

 

¿Por qué lloraba Blanca? Porque amaba, y no al duque de Alburquerque. ¿Qué mujer no tiene un secreto en el fondo de su corazón?

El secreto de Blanca consistía en amar con toda la fuerza de la juventud a un paje de su padre. Era aquel paje hermoso como ella, valiente, discreto y digno de todo su cariño. Llamábase Álvaro, y los dos habían sentido esa atracción irresistible que une las existencias en un solo pensamiento, en una sola esperanza, en un mismo porvenir. Medios habían tenido Blanca y Álvaro de comunicarse sus sentimientos, y confiados en una dicha, que no podría realizarse, se habían entregado a ese abandono que es propio de dos seres que se identifican en la más pura esfera del idealismo.

Si D. Juan de Solís hubiera llegado a comprender que la mirada del paje se fijaba en  su hija con intenciones amorosas, no hubiera tardado el infeliz mancebo en ser suspendido de una almena para dar escarmiento de pajes enamorados; pero aquel padre severo no podía, ni remotamente, imaginarse lo que pasaba dentro de su casa, y desde luego, hostigado por el deseo de hacer feliz a su hija, y de hacer más poderosos los timbres de su familia, principió a llevar adelante el proyecto matrimonial, impulsado por el duque, que, autorizado por el rey, no cesaba de visitar el castillo de Solís.

¡Quién es capaz de describir las desesperaciones! ¡las lágrimas, las protestas y los suspiros de Blanca y Avaro!

—¿Conque no hay remedio? —exclamó el airado doncel.

—No; no le hay—contestaba ella.

—¡Imposible! Yo mismo acabaré con el duque antes de que llegue a ser tu esposo.

Así siguieron las cosas hasta que las distancias se fueron estrechando de tal modo, que el matrimonio proyectado se señaló para dentro de ocho días. D. Juan de Solís notificó a su hija la fatal resolución, sin cuidarse mucho de las lágrimas que esta derramaba, y ella esperó la hora en que todo dormía en la fortaleza para comunicar la terrible nueva su idolatrado Álvaro.

Era aquella la hora de la agonía, porque el amor tiene su agonía, y los dos amantes, colocados en una galería por donde entraban los plateados rayos de la luna -porque yo no sé cómo se las gobierna esta señora que siempre es la impasible testigo de estas escenas- se comunicaron, entre mil suspiros, los dolores que los abrumaban.

—Es imposible, imposible, Blanca mía, exclamó el paje, —de que tú llegues a ser la esposa del duque: antes moriré mil veces.Yo te juro que he de salvarte o morir.

Ella, en la exaltación de su amor, se arrojó al cuello de su amado, estrechó entre sus hermosos brazos la cabeza del paje, y éste por vez primera en su vida, estampó un beso en la casta frente de la joven.

Aquel beso fue como el sello de unión que identificaba aquellos corazones, de tal modo que juraron que antes morirían que ser víctimas de una boda que tenía que labrar eterna desgracia de ambos.

Pero las horas roban la felicidad: la luna fue descendiendo hacia su ocaso, y la luz de la aurora vino a despertarlos tal vez de aquel último sueño de esperanzas que había concebido- 281-

—El beso que has depositado en mi frente, —dijo ella al tiempo de separarse de él —será el lazo eterno que nos una para   siempre.

Y se separaron.

 

IV

¿Qué habían proyectado aquellos dos amantes durante la última entrevista? Una acción que no siempre sale a voluntad de los que lo verifican.  Habían pensado huir a la noche siguiente.

Al efecto, Álvaro tenía dispuestos dos hermosos caballos que los llevarían fuera de los dominios del señor de Solís, y los acercarían a Portugal. El plan no estaba mal pensado; pero como el diablo no siempre está dormido, este quiso hacer una mala jugada a los dos amantes.

Y fue el caso que había un pajecillo de escoba[10], de quien nadie hacía caso; pero que no por esto él dejaba de estar al corriente de lo que pasaba en el castillo. La noche del primer beso, nuestro chico, fatigado de las faenas del día, se había quedado dormido en un gran hueco que había en la solitaria galería en donde Blanca y Álvaro habían verificado su entrevista.

Despertó al ruido de la conversación que sostenían cerca de él, y estirando la cabeza con la astucia de aquel que quiere enterarse de lo que pasa, sin ser apercibido, se hizo cargo de dos secretos importantísimos a la vez.

Uno, que el paje Álvaro amaba y era amado por la hija de su señor, y otro, que los dos jóvenes pensaban muy seriamente tomar las de Villadiego[11] para sustraerse de la boda que se proyectaba.

Enterado de esto el pajecillo de escoba, creyó que era cosa muy meritoria dar cuenta a su señor de lo que pasaba, y aquella mañana pudo decir al señor de Solís lo que él sólo sabía. Tres o cuatro veces estuvo tentado el referido señor de agarrar al pajecillo y retorcerle el pescuezo, pero meditando enseguida comprendió que lo que escuchaba era la verdad pura, y a fin de castigar tanta temeridad, quiso sorprender a los jóvenes en el acto de la fuga.

Y así fue, en efecto. Prevenido D. Juan, llegada la noche, con el ojo avizor el pajecillo de escoba, fácil fue que la infeliz Blanca y el desdichado Álvaro cayeran, como se suele decir, en el garlito[12]. No bien los dos amantes habían atravesado una vieja poterna[13], cuando fueron sorprendidos por el mismo D. Juan de Solís, que no podía dar crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Su furia reconcentrada era tal, que hubiera exterminado hasta su hija, si le hubiera sido posible.

—¿Qué locura es esta? —le dijo

 —¡Ah, padre mío!  perdón, —contestó ella; — pero me queríais casar con un hombre a quien odio, y quería huir de la tiranía que se me impone.

Una sonrisa siniestra fue la contestación del castellano. Dijo:

—No admito observaciones, —y vos me obedeceréis: seréis la esposa de Alburquerque... En cuanto a este mancebo...

Lanzó una terrible mirada sobre el paje, dijo al oído del senescal del castillo algunas palabras, y tomando a su hija de la mano la introdujo en la fortaleza.

El paje quedó en poder de unos ballesteros.

 

V

A la mañana siguiente los labriegos y pastores que atravesaban por una veredilla que comunicaba con los bosques del señor de Solís, vieron suspendido de una escarpia y ahorcado con todas las buenas reglas del arte a un joven que se columpiaba de una cuerda

—¡Calla! –exclamaban los buenos vasallos del señor… Pues si es Álvaro, el paje de D. Juan.

Y como vieron que sobre el pecho llevaba fijo un cartel en que se leía lo siguientes “Por traidor” se preguntaban los unos y los otros arremolinadas en torno del cadáver:

—¡Qué traición habrá cometido este pobre muchacho que era tan bueno y tan cariñoso!

Pero aquel terrible drama tuvo su complemento cuando desde una ventana del castillo el mismo D. Juan de Solís mostró fríamente a su hija el resultado de su venganza. Aquel padre, guiado por la ambición creyó que Blanca se contentaría con lloriquear; pero cuando ella conoció al ahorcado, cuando vio muerto a su amante, en vez de gritar, quedó inmóvil hasta que prorrumpió en una horrible y espantosa carcajada.

Estremecióse el castellano ante aquel resultado, pero ya era tarde… La pobre Blanca había perdido la razón, quedaba loca.

 

VI

 ¿Fue aquello una emoción pasajera? No; la pobre niña perdió la razón para siempre, y D. Juan de Solís, desesperado, no pudo llevar adelante la boda que tanto le había abandonado. No pudiendo resistir la presencia de su hija, que le señalaba siempre la sepultura del infeliz paje, huyó del castillo, dejándola al cuidado de algunas dueñas y de un doctor en la ciencia de curar.

Pero aquella locura no tenía medios de curación.

Una mañana de invierno, un año después de aquella terrible tragedia, escapóse Blanca del castillo, y se dirigió al cementerio de los ahorcados. Con sus propias manos abrió la fosa donde su amado paje estaba enterrado, y se encontró con el esqueleto de aquel infeliz.

Abrazóle ella con frenético cariño, y poniendo sus labios sobre la horrible calavera, exclamó lanzando su postrera carcajada.

—Tú me diste, Álvaro mío, el primer beso; yo te doy el último.

Cuando acudieron a socorrerla sus sirvientes, la encontraron caída en el suelo abrazada al esqueleto do su amante... Quisieron levantarla ¡pero estaba muerta!

 

FUENTE

 

Torcuato Tárrago, “Los dos besos”, El Periódico para todos. 18/1/1878, segunda época, n.º 18, año II,  página 280-281.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

NOTAS

[1] Posiblemente se refiere a la novela del vizconde de Arlincourt Los rebeldes en tiempos de Carlos V (publicada en 1851). También de Arlincourt, la novela Carlos el Temerario o el Solitario del Monte Salvaje, en dos tomos traducida en 1830.  Cuenta la historia Lucas Alamán protagonizada por Enguerrando señor de Concy, que pereció en el sitio de Acre, en su  Diccionario universal de historia y de geografía, Imp. de F. Escalente y c.a., 1853,p.608. Abelardo y Eloísa, los dos amantes célebres que protagonizaron muchos textos románticos, por ejemplo la comedia en un acto de Francisco Vila Goyri (1838). En cuanto a los amantes de Teruel, Isabel de Segura y Juan Martínez  Marcilla era entonces un texto universalmente conocido el drama de Juan Eugenio Hartzenbusch, Los amantes de Teruel (1837)

[2] Refranero Multilingüe. Centro Virtual Cervantes: denota que es compatible la educación y el respeto a los demás con la defensa de los derechos o las opiniones personales.

[3] Se refiere a Teodoro Guerrero y  Pallarés  en su  dolora “De ayer a hoy” publicada en el libro Totum revolutum (El Faro, 1846)

[4] Caballero de la Banda: de la Orden militar de la Banda, fundada por el rey Alfonso XI en 1332.

[5] Señor de pendón y caldera: distinción que concedía el rey y daba derecho a llevar tropa y bandera propia.

[6] Mesnaderos, tropa de gente que defiende al señor; alcoreros y  monteros, que intervienen en las cacerías.

[7] Partesana: Arma ofensiva, a modo de alabarda, con el hierro muy grande, ancho, cortante por ambos lados, adornado en la base con dos aletas puntiagudas o en forma de media luna, y encajado en un asta de madera fuerte y regatón de hierro (Diccionario de la lengua española, RAE)

[8] El ducado de Albunquerque fue concedido a Beltrán de la Cueva  por Enrique IV en 1464. Por tanto, el autor de la leyenda incurre en un error histórico al situar la acción en el reinado de Enrique III.

[9] Ricos hombres: esto es, noble desde la cuna.

[10] Paje de escoba: barrendero.

[11]  Tomar las de Villadiego:” Ausentarse impensadamente, de ordinario por huir de un riesgo o compromiso” (Diccionario de la lengua española, RAE). Parece que el dicho se formó para aludir a los judíos que se refugiaban de la persecución en este pueblo de Burgos, donde el rey Fernando III había establecido para ellos una zona franca.

[12]  Caer en el garlito: sorprender a alguien en una acción que se quería hacer ocultamente (Diccionario de la lengua española, RAE).

[13] Poterna: puerta secundaria por la que se podía acceder al foso (Diccionario de la lengua española, RAE).