El alfaquí[1] de Toledo
Por el mes de julio de 1086, era una de aquellas tardes calorosas del estío, en las que parece que la atmósfera está como adormecida por los ardientes rayos del sol, se paseaba la Reina Doña Constanza[2] por los magníficos salones del palacio suntuoso, que antes de la conquista de Toledo, había sido espléndida morada del rey Moro Alimenón. Contemplaba con cierta admiración las delicadas techumbres, llenas de menudos entallos y follajes casi encubiertos con el oro y azul de que se halla revestida su superficie exterior.
Dirigía en seguida sus miradas hacia los resplandecientes y ajaracados muros, y a las riquísimas alfombras que sus pies hollaban, quizá por el sitio mismo, donde no hacía muchos días, un Monarca poderoso, y al presente errante y fugitivo, habría quizá recibido los homenajes y respetos de una Corte lucidísima, y el testimonio sincero de su fidelidad acendrada, y nunca desmentida. Cuanto la rodeaba estaba aún indicando la estancia recientemente abandonada por otros primitivos dueños, de usos y religión diferentes, y de más voluptuosas y sibaríticas costumbres que los nuevos dominadores; quienes arrojándolos de aquellos sitios, no habían aun tenido tiempo de transformar aquella morada a la manera y usanza castellana. Así permanecían aun los ricos pebeteros[3], aunque sin exhalar de su concavidad los suavísimos perfumes del Oriente, los cómodos divanes y blandos almohadones, y las numerosas inscripciones arábigas, en que el nombre de Alá y los versículos del Corán estaban cien y cien veces repetidos, ya en las menudas ajaracas[4] que servían de adorno a las puertas, ya en los recabes y ajimeces[5], que servían de apoyo a los artesonados del techo.
Al contemplar tanta grandeza, la Reina Doña Constanza no podía menos de admirarse cómo había podido sucumbir una ciudad tan principal y tan naturalmente defendida, ya por las aguas del caudaloso Tajo, ya también por la doble línea de fuertes muros y multiplicadas torres que rodeaban su vastísimo recinto, mucho más habiéndola defendido un pueblo entusiasta y decidido, que miraba la posesión de su recinto, como el más firme baluarte de la dominación sarracénica, aunque algo debilitada con las gloriosas conquistas de D. Fernando I, y portentosas hazañas del esforzado caballero y terror de la morisma, Ruy Díaz del Vivar.
Esa misma extrañeza no dejaba de causarla al propio tiempo un cierto recelo, pues se encontraba sola en aquellos momentos, sin más apoyo que una guarnición, numerosa sí, pero escasa en comparación de la población sarracena, suficiente en caso de un levantamiento, a dar fin con los defensores de una ciudad tan recientemente conquistada. Todo su afán era el preguntar a sus damas y al valiente Pero-Ansúrez[6] que estaba en su compañía, si habían llegado noticias de la parte de León, adonde se habla dirigido D. Alonso después de dejar arregladas las cosas de Toledo.
—No tengáis el menor cuidado Señora, la decía el noble anciano, que entró en aquellos momentos; los moros están tranquilos y satisfechos con la libertad, que les ha dejado vuestro esposo, ya en lo tocante a su gobierno, como en su religión, pues conservan sus Cadís[7] y Alfaquíes, y están a su disposición todas las mezquitas hasta la principal.
—¿Qué decís?, le interrumpió Doña Constanza. ¿La Mezquita mayor, la que fue antes el templo principal de los cristianos, el que según tengo oído fue consagrado por la presencia de la Virgen, y en cuyo recinto se han celebrado los famosos Concilios Toledanos?
—Muy enterada estáis de semejantes pormenores, contestó Ansúrez, y no lo entraño pues os habrá informado de ellos D. Alfonso; pero aunque con sentimiento suyo ha sido indispensable semejante concesión, para mejor atraer los ánimos, y conciliar las voluntades de los habitantes de esta populosa ciudad.
—Sea en buen hora; pero eso es demasiado, y casi raya en descrédito de las victoriosas armas de mi esposo, y no sé cómo el Arzobispo ha podido...
—Señora, la interrumpió el Conde, D. Bernardo es demasiado prudente para haber aconsejado al Rey otra cosa, y si lo contrario hubiera sucedido, yo me hubiera opuesto con todas mis fuerzas, y con el ascendiente que estas canas me conceden sobre el ardor juvenil de vuestro esposo.
—Y aunque eso fuera, dijo la Reina ¿sabéis que en las atribuciones del Arzobispo, por razón de su ministerio, estaba la posibilidad de la ejecución de semejante proyecto?
—Os engañáis, Señora, repuso con orgullo Ansúrez; los Arzobispos pueden mandar en las Iglesias que sean suyas, mas no en las que aún no se les han concedido. La conservación de esa Mezquita ha sido una de las condiciones de la entrega, y solo el conquistador, y diré más, ni aun ese es capaz de variarlas: pero esta conversación se alarga demasiado, y mi presencia es necesaria en otro sitio, si me otorgáis vuestro permiso...
—Lo tenéis, Conde— respondió secamente Doña Constanza. Ansúrez haciendo una reverencia se ausentó, dejando sola a la Reina, que meditaba en su interior los más audaces proyectos. Tímida e irresoluta en un principio, se enardeció su amor propio con las altivas contestaciones del Conde, a quien no profesaba el mayor afecto, y se creyó con fuerzas para arrostrarlo todo, dando así en ojos a la especie de predominio, que en ausencia de D. Alfonso quería arrogarse Pero-Ansúrez.
II
Efectivamente, D. Alonso VI había siempre mirado la conquista de Toledo como una de las más gloriosas hazañas que habían de ilustrar su reinado. Desde que huyendo de la cólera de su hermano D. Sancho, había tenido que refugiarse bajo el amparo y hospitalidad del Rey moro Alimenón[8]: su imaginación exaltada le había hecho concebir ese proyecto, que no llevó a cabo mientras aquel vivió, a consecuencia de los pactos que entre ambos mediaron a su salida de Toledo, para tomar posesión de los reinos de Castilla y León, después de muerto D. Sancho en el cerco de Zamora; mas reinando en Toledo Yahye y libre de su compromiso, con numeroso ejército sitió a ciudad tan importante, y después de un asedio porfiado se rindió, bajo ciertos pactos y condiciones, entre las cuales se contaba la de que la mayor Mezquita quedase en su poder, para seguir en ella las ceremonias de su culto, haciéndose para su cumplimiento juramentos de una y otra parte, y entregándose por rehenes personas principales de los dos partidos.
El Rey Yahye y los principales caballeros de su séquito salieron de la ciudad, llevando consigo sus más preciosos tesoros, y D. Alonso se hospedó en su anchuroso y magnífico Alcázar, situado en la parte que hoy ocupan los monasterios de Santa Fe, la Concepción Francisca y el Hospital de los Expósitos.
Uno de los primeros cuidados que ocuparon al rey después de la conquista, fue el de restablecer en Toledo la antigua silla Primicial y el Arzobispado, que en otros tiempos había sido tan célebre, y con este designio mandó juntar Concilio de Grandes y Obispos, en el que quedó restaurada esta primera Diócesis, y nombrado por su primer prelado Don Bernardo Abad de Sahagún, y muy amigo del monarca, ejecutándose aquel solemnísimo acto en la Iglesia de Sta. María de Alficén, que estaba donde hoy existen las ruinas del Carmen Calzado, por no poderse realizar en la Iglesia mayor que estaba ocupada por los moros, según acabamos de enunciar. Después de arregladas todas estas cosas, partió el Rey para León, donde le llamaban urgentes atenciones, dejando a Doña Constanza y al Arzobispo al cuidado de la cuidad con una buena guarnición, y este era el estado de cosas cuando tuvo lugar el diálogo, del que poco hace hicimos mención, entre la Reina y Pedro Ansúrez.
Apenas había salido este de su presencia, cuando el Arzobispo entró a ver a Doña Constanza. Fue muy bien recibido por parte de aquella Señora, que le tenía particular afecto por ser de su misma nación, y haberle conocido mucho tiempo hacía, cuando era monje de Cluni. El nuevo Arzobispo era de carácter firme, y muy a propósito para la nueva dignidad que se le babia encomendado; pero nunca pudo recabar de D. Alonso, durante su estancia en Toledo, el que revocase la condición firmada cuando la entrega de conservar a los moros la mayor Mezquita; mas ya con el carácter de Prelado pensó, en ausencia del Príncipe, poder ejecutar lo que como un simple Abad de Sahagún no había podido conseguir; y animado de esos sentimientos, se proponía hablar a la Reina de este particular, cuando esta, herida en lo más vivo por las respuestas de Ansúrez, se adelantó a su pensamiento diciéndole:
—Con ansia deseaba veros. Arzobispo: ese viejo que acaba de salir, prevalido de su influjo con el Rey, me ha contestado con bastante aspereza a algunas observaciones que le he hecho relativamente a la Mezquita mayor, que hasta el presente está aún ocupada por los moros, y cuya posesión yo ignoraba que fuese, uno de los pactos de la entrega.
—Sobre el mismo asunto os venía a informar, Señora, repuso el Arzobispo; no hagáis caso del Conde, que tiene permiso para hablar cuanto le plazca, y tened entendido, que aunque es cierto que esa es una de las condiciones, y la causa de que el Concilio, al que pocos días hace habéis asistido, se haya celebrado en Sta. María de Alficén, eso nada importa, pues ejecutándose el despojo por nosotros, D. Alonso no aparecerá como infractor, y se restituirá al culto del verdadero Dios un templo consagrado con la presencia de la Reina de los ángeles, y al presente profanado por los sectarios de Mahoma; vos como Reina, y yo como Prelado, estando a nuestro cargo el supremo mando de Toledo, podemos ejecutarlo sin responsabilidad ni riesgo.
—Os habéis adelantado a mis deseos, repuso Doña Constanza; pero desearía que esto se llevase a cabo sin tener que contar para nada con el Conde y sus parciales.
—Bastan para ello mis soldados y Burgueses de Sahagún que están dispuestos a cuanto yo les mande, y si en algo se turbase la tranquilidad pública, la guarnición se verá obligada a sostenerla a todo trance, y D . Alonso no podrá menos de llevar a bien una empresa que su real palabra le impide realizar.
—Pues está hecho, dijo con viveza la Reina, mañana podremos acometerla, disponedlo todo como os plazca; pero con el mayor sigilo y precaución.
—Desechad cualquier recelo, y con el favor de Dios todo se acabará en paz, contestó el Prelado, a la sazón que entró en la Cámara Real Pero Ansúrez, con pliegos para la Reina de parte de D. Alonso, que estaba detenido en Sahagún. Mientras Doña Constanza leía el contenido de aquellos pergaminos, que no se reducía sino a encargar D. Alonso a su esposa la mayor circunspección en el gobierno de la ciudad, el conde y el prelado se miraron con cierta curiosidad y reservado continente, habiendo adivinado este último, que su repentina aparición en aquel sitio, no tenía otro objeto que el ver si podía traslucir algo de lo que entre sí trataban la reina y el arzobispo; pero nada pudo conseguir de lo que apetecía, y a muy poco D. Bernardo se despidió de la Reina, cruzándose entre ambos una señal de inteligencia, relativa a los proyectos concertados, y cuyo éxito debía verse al siguiente día.
De este modo el celo indiscreto de un Prelado y de una Reina, sin prever los resultados por una medida indiscreta, iban a comprometer el sosiego y aun la posesión de una ciudad, cuya conquista había costado tanto a D. Alonso, y cuya conservación era tan interesante para las ulteriores miras del Monarca conquistador.
III
La Mezquita principal que los moros tenían en Toledo, era, aunque con algún mayor ensanche y diferentes adornos, la Catedral primitiva que el piadoso Recaredo habla mandado consagrar en su tiempo, donde habían tenido su silla los Stos. Prelados de Toledo, y celebrado varios de sus famosos Concilios. Orgullosos hablan quedado los moros con la posesión de ese lugar santo, y nunca podían figurarse que pudiesen ser desposeídos de lo que había garantizado la solemne fe del juramento. Los proyectos del Arzobispo y la Reina, no habiendo sido comunicados a las personas encargadas en su ejecución, estaban ocultos para la generalidad, y en las disposiciones militares no se notaba la más pequeña mudanza.
De repente una mañana vieron todos salir del barrio de los Cristianos una porción de tropas, en cuyo centro se veía a Don Bernardo, vestido con los ornamentos pontificales y báculo abacial. Los habitantes sorprendidos no ofrecieron la menor resistencia, y dejaron a los soldados llegar hasta las mismas puertas de la mayor Mezquita, cuya entrada, más con razones que con armas, intentaron defender sus guardianes y Alfaquíes. En un momento los obreros, que iban mezclados con la tropa, limpiaron el templo, quitando cuanto tenía relación con el culto de Mahoma, y colocando un altar con una imagen de Nuestra Señora; fue bendecido según el rito cristiano, y en pocos instantes, de la torre, donde antes el Imán llamaba a la oración a los Muslimes, salió el eco de una campana que anunciaba a los cristianos de Toledo que su antigua Catedral estaba ya dispuesta para celebrarse en ella los sagrados ritos de la verdadera religión.
Con la velocidad que se difunde en la atmósfera la claridad de un relámpago, cundió por los ámbitos de la ciudad la funesta noticia de la ocupación de la Mezquita. Los moros se alborotaron, y a voz en grito acudieron al cuartel de los cristianos a pedir justas satisfacciones de la infracción del tratado, y la muchedumbre amotinada se dirigía hacia el templo, que hubiera reconquistado, si convirtiéndole en ciudadela no se hubieran encastillado en el los soldados que le ocuparon. D. Bernardo ya casi arrepentido de su importuna empresa, se escudó con el mandato de la Reina, y Pero-Ansúrez, con cierta especie de alegría mezclada de temor, después de haber mandado un emisario a Don Alonso, para que con su presencia contuviese el mal que amenazaba, si bien temía que el remedio pudiera llegar tarde, saboreaba con todo y de antemano el placer de ver burlados los designios de la Reina y el Prelado, restituyéndose a la llegada del Príncipe, la Mezquita a sus legítimos dueños. El Conde dijo entonces con cierta especie de orgullo:
—Ya veis, Señora, dijo a Doña Constanza, el resultado de los consejos, de ese Abad orgulloso y temerario, que tanto me habéis querido ocultar; quién sabe si la guarnición podrá contener la furia del populacho que a voz en grito os pide justicia del atentado; ¿no oís sus voces, Señora? En efecto, una multitud de moros se hablan agolpado hacia las avenidas del Alcázar de sus antiguos Reyes, y pedía justicia con voces desentonadas.
—Ya es tarde, respondió la Reina; consumado el hecho, no queda más que procurar impedir o al menos dulcificar sus consecuencias; pero yo os pido, Conde, que al menos procuréis acallar la multitud, y hacer que difiera su pretensión hasta la llegada de mi esposo, al que no dudo habréis mandado aviso de lo que pasa.
—A estas horas ya lo sabrá todo, y ¿cuál será su providencia? contestó Ansúrez, parece, Señora, que ahora no os mostráis conmigo tan orgullosa y altanera; antes era un estorbo, y ahora se me busca. ¡Ojalá hubiera podido traslucir vuestros intentos, y semejante imprudencia no acarrearía las desgracias que al presente nos afligen; mas a pesar de todo, haré cuanto pueda por conjurar la tempestad, y veré si mis razones pueden convencer a los que tan injustamente se encuentran vilipendiados.
Y al decir estas palabras, casi sin despedirse, se ausentó el Conde, dejando a la Reina en la duda de cuáles fuesen las intenciones del magnate, cuya influencia con D. Alonso temía en la actualidad.
El Arzobispo electo, aunque conocía la rectitud del Monarca, no quería con todo abandonar su conquista, entregando a los moros el templo ya bendecido, y confiaba en que el celo y la y la religiosidad triunfarían del juramento y de la palabra de un rey. Los moros algo tranquilos con las promesas de Pero-Ansúrez, esperaban la llegada del Príncipe; pero en secreto varios de sus caudillos atizaban el fuego de la rebelión, tratando nada menos que de arrojar a los cristianos, recobrando la ciudad a merced de los disturbios, con la ayuda que esperaban de los reyezuelos de Andalucía.
Abu-Walid su Alfaquí principal, había sido convocado a esta reunión, y después de escuchar con la mayor sangre fría las bravatas de sus conciudadanos, se levantó de su asiento e imponiendo silencio exclamó: «Escrito estaba, nobles Muslimes, que el reino cuyos Arrayaces y caudillos estén divididos, por poderoso que sea, acabará y será destruido. La pérdida de la ciudad se ha consumado, e inútiles serán nuestros esfuerzos para recobrarla. El poderoso Rey Alfonso estará aquí pronto con sus huestes, y de una inútil resistencia no sacaremos más fruto que el aumento de la opresión y abatimiento que nos cerca. El Rey podrá aplacarse respecto al Alfaquí cristiano; pero en lo que a nosotros toca, su odio será eterno si salimos vencidos en la resistencia que opongamos; antes por el contrario, una cesión de nuestra parte, nos hará más bien mirados y atendidos». Estas y otras razones semejantes aquietaron un poco los hostiles proyectos de los caudillos árabes, y dejaron allanado el camino para un desenlace inesperado, y que no podían en manera alguna prever la Reina Doña Constanza y el Arzobispo D. Bernardo.
IV
Descuidado enteramente y sin poder figurarse lo que pasaba en Toledo, se encontraba D. Alonso en Sahagún, donde le habían detenido negocios de importancia, cuando el ruido de las pisadas de un caballo que entraba por las puertas del monasterio, llamó toda su atención.
Asomóse a una ventana que caía al patio principal, y vio apearse a un jinete todo lleno de polvo y sudor. El corazón le anunció en aquel momento algún funesto accidente, cuando sin darle tiempo para discurrir, se presentó a su vista el mensajero que era nada menos que uno de los escuderos de Pero-Ansúrez, y muy conocido del Monarca.
—¿Qué hay de nuevo? le preguntó no sin algún sobresalto el Príncipe.
—Más de lo que os podéis figurar, Señor, repuso el escudero; la joya de vuestra Corona, la ciudad de Toledo está a punto de perderse, y con ella el fruto de tanta sangre vertida, y si presto no acudís, dudo llegue a tiempo el remedio.
—¿Pues cómo?... Hablad presto, nada me ocultéis. ¡Dios mío, será posible! exclamó D. Alfonso.
El mensajero refirió al Monarca con todas las circunstancias el temerario procedimiento de la Reina y D. Bernardo, la revuelta de los moros, y le anunció la catástrofe que de sus resultas estaba a punto de estallar en Toledo. Luego que hubo acabado su relato, con un poco más de soseigo le dijo D. Alonso:
—El Cielo querrá no se malogre tan señalada conquista; pero al mismo tiempo tiemblen los que han hollado la palabra Real. Los siglos venideros verán en mi conducta un acto de justicia y lealtad. La Reina y el Arzobispo dejarán pronto de existir, y su muerte será el mejor sello de las promesas de un Rey.
—Pero, Señor, exclamó aterrado el escudero.
—No os metáis en lo que no os importa, le interrumpió D. Alfonso, dentro de un cuarto de hora estaremos en camino.
Con efecto, aún no transcurrido el término prefijado, salió de Sahagún el Príncipe, y tal era la prisa que se dio, que como dice el Arzobispo D. Rodrigo, en tres días se puso a la vista de la ciudad, en el lugar de Magán, que está a sus inmediaciones; pero cuál fue su sorpresa al encontrar en ese pueblo una diputación de los moros a cuyo frente estaba el Alfaquí Abu-Walid, quien se arrodilló a sus plantas, suplicándole con cuantas razones pudo sugerirle su oratoria, perdonase enteramente a los culpados en la ocupación de la Mezquita. Admirado D. Alfonso al ver una demanda tan fuera de lo que pensaba, no acertó al pronto que contestar; pero un poco recobrado le respondió con firmeza:
—No es una personal injuria; sino un desacato a mi autoridad lo que pretendo vengar.
—Nos basta, Señor le interrumpió el Alfaquí, el que nuestra religión y privilegios sean conservados en su integridad; la ocupación de la Mezquita es poca cosa en comparación; de tan singular merced, y mucho más cuando en semejante acto no ha habido infracción por vuestra parte.
Estas y otras razones explanó el moro para reducir al Príncipe, mientras que este se hallaba indeciso sobre el partido que deberla adoptar. Vencido por último, y notando en tan singular desenlace el dedo de la Providencia, que de los males saca a veces los mayores bienes, prometió a los moros el perdón de los agresores, agradeciéndoles su buena voluntad, y prometiéndoles que por siempre en toda España, quedada una perpetua memoria de aquel día.
Llegó a Toledo, y aunque no sin algunas reconvenciones perdonó a la Reina y al Prelado, y dio gracias al Señor por merced tan singular, ante el ara principal del recién bendecido templo, ordenando que para en adelante, en memoria de estos sucesos, se hiciese fiesta particular el 24 de enero, con el nombre de Ntra. Sra. de Ia Paz, como hasta el presente se conserva.
CONCLUSIÓN
Pasados algunos años, siendo Arzobispo de Toledo D. Rodrigo Jiménez de Rada, y reinando en Castilla el Sto. Rey D. Fernando, se demolió la antigua Catedral, para elevar en su lugar el monumento que hoy admiramos. La Capilla mayor fue una de las primeras partes del edificio que se construyeron, y en el pilar de la derecha, en una hornacina llena de góticas labores, se colocó una estatua de piedra que representa al Alfaquí Abu-Walid, para memoria eterna de los acontecimientos que acabamos de referir.
Esta figura perfectamente conservada, y cuyo exacto diseño damos en la lámina que está al frente de esta relación, corresponde a otra que está en el pilar opuesto, y que representa al pastor que guió a D. Alfonso VIII, por las quebraduras de los montes de Sierra Morena, cuando la célebre batalla de las Navas de Tolosa, de cuyos acontecimientos dimos cumplida noticia al lector en el tomo del Semanario correspondiente al año 1839, en el núm. 52.
N. MAGÁN
Edición: Lorena Valera Villalba
FUENTE
“El alfaquí de Toledo”, Semanario pintoresco español, 14/5/1843, n.º 20.
[1] Entre los musulmanes, doctor o sabio de la ley (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Constanza de Borgoña (1046-1093): Reina consorte de León por su matrimonio con Alfonso VI de León.
[3] Recipiente para quemar perfumes y especialmente el que tiene cubierta agujereada. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] En la ornamentación árabe y mudéjar, lazo (adorno de líneas y florones). (Diccionario de la lengua española, RAE).
[5] Ventana arqueada, dividida en el centro por una columna (Diccionario de la lengua española, RAE).
[6] Pedro (o Pero) Ansúrez fue conde en Liébana, Carrión y Saldaña, y señor de Valladolid, en cuya catedral está enterrado.
[7] Entre turcos y moros, juez que entiende en las causas civiles. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[8] Abul asan Yaya ben Ismail ben Dylinun al-Mamun (1038-1075), conocido por los cristianos como "Almamún" o "Alimenón", fue rey de la taifa de Toledo.