LEYENDAS NACIONALES: La muerte de César Borja
En la noche del jueves 11 de marzo de 1507 estalló en Viana, villa entonces y ciudad ahora del reino de Navarra, una furiosa tormenta. Los negros nubarrones que encapotaban el cielo hacían completa la lobreguez de la noche y, sólo a la súbita y momentánea luz de los relámpagos podía distinguirse, sobre la robusta torre de la iglesia de S. Pedro, el estandarte real, juguete de los vientos que, sin piedad, le desgarraban.
Tan calamitosos y revueltos eran aquellos tiempos, tan erguidas andaban la rebeldía y ambición particulares que necesaria era esta señal de dominación para conocer si un pueblo situado dentro de los límites de la monarquía vasca obedecía, o no, a sus reyes D. Juan III y doña Catalina. En el caso presente hasta las apariencias nos engañaban.
Cierto es que, aquella noche, albergaban los muros de Viana nada menos que a la primera de las dos augustas personas acompañada de un ejército demasiado numeroso para guarnición de la villa; pero el punto más interesante de este castillo, situado dentro de sus mismas murallas y en el extremo oriental, estaba muy lejos de reconocerle por dueño y señor. A la bandera del monarca, donde se veían pintadas las famosas cadenas y esmeralda de Navarra, se oponía sobre las almenas de aquel otra bandera con una roca, castillo y escala, escudo de armas del conde de Lerín, condestable del reino, y rebelado contra D. Juan. Vasallo era el conde tan poderoso que, a veces, hacía sombra a la majestad y, tan turbulento y descontentadizo, que ni los halagos y humillaciones, ni las amenazas y rigores de ésta podían contenerle mucho tiempo en tranquila obediencia y pacífica posesión de sus estados.
En la época de nuestra historia tan de cerca le hostigaba el rey, y de una manera tan cruda y vigorosa que parecía impropia de su mansa y apacible condición. Ya no quedaban a aquel vasallo, que tenía humos de soberano, más plazas que las de Larraga, Lerín y el castillo de Viana, que parecía próximo a sucumbir ante el ejército realista, tan numeroso y mandado por el capitán más grande de su siglo, a no haber existido en él Gonzalo Fernández de Córdoba: por el célebre CÉSAR BORJA.
César fue lanzado al mundo como un anatema, por medio del más horrendo sacrilegio. Entró muy joven en el gremio de los pastores de Jesucristo, recibiendo el Capelo y la investidura de los obispados de Valencia y de Pamplona.
Como no era hijo de matrimonio se valió, para legitimar su nacimiento, circunstancia indispensable para aquella dignidad, de una horrible farsa que autorizó su padre el Sumo Pontífice Alejandro VI. Torpemente enamorado de su hermana Lucrecia, mandó asesinar a su marido y, abrasado de celos al ver a su hermano D. Juan Borja, duque de Gandía, algo cariñoso con la misma Lucrecia, apostó asesinos para que le matasen en el puente del Tiber y le tirasen al rio. Esta muerte hizo recaer en César todos los estados de su familia y, dueño del ducado de Gandía, renunció en público consistorio sus dignidades y órdenes eclesiásticas con ánimo de casarse con una hija del rey de Nápoles.
Para que favoreciese sus amorosas pretensiones, llevó un Capelo al obispo de Septa. Pero, no habiendo tenido aquellas feliz resultado, envenenó por despecho al desgraciado obispo y se desposó con doña Carlota, infanta de Navarra, hija de nuestro rey D. Juan IIL Su padre le nombró luego general de las armas pontificias y el rey de Francia le dio el ducado de Valentinois. Afeó sus grandes hazañas militares con una crudeza y perversidad de corazón inauditas. Monstruo con apariencia de hombre y con entrañas de tigre, que no puede compararse con ninguno de aquella época, a no ser con su mismo secretario Machiavelo.
Poco antes de pasar a Navarra el duque de Valentinois, le tenía preso el rey católico en el castillo de la Mola de Medina pero, escapándose de allí, se acogió a la protección de su suegro el monarca de Navarra. Puesto a la cabeza de las tropas reales hacía muy poco tiempo, estaba impaciente por exterminar la rebelión que tan mezquina gloria ofrecía al emulo del Gran Capitán.
Ni los sitiadores dejaban de seguir con obstinación el cerco del castillo, ni los sitiados, flacos y amarillos, devorados por el hambre y sed más rabiosas, que les obligaban a sustentarse de viles inmundicias, pensaban entregar su fortaleza, porque unos y otros eran navarros.
La tempestad agitaba con furor sus negras alas que entoldaban la inmensa concavidad del cielo. Persuadido César Borja de que nada tenía que temer de los exánimes sitiados, mandó retirar las centinelas que tenía alrededor del castillo.
Tan deshecho era el temporal, que temió no se quedasen arrecidas o sufocadas.
En efecto, nada más que su constancia y sufrimiento podían oponer los bravos defensores. Pero no sabía el duque que, a tres horas de distancia, en la villa de Mendávia, velaba un hombre atrevido, inquieto por la suerte del castillo, y más aún por la de un hijo que dentro se encerraba.
El conde de Lerín quería salvar a su primogénito, gobernador de aquel alcázar, y los mayores obstáculos parecen débiles al amor paternal.
Así fue que, en medio de aquella recia borrasca, se vieron venir por las llanuras de Mendavia sesenta caballos a todo escape, cargados con sacos de harina y panes cocidos y montados por intrépidos jinetes que, con grave y sereno rostro, desafiaban la furia de los elementos. Antes de trepar la escarpada pendiente sobre la que está fundado el castillo por la parte exterior de la villa, detuvieron el paso a los fogosos caballos y, con el mayor silencio se apearon y, subiendo en hombros las vituallas, llegaron hasta una puerta falsa de la fortaleza, cuyo umbral se levanta algunas varas del suelo, para hacer más difícil su acceso.
El castillo de Viana forma un cuadrilongo cuyos lados mayores son los del Norte y Mediodía. En sus cuatro ángulos se elevaban otras tantas torres salientes que defendían con sus flancos llenos de saeteras las cortinas de las murallas, coronadas de almenas y terraplenadas hasta los adarves. En medio de esta explanada había (y existe aún) otro cuerpo de fortificación que se llamaba el alcázar y que consistía en un robustísimo torreón de figura redonda cuyos muros de piedra sillar tienen tres varas de grueso.
Descollaba sobre toda la fortaleza, como el cedro del Líbano sobre los arbustos de los campos. Por la parte del Norte y Occidente, que miran a la ciudad, debió tener el castillo un gran foso y puente levadizo para defender la puerta principal. Pero, por la de Oriente y Mediodía, no hubo necesidad de él a causa de lo escarpado del terreno. En este último lado estaba colocada la puertecilla falsa, a cuyo pie aguardaban los sesenta guerreros que venían a socorrer a los sitiados. Echaron éstos una escala de mano por la cual subió primero un anciano de pequeña estatura pero de grandes y juveniles bríos. Arriba le esperaba un joven no menos valiente, pero más extenuado por la falta de sueño y de alimento. Era el primero el conde de Lerín y el segundo su hijo D. Luis de Beaumont. Se abrazaron; las tiernas palabras que mutuamente se dirigieron se confundían con el trueno y el huracán. Los soldados, con el mayor silencio y apresuramiento, subieron los víveres, no atreviéndose a resollar por temor de ser sentidos de los sitiadores que, en número tan excesivo, pernoctaban en la contigua villa. Así que concluyeron su trabajo y, después de otro abrazo más tierno que el primero entre el padre y el hijo, emprendieron su vuelta los sesenta de facción, calados de agua y enlodados hasta el yelmo. D. Luis de Beaumont los siguió algún tiempo con la vista y, perdidos luego en la oscuridad, cerró aquella puerta que, desde entonces se la llamó Puerta del Socorro.
La tempestad huyó con las tinieblas; la aurora presenciaba atónita los terribles desastres de aquella noche y, al silbido de los vientos, sucedió el bramar de los torrentes que, enriquecidos con despojos, brotaban de las más áridas colinas.
Las gentes del pueblo y los soldados del rey salían a los adarves de la villa y vieron con sorpresa a los rebeldes que huían presurosos y que, satisfechos del buen éxito de su empresa, gritaban: "¡Beaumont! ¡Beaumont!”
César Borja oyó sus desaforadas voces e, informado de su origen, juró vengar aquella burla y ofensa hechas a su pericia militar. Mandó tocar alarma, vistió el arnés, ayudado de su criado Juanicot, que lo había sido del conde de Lepra y, bramando de cólera, no sufriéndole su orgullo y su impaciencia el retardar un momento la venganza, salió antes que sus tropas estuviesen dispuestas. La tradición nos ha conservado el color de su caballo, que era rubio, y tenía la nariz hendida. Aun más, cuentan que, al salir por la puerta de la Solana, que ahora se llama de la Concepción, le fueron las manos al caballo, animal brioso y soberbio, hasta dar con la cabeza en el suelo, que por la lluvia estaba muy resbaladizo. Y aquel hombre feroz, en vez de hacer mérito de tan aciaga circunstancia, que según nuestros abuelos, debía tenerla por de mal agüero, prorrumpió una espantosa maldición, espoleó fuertemente al caballo y, ciego de rabia, prosiguió su camino. Le seguía el rey su suegro a poca distancia con más de mil caballos y triple infantería, y César iba diciendo con voz atronadora: "¿Dónde, dónde está ese condecillo? ¡Que juro a Dios, hoy es el día en que lo tengo que matar o prender y no he de parar hasta que enteramente quede destruido, sin perdonar la vida a ninguno de los suyos, hasta los gatos y perros!" Y, agitando su gigantesca lanza de dos hierros, prosiguió: "Esperad, esperad, caballeros."
Así fue en seguimiento de los rebeldes hasta que llegasen éstos a un sitio llamado la Barranca Salada, que formaba una pequeña hondura encharcada por las aguas de una fuentecilla salobre, y que divide la jurisdicción de Viana de la de Mondavia. Viendo el conde de Lerín que ninguno de los suyos se atrevía a hacer frente a aquel insultante y arrojado desconocido, les animó con estas palabras:
— "¿Es posible que no ha de haber alguno de los míos que salga al encuentro de ese caballero?"
— "¡Yo!... dijeron a un tiempo tres hidalgos de sus guardias, Garcés, Pedro de Alto, y otro cuyo nombre no recuerdan ni la tradición ni la historia. No quisieron dejar el uno para el otro la gloria de acometer aquella empresa y, juntos, fueron a encontrar a César en lo más hondo de la Barranca Salada. A pesar de ser el combate tan desigual, hizo durar mucho tiempo la destreza y el valor del duque hasta que, al tiempo de levantar el brazo para dar una lanzada a uno de ellos, Garcés le traspasó con la suya por la parte del lado que queda descubierta del arnés, al hacer aquel movimiento. Cayó muerto el famoso César Borja con tremendo golpe de lo alto de su caballo, el día 12 de marzo por la mañana del año 1507, pocos momentos después de haber pisado el territorio de la diócesis de Pamplona, de cuyo obispado había tomado posesión en tal día del año 1492. Circunstancia rara, que no dejan de notar nuestros cronistas, manifestación de la mano justiciera de Dios para con los que, por intereses del mundo, entran en el estado eclesiástico y después retroceden con escándalo, como dice el P. Aleson.
Los hidalgos, que no Io conocían, le despojaron de sus ricas armas y vestiduras, cubriendo tan sólo con una piedra lo que el pudor no les permitió dejar descubierto y sumergido en un lodazal, y nadando en su propia sangre abandonaron el cadáver de aquel hombre, cuyos crímenes bosquejados por nuestra pluma estremecida de horror, desvanecen la compasión que debía inspirarnos su miserable fin.
El primero que llegó tras de Borja fue Juanicot que, llevado prisionero ante el conde, por las sangrientas vestimentas que le mostraron dijo que el muerto era su amo, y el de Lerín le despachó para que lo noticiase al rey.
Vino éste poco después con su gente y quedó atónito al saber tamaña desgracia. Hizo envolver el cuerpo de su yerno en un capote de grana y, con los ojos llorosos y el semblante mustio, se tornó a la villa llevando en pos de sí el cadáver de aquel hombre que tan soberbio había salido dos horas antes por el mismo sitio. En la iglesia parroquial de Santa María de Viana, después de celebrarle grandes y solemnes exequias, le mandó enterrar el monarca, construyéndole un magnífico sepulcro de mármol lleno de bajos relieves que representaban a varios reyes del antiguo testamento en ademán de llorar tan funesta desgracia. En la urna sepulcral, se esculpió el siguiente epitafio, que nos ha conservado el famoso obispo de Mondofiedo D. Antonio de Guevara:
“Aquí yace en poca tierra
el que toda le temía:
el que la paz y la guerra
en su mano las tenía.
O tú que vas a buscar
dignas cosas de loar,
si tú loas lo mas digno,
aquí pare tu camino,
no cures de más andar.”
En el día no existen más que los restos de este gran monumento, empleados en el zócalo del altar mayor de dicha iglesia y urna, cenizas, relieves, todo ha desaparecido, no quedando ni un sólo vestigio de aquel monstruo de ambición, que tenía por lema en sus armas y monedas: “aut César, aut nihil” (o César, o nada). Pero, en cambio, queda el horror de sus crímenes en la memoria de los hombres y de la historia, cuyo severo fallo no podrá suavizarse mientras la humanidad abrigue un sentimiento de su propia grandeza.
Francisco NAVARRO VILLOSLADA. Semanario pintoresco español. 4/7/1841, nº 27.
Editado por Christelle Schreiber – Di Cesare