LAS DOS HERMANAS
TRADICIÓN MADRILEÑA.
I.
En una de las solitarias calles de la parte baja de Madrid, que entre las paralelas de Embajadores y Mesón de Paredes llevan la dirección de Oriente a Poniente, existe una casa grande y destartalada de cuyo número no quiero acordarme, la cual, hacia mediados del siglo XVII era de muy buena apariencia, aunque sin ostentación de grandeza. Ancho zaguán empedrado con cuadras y habitaciones para los criados, formaban la planta baja, y una espaciosa escalera al frente de la puerta exterior conducía a los pisos altos, morada de los dueños y sus más inmediatos servidores. Añadiendo a esto un jardín a espaldas del edificio resguardado por elevada cerca de las miradas indiscretas, tendremos hecha en breves palabras una descripción que bien quisiéramos, a fuer de[1] narradores entendidos, estuviese llena de interesante misterio, mas aunque nuestro ingenio fuera capaz de ello el asunto no lo permite. La finca se construyó en la época del establecimiento definitivo de la corte en esta villa, y de consiguiente a la fecha de nuestro relato no era nueva ni vieja: ¿qué decir de un edificio sin historia? El nuestro la tendrá por su desgracia, en cuanto es posible ser desgraciada una construcción de cal y canto; pero entretanto sus puertas y ventanas exteriores abriéndose al alba y dejando asomar siempre las mismas caras risueñas y satisfechas, cerrándose a la oración a la voz gruñona y paternal del antiguo escudero enojado contra los mozos que quisieran dilatar algún tanto la sabrosa plática sostenida con alguna paloma sin candor de las de picos pardos (1), sus salas interiores bien alhajadas, sus despensas bien provistas, todo indicaba a tiro de ballesta[2], que en aquella mansión reinaba la abundancia unida al orden y a la proverbial honradez castellana. A esta casa de que acabamos de dar una
(1) Quizá ignore alguno de nuestros lectores que las mujeres de mala vida estaban obligadas a llevar un cinturón guarnecido de picos de paño pardo como distintivo de su desgraciado ejercicio: de ahí las locuciones populares, andar a picos pardos, irse a picos pardos, etc.
ligera idea vino a establecerse con su criado, ya entrado en años, un hidalgo natural de la villa y corte que salió de ella en edad temprana para cursar teología en las aulas de Alcalá, de donde concluidos los estudios viéndose por muerte de sus padres dueño de su voluntad, dejose llevar del instinto aventurero tan común en aquellos tiempos y cambiando la tranquilidad que le prometía la Iglesia por el tumulto de los campamentos, se trasladó a Flandes donde militó largos años en una de las compañías de jinetes españoles, tomando parte activa en todas las empresas acometidas y llevadas a cabo por el famoso marqués de Spínola. Por último, cansado de dar y recibir tajos y mandobles, algo apagadas sus aficiones bélicas, aunque más exagerado su fanatismo en materias de honor, volvió, como hemos dicho, al pueblo y casa que le vio nacer, con algunas cicatrices comprobantes de su arrojo y la banda y bastón de capitán de caballos como premio de sus buenos servicios, en busca del reposo que puede decirse no había disfrutado nunca.
Aunque el buen don Diego de Vargas, que tal era su nombre, frisaba en los cuarenta de edad, aún lucían bien en su persona las galas de soldado, y entre los bizarros caballeros que ruaban en el Campillo de Manuela, ninguno le aventajaba en soltura y desembarazo para manejar un caballo, ni había quien con más gallardo continente se tuviese sobre la silla. Su natural gracejo uniendo a la sutileza y travesura del escolar la marcialidad y práctica de mundo del veterano, campaba sin rival en el mentidero de San Felipe y para comentar lo que ahora llamaríamos crónica escandalosa, parecía como nacido. Sus agudos chistes eran celebrados en la corte y muy del agrado del soberano, grande aficionado a varones ingeniosos y decidores.
Con tales prendas a nadie causó extrañeza que al año de su arribo solicitase en matrimonio a una joven doncella de su misma calidad y de notable hermosura. Huérfana desde sus tiernos años, así como otra hermana suya menor, cuyo nacimiento costó la vida a su madre, fueron criadas por una respetable tía en un recogimiento ejemplar y con un recato admirable, cosa de que don Diego se informó minuciosamente, pues ya hemos dicho que en materias de honor era en extremo puntilloso. Todas las noticias que recogió de personas de acreditada fama y santa vida, le pintaban a las dos
huérfanas como un dechado de honestidad, mas no contento con esto, quiso por sí mismo averiguar si acaso podía haber alguna leve sombra que empañase el purísimo cristal de la buena fama que pretendía tuviese la que había de ser su esposa.
Una noche que a deshora volvía de rondar la calle de su dama, donde le habían conducido sus imaginarios recelos, sintió a sus espaldas ruido de voces y cuchilladas. Aplica el oído y la dirección en que suena el tumulto aumenta sus sospechas, arrojar la capa y requiriendo la espada, abroquelado[3] con una rodela[4] que a prevención llevaba, precipitarse como un jabalí herido hacia el sitio de la querella, fue cosa de un momento; pero con más tiempo los agresores, cuando nuestro caballero llegó a la puerta de la casa objeto de su sobresalto, tan solo halló una linterna rota que alzo del suelo bramando de ira y de sentimiento. En balde se cansó en correr varias calles, todo fue inútil, solo pudo entender que mediaban en el negocio galanteos, música y resistencia a la justicia, con lo que mohíno y cabizbajo se retiró decidido que su boda quedase en proyecto si una averiguación minuciosa no le ponía en claro la ninguna parte de su prometida en aquel escándalo. A nadie comunicó su pensamiento, pero desde la mañana siguiente emprendió por sí mismo la información necesaria, y merced sobre todo a la actividad del alcalde de Casa y Corte a quien tocó el procedimiento judicial, se supo que los causantes del alboroto habían sido unas mozas de genio alegre residentes en la vecindad, las cuales fueron trasladadas a la mancebía, y unos soldados recién llegados de Italia, a quienes mandaron a remar a galeras por desafuero al señor corregidor. Contenta y satisfecha fue doña Leonor Pimentel acompañada de su hermana Inés a dar animación y alegría a la casa de su esposo, en la que transcurrieron seis años en apacible calma, pues si el marido era celoso la mujer era en extremo recatada, y esta, si la reclusión era mucha no podía echar de menos una libertad que nunca había gozado, a más de que no era otro en aquella época el modo de vivir observado por las señoras bien nacidas, y sabido es que el mal casi deja de serlo cuando se hace común a todos. Solo para oír la primera misa en la vecina iglesia de padres de San Cayetano, entonces de reciente fundación, solían pisar la calle doña Leonor y la niña Inés, resguardadas por la indispensable dueña y el grave escudero Rodrigo; mas nunca trató don Diego de llevar tan a cabo el retraimiento de su consorte que, como discreto y cortesano, evitase presentarla de vez en cuando en los sitios concurridos por las personas de su clase. Así es que los jardines del Buen Retiro en las célebres mañanas de abril y mayo, y el Prado de San Jerónimo en las tardes de San Juan y San Pedro, admiraron la gallardía de su talle, ya que no era posible la belleza de su rostro por llevarle cuidadosamente rebozado con el manto; mas no sabemos si algún descuido, o tal vez el deseo de ser vista, que al cabo era hija de Eva la buena señora, fue causa de que el embozo se descompusiese cuando menos podían pensarlo sus vigilantes Argos[5], dejando competir con la luz del sol dos ojos negros y brillantes, capaces de trastornar la cabeza al holandés más flemático, que fueron apreciados en su justo valor por los mancebos de aquel entonces. Fama tenían de galantes en toda Europa los cortesanos de Felipe IV, que estimulados por el ejemplo del soberano, poco escrupuloso en esta materia, no ponían coto a su afición a la fruta del cercado ajeno, así es que más de cuatro de los que habían celebrado las buenas prendas de su esposa, sin dárseles un ardite[6] de la opinión de poco sufrido adquirida por el capitán de caballos del ejército de Flandes, pusieron sus miras en el tesoro que éste apreciaba en más que su vida. Pero a fe que se las habían con uno que no era manco, y algunas explicaciones pedidas por él en lenguaje nada comedido, terminadas a solas en el cerro de San Blas con unas cuantas cuchilladas de mano firme que sirviesen de muestra para en adelante, curaron de su mal deseo a los que tal proyecto concibieron, desengañándolos de que aún no había nacido el Jasón[7] destinado a conquistar aquel Vellocino tan bien guardado. Por último el señor de Vargas, cada día más enamorado de su esposa y procurando cubrir de flores el yugo matrimonial con su complacencia y ameno trato, doña Leonor amante de su marido, muy mujer de su casa y cumplidora de sus deberes, y su hermana creciendo a maravilla en gentileza y atractivo, se deslizaba el tiempo suavemente para esta dichosa familia, cuando los acontecimientos que narraremos a continuación vinieron a poner fin a tan pacífica existencia, demasiado feliz para ser duradera.
II.
Una mañana del mes de agosto se hallaba don Diego en la habitación de su esposa departiendo agradablemente con las dos hermanas, ocupadas a la sazón en labrar unas randas[8] de finísimo hilo gallego, pues eran estrenadas en todas las labores de aguja, cuando sintieron parar ante su casa una numerosa cabalgata, de la que destacándose un caballero en traje de camino, dio dos aldabadas en la puerta del zaguán, preguntando con acento extranjero si era aquella casa la de don Diego de Vargas, a un criado que se asomó a ver quién llamaba.
Acudió Rodrigo con toda la ligereza que le permitían sus viejas piernas a informar a su amo de esta novedad, el cual, sin dejarle emprender los interminables comentarios que acostumbraba:
—Haz entrar, le dijo, en la antesala a ese gentilhombre[9] que por mí pregunta, en tanto que yo acudo en persona a saber qué se le ofrece.
Y levantándose de seguida se dirigió a recibir al forastero que ya subía la escalera cuando don Diego apareció en la pieza por él indicada.
Era el recién venido un apuesto doncel[10] como de diez y ocho años, de cabello rubio y ojos azules, cuya blanca tez y frescas y sonrosadas mejillas pudieran causar envidia a la doncella más satisfecha de su hermosura. Su cuerpo era más bien carnoso y huesudo que esbelto, su estatura mediana, su rostro ancho y risueño. Era, en fin, un verdadero hijo del Escalda[11], con ese aspecto franco y bondadoso que vemos tan admirablemente expresado en los cuadros de Van Dick y Teniers.
Adelantose con bastante desembarazo hacia Vargas y en castellano muy correcto.
—Señor don Diego, le dijo, veo que vuestra merced no se acuerda de mí, pero yo os he reconocido al momento.
—Espero saber quién sois, caballero, para ponerme a vuestro mandar.
—Esta carta de mi señor padre os informará de ello mejor que cuanto pudiera deciros, contestó el joven sacando del seno un pliego cerrado que entregó al capitán, el cual se apresuró a abrirle, y leyendo en alta voz vio que decía lo siguiente:
«Señor don Diego: el dador de esta es mi hijo Mauricio a quien recordareis niño a vuestra partida de esta ciudad: pasa a esa en solicitud de una plaza de alférez de la guardia tudesca; espero en obsequio de nuestra amistad le auxiliareis en esta pretensión, y sobre todo que ocuparéis mi puesto a su lado dirigiendo su inexperiencia por el laberinto de la corte. Confío en vuestro honor y cortesía no me negaréis este servicio. Dios os guarde. Vuestro amigo y compañero. —De Bruselas a 12 de mayo de 1652.
ALBERTO VANDERLEP.»
Concluida la lectura, el capitán exclamó estrechando al joven contra su pecho:
—¡Válgame Dios, Mr. Mauricio, qué lindo mozo estáis! ¿cómo os había de conocer si solo teníais seis años cuando me ausenté de Flandes? Bien me acuerdo de la primera vez que os vi. Volvíamos del sitio de Breda vuestro padre y yo, donde él fue nombrado maestre de campo de uno de los tercios alemanes. Entonces estuve algunos días en Bruselas. Aún me parece veros saltar sobre mis rodillas divertido al mismo tiempo en hacer gestos mirando reflejar vuestra imagen en mi coraza. Gran merced me dispensa mi amigo Vanderlep con ponerme en ocasión de pagarle en vos las muchas deudas de gratitud que le debo.
—¡Ah, señor! muy poco me estimáis al tratarme con tanta ceremonia. Si tengo de ver en vos al representante de mi padre, habladme como él me hablaría, llamadme Mauricio y nada más.
—Bien, bien, estás en tu casa y quiero darte gusto en todo. ¡Hola, Rodrigo! Las órdenes de este caballero se cumplirán desde ahora como las mías propias. Asístele en su habitación del piso superior y cuando esté despojado del traje de camino condúcele al estrado donde le esperamos las señoras y yo. Que sus servidores se alojen de una manera conveniente y las cabalgaduras y equipajes se pongan a buen recaudo.
Dos criados, tres caballos y dos mulos con sus mozos correspondientes para la conducción de las maletas formaban la comitiva del recién llegado. Los criados y cabalgaduras se acomodaron en las cuadras y habitaciones bajas, los mulos fueron aligerados de su carga, los arrieros despedidos después de bien pagados, y Mauricio arreglado el desorden que el largo camino pudiera haber producido en su persona y atavío, pasó a la sala donde se hallaban doña Leonor e Inés ya enteradas por don Diego de la llegada y circunstancias del huésped.
A no estar enervado por el vicio o pervertida su alma por las malas ideas, siempre causa emoción en un joven de diez y ocho años encontrarse por vez primera en presencia de una mujer hermosa; así nuestro mancebo que nunca había conocido enfermedad en el cuerpo ni remordimiento en el corazón y se veía blanco de las miradas de dos damas de tan gentil donaire, no pudo impedir a su bondadoso semblante, naturalmente sonrosado, que pasase sin gradaciones al color subido de cereza. Razón tenía para perder la serenidad, pues en especial Inés estaba encantadora. Su belleza era una agradable combinación, quizá solo en España conocida, del suave nacarado y cabellos blondos de las mujeres del Norte con la gracia y bizarría meridionales, elocuente testimonio de la dominación árabe en la península poblada en su origen por la raza celtíbera. Un pedazo de cielo pareció la muchacha al buen flamenco, que juró en sus adentros no haber conocido nunca tan perfecta dama. No era tampoco el mozo para despreciado, y bien lo manifestó la doncella fijando en él una curiosa mirada que acabó de trastornarle, tanto que dejándose llevar por la atracción de aquel imán de sus sentidos, a ella equivocadamente dirigió el primer saludo creyendo hacerlo a doña Leonor. Mucho agradó a ésta una distracción que conocía tan en ventaja de su hermana y bien lejos de manifestarse ofendida acudió sonriendo en auxilio de Mauricio diciéndole con voz suave y cariñosa:
—Mi esposo, y yo, caballero, celebramos en el alma el honor que recibe nuestra casa en que hayáis venido a hospedaros en ella. Sentaos, y en tanto que llega la hora de acudir a la mesa informadnos de la salud de vuestra familia.
No tardó el joven en recobrar su calma habitual y encontrase muy bien hallado en tan buena compañía, pero ni en esta primera entrevista ni durante la comida aconteció cosa que merezca referirse.
Fueron días y vinieron días, cerca de un año transcurrió. En este tiempo Mauricio alcanzó la plaza de oficial en la guardia alemana, y el trato había aumentado el cariño que desde el primer día manifestó a la bella Inés. A pesar de la pasión que por ella sentía le faltaba arrojo para declararse, pues al ir a abrir los labios para hacerlo, cierta sonrisa maliciosa que notaba en el semblante de la niña, porque era burloncilla, y no sabemos si le agradaba ver desconcertado a su novel amante, se los volvía a cerrar más que de prisa.
Ya una tarde en que don Diego en un extremo de la habitación escribía con urgencia y doña Leonor había salido del cuarto a dar algunas disposiciones domésticas, se acercó a la joven con pretexto de examinar el bordado en que trabajaba al lado de una ventana y en voz queda la dijo:
—Inés, ¿podréis bajar al jardín después de recogida la familia?
—Tengo miedo a los duendes, respondió ella irónicamente en el mismo tono.
—Es que allí esperaré yo para acompañaros.
—Las noches están frías y podría coger un romadizo[12].
—Si vuestro pecho abrigase la mitad del fuego que habéis encendido en el mío no temeríais a la intemperie.
—Ya que tanta afición mostráis a pasar acompañado las altas horas de la noche, podéis consultar a mi cuñado y él os aconsejará lo más conveniente.
—¿Y con la aprobación de vuestro hermano, consentiréis en ser mi compañera?
—Cumplid vos como debéis y yo me portaré como quien soy.
—No tendréis que repetirme el consejo.
Al día siguiente se presentó a don Diego y le pidió la mano de Inés. No sorprendió al astuto militar la solicitud del mancebo, pues ya hacía tiempo notaba cuidadoso su inclinación a la doncella, cosa que le traía desasosegado, y como la boda era conveniente y amaba a la hermana de su esposa cual si lo fuese suya, no trató de destruir las esperanzas del galán, antes bien aprobó su pretensión, aunque con dos condiciones irrevocables: primera, que se daría cuenta inmediatamente a Mr. Alberto de los deseos de su hijo, solicitando su consentimiento, no pasando adelante en el negocio hasta saber su voluntad, y segunda, que para evitar murmuraciones de gente ociosa y no siendo conveniente viviese bajo el mismo techo de su prometida un galán con ínfulas de marido, pasase éste a alojarse en el cuartel de su compañía (sito en la actual calle de Tudescos, cuyo nombre tomó de haber estado en ella dicho cuartel), si bien los caballos, equipaje y criados continuarían en casa de Vargas para mayor comodidad. Nada había que oponer a tan razonables deseos, aunque bien hubiera querido el pretendiente hacer al último algunas objeciones, mas conoció sería inútil, se resignó y al día siguiente quedaron realizados.
Y bien hizo don Diego en apresurar el cumplimiento de estas disposiciones, pues a poco tiempo de quedar terminadas, un pliego que recibió fechado en la ciudad de Segovia donde tenía parte de sus bienes, le obligaba a abandonar la corte a toda prisa por tiempo indefinido.
Para los hombres de entonces acostumbrados mucha parte de ellos a cruzar el mundo en todas direcciones no era un viaje asunto tan grave como quiere decirse, lo que sí es verdad, que como el servicio de correos estaba aún en su infancia, casi podía tener la certeza el individuo que se ausentaba del lugar de su residencia, de no encontrar medio de dar noticia de su persona hasta que él pudiese hacerlo a su regreso.
Convencido nuestro caballero de esta razón e ignorando el tiempo que podrían detenerle los asuntos que le alejaban de su casa, llamó a su esposa para encargarla el cuidado de la familia e intereses y despidiéndose cariñosamente de las dos hermanas sin poder enjugar sus abundantes lágrimas, montó a caballo acompañado de un criado, y al trote largo tomó la dirección de la Puente Segoviana.
¡Ignoraba el infeliz que aquellas muestras de afecto que recibía de las prendas queridas de su alma iban muy pronto a trocarse en horrible catástrofe! Pero no anticipemos los sucesos, que harto vendrán ellos por sí solos, y continuemos nuestro mal pergeñado relato.
III.
Algunos días después de la partida de don Diego entró Mauricio en la habitación donde se hallaban las señoras radiantes de alegría y adornado con el vistoso uniforme de oficial de la guardia tudesca. Extrañaron verle en aquel atavío con que no acostumbraba presentarse, y bien hubiera querido Inés preguntarle la causa de tal novedad, así como de la satisfacción que rebosaba su franco semblante, mas el respeto que la imponía la presencia de su hermana, puso a raya su curiosidad, hasta que oyó a esta preguntar al joven:
—¿Adonde tan galán y satisfecho, Mauricio? ¿venís a pedirnos albricias[13] por alguna buena nueva?
—Puede que sí, señora.
—Pues decid, decid pronto, que necesidad tenemos de esparcir el ánimo en la soledad en que nos vemos.
—De daros solaz y esparcimiento trato y tal es el objeto de mi venida. Esta noche, para festejar el restablecimiento de S. M. la reina, hay máscaras en el Buen Retiro, luminarias, farsas en la isla del estanque grande, cuadrillas dirigidas por los principales señores de la corte, en fin, será una fiesta suntuosa, según me han asegurado varios compañeros que han presenciado otras iguales y no acaban de ponderar su magnificencia. Mi compañía está de servicio y por eso me veis honrado con estas galas.
—¿Y en qué pueden esos festejos, repuso Leonor, alegrarnos a nosotras?
—¿Pues teniendo entrada en la corte no asistiréis a ellos?
—¡En ausencia de mi esposo... sin ir autorizadas por su presencia! Estáis loco, Mauricio. Es disculpable en vuestra juventud que la perspectiva de tan buena diversión os haga olvidar las consideraciones que una mujer principal debe siempre tener presentes.
—Escuchadme, señora, replicó el joven algún tanto picado, y veréis que mi parecer no va tan fuera de orden como juzgáis. Vuestro aposento tiene bajada al jardín y este salida a la calle por una puerta falsa de que vos tenéis la llave: si después de acostadas todas las gentes de casa salieseis vosotras y entrando en un coche que yo tendría prevenido, sirviéndole de escolta además un soldado de mi confianza, asistieseis a la función siempre con el rostro cubierto y os retiraseis antes de amanecer de la misma manera y por los mismos pasos, ¿padecería en algo vuestro honor de mujeres principales con una travesura que pasaría desapercibida?
—¡Muy bien, señor alférez!, contestó la dama sonriéndose, no sois tan incauto como yo creía. El plan está bien combinado, pero habéis olvidado una cosa de gran importancia cuya falta echa por tierra vuestro proyecto: no tenemos quién nos acompañe. Si a mi esposo le disgustaría saber que habíamos salido a deshora, el hacerlo acompañadas de un hombre, fuese quien fuese, no lo perdonaría nunca, y ya conocéis que dos mujeres solas vagando toda la noche por los jardines del Buen Retiro harían una triste figura.
—Yo me obligo a vencer ese inconveniente, hermana, dijo Inés, que hasta entonces no había tomado la palabra, pero no me riñas si no te parece bien lo que voy a decir. Ahí tenemos los vestidos de Mauricio, si me permites disfrazarme con uno de ellos y servirte de paje, verás con qué naturalidad represento el más propio mancebo del mundo Hasta creo que he de traer enredada entre mis cabellos el alma de alguna de las señoras cortesanas.
—¡Ocurrencia peregrina! Si don Pedro Calderón supiera la aventura que estáis fraguando, había de tomar de ella asunto para una de sus más famosas comedias.
—Las cuales solo conozco por el nombre, dijo la joven con el aire de sentimiento más encantador.
—Esta noche se representa en el coliseo de palacio La Fábula de Perseo, composición nueva de ese autor, con grande aparato y lucimiento, contestó el alférez.
—¡Qué lástima!, añadió la doncella con las mejillas encendidas y los ojos preñados de lágrimas, ¡perder tan buena ocasión que quizá nunca volverá a presentarse!
El sentimiento que la causaba la aflicción de su hermana, las repetidas instancias de aquellos corazones enamoraos a quienes sentía privar de un placer inmenso, su propio deseo que la inclinaba a tomar parte en tan magnífica función, las facilidades que se le presentaban, todo se conjuraba para dar al traste con la firmeza de doña Leonor, que haciendo callar a la voz interna del deber que la aconsejaba no cediese a tan inconsiderado capricho, aunque con voz entrecortada y balbuciente dijo a los dos amantes:
—¡Por Dios, que me vais a hacer perder el juicio con vuestra locura! Vamos, niña, serénate, ya veremos de arreglarlo: si me prometéis ser prudentes consentiré en daros gusto, aunque me indica el corazón que mi debilidad ha de ocasionar alguna desgracia.
Con un diluvio de besos y caricias pagó Inés a su condescendiente hermana. Por su parte Mauricio después de dar mil saltos y brincos por la sala con el regocijo de un niño, enterado de la hora de la noche en que habían de verificar su evasión las damas, marchó apresurado a buscar un cochero callado y fiel de quien valerse para conducirlas.
La primera dificultad que estas tuvieron que vencer fue arreglar uno de los mejores vestidos del flamenco, algún tanto mal cortado para tan lindo talle, al airoso cuerpo de su prometida; pero el negocio estaba en buenas manos, y encogiendo aquí y ensanchando allá en poco tiempo sin intervención de dueña[14] ni criadas quedó la gentil niña transformada en un travieso doncel. Todo salió a maravilla, llegó la hora convenida. Sin apercibirse nadie bajaron las dos hermanas al jardín y salieron por la puerta falsa donde tomando el coche y marchando en dirección al Buen Retiro empezaron desde luego a gozar su apetecida diversión y a ser falsas y livianas.
IV.
Orgullosa podía estar la villa de Madrid en 1654 al verse capital del imperio más vasto que han conocido los siglos pasados ni conocerán los venideros; imperio por muchas partes de fronteras desconocidas, cuya extensión se calculaba en ochocientas mil leguas cuadradas, pobladas con seiscientos millones de almas, o sea la octava parte del mundo.
Lamentable ignorancia sería la de Carlos II en época algo posterior, si es cierto que ignoraba hasta el nombre de algunos de los países sujetos a su dominio, pero disculpable en cierto modo, que es frecuente en los hombres acaudalados no saber con exactitud las riquezas que sus arcas atesoran. Era muy grande el poderío español para contado ni medido, y la enumeración de las tierras que le rendían homenaje bastaba por sí sola a fatigar la memoria más feliz Grande hemos dicho, sí, reconocido por tal en todos los pueblos de la tierra, que solo conjurándose a una contra él pudieron quebrantar su arrojo; grande en sus empresas, en su literatura, en sus errores, en sus desastres, hasta en sus crímenes, pero ruin y mezquino nunca. Alabamos los adelantos y mejoras de los tiempos posteriores, mas al oír los anatemas[15] lanzados contra aquel continuo batallar y desaciertos de entonces, comparándolos con la tranquilidad exterior y buen orden de ahora, se nos recuerda el hecho del filósofo Crates, que arrojando al mar sus riquezas, ya soy feliz, exclamó. Nada teme perder quien nada tiene, ha dicho también uno de nuestros mejores fabulistas. Envanezcámonos enhorabuena con la época presente, si bien podemos estar seguros que a pesar de sus ferrocarriles y telégrafos eléctricos los antiguos no la hubieran cambiado por la suya.
Metrópoli la corte de Felipe IV de tan gigantesca monarquía, con un soberano pródigo y disipado, donde brillaban escritores como Lope de Vega, Calderón, Tirso, Moreto, Solís, Quevedo, Rojas, Mendoza y otros muchos de igual fama y claro nombre; artistas como Velázquez y Murillo; generales como don Fadrique de Toledo y los marqueses de Spínola y de Leganés. Donde como a centro común acudían los encargados del gobierno de los diferentes estados a recibir instrucciones o dar cuenta de su conducta, los navegantes de mares incógnitos a participar sus descubrimientos u ofrecer los productos de regiones tenidas por fabulosas, donde, en fin, se consumían en locos festejos los tesoros del Nuevo Mundo, debía ser la residencia más brillante del universo.
Pero basta de digresión y sigamos a nuestras fugitivas. Cuando llegaron a tomar asiento en el coliseo iba ejecutada muy buena parte de la representación, que ya hemos dicho era La Fábula de Perseo. El lujo de la ornamentación, el buen desempeño de la cuadrilla de comediantes de la corte, todo embargaba la atención de aquellas inconsideradas jóvenes, mas cuando vieron desaparecer los telones del frente dejando admirar los jardines y bosques profusamente iluminados, aturdidas por tan magnífico espectáculo solo recordaban la fuga y traje inconveniente que las cubría para darse la enhorabuena por el buen éxito de su imprudencia.
Terminada la comedia se dirigieron los reyes y cortesanos al estanque grande, entonces de la asombrosa extensión de 445.658 pies superficiales, lo que equivale a más de tres veces el área de la Plaza Mayor de Madrid. A sus orillas se alzaban cuatro embarcaderos, por los que descendieron los ilustres espectadores a un sin número de barcas preparadas para ver desde ellas la zarzuela en un acto titulada Circe, que había de ejecutarse en una isla sita en el centro de dicho estanque, cubierta de árboles y vegetación natural y convertida en mansión imaginaria de aquella hechicera. Interminable seria querer describir la inmensa cantidad de luminarias colocadas en las embarcaciones y reflejadas en multitud de espejos que las reproducían extraordinariamente, las enramadas de flores, las banderas y gallardetes, los variados disfraces de los concurrentes, nada de esto entra en nuestro propósito, así por abreviar diremos que después de haber visto la fingida llegada de Ulises a los inhóspitos ríos dominios de la encantadora, la transformación de sus compañeros en brutos y el retorno de estos a su estado natural, volvieron SS. MM. y convidados a tomar tierra pasando al salón de baile, desde cuyos balcones habían de presenciar el desfile de las cuadrillas de máscaras dirigidas y costeadas por los magnates más autorizados. Corto rato hacía, a su parecer, que las dos hermanas disfrutaban enajenadas aquel fantástico recreo, pero el placer vuela y ¡ay! por felices podemos contarnos cuando no deja el remordimiento en pos de sí. No hubo remedio, las cuatro sonaron en el reloj de palacio, las noches son cortas en el mes de mayo y hubiera sido grande inadvertencia dejarse sorprender por el alba.
Con mucho sentimiento mandó Leonor a Mauricio, que casi no se separó de ellas en toda la noche, fuese a preparar la partida, y acercándose el carruaje las condujo a su casa adonde llegaron sin contratiempo, subiendo sigilosamente a las habitaciones interiores.
Allí considerándose en seguridad se abandonaron sin reserva a la expansión de sus sentimientos.
—¡Ay, hermana, qué fiesta tan hermosa!, dijo Inés ayudando a desnudar a Leonor, dejará en mí recuerdo para toda la vida.
—Sí, sí, muy hermosa, pero estoy rendida de cansancio. Tengo pesada la cabeza... anda aprisa, yo me acostaré sola, ve pronto, quítate ese infernal disfraz que me infunde un horror invencible.
—¿Infernal dices? ¡y me está tan bien! Tranquilízate, aquí nada tenemos que temer ¿quién se había de atrever a penetrar en tu alcoba sin ser llamado por ti? No, no quiero dejarte, prosiguió con la obstinación de una niña mimada, he de hablar mucho de la comedia, de las máscaras, de todo.
Era imposible que la esposa engañadora impusiese su autoridad a la joven a quien había hecho su cómplice, así es que la dejó charlar cuanto quiso, acostándose ella en silencio, por ver si de este modo conseguía cortar aquel torrente de palabras y obligar a su hermana a recogerse.
Pero esta conoció su intento y con una obstinación cada vez mayor:
—Ya me iré, la dijo, mas escucha un momento, tengo que contarte algunas confianzas que me ha hecho Mauricio, ya estás acostada y puedes descansar, voy a colocarme a tu lado sobre el lecho y dentro de un momento te dejaré sola.
Y uniendo la acción a la palabra se dispuso a continuar la conversación, si bien no duró mucho su propósito. Una noche de insomnio a que no estaba acostumbrada, las emociones en ella sufridas y hasta el arrullo de la charla de Inés, hicieron que Leonor fuese la primera en quedar sumida en profundo y descuidado sueño. No tardó en imitarla su hermana.
Así abrazadas amorosamente, aquellas dos jóvenes culpables solo de ligereza, dormían tranquilas bien ajenas del terrible despertador que había de turbar su sosiego.
V.
La noche que se celebraban los festejos que rápidamente hemos procurado compendiar, caminaba don Diego de Vargas la vuelta de Madrid ya terminados los asuntos que le llevaron fuera de su casa. Hasta cerca del anochecer no pudo comprender la jornada, mas como el tiempo era suave y mucha su costumbre de viajar con peores condiciones no fue bastante la oscuridad a detenerle. Ansioso por verse al lado de una esposa querida aguijaba su caballo con ánimo de trasponer las catorce leguas que median entre Segovia y la coronada villa antes de romper el día.
—Corre, corre, mi buen Alazán, decía el impaciente hidalgo, que al fin de la jornada nos aguarda a ti una buena empajada y a mí la dulce compañera de mi vida, que cuenta por siglos los momentos de ausencia.
Tan rápida fue la carrera, que el criado, no tan bien montado como el amo, quedó rezagado algunas leguas, sin que por eso aflojase don Diego, hasta que poco después de la salida del sol llegó a apearse en el zaguán de su casa.
—Nadie se adelante, que quiero yo ser el primero en anunciarme a la señora, ordenó dirigiéndose a subir la escalera en dirección a la estancia de Leonor.
Con paso silencioso y semblante risueño atravesaba las salas anteriores a la alcoba conyugal alumbradas débilmente, cuando una ropa de tintes vivos arrojada sobre los taburetes le llamó la atención. Se acercó a examinarla, levantóla en alto y al descubrir debajo de ella un sombrero adornado de rozagantes plumas, la sorpresa y el terror se pintaron en aquel rostro, un momento antes tan satisfecho.
—¡Prendas de hombre!, exclamaba, ¡un ferreruelo[16], un sombrero, una espada arrimada en aquel ángulo! Son de Mauricio, sí, lo conozco en su forma especial y colores abigarrados. ¿Pero cómo en la habitación de mi esposa, a estas horas, revueltas entre sus vestidos? Detente, corazón, no anticipemos sospechas que pueden carecer de fundamento.
En aquel hombre enérgico se operó un cambio terrible. La sombría nube de los celos había oscurecido su frente, no era ya el amante confiado, era el tigre que avanza cauteloso recelando la emboscada del astuto cazador.
Trémulo, agitado, se acercó a descorrer las cortinas del lecho y el demonio de la ira pudo regocijarse al observar el efecto que causó en el desventurado caballero la vista del que por su traje juzgaba ser Mauricio reposando tranquilo en brazos de su esposa y con la rubia cabeza reclinada sobre su seno.
Ni una exclamación, ni una palabra salió de sus labios, solo a Dios le es posible apreciar las violentas emociones que agitaron su alma. Llevó la mano a la empuñadura de su espada, brilló esta en el aire como una corriente eléctrica, y vino a sepultarse en el corazón de ambas mujeres, que a impulsos de tan certero golpe apenas con ligeras convulsiones dieron señales de su tránsito a la eternidad.
—¡Mujer adúltera! ¡amigo infiel, víbora que abrigué en mi seno, prorrumpió Vargas con voz enronquecida, no os moveréis! La estocada que en varias ocasiones salvó mi vida y solo creí emplear en defensa de mi fe y de mi patria, ha vengado mi honra mancillada Olvidasteis en vuestro torpe delirio que el hombre de quien os burlabais tiene el brazo firme y el corazón sereno, hoy mismo los sabedores de mi afrenta tendrán noticia de su reparación.
Abandonó aquella estancia de muerte cerrando cuidadosamente las puertas, y retirado a su aposento, en mal combinadas frases escribió todo lo sucedido a un amigo suyo, suplicándole al mismo tiempo viniese a encargarse de su casa y negocios particulares, mientras él se acogía a sagrado en el convento de la Merced, ínterin[17] la justicia pronunciaba su fallo, que no dudaba le sería favorable atendidas las circunstancias y las leyes que regían entonces en la materia.
Llamando en seguida al escudero Rodrigo:
—Lleva inmediatamente, le dijo, esta carta al señor comendador de Atienza, espera su respuesta y obedécele en cuanto ordenare. La señora descansa, que nadie turbe su sosiego.
Tomadas estas disposiciones salió a la calle con aire reposado, aunque llena el alma de amargura, encaminándose a tomar asilo, según hemos dicho; mas al revolver la esquina de la calle del Mesón de Paredes, le hizo levantar la cabeza una voz fresca y juvenil que le saludaba diciendo:
—Dios os guarde, señor don Diego, ¿cómo en Madrid tan de mañana?
Después de la horrible escena que había presenciado en su casa, nada podía causarle un asombro y terror tan profundo como la vista de la persona que tenía delante de sí.
Era Mauricio, tranquilo, risueño, un poco avergonzado, si bien con el aspecto cándido e inocente de siempre. Concluida su guardia en el Buen Retiro, volvía cuidadoso a saber de las damas, cuando con gran sorpresa se encontró de frente con el capitán a quien juzgaba lejos de la corte. Bien hubiera querido evitar ser descubierto en aquella hora tan cerca de la casa de su prometida, pero muy ajeno de imaginar la preocupación que embargaba los sentidos del hidalgo, creyó de seguro había sido visto por él e imposible pasar desapercibido. Grande fue su admiración cuando vio a Vargas en vez de contestar a su saludo pararse ante él, la vista extraviada, pálido y con acento entrecortado preguntarle:
—¿Eres tú? ¡Mauricio! ¿es cierto? dime, dime, ¿de dónde vienes?
—Sí, señor, yo soy, vengo del Buen Retiro donde mi compañía ha dado la guardia esta noche pasada. ¿Pero estáis enfermo, señor don Diego?
—Sí, temo volverme loco, tú solo puedes evitarlo, aclarando la terrible confusión en que me hallo. Contéstame pronto: ¿sabes de mi esposa? ¿Adónde has echado tu vestido rojo?
No dudó el joven al oír estas preguntas, viendo el desconcierto de Vargas y su inopinado regreso, que nada ignoraba de lo ocurrido; así que reconociéndose origen primitivo de aquel desliz, trató de salvar a las dos hermanas arrostrando él solo la cólera del capitán.
—Señor, perdóneme vuestra merced, dijo en tono humilde, porque de todo esto nadie es culpable sino yo.
—¡Y así lo confiesas, villano! Habla pronto, o te arranco el alma.
Al verse tratado de villano por causa tan ligera en su concepto, reprimiendo su cólera el alférez y ya depuesta la sumisión que hasta entonces se creyó obligado a guardar, replicó en tono grave y decidido:
—Caballero, os excedéis. Sabéis quien es mi padre y quien soy yo. Veo que un extravío fatal domina vuestra imaginación; os diré la verdad porque nunca he sabido ocultarla, y si después de oído mi relato no quedáis convencido de que en la conducta de vuestra esposa y su hermana nada hay ofensivo para vos, sin apelar a insultos indignos de un noble obtendréis de mí la reparación que creáis debida.
Acto continuo con lenguaje llano y breve hizo una exposición circunstanciada de los sucesos acaecidos desde la mañana anterior a las dos hermanas: su evasión de la casa, su asistencia a los festejos de palacio, el disfraz de Inés. Nada ocultó el joven interesado por su honor en esclarecer los hechos. El desventurado Vargas apuró hasta el fondo la copa del infortunio, comprendió sin género de duda su desgracia. Era esta palpable, inmensa, sin remedio, y él un asesino infame de dos inocentes mujeres que formaban la delicia de su vida.
Después de la escena que acabamos de referir, Vargas salió desatentado[18] de la población y corrió largo tiempo por los campos hasta caer en tierra rendido de fatiga cerca de Valdemoro, donde le recogieron unos padres de la Compañía de Jesús. Restablecido de una larga y penosa enfermedad se incorporó a las Misiones de América, y murió mártir en la provincia de la Guaira. Mauricio se casó dos veces y tuvo muchos hijos. Su abdomen adquirió tan colosales proporciones que era objeto de las pesadas burlas de los muchachos de Lavapiés y del Barquillo. Se declaró por el archiduque Carlos en las guerras de sucesión a pesar de su mucha edad, de cuyas resultas emigró a los Países Bajos, donde murió de viejo, y la calle en que ocurrieron estos sucesos tomó el nombre de las Dos Hermanas, que todavía conserva.
DIONISIO CHAULIE.
Edición. Ana Mº Gómez-Elegido Centeno
NOTAS
[1] Por ser, como consecuencia de ser.
[4] Escudo redondo y delgado que, embrazado en el brazo izquierdo, cubría el pecho al que se servía de él peleando con espada.
[5] Personaje mitológico a quien se representa con cien ojos.
[6] Cosa insignificante o de muy poco valor. No dársele a alguien un ardite.
[7] Héroe de la mitología griega que junto a los argonautas partió en busca del vellocino de oro (vellón del carnero alado Krysomallos) para lograr el trono en Tesalia.
[9] Hombre de origen noble y, por extensión., el que se comporta de forma caballerosa.
[10] Hijo adolescente de padres nobles.
[11] El río Escalda (en francés, Escaut, en neerlandés, Schelde, en valón, Escô), es un río europeo que nace en Francia, atraviesa Bélgica y desemboca en el mar del Norte, en territorio de los Países Bajos.
[12] Catarro de la membrana pituitaria.
[13] Regalo que se da por alguna buena nueva a quien trae la primera noticia de ella.
[14] Mujer viuda que para autoridad y respeto, y para guarda de las demás criadas, había en las casas principales.
[15] Maldición, imprecación.
[16] Especie de capa o blusa.