El reloj de las monjas de San Plácido
(Tradición) (1)
Poco tiempo hacía que estaba concluida la obra del convento de monjas de san Plácido, es decir, que mediaba el año de 1624 cuando en una noche del mes de julio, tres horas después de haber oscurecido, entraron con paso no muy acelerado en la calle de San Roque dos personas embozadas en su largo ferreruelo[1]. El alumbrado de Madrid en aquellos tiempos estaba al arbitrio de la atmósfera, pues el único farol que le daba alguna luz por igual en todas sus calles era la luna. Como en la noche de que hablamos estaba oculta entre negros nubarrones, habla dejado a la población en una oscuridad completa, y era imposible distinguir las facciones de los dos embozados. Sin temor de ser conocidos, seguían su camino sin despegar los labios, hasta que llegaron a la esquina de la calle del Pez donde se detuvieron, enfrente de un pequeño retablo de San Roque que había a la esquina del convenio donde ahora hay otro más moderno.
Ambos sacaron el rostro del embozo, se miraron en silencio, y vieron sus semblantes algo turbados al parecer, iluminados por la luz moribunda que despedía un farol que alumbraba al santo. Los dos tenían la misma estatura, aunque se diferenciaban en la edad. Al más joven le colgaba una guedeja[2] rubia por debajo del sombrero, y su fisonomía la animaban dos ojos azules y rasgados; la luz del farol no era suficiente para distinguir el bigote que le apuntaba. El otro era un hombre robusto, de bien pronunciadas facciones, con unos bigotes castaños, retorcidos hacia arriba, y una perilla poblada en la barba.
Breve rato pasaron en silencio, como dos personas que están indecisas preguntándose uno a otro con los ojos en qué han de resolverse, hasta que el más joven bajando la cabeza, dijo, después de haber suspirado:
— ¡No me atrevo a pasar adelante!
— Ánimo, señor, le repuso el de más edad, tiempo es ya de que se rinda esa fortaleza inexpugnable. Si teméis que seamos descubiertos, debéis desechar un temor tan infundado. La hora es la más a propósito para nuestra empresa ¡las puertas no nos
impedirán el paso, pues las llaves están en mi bolsillo. Podéis entrar seguro hasta su cuarto!
— Y no crees, Damián, que pudieran muy bien..., espérame.
Sin acabar la frase volvió pies atrás y se paró en la puerta de la iglesia, aplicando el oído por la cerradura. Pasado un momento se reunió con su compañero, el cual le dijo sonriéndose:
—Pues ya es sabido que a estas horas no han de estar en coro.
—¿No seremos descubiertos?, preguntó el joven con ansiedad.
—Y aunque lo fuésemos ¿qué mal habría en ello?, dijo Damián encogiéndose de hombros. Con una sola palabra podéis hacer callar a cualquiera.
—Temo... vamos Damián... tienes mucha razón.
Volvieron a embozarse bien, y doblaron con resolución la calle, dirigiéndose por la del Pez abajo. Paráronse en la portería del convento y estuvieron un rato escuchando, al cabo del cual tomaron la calle de la Madera, donde según se vio era el término de su viaje. Al llegar a la puertecilla pequeña que hay a mano izquierda, dijo Damián sacando un llavero:
— Ya estamos, a Dios gracias.
— Abre pronto, dijo el joven, porque si no tal vez me arrepienta. No tardó tanto en decirlo como en estar expedito el camino. Entraron con mucho cuidado cerrando la puerta tras sí, y después de haberse cerciorado de que no se percibía a su alrededor ni el más pequeño suspiro, sacó Damián una linterna que traía debajo del ferreruelo, y vieron que estaban en un cuarto junto a la
cocina.
—¿Sabes el camino?, dijo el joven.
—Si no me ha engañado el sacristán, creo que acertaremos.
—Pues vamos, ve delante guiando.
— Andad de puntillas. ¡Malditos borceguíes[3] cómo suenan!
— Mucho silencio.
Acabado este pequeño diálogo, prosiguieron internándose en el convento, y pasados algunos claustros llegaron a una celda donde se pararon, y cuya puerta fue abriendo Damián muy pausadamente. El joven se acercó al oído de su compañero y le dijo en voz apenas inteligible:
— Quédate aquí fuera, y si pasa por casualidad alguna religiosa impedirás que alborote... si es necesario dila quien soy.
Damián bajó la cabeza repetidas veces en señal de que estaba enterado, y se quedó en el claustro recostado en la pared, volviendo a ocultar la linterna.
El joven entró en la celda, que era un cuarto pequeño, cuyos únicos muebles consistían en un tablado y un reclinatorio, donde estaba orando una religiosa; delante de ella tenía una imagen de santa Teresa con dos búcaros[4] con flores, y en medio una lamparilla que daba una luz muy escasa. Ya fuese por poca resolución, o porque le intimidase la quietud que reinaba a su alrededor, no pudo el joven moverse de un mismo sitio, y quedó como una estatua, fijos los ojos en la religiosa. Procuraba contener su respiración agitada y los inertes latidos de su corazón, receloso de que descubriesen antes de tiempo la idea que le había llevado hasta aquel sitio. Luchaba en su interior con la pasión que le dominaba y con el arrepentimiento de haberla llevado a cabo. Incierto y vacilante entre estas dos ideas tan opuestas, no sabía por cual decidirse, y se hallaba sin dar la más pequeña señal de animación, como si le hubiera petrificado la mujer que moraba en aquella santa mansión. Largo rato pasó en tan penosa incertidumbre, y no saliera de ella a no haberse levantado la religiosa después de acabar su oración. Ambos se conmovieron al mirarse. El joven se acercó a ella indicándola el silencio, y fue una advertencia inútil, pues había caído desmayada en el suelo dando un grito. Entonces la estrechó entre sus brazos con alegría, y sentándose en el tablado la recostó en su pecho, pasando la mano por su frente, sin atreverse a sellar en ella sus labios, intimidado por la sagrada toca que la cubría.
—¡Margarita! ¡Margarita!, la llamaba entusiasmado, acercando su boca a la mejilla de la religiosa, ¡Al fin te he encontrado, al fin han sido inútiles todos los medios de que te has valido para huir del amor que me abrasa!
Margarita volvió en sí dirigiendo una mirada de compasión al joven que la estrechaba convulsivamente y lleno de placer. Con ello logró que la soltase haciéndole enmudecer al mismo tiempo.
— Señor, le dijo hincándose de rodillas, ¿por qué me perseguís hasta esto retiro? ¿No sabéis ya cómo he correspondido a vuestro amor? Cuando me hallaba en el mundo sin amparo alguno y temiendo continuamente que el poder de un monarca lograse vencer todos los obstáculos que yo le opusiese, creí que el único medio de salvar mi recato era el encerrarme en esta clausura. Yo lo juzgaba entonces como la única muralla que no podía saltar el monarca que me perseguía.
—Pues bien, Margarita, si estás viendo que nada se me opone, no podíais dudar del amor que te profeso.
—No profanéis esta casa donde jamás han resonado sino palabras de inocencia.
—Y la pasión que me domina ¿no la consideras inocente y pura como el cendal[5] que te cubre? ¡Margarita! Nada deseo sino ver ese rostro hermoso y escuchar esa voz virginal en todos los instantes de mi vida. Desde la última vez que te vi, no he podido gozar un momento de placer como el que estoy gozando.
— ¡Señor! …
— Margarita, ven y reposa tu cabeza en este pecho que está abrasándose en el amor más inocente.
—Huid de aquí antes que nos sorprendan, solo en mi cabeza caería el castigo a pesar de ser inocente.
—¿Y quién se atrevería a castigar a una persona que protege el soberano?
—Sois el Rey de España y sin embargo no puede todo vuestro poder lavar la mancha del deshonor. Salid por Dios de aquí… os lo suplico de rodillas … no os acordéis de que Margarita existe en este mundo… dejadme, señor, dejadme.
—¡Margarita!
—Si no salís inmediatamente, grito y os descubro. Mañana se divulgará por Madrid que D. Felipe IV el Rey de España y de las Indias, en vez de velar por sus dominios, anda escalando los conventos y procurando seducir a las esposas del Señor.
Margarita, al decir esto, se apartó del Rey señalándole la puerta con suma entereza. El Rey quedó suspenso bajando los ojos sin dar respuesta ninguna, y levantándose finalmente lleno de indignación.
—Nada, la dijo, me ha de hacer variar de resolución: yo lograré sacarte de esta casa.
—¡Señor!
—¡Margarita! la pasión que me domina me tiene ciego y vuelvo a repetirte que tarde o temprano ha de consumar su felicidad.
—¿Y si yo os suplicase un solo favor?
—¿Cuál es?, preguntó el Rey con ansiedad y convirtiendo en alegría el furor que le dominaba.
—Solo os suplico, dijo Margarita, que paséis tres días sin entrar en esta casa.
—¿Y el cuarto?
—Podéis venir.
—¿A esta misma hora?
—A esta misma hora.
—¿Y entonces me recibirás con más alegría?
—Os lo juro
—¿Y luego?
—Ya veréis, salid.
El Rey estuvo un momento sin quitar la vista de Margarita, demostrando su semblante el placer que abrigaba su pecho. Esta cayó de rodillas en el reclinatorio cubriéndose el rostro con las manos, luego que aquel estuvo fuera de la celda.
Tres siglos se le figuraron al Rey los tres días que habían de pasar para que llegara la hora de la cita en que cifraba su felicidad; llegada que fue, salió de palacio con el mismo compañero que la primera noche, y ambos con más resolución. En las pocas palabras que hablaron durante el camino, se conocía la alegría que los animaba, y en el paso acelerado que llevaban, la certeza de un próximo triunfo. Cuando llegaron a la puerta pequeña de la calle da la Madera, vieron con admiración que se abrió al momento por sí misma, sin que persona alguna les impidiese el paso. El Rey entró el primero, y al ir a hacer lo mismo Damián, la puerta se cerró repentinamente, dejándole en la calle. Sin reparar aquel en este raro suceso, prosiguió su marcha por los claustros, causándole no pequeño asombro el verlos alumbrados con bujías[6] que había colocadas de trecho en trecho; llegó a la celda de Margarita, cuya puerta estaba cerrada, y abriéndola con resolución entró entusiasmado deseando arrojarse a sus pies. Aturdido quedó y sin poder apenas respirar al encontrarse solo en aquel cuarto.
—¡Margarita!, gritó fuera de sí mirando a todos lados.
—Venid y la veréis, respondió una voz sepulcral desde el claustro. Salió a él aterrorizado, y se halló en medio de las religiosas que formaban dos hileras; cada una llevaba un cirio encendido, los rostros descubiertos, y fijos los ojos en el suelo. Fue mirándolas a todas una por una sin poder hacerse cargo de su situación, luego que acabó de recorrerlas, lanzó un terrible grito. Púsose en medio de ellas cruzando los brazos en el pecho, y dijo enfurecido brillando sus ojos encendidos por la desesperación.
—¿Y Margarita?
—Venid y la veréis, volvió a repetir la misma voz que anteriormente.
Las religiosas empezaron a marchar muy pausadamente cantando un de profundis[7], y el Rey las siguió atemorizado, creyendo que era un sueño fatal todo lo que estaba pasando. En esta conformidad entraron en el coro que estaba cubierto con paños negros, teniendo en medio un pequeño túmulo[8] donde estaba Margarita pálida y desencajada, rodeada su cabeza con una guirnalda de azahar, esparcidas varias flores sobre su hábito, y alumbrada por cuatro blandones[9].
—Ahí la tenéis, le dijo al Rey la abadesa, agarrándole del brazo y llevándole sin sentido hasta el féretro. Se acercó a ella agitado y convulso, clavando sus ojos en el rostro que pocos momentos antes había creído encontrar lleno de amor y de alegría. Quiso acercar sus labios al cadáver, y no se lo permitió un sentimiento de temor que moraba en su pecho.
—¡Margarita! Señor, perdonadme si he causado su muerte. Al decir esto, cayó de rodillas bañados sus ojos en lágrimas, al mismo tiempo que continuaba la comunidad entonando el oficio de difuntos.
Los diferentes afectos que habían herido el ánimo del Rey en tan cortos instantes, le causaron un desmayo que amedrentó en gran manera a las religiosas; pero como al parecer ya lo tenían previsto, se aprovecharon de él para mandarle a palacio con mucho sigilo en una silla que estaba prevenida a la puerta.
A la mañana siguiente se levantó el Rey con el semblante cadavérico, y denotando una tristeza que le era imposible vencer. El primer asunto que tuvo que despachar, fue una solicitud de las monjas de San Plácido, en la que le pedían que les costease un reloj para la torre. Al escuchar el nombre de este convento le vino a la memoria el recuerdo de la noche pasada, y acordándose de Margarita levantó los ojos al cielo, procurando que no sospechase el ministro la opresión que sentía su pecho.
—Mandad, le dijo, que se haga un reloj como hasta ahora no se ha visto ninguno. Decid que al dar la hora toquen las campanas de una manera que parezca que doblan por la muerte de una religiosa.
Mientras pasaba esta escena en palacio, reinaba en el convento una alegría y un alborozo sin igual. Todas las religiosas estaban alrededor de Margarita alabándole la traza[10] de que se había valido para librarse de las asechanzas del Rey.
Fabricose el reloj como había mandado el soberano, quedando hasta el día de hoy en la misma conformidad.
CARLOS GARCÍA DONCEL
NOTAS
(1)No puede asegurarse positivamente hasta qué punto sea cierto el suceso a que se refiere esta tradición, pero existiendo ella bastante generalizada, el autor de esta leyenda ha creído poder referirla tal como ha llegado a sus oídos. (nota del autor)
[1] Especie de capa o blusa.
[2] Mechón (porción de pelos separada de un conjunto de la misma clase).
[3] Calzado que llegaba hasta más arriba del tobillo, abierto por delante y que se ajustaba por medio de correas o cordones.
[4] Florero (vaso para flores).
[5] Velo, tela de seda o lino muy delgada y transparente.
[6] Palmatoria (candelero bajo).
[8] Armazón de madera, vestida de paños fúnebres, que se erige para la celebración de las honras de un difunto.
[9] Vela gruesa de cera con una mecha.
[10] Plan para realizar un fin.