La cruz de San Jorge o La noche de los difuntos.
Leyenda Original
I
A la derecha de la carretera de Gobantes y a cortísima distancia de esta muy noble y muy leal ciudad de Ronda, no ha mucho tiempo existían las ruinas de un monasterio, tristes restos de la que fue un día cómoda vivienda de reverendos Trinitarios y entonces solitario escondrijo de murciélagos y lagartijas.
No dicen las crónicas si la mano del hombre o la guadaña del tiempo habían sido destruidores de aquel regalado retiro; pero ello es que en la época en que ocurrieron los hechos que a referir nos disponemos, solo algún que otro arco dibujaba su descarnada silueta, entre derrumbadas paredes y amontonados escombros; y los lirios, amapolas, matojos y flores silvestres, tapizaban aquel suelo terroso y desigual, mientras que la trepadora yedra que brotaba de las grietas y quebraduras, vestía a intervalos con un verde manto los descarnados restos de aquel desmantelado y tétrico recinto.
Sólo una cruz de piedra se conservaba entera, intacta, entre tantos destrozos; erguida sobre su sencillo pedestal, como si quisiera patentizar lo mudable y perecedero de las cosas humanas y lo inmutable y eterno del ideal que aquel piadoso signo de redención representaba.
Hoy aún pueden ver nuestros lectores aquel cristiano emblema levantarse en medio de las labradas tierras que un día ocupaba el monasterio. La avara reja del arado, ha esparcido aquel montón de ruinas y no queda el más leve vestigio; ni un pequeño pedazo de ladrillo, ni una piedra; sólo la inmóvil cruz permanece con sus brazos abiertos; el tiempo la respetó haciendo desaparecer todo lo que había en torno de ella. La piadosa mano del labrador la ha conservado después, y por eso permanece allí hoy, inmóvil, muda, fría, dando a aquel sitio, nada alegre de por sí, un cierto tinte de melancólica tristeza.
Tú, bella lectora o paciente lector, habrás contemplado desde las peñas aquel solitario monumento ¿Quieres saber lo que ocurrió al pie de la Cruz de San Jorge?...[1] pues sigue leyendo. -99-
II
El tío Corro Moreno, del castro del cortijo de los Tres Chopos, era un labrador con fama de hombre de bien a carta cabal y de cristiano viejo y temeroso da Dios a donde los hubiera.
No tienen ustedes para conocerlo más que figurarse un hombre alto, seco, enjuto da rostro, acaballada nariz y color moreno.
Unas entrecanas patillas de boca de hacha, cabello largo, sujeto por una mugrienta redecilla de seda, una chupa de estezado[2] bastante raída y lustrosa con adornos de seda negra, mangas de paño de Grazalema[3] atadas al hombro con cordones, calzón corto de lo mismo, medias negras y unos enormes zapatones blancos. Llevaba a la cintura, a medio caer, una faja basta; y la cabeza, las más de las veces, cuando no un sombrerón negro -100- un pañuelo atado de los llamados de huevos y tomates.
Su mano ancha, callosa, velluda y todo su cuerpo huesoso y bien desarrollado, denotaba una gran fuerza muscular, y aunque sus movimientos eran tardos, se comprendía que aquella armazón de huesos y pellejo conservaba a los sesenta años una robustez y un vigor extraordinarios.
Tres hijos tenía: todos mozos y ya hombres hechos y derechos y dos hijas de buen ver ya casaderas. Treinta y cuatro años llevaba de labrar el cortijo, y en todo este tiempo nada había dado qué decir a los vecinos, ni qué hacer a la justicia.
III.
Cifraba nuestro hombre su vanidad en haber pagado siempre religiosamente y sin atraso las rentas de la tierra que labraba; lo cual, dicho sea de paso, bien era menester; porque don Mariano Velasco, el propietario de la finca, era un vejete temblón, que a otra cosa le ganarían, pero lo que es a avaro, de seguro que no había quien le sobrepujara seis leguas a la redonda.
Ni que vinieran años buenos ni que vinieran malos, por la Sanmiguelá[4] no había más remedio que pagar las rentas y sus gabelas[5], porque si no, no le apeaba nadie de echar a la calle al colono, así fuera el niño de las capuchinitas y así tuviera fama de ser el hombre más honrado y puntoso del mundo.
Pero es el caso que el año en que ocurrieron estos sucesos, tras de una otoñada seca y un invierno malísimo, llegó el tiempo de la siega y no habían dado las tierras ni lo sembrado. El trigo salió en el cortijo a cuatro fanegas y para colmo de desdichas, los garbanzos, en quien el tío Chorro tenía toda su esperanza, se presentaron buenos que daba gloria verlos; pero cuando menos se esperaba, dos o tres tormentas los empezaron a picar[6] que a poco no queda uno solo en la mata.
El tío Corro no había hecho en todo el año más que pensar en la renta y en el modo de pagarla; pero de esperanza en esperanza, primero que las habas, luego que los garbanzos, al fin que el trigo, llegó un día en que se convenció de que aquel año tenía que pasarse el amo sin su dinero, porque lo que es él, llevaba trazas de no juntarlo nunca.
Hay que advertir, que lo peor de todo esto era que llovía sobre mojado, es decir, que el año anterior había sido casi tan malo y se había visto y se había deseado para salir adelante; y eso vendiendo cuatro bueyes en que se estaba mirando toda su familia.
Pensó en recurrir a algunos amigos, pero ¿quién no estaba apurado en un año como aquel?
Con el intento de probar fortuna se dirigió a algunos colonos de por allí cerca, que en otras muchas ocasiones, para más grandes cosas, de él se habían servido, y en resumidas cuentas recogió una gran cosecha de disculpas y negativas, pero en dinero ni un maravedí.
IV.
En esto, no solo se cumplió el plazo de pagar la renta, sino que empezaron a pasar días; y primero con que mañana, luego con que pasado, que así que venda las habillas, que Fulano[7] no me ha pagado el novillo que le vendí, logró entretener a don Mariano y aunque éste ya se iba impacientando, como se trataba del mejor de sus colonos se excedió de la regla, y ya iban trascurridos cerca de dos meses sin que el tío Moreno aportara por casa del amo más que con buenas razones.
Aquella situación no era para prolongarse: el tiempo de sembrar se venía encima y él seguía necesitando dinero para la simiente y dinero para la renta.
Don Mariano era, pues, la única persona que podía sacarle de aquel atolladero... pero ¡buen sujeto era el tal señor! con solo insinuárselo ya podía darse por despedido aunque llevara por empeño al mismo rey.
Por consiguiente no había que pensar más que en dejar la labor y meterse a braceros[8] él y sus hijos.
Salir de la finca que durante tantos años había sustentado a su familia; dejar aquellos campos regados palmo a palmo con el sudor de su frente, aquellas tierras tan labraditas, tan abonadas; no volver a ver aquellos árboles plantados por su propia mano, era cosa que se le hacía muy cuesta arriba, que desechaba de su mente como una pesadilla, como una mala idea, ¡como una locura! ¿Qué iba a ser de sus hijos, principalmente de sus hijas, si quedaban aquel invierno desamparados y pobres?
A esto añadía la convicción de que dejar la labor por falta de pago en las rentas era una deshonra. ¿No podían creer en Ronda que había malgastado en vicios las ganancias de los buenos años sin haber reservado nada para los malos?
Con estas o parecidas razones, se le pasaban las noches enteras sin dormir; y en fuerza de desvelos y de estar siempre caviloso y preocupado, se le fue parte del juicio y cayó en la más extraña idea que puede ocurrírsele a un hombre de sus condiciones, carácter y honradez.
Trató de adquirir por malos medios lo que por buenos había procurado en vano con tanto ahínco, y pensó robar los cien ducados que le faltaban para la renta. Vacilante y reacio anduvo antes de decidirse, pero al fin determinado pensó en ponerlo en ejecución inmediatamente.
Ni el más leve indicio denotó a la familia del tío Moreno que su padre abrigara tan desatinado propósito: lo veían pensativo y triste; pero... ¡tenía tantos motivos para ello! que no les extrañó que el anciano pasase horas y horas en un apartado sitio entregado a sus cavilaciones.
Ningún medio le parecía bien y temía verse descubierto aun antes de cometer el crimen, y aunque se prometió robar solo lo que le faltaba para el pago, y esto sin hacer daño a nadie, horrorosas pesadillas turbaban su sueño.
Quedábase mientras el tío Corro en la mitad de sus carnes, y como él las tenía ya escasas, más parecía esqueleto que persona.
Envejecido había en tan poco tiempo como si por él hubieran pasado diez años, tanto que, él tan derecho, empezó a encorvarse y él entrecano mostraba su cabeza como el copo de la nieve.
Firme en su empeño, acordó esperar una ocasión propicia, que mucho le importaba que el hecho después de ejecutado no se supiera, y estando en tales ánimos llegó el día de la fiesta de Todos los Santos que había de anochecer al principiar la Noche de Difuntos.
V
Presentóse el día lluvioso y frío como de invierno rigorosísimo. El sol no quiso mostrar su faz sino cubierta de espesas y tormentosas nubes. Serían poco más de las ocho de la mañana, y el tío Corro, sentado en el poyo[9] de la puerta del cortijo, se entretenía en liar tomiza[10], mientras sus hijas, la una barría la cocina y la otra preparaba las sopas que ya hervían en la cazuela puesta a la lumbre del hogar.
No abandonaba nuestro hombre la idea de procurarse los cien ducados por medios ilícitos, y dábale vueltas en la imaginación a su propósito, viniendo siempre a decidir llevarlo a cabo cuanto antes.
Por una vereda que no lejos de la casa cruzaba las tierras del cortijo, jinete en un soberbio caballo y denotando por su traje y apostura ser persona principal y acaudalada, vióse venir a un joven a quien nuestro casero conocía, y que era nada menos que hijo de don Diego de Arévalo, señor muy rico, que contaba por docenas las fincas y heredades y manejaba a montones el dorado metal llamado oro.
Bien pronto emparejó con la puerta y pasó sin detenerse, saludando con un afectuoso—buenos días, tío Corro,—que fue contestado con otro:—Dios se los dé a su merced muy buenos, don Miguel.
Perdióse el así llamado, a lo lejos en un recodo del camino, y el tío Moreno siguió en su tarea de la tomiza trenza que trenza, y cavila que cavila.
Ya había dado su hija Juana la voz de—padre, las sopas se enfrían,— y él seguía distraído, cuando de pronto lanzó una exclamación, como si encontrado hubiera la solución de todas las dificultades, y levantándose se encaminó a la cocina murmurando entre dientes: — ¡pues como vuelvas tú de noche como acostumbras, ya tengo yo lo que me hace falta!—y lanzó en esto una mirada pavorosa en su derredor como asustado de las palabras que acababa de pronunciar.
Ya en torno de la cazuela, (que habían colocado en una mesilla chica) encontró sentados a sus hijos: hizo él lo propio, bendijo la comida, tomó la primer [11] cucharada (señal que la familia esperaba para arremeter con las sopas) y soltando a los primeros bocados la cuchara quedóse de nuevo abstraído en sus meditaciones.
VI.
Negra como los pensamientos que asaltaban al tío Corro se presentó, la noche de los Difuntos. Desde el cortijo se oía a lo lejos entre los gemidos del viento el melancólico doble de las campanas que tocaban por los difuntos; y aquel triste tañido hacía más medrosos los campos, poblados aquella hora por los mil fantasmas de la oscuridad.
Pálido estaba el casero del cortijo de los Tres Chopos y hasta si se quiere tembloroso.
Había llegado la hora de ejecutar sus designios y la decisión le abandonaba. Vaciló y hasta pensó en desistir; pero de nuevo acudió a su mente el triste cuadro de la miseria. Ya le parecía estar viendo a sus hijos extenuados de hambre, desesperados de no encontrar trabajo, tendidos en un miserable rincón; mientras sus hijas, llorando de frío, se acurrucaban en otro. El, viejo, próximo a ponerse achacoso e Inútil, le parecía –101- encontrarse ya en la precisión de pedir limosna de puerta en puerta. Y su pensamiento giraba después entre la diferencia de aquella vida y la tranquila que llevaba en el cortijo. Allí no tendrían frío, cogerían buenas cosechas, vivirían felices, y luego que él no volvería a robar.... no— no robaría más que aquella vez, y eso sin hacerle a nadie daño.
Al fin, en aquella lucha, triunfó el demonio, la balanza se inclinó del lado del mal. El tío Moreno se levantó y abriendo el arca sacó un cuchillo que, por lo que pudiera ocurrir, se puso en la faja, y sin decir una palabra a sus hijas se salió al campo.
VII.
Sabía el tío Corro que Miguel de Arévalo no había vuelto del cortijo que tenía por la parte de la Hidalga, porque por su puerta hubiera pasado; y con intenciones de sorprenderlo, porque el dinero que llevaba encima, los botones y anillos que gastaba eran de gran valor, y cuando menos le valdrían los cien ducados, echóse a andar campo a traviesa.
Paróse un momento a meditar la dirección que tomaría, y para evitar sospechas, en lugar de caminar alejándose de Ronda, marchó en dirección contraria; y a buena distancia ya de su cortijo, paróse en una hondonada del terreno, y ocultándose entre unas pitas al borde, del camino.
Luchando estaba el tío Corro todavía con su indecisión, mientras escondido entre las pitas acechaba. Saltársele quería el corazón del pecho en fuerza de latir con violencia; un sudor frío brotaba de su frente y parecía que el aire se negaba a entrar en su pecho, que de tal modo se le oprimía la garganta. Seca estaba su boca y convulsivo temblor sus miembros recorría.
¿Tendría miedo el tío Moreno?
Tenía miedo, sí, pero de sí propio; se horrorizaba del robo que iba a cometer.
Turbó el silencio de la noche al ruido de las pisadas de un caballo. Al percibir el choque da la herradura con las piedras, un estremecimiento convulsivo recorrió todo su cuerpo, e incorporándose dirigió una mirada al camino.
La oscuridad no era tanta que no se distinguiera el bulto del que cabalgando avanzaba a buen paso hallábase ya a corta distancia.
— ¡Si será él!—murmuró entre dientes—sea quien sea me es igual. Y se levantó a tiempo que el jinete pasaba por su lado, abalanzándose a las riendas del caballo tan rápidamente, que Miguel de Arévalo, pues que era él, como habrán supuesto nuestros lectores, desprevenido, no tuvo acción para evitarlo.
El fogoso bruto se encabritó, pero la férrea mano del tío Corro lo tenía sujeto por el bocado, y se paró al fin dando resoplidos.
—Suelta lo que lleves encima,—gritó el tío Moreno con voz ronca, mientras con la ala del sombrero trataba de ocultar su rostro en la oscuridad de la noche.
—¡Tío Corro!....—exclamó Miguel con una expresión en que más que el temor se retrataba el asombro.
Ni un hierro ardiendo que le hubieran metido en las entrañas sin él esperarlo, habría causado más impresión a nuestro hombre aquella palabra.
¡Estaba descubierto!.. ¡deshonrado a ojos de todo el mundo!... No tardarían en prenderlo y en juzgarlo por ladrón. Miguel lo había conocido ¿No había de delatarlo? Una horrorosa blasfemia salió de sus labios; pasó por sus ojos una nube de sangre, y sin soltar el caballo que tenía fuertemente sujeto con la siniestra mano, con la derecha sacó de entre la faja su cuchillo y con la velocidad del pensamiento, asestó una furiosa puñalada a Miguel en el costado izquierdo, y éste lanzando un ¡ay! soltó las bridas del dócil bruto y cayó pesadamente entre las piedras del camino.
VIII
¡Tan!... ¡tan!... decían las campanas tocando a muerto en la ciudad.
El viento mezclaba sus silbidos con el fúnebre son de aquellos melancólicos dobles, y azotaba las ramas de los árboles doblegando a su paso los arbustos.
¡Tan-tan!.... repetían de iglesia en iglesia, perdiéndose a lo lejos el eco en el espacio.
El cielo se iba despejando; la luna, oculta hasta entonces por negro crespón de nubes, aunque velada todavía, una pálida claridad derramaba por el suelo.
Las ruinas del Convento de Trinitarios se destacaban en medio de la oscuridad y los calizos restos de las derrumbadas paredes, reflejando mayor cantidad de luz que as partes terrosas, formaban un fosforescente claro-escuro[12] de sombras.
Todo era en aquellos campos soledad y silencio.
De pronto turbó la calma un extraño ruido.
Dentro de las ruinas sonaban unos golpes acompasados y lentos; parecía que cavaban la tierra.
Así era en efecto. El tío Corro cavaba al pie de la Cruz de San Jorge la sepultura de Miguel de Arévalo.
IX.
Por eso, atado a una higuera bravía[13], estaba el caballo de Miguel que habría servido al tío Corro para conducir hasta allí el cadáver.
Aquel era el sitio elegido por él, como más a propósito para ocultar el muerto y darle sepultura.
El azadón de que se estaba sirviendo había tenido que ir por él al cortijo.
La fosa estaba ya abierta. El tío Moreno midió a tiendas su profundidad y se sentó en las gradas de la cruz.
Hasta entonces había obrado instintivamente, como impelido por una mano extraña; tal vez la mano del destino.
El viento frío de la noche refrescando su rostro iba esclareciendo sus ideas.
Quería, hacerse la ilusión de que soñaba, de que era víctima de una extraña pesadilla; pero no... allí estaba el rígido cuerpo de Miguel… estaba despierto... sus manos las tenía teñidas de sangre, se las sentía húmedas y pegajosas, y el tío Corro temblaba en el parasismo[14] del horror y la desesperación.
¿Qué le había impelido a cometer el crimen? él pensó robarlo solamente, pero el terror, que le inspiró la idea de ser acusado de ladrón le había cegado, le había enloquecido hasta el punto de convertirlo en asesino.
Para borrar las huellas de su primer atentado había cometido un crimen más horrible.-102-
Pasados los primeros momentos, el tío Moreno empezó a comprender la enormidad de su delito. Iba cediendo poco a poco aquella calentura, aquel delirio, y sus fuerzas se iban agotando. Fríos y rígidos estaban sus miembros; un desvanecimiento interior turbaba sus sentidos; parecía que la vida iba a abandonarle. Sus oídos zumbaban, sus ojos estaban inmóviles y fijos en el cadáver, informe bulto que a sus pies se confundía entre las sombras.
Trascurrió una hora: el tío Corro se levantó por fin, y arrastrando el cadáver lo colocó en la fosa. Había formado el propósito de enterrar a Miguel sin despojarlo ni de las alhajas que llevaba encima. Maldecía la hora en que pensó en aquel robo, y estando arrepentido de haber querido robar a un vivo, mal podía robar a un muerto. En aquel momento se apartaron las nubes, dejóse ver la luna y un rayo de plata vino a alumbrar el pálido rostro de difunto.
Sus vidriosos ojos estaban abiertos, una expresión de dolor contraía su rostro y un sangriento espumarajo salía de sus cárdenos labios. El tío Corro hizo un esfuerzo y comenzó a echar tierra hasta llenar la fosa.
En aquel instante sonaron las campanas doblando por los difuntos.
Ya aquella vez también doblaban por Miguel de Arévalo.
El tío Corro Moreno salió de las ruinas tambaleándose como un borracho.
X
Después desató el caballo y echó a andar con él campo a traviesa. Una hora llevaría de marcha cuando parándose, quitóle a la bestia el cabezal y bocado poniéndolo en dirección contraria a Ronda, lo arreó y pegándole con las bridas que tiró luego en un barranco, dio el caballo a trotar por aquellos cerros.
Púsose luego nuestro hombre en camino del cortijo, llegó al cabo y llamó. Tardaron en responderle, se abrió la puerta y entró jadeante y se sentó en la cocina.
Dormidos estaban sus hijos y sentadas en el hogar sus hijas, que ya en tanta noche como iba pasada, pues serían lo menos las diez, después de descabezado el sueño, habían despertado cuidadosas por la no acostumbrada tardanza de su padre.
Al verlo entrar demudado y pálido, sobresaltadas comenzaron a preguntarle;
— ¿Está usted malo?— ¿qué trae su merced?
Pero él contestó: —nada; lo que quiero es que, os acostéis.
La mayor cogió un candil, lo encendió en otro que colgaba de la campana de la chimenea y las dos se encaminaron a su habitación.
Comenzaron a desnudarse, se acostaron juntas, y después de haber apagado la luz, al acurrucarse en la cama, exclamó la más pequeña de las muchachas dirigiéndose a su hermana:
— ¡Qué tendrá padre!
XI
Por fin concluyó aquella Noche de los Difuntos tan larga para el tío Corro, que éste acabó de pasar sentado en una silla. Eran las once de la mañana y el casero del cortijo, vestido con la ropa de los días de fiesta, se dirigía a casa de don Mariano Velasco.
— ¿Está su merced? — preguntó nuestro hombre a una criada vieja y bigotona[15] que salió a abrirle la puerta.
—No ha hecho más que levantarse, — respondió ésta; —entre usted, que ahí está en su despacho.
El casero avanzó con el sombrero en la mano, y penetró en una habitación lujosamente amueblada. Macizos armarios de primorosas talladas labores, pinturas y grandes retratos de serios personajes cubrían las paredes, y de trecho en trecho armas antiguas, espadas, hachas y puñales, formaban trofeos con manoplas, yelmos y coseletes[16], pero todo antiguo al par que magnífico; todo serio, grave, sombrío.
Don Mariano estaba casi oculto en un enorme sillón delante de una mesa.
—Buenos días, señor, —dijo tímidamente el tío Corro desde el dintel.
—Entra, hombre, entra, —respondió el de Velasco. — ¿Qué traes?
—Es preciso que su merced busque quien le siembre el cortijo...
— ¿Por qué?—añadió don Mariano.
—Porque no tengo para pagar la renta: la cosecha ya se hará su merced cargo cómo ha sido. Yo he buscado, he porfiado para juntar el dinero, he hecho más de lo que debía, —y al decir esto su voz se enronqueció; — pero nada.
—Bueno está, hombre... bueno está. Ahora salimos con esa después de dos meses. Al fin la habías tú de pegar. Sabe Dios en lo que habrás gastado el dinero. ¡Vaya, vaya con el tío Moreno! Y ¿qué quieres que haga yo en este tiempo con el cortijo? Cuando yo digo que tú...
Don Mariano siguió gruñendo largo rato, y de pronto exclamó:
—Mira, Frasquito, tú has venido sembrando el cortijo muchos años, y nunca me has faltado: yo debía quitártelo, porque no hay cosa peor que andar con ustedes en contemplaciones; pero no quiero que digas tú también que soy egoísta. Tú sabes que con nadie he hecho lo que voy a hacer ahora contigo; vamos a ver cómo te portas.
Anda con Dios, y el año que viene me pagarás con lo que cojas la renta de los dos años.
El tío Corro al oír aquellas palabras se había puesto lívido; poco le faltó para caer al suelo sin sentido.
Podía haber excusado el crimen; de acudir antes a don Mariano, ni hubiera pensado en robar, ni tendría ya sobre su conciencia aquel asesinato.
Pero ¿quién había de figurarse aquello en el avaro señor de Velasco?
Aquel desusado acto de generosidad era el primer castigo que el cielo le enviaba para que sus remordimientos fueran más atroces.
—Vaya una cara que traes, hombre, — dijo en esto don Mariano al fijarse en su colono; —pareces un difunto. ¡Vaya si te ha sorprendido mi determinación! Anda con Dios y no te olvides de lo que te he dicho. Por San Miguel, las dos rentas. ¿Estamos?
El tío Corro no pudo articular una sola palabra. Salió a la calle y tuvo que detenerse para cobrar aliento: no podía andar.
Siguió luego adelante; al pasar por los Arcos antes de llegar al Puente Nuevo[17], encontró un grupo de personas que hablaban en voz alta.
Al llegar a él se detuvo como si sus pies hubieran echado raíces. Había oído pronunciar el nombre de Miguel de Arévalo.
—Sí, —decía uno de los curiosos, — esta mañana han encontrado el caballo con la silla llena de sangre en la Ventilla. Por eso acaban de salir al campo, a toda prisa, el señor corregidor y los alguaciles.
El tío Corro echó a andar o más bien a medio correr; el terror le daba fuerzas.
Empezaba a creer que la justicia descubriría al asesino de Miguel de Arévalo.
XII.
Pasaron meses y meses y aun años: nadie pudo saber qué había sido del hijo de don Diego.
El tío Corro, víctima de los remordimientos, arrastraba una vida inquieta y azarosa: decía la gente que con la vejez se había vuelto maniático y medio loco.
Todavía labraba el cortijo de los Tres Chopos; pero ni trabajaba ni entendía en nada, todo lo hacían sus hijos.
Una de las manías del tío Corro, que en vano le trataba de quitar su familia, era irse todas las noches de los difuntos y pasarlas en las ruinas del Convento de Trinitarios Descalzos. En vano sus hijos trataron de quitárselo de la cabeza. Cuando se empeñaban en acompañarlo se ponía furioso.
Quería pasar allí la noche a solas con sus remordimientos rezando por el alma de su víctima.
Era el sexto aniversario de la noche del crimen.
La noche estaba tempestuosa y terrible.
Negros nubarrones cubrían el cielo; la atmósfera estaba impregnada de electricidad.
El viento furioso y desencadenado parecía que iba a arrancar las piedras en las ruinas del Convento de Trinitarios.
Al pie de la Cruz de San Jorge el tío Corro rezaba.
Empezó a oírse de lejos el ruido del trueno y a intervalos la luz del relámpago alumbraba los campos sumiéndolos luego en más espantosa oscuridad. La tormenta avanzaba hacia las ruinas, y al fin se desencadenó sobre ellas con todo su horrísono poder.
El tío Corro temblaba, de miedo y de frío, y sin embargo no quería apartarse de aquel sitio: era la penitencia que se había impuesto: ir allí a pedir por el muerto y a rogar a Dios se apiadase del alma del asesino.
De repente un largo relámpago vino a alumbrar con su azufrada y lívida luz la tierra. El tío Corro alzó los ojos, sus cabellos se erizaron y quedó inmóvil de terror.
Las derrumbadas paredes, los arcos, las rotas columnas, los nichos, los montones de escombro, todo estaba poblado de fantasmas.
Multitud de espectros, envuelta la pálida osamenta en el largo y blanco sudario, le rodeaban por do quier[18]. Aquellas calaveras parecían mirarle; en las oscuras concavidades de sus órbitas sin ojos, veía él fosforecer mil amenazadoras miradas. Las descarnadas mandíbulas, parecían bocas desmesuradamente abiertas que se reían de él de una manera fatídica. Todos aquellos esqueletos tenían un brazo levantado; y fijos, inmóviles, rígidos, señalaban con aquellas manos huesosas, con aquellos dedos sin carne al pie de la Cruz, al sitio donde estaba enterrado Miguel. El siguió la dirección que le indicaban y fijó su vista en la sepultura.
Dio un grito de suprema angustia. La tierra que cubría el cuerpo de su víctima estaba levantada y en el fondo de la fosa se destacaba el cadáver.
Su rostro estaba ya corrompido, los gusanos se arrastraban por su cuerpo; pero sus ojos abiertos y empañados se revolvían en sus órbitas lanzando al asesino amenazadoras miradas. Sus ropas habían desaparecido y todavía la enorme herida abierta en el costado se veía arrojar sangre a borbotones.
Se oyó a lo lejos el doblar de las campanas que tocaban tristemente a difunto, como seis años antes a la misma hora; todavía vibraba el fúnebre tañido, y un espantoso y estridente trueno, retumbó en el espacio.
Después quedó todo oscuro y silencioso en las ruinas.
XIII.
A la mañana siguiente, una cuadrilla de escardadores[19] trabajaba cerca de aquel sitio.
A uno se le antojó internarse entre aquellos escombros, y no llevó flojo susto al encontrarse al pie de la Cruz nada menos que un muerto. Acudieron sus compañeros y reconocieron al tío Corro Moreno, tieso y hecho una sopa, como que le había estado lloviendo toda la noche.
Fueron a dar parte al señor Corregidor.
Llegó éste con los golillas[20] y reconocieron que el cadáver no tenía herida ni fractura: parecía que había fallecido de muerte natural.
Se llevaron al muerto; la justicia hizo sus averiguaciones; y después de mucho mover de médicos y escribanos, vino a sacarse en limpio que el tío Corro había muerto de repente.
Nosotros sabemos que lo mataron los remordimientos.
FUENTE
Gutiérrez Jiménez, Rafael, “La cruz de San Jorge o La noche de los difuntos” El periódico para todos, I, Año IV, Madrid, 7/1/1875, n.º 7 pp.100-103. También publicado en La Iberia 23/2/1875, p.3.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Cruz de San Jorge es el nombre actual de una barriada de Ronda.
[2] Estezado: Piel de venado.
[3] Grazalema fue una de las más importantes localidades donde se fabricaban paños y mantas entre los siglos XVII y XIX.
[4] Celebración los últimos días de septiembre en torno a la fiesta de S. Miguel, el 19.
[5] Gabela: tributo que se paga al Estado.
[6] Picar: estropearse a consecuencia de la maceración de la piel.
[7] Fulano: Persona indeterminada o imaginaria (en sentido familiar).
[8] Bracero: trabajador manual.
[9] Poyo: 1. m. Banco de piedra u otra materia arrimado a las paredes, ordinariamente a la puerta de las casas de zonas rurales.(Diccionario de la lengua española, RAE).
[13] Bravía: salvaje, silvestre.
[14] Paroxismo: hasta el límite.
[16] Coseletes: 1. m. Coraza ligera, generalmente de cuero, que usaban ciertos soldados de infantería. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[17] Por esta referencia el relato se sitúa cronológicamente después de 1791, fecha de la terminación del Puente.
[18] Do quier: por donde quiera (voz antigua) por todas partes.
[19] Los que quitan los cardos y malas hierbas de los sembrados.
[20] Golillas: que llevan la golilla (cuello de encaje); es el modo de referirse a los licenciados en Derecho.