La cueva de la mora encantada (tradición popular)
I
En uno de los más pintorescos valles de la hermosa Asturias, en el cual se asienta la linda villa de Llanes, ofrécese desde luego a la consideración del curioso viajero una cordillera de elevados montes entre los cuales sobresale el conocido entre los naturales con el nombre de pico de Oberron, vulgarmente La cueva de la mora encantada.
Aproximándose hacia el citado monte, se echa de ver hacia su falda una enorme hendidura que, abierta en la roca viva, aparece como la entrada de una caverna.
Sea efecto de las nieblas, tan continuas en aquel país, o de las sustancias minerales del terreno, es lo cierto, que a veces se desprenden ciertos vapores que, saliendo del fondo de la cueva toman al llegar al contacto del aire, formas extrañas que, como de humo, se van desvaneciendo en el espacio.
Este fenómeno, influyendo en el ánimo de aquellas sencillas y honradas gentes, ha exaltado sin duda alguna su imaginación poética, y de aquí el origen de la siguiente tradición, que trasmitida de padres a hijos, aún se conserva viva en la memoria de los habitantes de aquellos contornos.
Corrían los primeros meses del año 718. Acababa de tener lugar la célebre rota del Guadalete: todo era luto y desolación en la antigua Iberia, y sólo quedaban tristes recuerdos de la opulenta monarquía goda.
Los hijos del desierto asolaban cuanto encontraban a su paso, sin respetar nada absolutamente de las antiguas leyes, usos y tradiciones de los vencidos. Así es, que el terror se apoderó bien pronto de los españoles, y los pocos leales a su independencia que no quisieron doblar la cerviz al yugo mahometano, tuvieron que refugiarse en las ásperas montañas de Asturias, en donde el animoso Pelayo reunía los restos de las dispersas huestes del desgraciado don Rodrigo.
Entre aquellos valientes jóvenes ávidos de venganza, distinguíase un capitán de guardias llamado Genserico, hijo de una de las más ilustres familias y a quien Pelayo distinguía sobremanera, reconociendo en él todas las prendas de valor e hidalguía de su noble raza. Confiábale el caudillo cristiano las más arduas y peligrosas empresas, y siempre salía de ellas airoso; causando la admiración y la envidia do sus compañeros de armas.
Un día llegó a oídos de los leales guerrilleros, que Abderramán, que dominaba por entonces con sus agarenas huestes casi toda España, había destacado un cuerpo de ejército al mando del temible walí[1] Alkamah para sofocar la rebelión de los astures, mientras él, orgulloso de su fortuna, se disponía a invadir las Galias. Ignorábase por los cristianos cuál era la posición del ejército enemigo, los recursos con que contaba y los propósitos que le impelían, y fuerza era averiguarlo antes de ser sorprendidos o de comprometerse en una desigual pelea. Para poder, pues, servir mejor a la santa causa de la independencia, era necesario un hombre de corazón que fuese capaz de introducirse entre las filas de los agarenos, acercarse al walí que los acaudillaba y merecer toda su confianza: esto exponía al que lo intentara á serios peligros, y no todos servían para llevar a cabo tan delicada empresa. Acordóse entonces Pelayo del valeroso Genserico y le encargó de aquella espinosa comisión, bien a placer, por cierto, del joven godo, que no ansiaba otra cosa que una ocasión más en que poder distinguirse prestando un nuevo servicio a su patria. Así es, que henchido de entusiasmo y de orgullo, lleno el corazón de esperanzas y su imaginación de ilusiones, sin vacilar aceptó la difícil misión que se le confiaba, y a los pocos instantes partía solo, montando un brioso corcel y entregándose en brazos de la suerte.
No había caminado tres horas, cuando distinguió a lo lejos las avanzadas del muslin[2]; entonces formó un atrevido plan, y espoleando a su gallardo overo, le hizo dar dos o tres vueltas en derredor del campo enemigo. Como era natural. Semejante maniobra excitó vivamente la curiosidad de los centinelas, e intimado por éstos, quiso o aparentó retroceder, pero era tarde; una saeta, despedida desde el campamento, fue a ocultarse en el costado izquierdo del joven, que, desvanecido, cayó en tierra bañado en su propia sangre.
Cuando Genserico abrió los ojos, se encontró en un mullido y perfumado lecho; tendió una mirada por la estancia y sorprendióle desde luego el exquisito gusto oriental con que estaba adornada. Un silencio sepulcral reinaba en toda ella, silencio que solo era interrumpido por la agitada respiración de una esclava que, inmóvil a sus pies, le contemplaba con cierto arrobamiento, como si velase su sueño, cual el ángel hermoso de la noche.
La admiración del joven godo creció entonces, de punto; fijó su vista en los negros ojos de la esclava y se creyó víctima de un encanto: aquella mujer era hermosa como las huríes del paraíso de Mahoma. Por fin, -pág. 247- después de algunos instantes de muda contemplación y de mudo asombro, se atrevió a murmurar estas dos preguntas:
— ¿Quién sois?... ¿En dónde me hallo?...
—Soy vuestro dueño[3] y vos mi prisionero respondióle con voz más suave que la de perfuma brisa:—estáis en la mansión del wali Alkamah, el más ilustre jefe del caudillo el más ilustre jefe del caudillo El—Horr y de nuestro señor Abderrahman, sucesor del profeta.
El valiente doncel exhaló entonces un suspiro de alegría, que fue interpretado de otro modo por la esclava, y su semblante, poco antes del color de la muerte, tiñóse de un tinte sonrosado que reflejaba el estado de su alma. Genserico se consideraba feliz; había logrado llegar junto al enemigo de su Dios y de su ley; ahora sólo le faltaba conquistarse el afecto de aquella linda mora, y esto fue lo primero que pensó poner por obra. Por fortuna, pasados algunos días su herida no ofrecía cuidado, y además, tratado como era con la mayor atención y celo, bien pronto abandonó el lecho, entrando en el período de la convalecencia.
El mismo día en que esto sucedió, Fátima, que así se llamaba la esclava, se arrojó a sus pies, y besando sus manos y arrojando— sobre ellas lágrimas de fuego, le dijo:
—Señor, el destino nos separa; hasta hoy me ha sido lícito permanecer; a vuestro lado: desde hoy, no me volveréis a ver y no sé qué será de vos; pero sea cual fuere vuestra suerte, quiero entregaros un secreto que algún día podrá servir de consuelo a una familia desgraciada, sí sois tan generoso que os dignáis hacerme la merced que voy a suplicaros.
—Hablad, hablad,—exclamó Genserico vivamente impresionado por las palabras de la joven.
Aquella continuó:
—Dentro de breves días, de horas quizás, estaréis libre, y sin embargo, sin mi protección hubierais sucumbido a la feroz venganza de vuestros enemigos. Cuando os sorprendieron cerca del campo, los soldados de Alkamah trataron de cogeros vivo para gozarse después haciéndoos sufrir horrorosos suplicios. Yo os contemplaba desde este mismo sitio, comprendí al instante su intento, una idea repentina acudió a mi mente, cogí el arco del walí y disparé una flecha...
— ¡Cómo... vos! — exclamó aterrorizado el mancebo.
—Yo, sí; ya sabía dónde iba dirigida.
—¿Pero cuál era vuestro intento?—acertó a preguntar el cada vez más asombrado joven.
—Os necesitaba, y vais a saber el por qué. Aquí donde me veis yo no soy lo que parezco; adoro a vuestro Dios, soy como vos cristiana. Hace algunos meses, dos o tres a lo sumo, yo vivía feliz en el seno de mi familia, querida de mis padres, respetada de todo el mundo; pero un día, aun lo recuerdo con horror, apenas despuntaba la aurora, sentimos en la florida vega de Granada un rumor siniestro como el que precede a la más espantosa tormenta; era el ejército invasor de los hijos del Yemen, que avanzaba con vertiginosa rapidez, ávido de conquista, de botín y de sangre. Pocos momentos después, nuestra morada era presa del más voraz incendio, y más vez en el corto espacio de media hora me consideré ya en brazos de la muerte. El humo me ahogaba, mi aposento yacía envuelto en una oscuridad completa, y solo a través de una ventana veía brillar el siniestro resplandor de las llamas. De pronto llegó a mis oídos un grito desgarrador, un ¡ay! de muerte que me heló de espanto; conocí la voz de mi padre y un instante después ¡oh, dolor! contemplé cómo su ensangrentada cabeza era paseada en una pica en medio de la salvaje alegría de aquellos bandidos. No pude más; caí desmayada de horror, y cuando recobré el sentido me encontré en una tienda de campaña; y en los brazos de un árabe que me contemplaba con cierta siniestra delectación. Aquel hombre era Alkamah, quien desde aquel día me consagró una pasión violenta.
—Sois mi esclava,—me dijo,—pero podéis ser mi favorita. Yo rechacé sus caricias; ¿cómo había de amar al asesino de mi padre?... Sin embargo, en el fondo de mi corazón sentía una horrible sed de venganza, y juré vengarme; pero para poder cumplir mi juramento era preciso más valor del que yo tenía. Comencé por fingir cierto agrado a las distinciones de Alkamah, hasta el punto de que llegó a creer que le amaba. Entonces le manifesté que le entregaría por completo mí corazón bajo dos condiciones: que pusiese en libertad a mi madre y hermanos, los cuales retenía aun en su poder, y que esperase el término de seis meses, durante cuyo tiempo podría yo convencerme de su cariño. Al principio demostró cierta repugnancia, acaso no se creía seguro de mi oferta, pero después cedió a mis ruegos exigiéndome a su vez que abrazara desde luego su religión y usos y costumbres de su maldita raza. Era indispensable ceder ante aquellas exigencias y cedí; pero bien sabe Dios cuán falsa fue aquella promesa. Desde aquel instante ceñí a mi cuerpo esta bordada túnica; tengo a mi servicio esclavas, y eunucos, y todos los días me visita Alkamah para decirme que me adora, que su pasión no se ha entibiado y que aguarda con ansiedad el término del plazo que le he impuesto. Así se han ido deslizando para mi tristes horas, hasta que os descubrí desde este sitio; necesitaba un mensajero que llevase a mi madre la dulce nueva de que existo... ¿Quién mejor que vos?... Cogí el arco y disparé; después me arrojé a los pies del walí, le dije que os había herido involuntariamente y que justo era que enmendase mi culpa curándoos yo misma la herida; consintió en ello, y por último he logrado también vuestra libertad.
He aquí todo.
Cuando la hermosa joven hubo concluido, un rayo de alegría brilló en los expresivos ojos del caballero; una idea repentina alumbró su mente, y estrechando dulcemente entre sus manos las de la supuesta mora dijo
— ¡Ah! la Providencia vela por nosotros,— murmuró a su oído.—Fátima, mi hermosa Fátima, yo puedo vengaros y arrancaros a la vez para siempre de manos de vuestro odioso tirano.
—¡Ah! si tal hicieseis,—exclamó la esclava, — ¡cuán grande sería, mi reconocimiento!
—No, no es vuestro reconocimiento, sino vuestro amor el que anhelo; bien sabe el cielo que desde que os vi, comenzó a palpitar mi corazón con extraña violencia; sin embargo, no os hubiera declarado mi pasión, porque os creí, en realidad, hija del profeta; pero ahora que conozco mi yerro, ahora que sé quién sois, sería muy desgraciado si no correspondieseis a mi cariño.
—¿Y eso es verdad?... ¿No me engañaréis?... ¿No os arrastra, quizás, hacia esta pobre esclava la misma infernal pasión quo a mi verdugo Alkamah?..
— ¡Ay! Yo os juro por mi nombre de caballero, que os amo con toda mi alma y que jamás mujer alguna me ha inspirado un más puro y noble sentimiento.
—Pues bien, yo os creo, ¿por qué habíais de engañarme?... Yo os creo y os amo también; disponed de mí como queráis, señor, ojalá marque la hora de nuestra fortuna el primer rayo de luz del alba próxima.
Desde aquel instante, Fátima y Genserico se entregaron a ese misterioso y dulce encanto de las primeras ilusiones de amor; hiciéronse mil protestas de su mutuo cariño, y por último pensaron en la manera de escapar a las asechanzas del temible Alkamah y de los suyos, disponiendo la fuga para el siguiente día.
—Yo conozco,—dijo la enamorada joven,— una cueva cuya entrada da a uno de estos aposentos y que tiene la salida al campo; por esa galería subterránea nos será fácil escapar a la vigilancia del walí, y una vez en salvo...
— Una vez en salvo,—la interrumpió con apasionado acento,—seréis mía ante Dios y los hombres. Entre tanto la noche avanzaba.
Los enamorados jóvenes, comprendiendo que era llegada la hora de separarse, para no dar lugar a sospechas, y cambiándose una mirada sólo para ellos comprensible, se despidieron hasta la nueva aurora,
En aquel instante cayó el pesado tapiz que cubría una puerta secreta, y si la emoción no hubiera dominado de tal modo a los jóvenes, les habría sido fácil sorprender un grito de maldición y de venganza.
El walí Alkamah había escuchado toda la conversación de los dos amantes.
III
¡Qué dichoso se consideraba Genserico al pensar que una vez más la suerte le deparaba un inmenso triunfo! ¡Cómo latía su corazón de orgullo y entusiasmo lleno, al creerse ya en el campo cristiano recibiendo los plácemes de sus compañeros de armas!
¿No llevaba consigo a Fátima?...
¿Quién mejor que ella podía conocer los planes del caudillo Alkamah?
Y luego... era tan hermosa... atesoraba en su pecho tantas virtudes... Tanto heroísmo y nobleza resplandecían en todas sus acciones, que el joven capitán no podía apartar un instante su bella imagen de sus ojos, y su nombre se escapaba a cada momento de sus labios.
Toda la noche la pasó, puede decirse, que en un continuo delirio; tantas y tan risueñas eran las ilusiones que se hacían. Por fin apareció la aurora, y con ella redobláronse las inquietudes de su alma; cada segundo que trascurría parecíale un siglo.
¿Se habría olvidado Fátima de su promesa? …. Apenas se hizo esta triste reflexión, abrióse la puerta y se presentó ante sus ojos Fátima, más hermosa que nunca –pág.284- llevando en la diestra una preciosa lámpara do alabastro, de la que se desprendía una luz vivísima y un delicado perfume.
—Partamos,—murmuró dulcemente.—Todo está dispuesto.
Y al mismo tiempo tendió una mano al joven, quien lleno de tierna emoción, se apresuró a cogerla. No se dijeron ya ni una sola palabra, y sólo después de algunos instantes de marcha, se detuvieron como para cobrar aliento. Al cabo de dos o tres segundos continuaron lentamente su camino, tomando toda clase de precauciones para no ser sorprendidos; pero Fátima se detuvo de nuevo.
—Parece que nos siguen. ¿No habéis oído? — le dijo, — haciendo chocar sus dientes, como si se viera presa del mayor espanto.
—Nada, —replicó el mancebo.— Sin embargo, no temáis, hermosa mía, tengo yo una daga del mejor temple y un corazón a toda prueba.
Y siguieron caminando en silencio por una especie de rampa estrecha, pero que ofrecía una rápida pendiente. De pronto, un golpe de viento frío y húmedo que llegó hasta ellos, refrescando su frente, apagó la lámpara y se quedaron en completa oscuridad; mas no por esto se desconcertaron los fugitivos.
—Aceleremos el paso; ya estamos en la cueva,—dijo Fátima; — conozco perfectamente esta salida; dentro de unos momentos la clara luz del día llegará hasta nosotros.
Y siguieron andando; pero cuanto más andaban más densa era la oscuridad y mayor el frío que entumecía sus miembros.
La hermosa esclava comenzó a inquietarse, aunque nada dio a comprender a su amante que, conducido por ella de la mano, seguía como un autómata sin murmurar una palabra, hasta que al cabo de algún tiempo aquella lanzó un grito de desesperación.
—¡Estamos perdidos!—exclamó con desconsolador acento.—Tocad... tocad... aquí estaba la salida que han tapiado recientemente.
—Volvamos atrás,—dijo Genserico por toda respuesta.
Y volvieron a desandar su camino en medio de las más espantosas tinieblas: cualquiera en aquella situación hubiera podido contar los latidos de sus corazones. Pero ¡ay! una nueva sorpresa les aguardaba; la entrada como la salida de la cueva estaba cerrada con una inmensa y fuerte plancha de hierro.
—No hay remedio,—dijo Fátíma dejándose caer en el suelo rendida por la certeza de lo horrible de su situación.
—No hay remedio,—repitió el valeroso joven cuando se hubo convencido de toda la enormidad de su desgracia como el que produce un cuerpo al caer en la tierra. ¿Es que había sonado la hora fatal para los desgraciados amantes?...
—Ese feroz Alkamar se ha vengado exclamó sollozando la esclava.
Una carcajada horrible contestó a aquellas frases, carcajada que heló de espanto a los amantes
—¡Ah! valor, valor, alma de mi alma— murmuró Genserico y afrontemos la muerte con la mayor resignación.
—¿Cómo?
— Pensando en Dios y en nuestro amor ¿no estamos condenados a morir en este abismo? … Pues bien, amemos en la muerte como nos habríamos amado en el mundo y pidamos al Señor que acelere la hora de nuestra agonía.
Fátima suspiró dulcemente como convencida por tan amargo razonamiento y se arrojó en brazos de su amante.
Así pasaron algunas horas, al cabo de las cuales oyóse a la linda esclava murmurar:
—¡Tengo frío… mucho frío!... ¡ah! yo muero…..
—Valor, valor – contestó Genserico— estrechando cada vez con más fuerza contra su pecho a aquella mujer que por salvarle lo había arriesgado todo, hasta su vida.
Ya no volvió a escucharse nada; la voz de los jóvenes no resonó ni una sola vez más en aquella caverna: sólo sintióse un estremecimiento extraño y un ruido sordo como como el que produce un cuerpo al caer en la tierra.
¿Es que había sonado la hora fatal para los desgraciados amantes?.....
…………..
Al siguiente día, Alkamah, seguido de un feroz esclavo negro, que llevaba una antorcha en la mano, se dirigió a la cueva, alzó la trampa que la cerraba y a los pocos pasos contempló un cuadro que, a otro que no fuese él, habría llenado seguramente de espanto.
Fátima y Genserico yacían en el suelo confundidos en un abrazo; sus ojos se habían cerrado para siempre, y sus labios parecían darse aun el beso de despedida para el otro mundo.
Alkamah los contempló largo rato; una sonrisa diabólica animó su semblante, y apartóse luego de aquel lugar siniestro murmurando:
—¡Ya estoy vengado!
Entre algunas de las sencillas gentes de aquellos contornos, créese, efecto de la superstición en que viven, que el espíritu de Fátima se oculta aun entre las densas sombras de la cueva, y que en ciertas épocas del año vaga errante por sus alrededores.
FUENTE
García Sánchez, Ramón. “La cueva de la mora encantada (tradición popular)El periódico para todos, Madrid, año III, núm. 16, 16 de enero de 1874, pág. 273-274.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1]Walí: valí (gobernador)
[2] Muslín: musulmán (Diccionario de la lengua española, RAE)
[3] En el código del amor cortés era frecuente denominar con el sustantivo masculino “dueño” a la dama. El autor imita esta práctica en la leyenda.