La bala de oro
Luis XII murió a primero de enero de 1515, a los cincuenta y tres años de edad, diez y siete de reinado, y tres semanas de segundas nupcias.
Francisco I fue proclamado rey y la hermana de Enrique VIII de Inglaterra, coronada sucesivamente y en menos de dos meses con el capuchón de las casadas, la diadema de las reinas y el velo de las viudas, tomó sin gran sentimiento el camino de Londres, donde le esperaba un antiguo amor, fuerte y sufrido como todo sentimiento verdadero.
La princesa María dejó caer sus vestidos de luto al tocar con la ligera planta el país en que había amado por primera vez; y entretanto que París desolado entonaba plegarias por el alma del real difunto, la viuda, ya convertida en duquesa de SuffolcK, se olvidaba de Francia.
Los atractivos de la nueva corte del sucesor de Luis XII, sus conquistas amorosas, sus proezas caballerescas, el fausto[1] esplendoroso que de continuo le rodeaba, y aquella modestia orgullosa, en fin, que le hizo arrodillarse delante de Bayardo, para que le armase caballero, le dieron grande y extensa nombradía. Apenas había mujer que no envidiase la suerte de sus queridas, ni valiente que no tuviese a fortuna combatir por él o contra él. El nombre de Francisco I ennoblecía a sus compañeros y a sus adversarios.
En 1525, al otro lado de los Pirineos, se preparaban algunos miles de soldados para vengar, aunque algo tarde, la derrota de los suizos en Marignan. Habían ya transcurrido diez años después de aquel sangriento combate, pero como la artillería francesa tronó en él con tan inefable estrépito, aún parecía que resonaban los ecos del cañón en Londres, en Roma y en Madrid.
Se hacían armamentos de tropas en Italia, en los Países Bajos, en Alemania, y aun en Suiza. Cataluña, lo mismo que las demás provincias del emperador Carlos V, había suministrado su contribución de sangre. La pequeña población llamada Martorell, sobre el Noya, acababa de contribuir con más de cien hombres, que iban a atravesar montes y mares para pedir satisfacción a los famosos lansquenets[2] que París enviaba a Pavía.
Tratar de hacer una circunstanciada descripción de los dolorosos suspiros, de los tiernos sollozos, de los gritos desesperados que aquella despedida arrancaba a las laboriosas encajeras de Martorell, sería querer circunstanciar todas Ias sensaciones de que es capaz el corazón de una madre, el de una hermana, el de una amiga, al lamentar la pérdida de un hijo, de un hermano, de un amante. Además, los gritos, los suspiros y los lamentos se confundían hasta perderse, superados por el ruido algazaresco[3] de uno de aquellos himnos marciales que animan a marchar, como si fuesen presagio o garantía de la vuelta.
En breve los que cantaban dejaron de ser oídos, y las madres, huérfanas de sus hijos, las jóvenes, viudas de sus amantes, tornaron tristes y congojosas a sus almohadillas[4] y bolillos[5].
Sin embargo, no todo era tristeza en las casas de madera de Martorell: una hija, una hermana y una madre se reputaban dichosas en medio de la desolación general y cuando las demás infelices iban de calle en calle buscando a quien confiar sus cuitas[6], las tres afortunadas de la población, reunidas bajo el mismo techo, reían v se abrazaban. Pero habían tenido cuidado de cerrar bien la puerta, no por desentenderse de los duelos de afuera, sino porque no se percibiese la algarabía[7] de adentro.
La causa del regocijo de las tres era precisamente que acababan de encontrar lo que las otras recelaban perder. Después de una ausencia de ocho años, Juan Matero estaba de vuelta en Martorell, algo cascadillo a fuerza de trabajos, pero aunque curtido, y con cicatrices, su madre lo había reconocido, su hermana lo había abrazado sin hacer ascos a sus ásperos bigotes, y su novia le decía yo te amo, con la misma sencilla ingenuidad que el día de su marcha.
Acertadas anduvieron, pues, en cerrar sus puertas: en tiempos de calamidad pública debe de ser sumamente discreta la doméstica bienandanza[8].
Juan Matero lo entendía también así, pues, bien que conmovido por el obsequioso recibimiento de la familia, cuyo lenguaje en tales ocasiones toca en uno o en dos extremos, la risa y el llanto, se esforzaba a imponer silencio a su hermana, Isabel, a su novia, Casilda, las cuales enloquecidas por el exceso del regocijo, se deshacían en exclamaciones de sorpresa y de admiración. En cuanto a la madre de Juan, con el lenguaje mudo de la contemplación, con los elocuentes ojos de la plegaria, arrodillada delante de su hijo, le miraba con amorosa expresión, entretanto que con sus manos temblorosas y arrugadas iba desatando las tiras de cuero de los empolvados zapatos de su hijo.
En fin, luego que la hermana arrimó a un rincón el mosquete[9] de honor que había recibido Juan, batiéndose a la vista del marqués de Pescara; y después de que Casilda colocó en el mismo clavo de
que pendía un cuadro de la Virgen en rollo de la licencia[10], tomó la madre la palabra.
—Vamos, hijo mío, ven a tomar tu asiento en la mesa. A Dios gracias, ya no se verá desocupado en adelante.
—¡Tal vez…! dijo Juan, balbuciente[11].
Sorprendidas con estas expresiones las tres mujeres, se miraban, como preguntándose qué quería decir el tal vez de Juan.
—Explícate, hombre, le decía la madre. ¿No te han licenciado?
—Sí señora, pero... no obstante... estaré poco tiempo en vuestra compañía.
—¡Alguna otra mujer!... murmuró Casilda.
—No hay en el mundo para mí más que una sola Casilda: la he encontrado buena y hermosa como antes, ha sido fiel a sus juramentos de amor, y yo cumpliré mi promesa de matrimonio.
—¿Entonces qué puede obligarte a abandonarnos nuevamente?, exclamó Isabel, no te se [12]ha recibido mal. ¿Creerás acaso que no nos hemos alegrado todo lo que debíamos? Si faltamos en alguna cosa, dínoslo, ¡pero no nos dejes!
—Sencillas y buenas mujeres, replicó Juan, estrechando sus manos, vosotras habéis creído que yo no estoy contento de vuestra recepción, ¡cuándo vuestros corazones se han deshecho en besos, lágrimas y abrazos! Mirad: yo no me separo de vosotras por eso, no, me separaré porque es preciso que un hombre cumpla rigurosamente las palabras que da a Dios. He hecho un voto, y he de cumplirlo, aunque me costara la vida, pero como no quería morirme sin veros, he venido, por lo que pudiera suceder.
—¡Un Voto! ¡Morir!, exclamó la madre, las oraciones te librarán de la muerte y conmutarán tu promesa. Yo rezaré por ti a todos los santos y santas, y si hay de por medio algún pecado que expiar, yo lo tomaré sobre mi conciencia para el día del juicio.
—Todo eso sería jugar y burlarse con la justicia divina. Además, no hay certeza de que yo haya de morir en eta jornada. No se trata sino de colocar perfectamente la bala de un mosquete, y escapar después de las garras de los que querrían vengar al oculto aliado de los turcos, al protector reservado de Lutero, al blasfemo, en fin, al pérfido[13] que insulta a la Iglesia, haciéndose llamar por sobrenombre el cristianísimo.
—¿Y de quién hablas?, dijo María, llena de un terror santo,
—Del rey Francisco I, a quien nuestro padre el papa debe excomulgar.
—¡Ah!, exclamó Casilda, para eso más valía que no hubieras venido. Pero ahora que… No pudo concluir. Los sollozos sofocaron su voz.
Conoció Juan que no había hecho bien en hablarle de su nuevo viaje. Por tanto, a pesar de lo caviloso y descontento que le tenía su imprudencia, trató de restablecer poco a poco la tranquilidad de la familia con la alegre narración de sus aventuras de soldado. Las tres mujeres le oyeron aparentemente complacidas, pero por muchos esfuerzos que hiciese para promover una sola sonrisa, la hermana, la novia y la madre no cesaban de suspirar, mirándole de cuando en cuando con ojos dolientes, y saltándoseles las lágrimas alguna vez. Así, pues, la alegría, que se había refugiado por un momento entre aquellas cuatro pobres paredes, se desvaneció muy pronto, como si hubiese estado escrito que en aquel día todo debiera ser luto y llanto en Martorell.
A la mañana siguiente, estando solo Juan con su madre, y tentando esta todavía hacerle infiel a su promesa, le recordaba todas las mortales angustias que había sufrido durante su ausencia de ocho años, y le enumeraba todas las felicidades que podía proporcionar a la familia su regreso. Él contestó:
—¡Queréis, pues, que yo pierda mi alma, si conservo mi cuerpo! Una vez que Dios me ha inspirado esta resolución, le será agradable. Además, yo no he jurado asesinar al rey Francisco I: no, señora. En el campo de batalla, frente a frente, será como yo le aseste el balazo. Un hombre tan valiente no debe de morir como un malhechor, ni como un animal dañino: yo le apuntaré al corazón... ¡y sé apuntar bien!
—Y qué… ¿no le has encontrado nunca en un combate?
—Sí, señora, él está en todas partes cuando se trata de andar a mosquetazos. En cualquier punto donde hay peligro se le encuentra de seguro. Lo menos dos veces ha estado a tiro de mi mosquete: le he apuntado....
—Y no le has acertado, ¿no es verdad? Ya lo ves, hijo mío: el cielo le protege.
—¡Oh! ¡No, señora! No hubiera yo dejado de acertarle, si el cañón de mi mosquete hubiese tenido otra cosa, no una bala de plomo. No muere con esto un caballero armado tal por el valiente Bayardo; se necesita algo más. Como hijo de la Iglesia, le aborrezco, mas como gran capitán, le admiro y estoy determinado a no volver a apuntarle, si no llevo oro en lugar de plomo. Una bala de oro me hace falta y he venido a pediros, para hacerla, vuestra cruz y vuestra sortija de boda.
—Como fuese por rescatarte, por librarte de algún grave peligro, ahora mismo te las entregaría.
—¡Madre! ¡Es el rescate de mi alma!!!
Pronunció estas palabras con un tono de tanta unción[14], y al propio tiempo tan resuelto, que la pobre anciana se desató la cruz, y se sacó del dedo un anillo que no se había quitado de allí en cuarenta años.
—¡Ya estás complacido! ¡Nada me parece bastante para ti! Pero quisiera...
—¡Yo volveré, madre mía! ¡Yo volveré! Sí, volveré, y … podré pagaros con tierna solicitud los sacrificios que por mí habéis hecho.
Aquel mismo día partió Juan a Barcelona, en busca de un fundidor.
—¿Veis este mosquete?, le dijo, pues con esta cruz y este anillo vais a hacerme una bala de su calibre[15].
—¡Buen oro! observó el platero, ensayándolo en la piedra, pero.... cuando tú tratas de fundir una alhaja tan bien trabajada como esta cruz, y quieres hacer de ella una bala.... ¡sin duda traes entre manos algún negocio de magia!
—¿Y qué necesidad tengo yo de revelaros mis secretos?
—Guárdalo, guárdalo, hijo de Satanás, añadió el fundidor; mas entretanto yo guardaré la sortija y la cruz, y no las devolveré, si no confiesas a un clérigo tus intenciones con la bala de oro, y si el clérigo no viene aquí a decirme que son buenas.
Ya se disponía Juan a andar a puñaladas con el fundidor para que le devolviese sus alhajas, cuando, muy dichosamente para aquel, pasaba un fraile por delante de su puerta. El soldado envainó el cuchillo, llamó aparte al religioso y le dijo al oído unas cuantas palabras.
—¡Dios poderoso! Más valiera que ese oro se consagrase por ofrenda a nuestra Señora de la Merced. Ella tendría buen cuidado de acabar con todos los herejes[16].
—Cuando decís que eso valdría más, confesáis que lo otro pudiera valer algo, y yo opto por fundirlo y reducirlo a bala.
—Las oraciones pueden mucho para exterminar a los enemigos de la Iglesia, y no hay necesidad de…
—Bien pensado, estoy por las balas y en este caso por una bala de oro, porque escuchad lo que me he dicho yo a mí mismo muchas veces: «Juan, tú eres un buen tirador, un excelente tirador. Tú te has colocado en ocasiones de tal suerte que pudieras, sin tener por qué envanecerte en razón de la distancia, haber derribado al señor Francisco I de un mosquetazo. Has apuntando a su corazón, nada; has apuntado a su cabeza, menos; apuntabas a otro y por maravilla errabas un pelotazo... ¿qué quiere decir esto? Que ese hombre no es un hombre cualquiera, que las balas de plomo no le hacen daño, y que es preciso para matarlo una cosa que no sea plomo. Ahora bien, si Francisco I es un valiente, si es por tanto un rey dos veces rey, es de mejor condición que los demás que pelean a su lado, y los medios que se empleen para destruirlo deben de ser proporcionalmente nobles. El oro es el más noble de todos los metales, si yo forzosamente debo de servirme de un metal, me serviré del oro, y estoy seguro de acertar entonces.»
La conferencia se tenía en alta voz delante del platero, que, convencido con tales razones, dijo a Juan:
—Voy a hacer la bala.
El fraile se separó murmurando calle abajo: mejor hubiera sido ofrecérselo todo a nuestra Señora de la Merced.
— Pero me ocurre nueva dificultad, añadió el platero. Es poco oro este para una bala del calibre de tu mosquete. Necesito más.
—Pues me volveré a Martorell, replicó Juan. Mi hermana y mi novia tienen también cruces y anillos.
En efecto, las dos contribuyeron con sus alhajas al cumplimiento del voto de Juan, se fundieron cruces y sortijas, se convirtieron en una bala, y Juan, alegre y satisfecho, tomó el camino para el ejército.
Mucho tenía que andar hasta encontrarlo, y precisamente llegó cuando se estaban batiendo sus compañeros de armas. Incorporóse al instante en uno de los tercios de infantería española, que se preparaba a dar una carga[17], pero al tiempo de cargar resonó en ambos campos un grito agudo: ¡ha muerto el rey de Francia!
¡Ha muerto el rey de Francia!, repetían por todas partes. Juan sacó y contempló la bala de oro, ya inútil; lloró amargamente, mesose[18] de rabia los cabellos, y su despecho fue tal que le faltó muy poco para arrojarla al campo enemigo.
Pronto se desmintió la noticia de la muerte de Francisco I, pero se confirmó su derrota, y se supo, también de cierto, que estaba prisionero en poder del virrey de Nápoles.
¡Adelante!, exclamó Juan, cuando oyó contar que el rey de Francia se había defendido valerosamente, solo, y luchando contra la superioridad del número: Dios quiere que este hombre viva. Dios me absuelve de mi juramento.
Si aquella victoria fue grata al corazón de Carlos V, supo disimularlo lamentándose en todas partes de la desgracia ocurrida a Francisco I en términos que el pueblo español, estimulado con el ejemplo del soberano, se interesaba también por la suerte del valiente prisionero de Pavía.
Diariamente recibía en su prisión nuevos testimonios del aprecio de los españoles. De valientes es honrar a los valientes. Por último, cuando fue llegado el fin de su cautividad y salió de Madrid, la multitud se agolpaba en las calles del tránsito, y le daba vivas, y le deseaba viaje feliz. Un hombre, deslizándose por entre muchos otros y no sin esfuerzo ni obstinación para conseguirlo, se precipitó a los pies de Francisco I, con una bala de oro en la mano.
«Señor, le dijo: yo conocía que erais un soldado muy valeroso, os había querido matar en muchos encuentros, y no pudiendo conseguirlo, mandé fundir las alhajas de mi anciana madre, mi hermana y mi novia para que me hiciesen esta bala de oro purísimo, no obstante que había quien se encargase de matar a V. M. con oraciones. La fortuna os fue infiel, y también a mí. Sirva esta bala, pues, para ayudaros a pagar vuestro rescate, una vez que no ha podido servir de modo más glorioso para el rey francés y para el soldado español.»
Francisco I tomó la bala, y le contestó: «¡gracias, valiente!»
Juan se retiró repitiendo: ¡valiente!, ¡valiente! ¡Te han llamado valiente! Mucho es esto, y mucho vale cuando lo has oído de boca de Francisco I. ¡A Martorell! ¡Ya no habrá en toda la comarca quien no te tenga por hombre de importancia!
NOTAS
[2] Soldado de la infantería alemana, que peleó también al lado de los tercios españoles durante la dominación de la casa de Austria.
[3] Ruido, gritería de una o de muchas personas juntas, que por lo común nace de alegría.
[4] Acerico (almohadilla para alfileres).
[5] Palo pequeño y torneado que sirve para hacer encajes y pasamanería. El hilo se arrolla o devana en la mitad superior, que es más delgada, y queda tirante por el peso de la otra mitad, que es más gruesa.
[6] Trabajo, aflicción, desventura.
[7] Gritería confusa de varias personas que hablan a un tiempo.
[8] Felicidad, dicha, fortuna en los sucesos.
[9] Arma de fuego antigua, mucho más larga y de mayor calibre que el fusil, que se disparaba apoyándola sobre una horquilla
[10] Se concede a los militares eximiéndolos completa y definitivamente del servicio.
[11] Que habla o lee con pronunciación dificultosa, tarda y vacilante, trastocando a veces las letras o las sílabas.
[13] Desleal, infiel, traidor, que falta a la fe que debe.
[14] Devoción, recogimiento y perfección con que el ánimo se entrega a la exposición de una idea, a la realización de una obra
[15] Diámetro interior de las armas de fuego.
[16] Persona que niega alguno de los dogmas establecidos en una religión.
[17] Embestida o ataque resuelto al enemigo.
[18] Arrancar el cabello o la barba con las manos, o tirar con fuerza de ellos.