El callejón del tío Esteban
(Tradición madrileña)
I
Todo júbilo era Madrid, todo algazara[1], y la multitud apiñada en derredor de algunos soldados, que servían de tribunos a la muchedumbre, oía los variados y discordes relatos de la última
victoria del duque d'Anjou, ya Felipe V, sobre las tropas del que hubiera sido Carlos III de Austria, el archiduque alemán.
La batalla de Almansa abría las puertas de Madrid al ejército del primer Borbón, y conociéndolo así el duque se apresuró a entrar en la villa, capital electa por Felipe II, y consagrada por Felipe IV. Y aunque en la villa coronada no contase en pasados días el nuevo monarca con grandes simpatías, mudados los sucesos de la guerra, la gente de más importancia dio ejemplo a los pequeños, y Madrid, el pueblo afecto a los austríacos, se declaró partidario del rey Felipe V.
Agolpábase la muchedumbre hacia la puerta llamada de las Campanillas, que por la parte del olivar del Buen Retiro, y al lado del convento de Atocha, daba entrada en Madrid.
Las tropas cubrían la carrera, y el monarca no se hizo esperar por mucho tiempo, aunque no por ello dejaran de impacientarse los más aduladores o los más curiosos.
II.
—Dicen que es tan galán como animoso, y de su valor refieren proezas, decía un hombre del pueblo a otros que a su lado estaban.
—Eso dicen, afirmaron dos o tres a un tiempo.
—La batalla de Almansa fue muy sangrienta, tornó a decir el primero de los interlocutores, y no escaseó en ella el rey nuestro señor…
—Que Dios guarde, interrumpieron a coro los demás hombres.
—Las cuchilladas y los peligros.
—Ya lo creo, afirmó otro.
—Dicen que llegó a verse tan expuesto el rey, prosiguió el más charlatán, que a no ser por un hombre muy noble y muy valeroso, un soldado de a pie de una compañía castellana de las del Archiduque…
—Baja la voz, objetó uno de los del grupo, observando a un individuo de gigantesca estatura, que, embozo[2] calado y cubierto el rostro casi por completo, merced a ello y a un sombrero de anchas alas, se aproximó a los habladores.
—Pues bien, ello fue que el valeroso peón topose en lo recio de la pelea con el mismo Don Felipe V, tan reñida y enconada fue, y tal se barajaron y confundieron borbónicos con austríacos…
—Sigue.
—Entonces…
—Entonces, interrumpió el embozado, se apareció el demonio a los charlatanes y no sucedió más.
—¿Cómo se entiende?
—¿Quién es el que así se entromete?
—Ya os he dicho que el demonio, que está pasando el tiempo en oír disparates.
Y diciendo esto dejó caer el embozo.
—¡¡El tío Esteban!!, exclamaron los que formaban el corro de habladores.
III.
Don Felipe V entró en Madrid. Los cortesanos que, caliente el cadáver de Carlos II, gritaban ya ¡viva el rey Don Felipe V!, se apresuraron a manifestar al vencedor su adhesión y afecto, y diríase que el nuevo monarca no tenía ya un enemigo en la Península.
No se comprendía la guerra de sucesión, a no ser por las ambiciones de los alemanes y por las intrigas de los ingleses, y por el odio de los luteranos que ocultamente avivaban los odios, y otras hipótesis semejantes a estas.
Pero la verdad era que ni alemanes, ni ingleses, ni protestantes mucho menos, habían hecho nada en el asunto, y que solo el apego a lo conocido, el aborrecimiento a Luis XIV y a la Francia, y el temor de verse juguete de ella, hizo al pueblo español declararse en un principio contra la dinastía que se le destinaba. Y gracias pudo dar el duque d'Anjou a la resolución del Pontífice en el asunto da la sucesión, que de lo contrario, en el pueblo español, que en tanto tenía a la religión y al sucesor de San Pedro, no habría habido un solo hombre que tomase armas por el Francés, que así le llamaban.
IV.
Hacia un extremo de Madrid, y por la parte del Mediodía, se ve todavía un callejón, no muy ancho ni muy limpio por más señas, que se denomina Callejón del tío Esteban.
El porqué de este título se explica en dos palabras: allí vivió el tío Esteban, y fue uno de los primeros vecinos, de los vecinos fundadores, puede decirse, del callejón.
Cómo se dio ese nombre a la calle, por quién, y quién era el tío Esteban para merecer tal honor, voy a explicarlo.
Era la hora del oscurecer de un día del mes de octubre de 17...
Un hombre de mediana estatura, de airoso y marcial continente, que bien manifestaba sus hábitos militares, sin necesidad de que se examinase su uniforme, rebozado en una ancha capa blanca y cubierta la cabeza con un sombrero de los llamados de tres candiles[3], se dirigía desde la calle de Atocha a la Plaza Mayor.
Por bajo de la capa, veíase asomar la contera[4] de la vaina[5] de una espada.
Otro hombre le seguía a corta distancia, también militar al parecer.
V.
El toque de oración empezaba en el convento del Sacramento, cuando entraban en la plaza aquellos dos embozados.
Siguieron una de sus bandas, la de Mediodía, y bajando la escalinata, continuaron por la calle de Latoneros.
Llegaron a una de las primeras casas de la acera de la izquierda, y adelantándose el que parecía servidor del otro, dio un aldabonazo[6] en la puerta.
Nadie transitaba en aquellos momentos por la calle, o tal pareció a los embozados, cuando de repente se abrió la puerta de la casa, y salieron de esta hasta cuatro hombres, que arremetiendo con los que llegaban les obligaron a retroceder.
—¡Muera el Francés!, murmuró uno de los cuatro.
—¡Muera!, repitieron los demás.
Los dos embozados, algo repuestos del primer impulso, desenvainaron los aceros y dieron contra los que los asaltaban.
Pero como si todavía pareciese a estos escasa la ventaja, entretuviéronse sin atacar durante algunos segundos, y entretanto que llegaban otros cuatro o cinco hombres en su ayuda.
VI.
La situación de los dos embozados no podía ser más comprometida, y el desenlace, a pesar del gran esfuerzo que demostraban, hubiera sido la muerte de ambos, si tal se proponían los enemigos.
Pero un individuo de atlética figura, que pasaba en aquella sazón por la calle, se detuvo un instante, y apercibido del caso, y poniendo mano a una hermosa espada toledana que llevaba en el cinto, uniose a los que se defendían, y en pocos momentos habían puesto en fuga, entre los tres, a los nueve que los envolvían.
—¿Quién sois?, preguntó con mal acento y difícil pronunciación, el que parecía jefe entre los dos militares.
—¡El demonio!, respondió el hombre colosal, en oyendo al que le preguntaba.
—¿Cómo es eso?, tornó a preguntar el de la capa blanca.
—¿Os pregunto yo quién sois?
—Debós gratitud.
—¡Segunda vez!, murmuró el gigante.
—Os suplico que no me ocultéis vuestro nombre.
—¿Para qué os sirve? Ya estáis libre, volved a palacio y déjese de aventuras Don Felipe, que no conoce bien a los españoles.
Y sin hacer aprecio de la admiración del rey, pues él mismo era uno de los embozados, ni de las palabras que le dirigían ambos, se alejó diciendo:
—¡Tanto como le odio y siempre he de hallarle delante, y siempre he de salvarle la vida! ¡Voto va!...
VII.
Cuando el atleta llegó a su casa, sita en uno de los barrios extremos de Madrid, y en la parte del Mediodía, su hija, única persona que le quedaba de su familia, saliosle al encuentro, y cayendo de rodillas, exclamó:
—¡Padre, padre mío, perdón!
—¿Qué es esto?, preguntó con sobresalto el tío Esteban, que él era el gigante.
—Soy indigna del cariño que me profesáis.
—Explícate y pronto, repitió dos o tres veces el tío Esteban.
—¡Estoy deshonrada!
—¿Cómo? ¡Luisa! Eso es imposible, rugió el padre sin poderse contener, tú me engañas, tú mientes. ¿Quién es el infame, quién es el cobarde?...
—¡Perdón, perdón!, exclamó deshaciéndose en llanto la infortunada Luisa.
—Habla y acabemos pronto.
—¡Ah!
—¡Luisa!, tornó a gritar el tío Esteban.
De sus ojos salían rayos de cólera que espantaban a Luisa y hubieran espantado a cualquiera.
—¡Habla, habla!, repetía, ¡el nombre!
—El duque de…
—El general de Felipe V, ¡el mal español! ¡oh! ¡basta!
Y sin pronunciar más palabra indicó a su hija que se retirase y él quedó pensativo.
—¡Es tan hermosa!, murmuraba, y sus ojos se inundaron de lágrimas.
Un infierno de pensamientos acudía a la cabeza del tío Esteban, un laberinto de sentimiento, de cariño, de odio, de venganzas, de orgullo.
—¡Hay para volverse loco!, exclamaba.
¿En qué pararía aquella borrasca? El tío Esteban pensaba en la inutilidad de sus quejas, y comprendía que la satisfacción del matrimonio, única que podía reputarse como tal satisfacción, no podría conseguirse: la desigualdad de clases lo impedía en absoluto. Por otra parte, asesinar a su hija sobre una crueldad fuera una injusticia. ¡Pedir amparo al Francés! … eso menos que nada.
VIII.
Amaneció el siguiente día, y el tío Esteban salió sin despedirse de Luisa. Trascurrieron las horas y la hija del gigante nada supo.
La ansiedad la atormentaba.
Ella, el ángel del hogar, la hermosa y pura niña, encanto del pobre viejo, había envenenado los últimos días de su existencia.
IX.
El tío Esteban por su parte nada resolvió durante el día. Dirigíase a palacio, y su orgullo le detenía en el camino, si no su odio al nuevo monarca. Pensaba en acudir al asesino de su honra y concluir con él como única satisfacción al agravio recibido. Pero entonces la ley le condenaría y añadiendo una deshonra más a la de su hija, más aumentaría el propio daño.
X.
Llegó la noche y los amigos del tío Esteban y correligionarios políticos que tenían en la casa del atleta su centro anti-borbónico al cual acudían a desahogarse en improperios [7]de sus enemigos, terminado ya el período de la lucha armada, pensaron al notar la falta de Esteban, puesto que era la segunda noche que Luisa les decía hallarse sola, que algún grave acontecimiento les privaba de él. Cundió en el barrio la noticia de aquella suspensión de reuniones, y no faltó quien asegurase que el tío Esteban se había pasado a los borbónicos, fundándose en haber visto entrar en su casa al duque de....
Cuando volvió el tío Esteban a su casa, Luisa lloraba al pie de un crucifijo.
El ofendido padre no la dirigió ni una mirada y se dejó caer en un taburete que halló junto a una mesa de pino, cubierta con un paño verde.
Iba a entregarse a sus reflexiones, cuando un golpe que resonó en la puerta de la casa le sacó del letargo.
—¿Quién va?, preguntó aproximándose a una ventana, maquinalmente y sin llegar a abrirla.
—¡Madre mía!, exclamó la joven, temiendo un nuevo suceso.
—¡Silencio!... gruñó el tío Esteban.
Y continuó para sí:
—¡Esto es demasiado! ¡si es él, morirá!
XI.
Se lanzó hasta la puerta y abrió.
—Un enemigo, dijo el que entraba delante de los dos caballeros que llegaban.
— ¡Él!, murmuró el tío Esteban. Señor…
—Todo lo sé, Esteban, replicó Felipe V, que era el que llegaba con un ayudante y el duque de…
Luisa permanecía inmóvil como una estatua.
— ¡Todo!¡todo!, rugió el tío Esteban, clavando en el duque una terrible mirada.
—Todo, afirmó Felipe V. Sé que en el fragor de la batalla de Almansa, me salvaste de una muerte alevosa que los tuyos… perdona, que los alemanes me hubieran dado.
—En cambio…
—Sí, en cambio burlé tu honradez, rompí mi palabra, y me salvé, en lugar de rendirme por tu prisionero.
—¡Ah!
—Sé que hace dos noches has vuelto a salvarme la vida, sé que eres noble de corazón y quiero que lo seas por tus timbres[8]…
—Señor…
—Sé que tu honra…
—No hable de ello V. M.
—Sí, porque el seductor, el que te ha ofendido viene a pedirte perdón de la ofensa y la mano de tu hija la condesa de…
—¡Luisa!... ¡ella!... ¡condesa!... se interrumpía el tío Esteban.
—No te indignes, Esteban. Es empezar a pagarte y todavía quedo en deuda contigo.
—Señor, murmuró violentándose el duque, yo suplico que perdonéis a vuestros hijos.
—Sí, es una acción la de V. M. que me confunde y me esclaviza, repuso el tío Esteban, y…
—Yo os suplico que admitáis…
—No, no admito sino que se case con mi hija, pero temo que no haya de ser feliz…
—De ello me encargo, interrumpió Felipe adivinando la intención de las palabras del tío Esteban.
—En cuanto a mí, dijo este, saldré de Madrid. Iré a vivir donde nadie me conozca, porque me avergonzaré de deberos tanto beneficio, y por no poder ya trabajar contra V. M., porque me ha vencido en nobleza.
XII.
Efectivamente, el tío Esteban desapareció de la casa y de la villa, apenas vio realizado el matrimonio de su hija, sin que pudieran contenerle los ruegos ni los consejos de Felipe V.
El callejón en que el anti-borbónico había vivido se conoció desde entonces por el Callejón del tío Esteban según dispuso el duque de Anjou, don Felipe de Borbón.
EDUARDO DE PALACIO.
Edición: Ana Mª Gómez-Elegido
NOTAS
[1] Ruido, gritería de una o de muchas personas juntas, que por lo común nace de alegría.
[2] Parte de la capa, banda u otra cosa con que se cubre el rostro.
[3] Sombrero que teniendo levantada y abarquillada el ala por terceras partes, forma en su base un triángulo con tres picos a modo de los que sirven de mecheros en las candilejas.
[4] Pieza que se pone en el extremo opuesto al puño de objetos como un bastón, un paraguas, una sombrilla o una espada.
[5] Funda ajustada para armas blancas o instrumentos cortantes o punzantes.
[6] Golpe dado en la puerta con la aldaba o con el aldabón (pieza de hierro o bronce que se pone a las puertas para llamar golpeando con ella).
[7] Injuria grave de palabra, y especialmente la que se emplea para echar a alguien en cara algo.
[8] Acción gloriosa o cualidad personal que ensalza y ennoblece.