El cristo de las aguas
Existe en la imperial Toledo una Congregación religiosa, creada por el famoso Cid, Rodrigo Díaz de Vivar en 1085, bajo el título de la Santa Vera Cruz, teniendo la particularidad de ser la primera que se conoce de este nombre. A ella pertenecieron en todas las épocas los más leales caballeros de Castilla, defensores de la ley de Cristo.
Tributaba anualmente solemnes cultos ante un Santo Lignum Crucis, en la Parroquia Mozárabe de Santa Eulalia, la más cercana al barrio de la judería, hasta que por disposición de la Superioridad, tal vez por la supresión de estas Iglesias y traslación del rito Isidoriano a la Catedral, se constituyó en el convento de PP. Carmelitas calzados —cuya fundación data de mediados del siglo XVI— sito al pie del majestuoso Alcázar, y edificado sobre las ruinas del templo de Santa María de Alficén.
En los primeros años de su traslación a la sala del Carmen creció de tal manera la devoción de los toledanos hacia ella y sus prerrogativas, que determinó Dios remunerar la fe inusitada del pueblo creyente con una joya de raro precio, entregándosela mediante un portento visible de su omnipotencia: portento que la tradición ha perpetuado hasta nosotros como a continuación se cita.
II
Corría la segunda mitad del siglo decimosexto[1]. Debió tener lugar este hecho entre los años 1549 y 1581 a Juzgar por mía Bula del Cardenal A. Farnesio. En aquella época ya existía al sur del puente de Alcántara una presa que encaminaba la corriente del Tajo hacia los molinos que aún se conservan con el título de El Artificio, por haber fabricado junto a ellos unos mecánicos alemanes de orden de un Mayordomo de S. M. C. D. Carlos V cierta máquina que elevara hasta Zocodover caudal de agua suficiente para abastecer a la ciudad, y al lado de los que más tarde construyó Juanelo su inmortal artificio con idéntico objetos.
Era costumbre a la sazón, proporcionarse el sustento las clases proletarias de Toledo, ora sacando peces del río y arenas de que extraían ínfimas cantidades del rey de los metales, ora conduciendo a la población cargas de agua en jumentos.
Sorprendióles un día, en medio de sus faenas, el ver cómo en el río y junto a la presa de los molinos, flotaba una enorme caja de tosca construcción, y su pasmo subió de punto cuando al pretender recogerla observaron que burlando sus esfuerzos huía de los que a ella se acercaban y se trasladaba a la margen opuesta del Tajo, cual si un resorte mágico la impulsara.
Absortos corrieron a la población, y a cuantos al paso veían relataban el caso y unos dando crédito a Io referido, bajaron a presenciar las infructuosas tentativas de los buzos y artesilleros, y otros, o lo despreciaban juzgando el suceso de satánico, o calificaban a los braceros de visionarios.
No tardó en llegar la noticia a las autoridades y corporaciones religiosas, quienes en dilatada comitiva bajaron a la margen del río (llevando sus insignias y pendones) para interrogar a aquella flotante arca, en nombre de Dios —como se acostumbraba en tales acontecimientos— qué quería y a qué venía.
Cada corporación, según su dignidad e importancia, fue haciendo las preguntas citadas con el mayor método y recogimiento, sin que obtuviera de aquella masa insumergible demostración alguna apreciable.
Continuó el interrogatorio, y la admiración de los concurrentes acreció cuando al llegar el turno a la Congregación de la Santa Vera Cruz y los PP. Carmelitas, vieron acercarse a la orilla la misteriosa caja.
Con avidez asombrosa entonces, arrojáronse al agua varios nadadores y empujándola, pronto se enjutaba en la arena de la ribera. Con los ojos inyectados la generalidad de los asistentes, trasunto fiel de la emoción que sus corazones agitaba, siguieron cuantos movimientos se ejecutaron con la caja, deseosos de ver lo que en su interior contenía.
Lágrimas rodaron por sus mejillas, y exclamaciones sinceras de bendición lanzaron sus gargantas, cuando separado unos de sus testeros y tomando un padre Carmelita un rótulo que dentro de ella venía le oyeron decir “Voy destinado para la Santa Vera Cruz de Toledo”, mostrándoles a seguida un crucifijo de no excesivo tamaño, moreno y de larga melena[2].
Ebrio de gozo el pueblo de Toledo y sus representantes, improvisaron una solemne procesión para conducir la severa imagen a la Sala del Carmen Calzado, según era su deseo, donde se ha venerado bástala supresión de las comunidades religiosas, habiendo luego sido trasladada a la Parroquia de Santa María Magdalena, donde hoy se guarda.
Desde su prodigiosa venida —resegún dicen todos los Consta el dato de este rótulo en un documento de la Congregación, firmado por el Sr. Obispo de Taumasia, Auxiliar de Toledo, en 11 de Febrero de 1781 —documentos que conserva la Congregación— se le ha dado culto con el título de El Cristo de las Aguas, aludiendo a su aparición en las del Tajo.
III
Siempre que por causas atmosféricas se retrasan las lluvias, haciendo temer horrorosas sequías, paséase por las calles de la ciudad a la sagrada efigie, y no se hace esperar el benéfico maná que pronto regenera los agostados campos, y también por este doble motivo se la conoce dentro y fuera de los contornos con el mismo epíteto.
Las noticias excesivamente sucintas que da el señor Parro en su Toledo en la Mano sobre este hecho y la carencia de detalles imprescindibles que en él di muestra, ha decidido al autor de estas líneas a publicar cuanto referente al mismo se cuenta en Toledo, apurando además los datos históricos que escritos se conservan.
FUENTE
Moraleda y Esteban, Juan de Mata, Tradiciones y recuerdos de Toledo / Edición: 3ª ed. corr. y aum. Toledo : Imprenta, Libreria y Encuadernación de Menor Hermanos, 1888.
[1] Debió tener lugar este hecho entre los años 1549 y 1581 a juzgar por una bula del Cardenal A. Farnesio.
[2] Consta el dato de este rótulo en un documento de la Congregación, firmado por el Sr. Obispo de Taumasia, Auxiliar de Toledo, en 14 de febrero de 1784.
Edición: Lorena Valera Villalba