Las bodas de Abdallah. Tradición Toledana
A mi querido amigo Gumersindo Fraile.
I
Era día de gran fiesta y animación para los moros toledanos el 29 de marzo del año 1008 de la era vulgar.
Vestidos los caballeros con sus mejores ropas, ostentando las damas sus joyas más preciadas, y todos su alegría, recorrían con el entusiasmo y el júbilo pintados en el rostro las tortuosas calles de la antigua corte goda, y en sus actos y en sus palabras dejaban ver bien claros los efectos de un gozo sin límites, al que podían entregarse libremente.
Era natural: su joven rey Abdallah-ben-Abdel-lazzis, mozo y de gallardo continente, que, a pesar de sus pocos años, dirigía con firme mano los destinos de sus súbditos, cambiaba de estado. Su enlace, proyectado hacia algún tiempo, iba por fin a realizarse; y los toledanos que veían contento a su señor, aprovechaban la ocasión de demostrarle su afecto y la activa parte que tomaban en su felicidad.
Aparte de esto, razones de Estado venían en tal caso en apoyo de la simpatía: la joven princesa pronta a compartir con Abdallah la gloria de su trono, traía como dote la amistad del rey de León, y con ella el pago de antiguos servicios hechos por los moros de Toledo a los cristianos leoneses.
Y como en este mundo de los eternos contrastes todo lo que causa la alegría de unos produce la desesperación da otros, y el placer se nutre del dolor como la vida de la muerte, los pocos cristianos que andaban aquel día por las calles de la árabe Tolaitola llevaban impreso en sus facciones el sello de una tristeza indefinible; los alegres gritos que por todas partes escuchaban, parecían resonar como ecos de muerte en su corazón acongojado, y no era extraño que así fuese. No era extraño que mientras los moros demostraban entusiasta y frenética alegría, se ocultaran los cristianos para llorar en el retiro de sus desiertos hogares la falta de un rey católico que con sus defectos o sus vicios iba a atraer sobre ellos la cólera de Dios; no era extraño quo mientras los infieles corrían en confusión tumultuosa hacia la antigua Puerta de Visagra, para esperar al cortejo que acompañaba a la joven desposada, los sacerdotes cristianos, de hinojos sobre las desnudas losas de las pocas iglesias que dejara abiertas al culto la tolerancia de los conquistadores sarracenos, elevasen sus oraciones al Dios misericordioso, pidiéndole que apartara los rayos de su ira de la cabeza de un pueblo que no es responsable de las faltas de los reyes.
La joven princesa prometida al moro Abdallah no era infiel como él y su pueblo; no adoraba a Alá como supremo autor de lo creado y a Mahoma como al último de sus profetas; lejos de eso, su corazón, nutrido con mejores enseñanzas, se elevaba en raptos místicos hasta el Dios de los cristianos, y su alma, sobre la cual había caído el hermoso rocío de la fe, comprendía en todo su alcance las dulces predicaciones del Crucificado.
Pero Don Alonso V de León tenía en poco las arraigadas ideas de Doña Teresa y quería sacar provecho para sus armas de la hermosura de su hermana. Para él aquella unión no era sacrílega; aquel enlace no era una ofensa hecha a las creencias de su pueblo, a su opinión de caballero, a su honor de monarca; para él este matrimonio, cuya sola idea exaltaba a los católicos y enardecía a los árabes, no era más que el precio a que compraba el auxilio de Abdallah en las guerras que sostenía por agrandar su territorio.
La belleza de doña Teresa había cautivado el corazón del rey musulmán que la había visto en León, y que por sí mismo fijó su posesión como premio de su alianza, y don Alonso se la había concedido. En vano su hermana le declaró su firme voluntad de no pertenecer nunca a un hombre que no inclinaba su frente ante la ley de Jesucristo; en vano la voz unánime de su pueblo reprobaba el acto de violencia que se ejercía sobre la pobre señora; en vano los obispos y los sacerdotes le amenazaban con un tremendo castigo en la otra vida, y los nobles y los magnates murmuraban de que así se entregase a un enemigo del nombre cristiano la flor más hermosa de los jardines leoneses; la voluntad del rey estaba sobre todas las voluntades, su opinión sobre todas las opiniones, y contra las protestas de doña Teresa, contra las excitaciones del clero, contra las murmuraciones de la nobleza, rodeada de un lucido séquito que más parecía formar parte de un duelo que de una boda, salió de León la hermosa princesa con la vergüenza en el rostro y la muerte en el alma, seguida de numerosa servidumbre que llevaba el dote de la futura reina de Toledo y ricos presentes para el monarca musulmán.
He aquí por qué el día 29 de marzo del año 1008 de la era vulgar agolpábanse a la Vega los árabes toledanos para presenciar la entrada en la ciudad de la prometida esposa de Abdallah, el cual siempre galante, había abandonado aquella mañana la capital de su reino para salir al encuentro a los leoneses en Olías, a dos leguas de Toledo –pág. 9, y he aquí también por qué entretanto que esto sucedía, retirábanse a sus templos o a sus casas los cristianos para llorar el sacrificio de doña Teresa y calmar a fuerza de oraciones la cólera, justamente irritada, de su Dios.
II
Era la hora de la caída de la tarde.
No hay nada que más eleve el espíritu a altas contemplaciones, que la puesta del sol vista desde las márgenes del Tajo, desde aquellos rientes campos ocultos bajo un manto de verdura que fertilizan cien arroyos al deslizarse entre sus hojas.
El sol extiende en el cielo la espléndida madeja de sus rayos, y las nubes, cuyos festones enrojece, se agolpan al horizonte para servirle de mullido lecho. En el extremo opuesto del firmamento la noche empieza a encender sus estrellas brillantes y el astro melancólico que la sirve de diadema se eleva lentamente, como persiguiendo al sol que huye a su pesar y arrastrado por fuerza desconocida, cual lo describen las poéticas baladas de la Rumanía.
Los lejanos cigarrales, siempre frondosos, siempre verdes, parecen detener en las copas de sus árboles las últimas miradas de fuego del astro-rey; y mientras la sombra invade su falda, blandamente lamida por el río, resbalan en sus cumbres los postreros fulgores de la luz.
Los pájaros, ocultos en las ramas y el follaje, cantan sus endechas más sentidas; las fuentes y los arroyos murmuran rumores que parecen gemidos, notas perdidas de una plegaria lastimera. El viento que columpia las hojas de los árboles silba también, y hasta el río que corre incesantemente hacia el mar, sin que el pliegue más ligero rice su tersa superficie, une su voz al concierto universal de la naturaleza.
La tarde del mismo día en que tuvieron lugar las bodas de Abdallah con la infanta Doña Teresa, toda la corte musulmana, confundida con los caballeros que habían venido formando el séquito de la afligida señora, gozaba del espectáculo que acabamos de describir en el valle de Agalen, hoy del Ángel, situado en un lugar llamado la Solanilla, que se encuentra en la orilla izquierda del Tajo. Allí los había reunido el poderoso monarca toledano para festejar con un suntuoso banquete la realización de su deseo más ardiente, el logro de su esperanza más querida.
Mucho tiempo duraba ya el banquete y aún no había señales de que pudiese terminar. El ánimo de los leoneses caminaba de sorpresa en sorpresa. Hombres que pasaban su vida entera a caballo, con la lanza en la mano y la cota de mallas sobre el pecho, combatiendo el poder musulmán, ajenos, por lo tanto, a los refinamientos de la vida, consideraban el banquete con que Abdallah los festejaba, como una serie continuada de maravillas. La profusión de manjares delicadísimos, la riqueza de las vajillas, el lujo que rebosaba en todas partes, los iba deslumbrando poco a poco, y había momentos en que sojuzgaban en poder de los gnomos, esos misteriosos genios de las leyendas populares que atraen a los hombres al centro de sus recónditas moradas, y ya allí, despliegan ante sus ojos asombrados el panorama de loa tesoros que guardan con exquisita vigilancia.
Cada nuevo manjar era servido en una vajilla diferente, más rica siempre, más fastuosa que la anterior.
De plata las primeras y con riquísimas labores trabajadas por diestros artistas que pusieron en tal obra todo el tesoro de su inspiración, toda la magia de su arte, fueron más tarde sustituidas por otras de oro, ante las cuales perdían aquellas todo su valor. No había entre ellas dos que se pareciesen en sus adornos o en su forma, y conforme las retiraban de la mesa los servidores del palacio, eran arrojadas una tras otra a las tranquilas aguas del Tajo como cosa despreciable; y el áureo río devoraba aquella lluvia tan copiosa de riqueza que hendía las ondas y se perdía en su escondido fondo.
Y mientras brindaban unidos moros y cristianos, músicos numerosos, ocultos entre los álamos del río, tañían toda clase de instrumentos, cuya melodía embargaba el alma, y agrupado a la otra orilla el pueblo toledano, acompañaba con entusiastas gritos de admiración la alegría de sus señores.
Terminó por fin el banquete, y levantándose Abdallah y dando la mano a la desposada, que no había alzado los ojos ni una vez por no encontrarse con la mirada ardiente en deseos del que ya era su dueño ante los hombres, se dirigió, seguido de todos los nobles circunstantes, a un elegante pabellón que había hecho preparar de antemano y cuyos primorosos ajimeces se reflejaban en el río.
—Os voy a ofrecer,—dijo volviéndose a los absortos leoneses,—un espectáculo digno de vuestra infanta y de vosotros: la pesca del oro.
Inclináronse reverentemente los aludidos, y a una señal hecha por Abdallah, varias barcas lujosamente empavesadas y dirigidas por hábiles remeros, hendieron las aguas, y al compás de la música, sacaron del fondo del río una ancha red que el previsor sarraceno hiciera colocar allí de antemano para que no se perdiesen las costosas vajillas que arrojaban sus servidores apenas las quitaban de la mesa. Al ver tan inesperada maravilla, frenéticos aplausos, nuevos vivas y nuevos ecos de júbilo vinieron a ensordecer el espacio; y para corresponder a ellos dignamente, el mismo rey tomó en sus manos las piezas más lujosas y de más valor, y así fue repartiéndolas entre los jeques de su séquito y los nobles del de su esposa.
El manto de la noche empezaba a cubrir el ancho fondo del cielo, y las nieblas se levantaban desde el río envolviéndolo todo en sus nubes. Abdallah dio la señal de la partida.
—Permitidme, antes de emprender la marcha, que reciba por última vez la bendición de estos santos varones a quienes respeto como a mi padre, señor,—dijo la joven desposada volviéndose a Abdallah y señalando a dos graves y austeros obispos que formaban parte de la comitiva que al salir de León la había dado Don Alfonso V.
—Sois reina en mi albedrío,—la respondió galantemente el mahometano,—y reina en Toledo. Haced lo que gustéis.
E inclinándose ante ella se alejó para vigilar por sí mismo los preparativos del regreso.
Entonces la pobre princesa, que a medida que crecían las sombras sentía extenderse por su corazón una sombra mucho más negra que la de la noche, arrojóse deshecha en lágrimas en brazos de los ancianos sacerdotes, que la recibieron en ellos suspirando:
—Aconsejadme, padres míos;—murmuraba la joven, —decidme qué debo hacer para romper este odioso yugo que es un sacrílego reto lanzado a Dios. ¿Habré yo de verme unida a un enemigo de mi religión para ser suya por toda la eternidad?
—Calmaos, hija mía,—la dijo el más anciano de sus interlocutores.—Dios, que dirige el mundo con su eterna sabiduría, a cuyo oído llega la queja del pájaro en el nido y el choque de las hojas en el árbol, leerá en vuestro corazón y tranquilizará vuestra conciencia. ¿Qué culpa tenéis vos de los desvaríos de vuestro hermano?
—Pero es imposible que yo me separe de vosotros. Aún es tiempo; reunid a mis caballeros y partamos; alejémonos para siempre de esta tierra de maldición. Esta atmósfera me envenena; hasta el viento que azota mi mejilla silba tristemente y produce un gemido de dolor cuando pasa cerca de mí...
—¡Pobre niña! La fuga es imposible. Estamos rodeados de infieles que nos tienen en su poder. ¿Qué podemos hacer nosotros en el seno de una ciudad populosa que nos ve, que nos vigila sin cesar?
—Además, hija mía,—añadió el otro anciano que hasta entonces había permanecido mudo,—quién sabe si la Providencia os reserva un alto papel en el mundo. Vos, por vuestro amor, obtendréis para los cristianos de este reino algunas concesiones que hagan menos dura su esclavitud.
¡Quién sabe! Quizá podáis con vuestra fe, con vuestra dulzura, enseñar a vuestro esposo la senda verdadera y deslumbrar sus ojos con los vivos fulgores del sol del cristianismo. Preguntad a la historia, interrogad al pasado y veréis que Ingunda, casada con Hermenegildo[1], le convierte a la fe católica y gana su alma para el cielo, logrando con esta conversión la conversión de Recaredo, que arrastró la de todos los godos, en esta misma ciudad, y que hizo sonreír en sus tronos a los serafines.
—¡Oh, sí! mi pensamiento se trasporta a esas edades y mi corazón se regocija con esos recuerdos. ¿Pero y si menos dichosa que Ingunda, no consigo convertirá mi esposo?
—Hija mía,—añadió con voz algo severa el anciano,— excusad los extravíos de los hombres y no os acordéis de ellos más que para perdonarlos. Dudad de las criaturas, pero no dudéis de la sabiduría y el poder de Dios.
—Bendecidme los dos,—dijo entonces la princesa cayendo ante ellos de rodillas.—Bendecidme, y la Suma Omnipotencia, en cuyas manos me entrego, oiga propicia vuestros votos.
Los dos ancianos extendieron sus venerables manos sobre la cabeza de la joven y la bendijeron, murmurando una oración.
A los pocos momentos, en barcas ricamente engalanadas y al compás de la misma música que se oyera durante la comida, volvió a Toledo la regia comitiva y entró en la ciudad entre las aclamaciones de la multitud, que la acompañó hasta el palacio de Abdallah, situado en las casas donde seis siglos más tarde se instituyó el Colegio de Santa Catalina, cuyo nombre conserva en el día. Al llegar allí despidióse afectuosamente la princesa de todos los caballeros leoneses que fueron aposentados en el mismo alcázar, disolvióse la multitud, cesaron las músicas en sus alegres cantos, y los dos esposos se retiraron a su cámara.
III
Sucedió después de esto un hecho extraño, cuya explicación buscan en vano los historiadores. Las crónicas lo recogieron en sus anales; la tradición lo conservó en todos los labios, y el pueblo le hizo objeto de un sinnúmero de leyendas y romances que andan de boca en boca de todos y que vivirán lo que viva en el mundo nuestra lengua. Falto de datos en la historia, el sentido popular fue a buscar su explicación en la fe.
Apenas la puerta de la regia cámara se cerró tras los dos esposos, agitados por tan distintos pensamientos, postróse la infanta de hinojos a los pies de Abdallah, y abrazando, llena de espanto, sus rodillas, le dijo con voz entrecortada por el llanto:
—Señor, el mandato de mi hermano, el rey de León, me arroja, contra mi voluntad, en vuestros brazos. Unidos ya ante los hombres, no lo estamos, no lo podemos estar nunca ante Dios ni ante nuestras conciencias. La palabra que en un momento de debilidad arrancasteis a mi hermano, es el único lazo que anuda nuestro destino: rompedlo. Dejad que me dedique al servicio de mi Dios, lejos de los mezquinos intereses mundanales que pasan y perecen, y mis labios os bendecirán.
—¿Dejaros, señora?—murmuró con calor Abdallah,— Cuando os vi en la corte de vuestro hermano, una voz se levantó en mi interior para decirme que la vida sin vos era imposible. Diferencia de ideas, de patria, de religión, todo se borró ante mí. Vuestra imagen se me aparecía a todas horas en mis sueños, eclipsando la hermosura de esas huríes que engalanan el Paraíso prometidas a los creyentes por el venerable Profeta; y vencí mis escrúpulos, arrostró la impopularidad, y fui a llevar mis armas y mi pueblo al servicio del rey de León, el enemigo de mi Dios y de mi raza. Por pago a mi alianza solo pedí una cosa: vuestra mano. Y hoy que ya es mía, ¿había de perderla, y de perderla por mi culpa? ¡Jamás, señora, jamás!
—Vuestro pueblo me aborrecerá como yo le aborrezco; vosotros sois vencedores y yo pertenezco a la casta de los vencidos. Entre nosotros no puede haber alianza; así lo exigen nuestros dioses.
—¡Que así lo exigen nuestros dioses!... No lo creáis. Si así fuera, el Ser a quien adoran los cristianos hubiera detenido los labios del monarca leonés antes que éste hubiera solicitado mi apoyo para sus luchas intestinas; el poderoso Alá, a quien yo venero, hubiera secado mi brazo antes que permitir que tremolase mi bandera junto a la cruz del Nazareno. No lo han hecho, y eso nos dice claramente que nuestros dioses quieren que nos amemos, que vivamos felices y que la dicha sonría en nuestro hogar.
—Sólo hay un medio de que yo os ame,—dijo tras breve pausa la princesa.
—¿Será posible?—preguntó con júbilo el enamorado caballero,—decidme cuál es, y yo os juro vencer todos los obstáculos, por grandes que sean, que se opongan a este fin. La vida de mis soldados, el oro de mis pueblos, todo es mío, y todo lo sacrifico por conquistar una sola mirada de esos ojos, una sola sonrisa de esos labios.
—Pues bien, sea una nuestra religión. Haceos cristiano.
Retrocedió algunos pasos Abdallah al oír tan inesperada proposición; pero reponiéndose en seguidla, exclamó con voz grave:
—Lo que solicitáis de mí es un imposible; y si fuera capaz de abrigar tal pensamiento, me hundiría este acero en el pecho para castigarme por mi cobardía.
Y con voz más dulce añadió después:
—¿No habéis visto muchas veces dos flores que enlazan sus tallos y confunden en un sólo beso sus entreabiertos capullos? Se aman y se unen en el misterio del valle; cada cual conserva, sin embargo, su perfume.
Vedlas de lejos; no forman más que una sola planta; acercaos y percibiréis claro y distinto el aroma do cada una. Pues bien; seamos nosotros en nuestra unión como esas flores. Amémonos, vivamos siempre unidos en el amor y la felicidad, pero conservemos cada cual nuestra religión, que es la esencia de nuestro ser, el perfume de nuestra alma.
—Jamás,—replicó Doña Teresa,—mi fe considera sacrílega esta unión.
—El amor que os profeso la santifica y la eleva; los hombres la sancionan y nuestros dioses la bendicen.
—Mi corazón la rechaza.
—Yo conquistaré vuestro corazón a fuerza de amor y de halagos.
—Os he dicho el único medio que tenéis para cegar el abismo que nos separa.
—Es indigno de mí.
—No hay otro.
—Sí,—exclamó ya amostazado y con duro acento Abdallah,— hay otro. El que me dan mi fuerza y mi derecho.
—Sois mi esposa.
Y dio un paso hacia ella.
—Temed la cólera del Dios de los cristianos.
—Nada temo, y sus rayos no pueden alcanzarme.
¿Qué fuerza tiene ese Dios que os mantiene en la servidumbre y os ha hecho nuestros esclavos?
Y siguió acercándose decidido. Doña Teresa cayó hinojos otra vez.
—¡Piedad, tened piedad de mí! Imploradla de vuestro Dios, porque la cólera ha cerrado mis oídos a vuestro ruego.
—¡Dios de mis padres, protégeme!
Abdallah dio un paso más hacia adelante. En aquel momento apagóse la lámpara que alumbraba la estancia y se oyó en todo el palacio un estrépito espantoso a la vez que todo él retemblaba como agitado por una mano invisible.
Despertáronse los que dormían; interrumpieron sus oraciones los dos obispos que imploraban la protección del cielo sobre Doña Teresa, y moros y cristianos en tropel acudieron desolados a la cámara ocupada por los cónyuges, en la cual se oía la voz del monarca toledano que exhalaba gritos desaforados.
Cuando llegaron a ella, la estancia estaba iluminada por un resplandor vivísimo que los hizo retroceder. En un ángulo, la infanta, arrodillada y con las manos unidas, oraba fervorosamente siguiendo con la vista un reguero de luz que desaparecía en el techo. En el ángulo opuesto, Abdallah, con las facciones lívidas, los ojos prontos a salirse de las órbitas, tendido en el suelo, y tratando de incorporarse sobre un brazo, señalaba con el dedo un punto del espacio y murmuraba con voz cavernosa y con profundo acento de terror:
—Allí... Allí... Por allí han salido... ¡Siento aun el ruido de sus alas!
IV
Al día siguiente, y apenas rayó el alba en el cielo aprestábanse a regresar a su patria los leoneses llevando ricos presentes para su monarca. Con asombro de todo el pueblo toledano Doña Teresa iba con ellos. En un pliego que los obispos llevaban con orden expresa de entregárselo sólo al mismo rey, decíale Abdallah que comprendía, aunque tarde, que su unión con una princesa cristiana era imposible y sacrílega, y por lo tanto, la devolvía a su hermano y a la sociedad en que había vivido, reiterándole, a pesar de esto, sus protestas de amistad y ofreciéndole su alianza para todos los casos en que necesitase de su apoyo.
El rey, seguido como el día anterior de toda su corte, y del pueblo, que silencioso y sombrío observaba su palidez y su tristeza, acompañó a los cristianos hasta Olías.
Al llegar allí se despidió de la que debía haber sido su esposa, mirándola con los ojos llenos de lágrimas, saludó afectuosamente a todos los caballeros leoneses y permaneció con la vista fija en la comitiva hasta que esta se perdió en el horizonte. Entonces se llevó la mano al corazón como si algo se rompiera en él, y volviendo grupas tornó a la ciudad meditabundo y pensativo y corrió a ocultarse en su alcázar.
Ocho días después había muerto, minada su existencia por una enfermedad desconocida, que los más sabios médicos árabes y judíos no acertaron a definir.
Cuando llegó Doña Teresa a su patria profesó en un convento de Oviedo, y murió en él siendo abadesa algunos –pág.10- años más tarde, según consta en una inscripción de su sepulcro[2] que aun en el día se conserva.
Tales fueron las bodas de Áhdallah.
Todavía puede verse en Toledo una casa que, según afirma la tradición, es resto del antiguo alcázar de los gobernadores árabes de Toledo, donde ocurrió el suceso narrado en la leyenda. Conservarse en él algunas inscripciones árabes que no dejan duda alguna sobre su origen y la existencia del rey Abdallah[3]. Instituido en ella un colegio de seminaristas bajo la advocación de Santa Catalina, a fines del siglo XV, subsistió hasta principios del actual en que fue presa de las llamas durante la ocupación de los franceses en Toledo. Hoy es casa de vecindad.
FUENTE
Eugenio Olavarría y Huarte, “Las bodas de Abdallah. Tradición Toledana”. La América, 8-10-1879 (págs.8.11)
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Historia que desarrolla la comedia de Lope de Vega, La mejor corona y El mártir del sacramento de Sor Juana Inés de la Cruz. Cfr. José Orlandis Rovira, Historia del reino visigótico español, Madrid, Rialp, 2009: cap.XIV.
[2] He aquí esta inscripción: “Este sepulcro cubre el sagrado cuerpo de Teresa, hija del rey Bermudo y la reina Elvira, dedicada a Dios, nacida de claro linaje, y más ilustre por su santa vida, fue tuvo conforme a su regla. Imítala si deseas ser bueno.
Murió a los siete días de las calendas de Mayo en la feria quarta a la hora de media noche. Era M. LXXVIJ, en la sexta edad del mundo. Concede, o Cristo, perdón. Amen” (Nota del autor)
[3] Todos los historiadores de Toledo y diferentes crónicas de la Edad Media, hablan de esta proyectada unión entre un rey moro y una infanta cristiana.
La poesía vino en apoyo de la tradición, y varios romances narran todavía con vivos colores el hecho referido en la leyenda
He aquí uno de ellos sacado del Romancero compilado por don Agustín Duran:
En los reinos de León
el quinto Alfonso reinaba;
una hermana tiene el rey,
doña Teresa se llama.
Audalláh, rey de Toledo,
por mujer se la demanda,
Y el rey, con muy mal consejo,
lo que pidió la otorgaba.
Movióse el rey i hacerlo
porque el moro le ayudaba
contra otros reyes moros
de quien él se recelaba.
Mucho a la infanta le pesa
en se ver tan denostada
de la casar con un moro
siendo la infanta cristiana.
No aprovechan con el rey
las lágrimas que lloraba,
ni los ruegos que le ruegan
para revocar la manda;
el rey la envió a Toledo,
i donde Audalláh estaba:
recibióla bien el moro;
en la ver mucho se holgaba.
Procuró de haber su amor,
quiere gozar de la infanta,
ella con crecido enojo
aquesta razón hablaba:
—Yo te digo que no llegues
a mí porque soy cristiana,
y tú, moro, de otra ley
de la mía muy lejana.
No quiero tu compañía.
tu vista no me agradaba;
si pones mano en mí
y de ti soy deshonrada,
el ángel de Jesucristo
quien él me ha dado en guarda
herirá ese tu cuerpo
con su muy tajante espada.—
No se le riló nada al moro
de lo que la infanta hablaba:
cumplió en ella su querer,
donde el moro la tornaba.
Dende a muy poco rato
el Ángel de Dios lo llaga:
dióle gran enfermedad,
sobre el moro cae gran plaga.
Cuidó el rey ser de ella muerto
y que de tal mal no escapa:
llamó a sus ricos-hombres,
con la infanta los enviaba
a León donde está Alfonso;
gran presente le llevaban
de oro y piedras preciosas
que en gran valor estimaban.
Llegados son a León,
la infanta monja se entraba,
dó vivió sirviendo a Dios
honesta vida muy santa
en aquede monasterio
el que de las Huelgas llaman.
Después de señalar el sabio compilador el anacronismo en que incurre el poeta desconocido al hacer profesar a doña Teresa en el Monasterio de las Huelgas, edificado tres siglos más tarde por Don Alfonso VIII de Castilla, hace notar que el mismo hecho se ha atribuido en otra tradición a la infanta doria Elvira, hija del rey Don Ordoño, a quien casaron con el rey moro de Valencia. (Nota del autor)