EL LAZO AZUL
I.
Damas y galanes llenan los salones del palacio del Buen Retiro, que la corte celebra las Carnestolendas[1], y no hay época en el año más apropiada a las galanterías y bromas de amantes y aventureros.
Don Felipe IV y su esposa presiden la fiesta, dando ejemplo con su alegría a los cortesanos.
Discurren damas hermosas y apuestos caballeros, por los salones, y oculto con el antifaz el rostro permítese el tímido amante libertades que no osara en tiempos normales.
La corte del rey poeta no se distinguía, tal vez por el esplendor y el ostentoso lujo como la de Luis XIV, su contemporáneo en Francia; pero sin llegar a la licencia de los enciclopedistas cortesanos, era la corte de Felipe IV el albergue de la alegría y del ingenio picaresco y discreto a un tiempo mismo.
Mucho se hablaba aquella noche en Buen Retiro de la hermosura y gracia de una elegante dama burgalesa, de nobilísima familia castellana, y que había poco tiempo que en unión de su madre llegara a Madrid.
Su padre, el valeroso y noble señor de Cabezón, había sucumbido en Flandes, combatiendo a los partidarios del de Orange, y la huérfana, en unión de su madre, pasó a Madrid donde fijó su residencia en una de las casas de la plaza de la Almudena.
Desde su llegada a Madrid habían flechado sus ojos a más de cuatro galanes, y rara vez se veía libre su calle do rondadores galanes que al olor de la moza acudían.
Los comentarios respecto al recogimiento de la muchacha, que era muy modesta y virtuosa, no eran favorables para la dama; puesto que para servir de tema a la murmuración, lo mismo se prestan los vicios que las virtudes, dada nuestra natural maledicencia.
Ello era que más de cuatro galanes que vieran defraudadas sus esperanzas por el honesto recogimiento de la burgalesa, fomentaban la murmuración o la provocaban en miserable venganza de los desaires sufridos.
La dama burgalesa, emparentada con algunas da las familias más principales de la corte, asistía a las fiestas de palacio, aunque no con la frecuencia que muchos cortesanos caballeros desearan.
La noche consagrada a la fiesta de Carnestolendas acudió a Buen Retiro, acompañada siempre de su madre.
—¡La burgalesa! —murmuraron algunas damas envidiosas en viendo a la hermosa joven aparecer en el salón.
—¡María! —repetían los caballeros que conocían a la dama.
Esta, después de saludar con respetuoso afecto a la reina y a Felipe IV, se dirigió al encuentro de la condesa de Olivares y otras señoras que se apresuraron a saludarla, así como a la noble viuda.
II.
La fiesta empezó. Los caballeros recorrían el salón y la animación iba en aumento, pero el monarca no participaba de ella. Habrá desaparecido del salón protestando, para separarse de la reina, graves asuntos de Estado.
Felipe IV, mientras los cortesanos se ocupaban de la desaparición inesperada, hallábase en íntimo coloquio con la dama burgalesa en uno de los salones contiguos.
Cubierto el rostro con una mascarilla de seda, requería de amor a la hermosa María.
—Sois la estrella más refulgente de la corte de Buen Retiro, — decíala.
—No es tanta mi vanidad, — respondió la dama, —que por vuestras galanterías juzgue de mis escasos méritos. Sé cuánto valgo, y os aseguro que no llega la presunción a desvanecerme.
—Jureos que digo verdad, al ensalzar vuestros méritos, como al asegurar que os amo.
—¿Vos?
—Sí.
—¿Y quién sois vos? ¿Me suponéis tan inocente, añadió sonriendo, que a las prácticas cortesanas del día llegue a dar el valor de realidades?
—Ved que os engañáis, María, y que quienes por circunstancias que ahora no puedo revelaros, os habla enmascarado, os adora sin disfraz.
La joven vaciló: en aquel momento el apasionado caballero fijaba en ella una ardiente mirada, que impresionó a la burgalesa.
El diálogo hubiera continuado a no interrumpirlo los acordes de la música y de los coros que en el salón entonaban una canción alusiva a las gracias de la reina.
Felipe se levantó de su asiento, y acompañando a la dama, que le imitó, salieron hasta la antesala. Allí se separaron porque el rey la dijo:
—No me es posible seguir a vuestro lado en este momento, a la satisfacción de veros y hablaros se opone en este instante un imperioso deber: el rey me llama, esta es la hora en que he de dar cuenta a S. M. de asuntos importantes.
—Id con Dios.
—¿Volveré a veros?
—No lo sé.
—Os lo suplico — insistió con acento conmovido.
—Después — murmuró la turbada.
Si antes de aquella noche había hablado a doña María, no se sabe, pero bien puede suponerse, puesto que no tan fácilmente había de prestarse la huérfana a escuchar las amorosas pretensiones del caballero.
—Dadme una prueba de que no me engañáis.
—Ved qué decís.
—Perdonadme: el amante es siempre indiscreto por exceso de cariño.
—Dios os guarde.
En este momento, y cuando María se apartaba de Don Felipe, el lazo azul que adornaba su cabeza, se desprendió, cayendo a los pies del monarca.
Este se lanzó presuroso y se apoderó de aquella para él inapreciable joya.
—¡Ah! —exclamó María— devolvedme ese lazo.
—Perdonad mi atrevimiento, señora, pero este lazo es el símbolo de nuestro mutuo cariño.
—No os he dicho tanto...
—Es una prenda que ha sido vuestra, un adorno que llevabais sobre vuestra cabeza, y cuyo contacto me recordará, aunque de una manera incompleta, la suavidad de vuestros hermosos cabellos.
Y esto dicho desapareció.
III.
Terminada la fiesta, la hermosa dama salía del palacio de Buen Retiro, acompañada de su madre: la litera[2] les esperaba.
Un caballero, recatado el rostro por una mascarilla, y sobre cuyo pecho se veía un lazo de seda azul, ofrecía su mano a la noble viuda, primero, y a María después.
—Dios os guie, dijo con voz alta y en un tono apenas perceptible, añadió:
—Mañana os veré en vuestra reja.
— ¡Ah! ¡el lazo! —exclamó la joven.
—Nada temáis, prenda de amor, sabré guardarla hasta la muerte.
La litera desapareció, y Felipe IV se dirigió a la casualidad, muy preocupado y después a la antecámara de la reina.
Un hombre salía de ella recatado el rostro.
—¿Quién va? —preguntó Felipe IV, quitándose la mascarilla.
—Señor, —murmuró el que salía— un humilde criado de V. M.
—¡Villamediana!, tarde os recogéis esta noche —dijo con intención Felipe.
—¿Tarde?
—Sí, ya en palacio no quedan muchos caballeros.
Villamediana permaneció silencioso.
—Dios os guarde, conde —murmuró el rey con grave entonación.
El aludido saludó y se dirigió a la puerta de la sala.
—Por allí, Villamediana —díjole Felipe, viéndole que equivocaba la salida.
— ¡Ah! es verdad, señor.
—Turbado estáis.
—El justo respeto...
—Sois muy respetuoso, y ya sabéis por ello cuanto os aprecio.
El conde salió.
—¿Qué esto?, se preguntó el monarca, ¡Imposible! La reina no me engaña, sería una infamia que nunca la perdonaría, y en cuanto a él... en cuanto a él... lo siento, porque escribe bien y tiene buen ingenio, pero... yo no puedo consentir que sus imprudencias me pongan en ridículo.
Aquella noche que, por excepción, pensaba consagrarla a la reina, encontraba Felipe IV aquel aparente testimonio de una infidelidad que no pasaba de sospecha. Así fue que el monarca retrocedió disgustado.
Después se detuvo, y pensando qué partido deberla tomar, resolviose a entrar en la cámara de la reina.
Una dama le salió al encuentro.
—La reina está acostada.
—¿Duerme?
—Sí, señor, ¿quiere V.M. que la avise?
—No, mañana la veré. Esto es demasiado, pensó, y saludando a la dama se dirigió a su habitación.
IV.
Los rumores que se extendían por la corte, eran poco favorables a la fama de la reina: dábanse por ciertos los amoríos del conde de Villamediana con la esposa de Felipe IV, y ya el amante había motivado algunos lances[3] desagradables entre los más leales y los más crédulos.
Felipe IV veía en Villamediana un competidor afortunado, hasta que la sospecha de la infidelidad de la reina le hizo ver en el conde un hombre que atentaba a su honor.
El cortesano poeta gozaba mucho favor con las damas de la corte. Galán, de buenas prendas físicas, noble, valeroso y discreto, era un rival terrible para otro que no se llamase rey de España.
Por su parte el conde era enamoradizo y atrevido, condiciones ambas que tienen mucho encanto para las mujeres, y no había pasado para él desapercibida la noble dama burgalesa.
Algunos días hacía que rondaba la plaza de la Almudena, y la noche en que Felipe IV había conseguido, merced a una inesperada casualidad, el lazo azul, aquella prenda de amor, pues como tal el rey la tasaba, Villamediana no había perdido el tiempo. Observó la escena oculto detrás de un tapiz, y no perdió ni el dato del lazo azul.
Si el conde habló de ello a la reina, o si como es más verosímil, la comunicó por conducto de una de sus damas la noticia de lo que había presenciado, no se supo; ello sí, se habló de cierto anónimo dirigido a la desdichada esposa de Felipe IV, en el cual se la participaban nuevas infidelidades del rey su esposo.
Cuando la litera en que conducían a las damas salió del Buen Retiro y se dirigió hacia el Prado de San Jerónimo, el conde de Villamediana la siguió, y al llegar a la plaza de la Almudena las señoras, el conde se hallaba en el dintel de la puerta de su casa.
Adelantose a su encuentro, y ofreciendo la mano a las damas, las saludó diciéndolas:
—He llegado antes.
—¡Conde!
—¿Vos aquí?
—Vuestros criados andan poco, observó sonriendo Villamediana, y después añadió dirigiéndose a María:
—¿Me conocéis ahora?
—¿Vos?
—Sí, yo soy el galán del lazo azul que me permitiréis que guarde.
Las damas entraron en su casa y el conde se alejó murmurando.
—Veremos si Felipe me gana esta partida.
V.
—Deseo hablaros —decía la reina a Felipe IV al siguiente día.
—Y yo también lo desearía, señora — añadió el rey en grave entonación.
—¿Vos?
—Señora, necesito explicación de ciertos misterios que vagan de boca en boca por la corte y que ofenden a mi dignidad.
—¡Señor! si vais a hablarme de lo que es costumbre en vos, si para huir de las recriminaciones que yo pudiera dirigiros queréis vos anticiparos, mal hacéis. Conocéis la injusticia de ellas y no habéis de temer que yo os inquiete con mis preguntas.
—¡Señora!
—No os acrimino, Felipe, sé que el amor puede fingirse tal vez durante algunos días, pero después de algunos años, no puedo yo pediros cariño si vos no me le profesáis.
—Ved lo que habláis.
—Solo puedo suplicaros, solo puedo pedir con lágrimas en los ojos, que no me hagáis sufrir poniéndome delante todos los días el testimonio de mi desdicha y los objetos de vuestras pasajeras pasiones. Hoy es una dama de la corte, ayer una comedianta, más tarde... ¿quién sabe?
—¡Señora! basta ya.
—Oídme, Felipe, es la última vez que con mis quejas os molesto, víctima de las intrigas de vuestro favorito, del conde-duque, a quien en todas partes veo, y al que procuráis presentar siempre delante de mí para humillarme y hacerme sufrir, no pienso prolongar esta situación por mucho tiempo.
—¿Es una separación lo que me proponéis?
—Sí, una separación es lo que os propongo. La discreción puede salvar los obstáculos aparentes, y puede creer el mundo virtud lo que es ya una necesidad.
—¿Una necesidad decís?
—Sí, una necesidad: es imposible esta situación. Y si no bastaran a resolverme vuestro desprecio, vuestras veleidades y aventuras que toda la corte delata, y que vos no ocultáis a nadie, ofendiendo mi dignidad o hiriéndome en el alma, las sospechas que añadís serian suficiente motivo para esta determinación.
—¿Habéis concluido?, preguntó Felipe IV procurando contener su disgusto.
—Sí, he concluido para siempre, señor, os lo repito.
—¿Y podéis explicarme qué causa os ha precipitado a dirigirme tan duras reconvenciones? ¿qué observáis hoy en mí que no vierais ayer?
—¿Queréis que os lo diga?
—Si.
—Pues bien, Felipe; una nueva aventura amorosa que ha llegado a mis oídos provoca mi disgusto. Hablo de la joven burgalesa, de María.
—¿Cómo?, preguntó el rey sorprendido.
—De esa dama a quien vos enamorabais, ofendiendo su honra, la vuestra y la mía.
—¿Es con una calumnia más con que pensáis detener mi justo enojo?, replicó ya más sereno el monarca.
—Ved en vuestro pecho le prueba de esa calumnia —dijo la reina indicando el lazo azul que Felipe llevaba en el pecho, al lado de la cruz de Santiago.
El esposo infiel nada respondió.
—¿Cómo sabéis?... preguntó después de un momento y cortando la pregunta después, añadió:
—Sí, ¡lo sabéis por él!
—¿Cómo?
—¡El conde de Villamediana! —repitió furioso Felipe IV.
—Os engañáis, y ved que no he de tolerar por más tiempo tan injuriosas suposiciones.
—Basta, señora; ved el aprecio que yo hago de este lazo.
Y diciendo y haciendo, le arrojó por una ventana.
VI.
—Hay providencia —exclamó un caballero que al dirigirse hacia la puerta del palacio, vio caer a sus pies el lazo de seda de la burgalesa.
Cogiole con avidez, y en lugar de continuar su camino, retrocedió volviendo en dirección de Madrid, subiendo en el carruaje que le esperaba.
—Ahora veremos, repetía, si me gana Felipe IV la partida.
El vehículo salvó con celeridad el prado de San Jerónimo, y siguiendo hasta la Puerta del Sol, tomó la calle de la Almudena hasta llegar a Santa María.
Allí se detuvo.
El caballero, que era el conde de Villamediana, salió y se encaminó hacia una casa grande, aunque de un piso, situada en el lado de la que hoy llamamos plaza de la Armería.
Pocos días después la corte decía:
—Ese conde es el verdadero burlador de Sevilla o de Madrid: ya ha conquistado a esa virtud de Burgos, tan codiciada por los galanes y tan envidiada por las mujeres
VII.
La burla fue demasiado sangrienta para que Felipe IV pudiera olvidarla.
A fomentar el incendio de la ira que ardía en el pecho del monarca, llegó la audacia del conde que en unos torneos que se celebraron en Madrid apareció caballero sin más armas que algunos reales, y delante un lema que decía:
«Son mis amores.»
Los cortesanos se escandalizaron.
Aquella era una temeraria revelación de sus criminales amores con la reina, claramente se leía.
Felipe IV pensó en deshacerse de su rival: quien asegura que no paró mientes en aquel suceso, aunque no sea esta especia muy creíble ni verosímil.
Algún tiempo después el conde de Villamediana moría asesinado en el portal de su propia casa, sita donde hoy la del conde de Oñate, y frente al mentidero de San Felipe.
Quién fuera el asesino no pudo saberse, cuál el que guió su brazo, se supone, aunque no pueda darse como cierto.
Si ello fue por orden de Felipe, bien pudo exclamar a su vez:
—Veremos ahora si el conde me gana la partida.
EDUARDO DE PALACIO
NOTAS
[1] Carnaval (días anteriores a la Cuaresma).
[2] Vehículo antiguo capaz para una o dos personas, a manera de caja de coche y con dos varas laterales que se afianzaban en dos caballerías, puestas una delante y otra detrás.