Don Opas y el molino de la Roedoira
Resonaba la falda del Auseva con el estruendo de las armas; el estrecho valle de Covadonga veíase convertido en teatro de sangrienta lucha; los montes que le circundan repetían con siniestros ecos el maldecir de los vencidos y los gritos de triunfo de los vencedores. Allí chocaban con pavoroso estruendo dos religiones, dos razas, la ambición de los unos y la justicia de los otros, con el encarnizamiento propio de los acostumbrados a la victoria constante y los que defienden ya el último baluarte que tienen las santas creencias, la familia, la libertad y la vida: reñíase la batalla de Covadonga.
Las huestes agarenas[1] tenían de su parte la enorme diferencia de número, la fuerza del aguerrido, la confianza propia de los que en África, en Asia y en Europa habían paseado sus armas triunfantes como torrente que nada detiene, conquistado tantas comarcas, que la extensión del mundo llegaron a parecer pequeña en su ambición; pero ayudaba a los cristianos su posición ventajosa, la justicia de su causa, la fe y sobre todo, la clemencia divina.— 92—
Por todas partes los moros se veían estrechados, por todas agredidos; las armas de sus enemigos, las suyas propias, los desgajados árboles, los peñascos desprendidos, la tempestad embravecida, las montañas desquiciadas; los hombres, la tierra y los cielos; todo, todo salía de su centro contra la maldecida gente, todo se levantaba contra el impío bando.
Así, los que en poco más de un año conquistaran y avasallaran la España entera, viéronse detenidos en su último paso, vencidos en el postre combate, acuchillados por un puñado de hombres, único resto de la monarquía goda. Ya que no el honor de las armas, quiso el ejército agareno salvar la vida con la fuga; inútil empeño; huir no era salvarse, era trocar las heridas del pecho por las de la espalda, añadir a la muerte la vergüenza.
Entre los destrozados restos de aquel ejército huía también un hombre que por sus vestiduras y armas, su aspecto general, su color claro y sus cabellos y barba rubios, en lo que no eran blancos, se distinguía de los demás y mostraba no ser de la misma raza que sus compañeros de desgracia. Cabalgaba en poderosa mula y bien pronto esta ventaja le hubiera puesto fuera del alcance de los vencedores, si contra él no se hubiera levantado también el furor de los que huían.
—¡Perro infiel! decían unos al verle pasar.
—¡Este traidor tiene la culpa! exclamaban otros.
—¡Muera el infame que aquí nos trajo! gritaban estos.
—¡Muera! asentían los demás. — 93—
Y todos le injuriaban de palabra, y los más próximos añadían a la injuria los golpes, con que bien pronto pusiera fin a su vida si la necesidad de acudir a la propia salvación no se sobrepusiese en los agresores a los consejos de la ira y el deseo de venganza.
¿Quién era aquel hombre cuya desgracia le había conducido al trance de ser perseguido a muerte por los unos y atormentado furiosamente por los otros?
¿Quién era aquel infeliz que no participando en la victoria, no era admitido tampoco en la común desdicha de los vencidos? Aquel era el traidor a la religión, el traidor al sacerdocio, el traidor a la patria; aquel era el tres veces parricida; era el obispo D. Opas, que venía a pagar en Covadonga la felonía[2] de Guadalete, como si Dios quisiera que allí donde daba principio la salvación de España, se consumase la perdición del más infame de sus hijos.
Pronto hubo de convencerse aquel desdichado que su muerte era segura a continuar huyendo entre los moros y, apelando a un postrer recurso, se apeó de la mula y empezó a subir la agria pendiente de una montaña que a la izquierda del angosto valle se levanta. Pareció por un momento que la suerte se volvía en su favor, pues presto se vio libre de sus enemigos y pudiera respirar con más tranquilidad, si fuese dado hallarla alguna vez al que llega agobiada el alma por el peso del más horrendo de los crímenes.
Cuando se halló D. Opas en la mitad de la ladera, sentóse sobre una peña rendido de cansancio y — 94— llena el alma de espanto ante su propia obra. Hallábase colocado entre dos tempestades. La que levantara la ira humana bramaba a sus pies, de cada vez más embravecida. Del fondo del valle subía el confuso rumor producido por el chocar de las armas, los lamentos de los heridos, los últimos ayes de los moribundos, la voz de los caudillos victoriosos que excitaban a las masas a mayor estrago, los gritos entusiastas de los hombres de armas que no veían satisfecho su furor ni aún anegado en sangre.
Encima de su cabeza el estampido del trueno rodaba de una en otra nube con tan horrible estruendo que no parecía sino que la cólera divina hubiera desquiciado las celestes esferas y, fuera de la obediencia de las eternas leyes, chocase unas con otras en pavoroso combate. En cada momento la luz cárdena del rayo abría simas sin fondo en aquellos negros celajes que hicieran noche las horas del día.
Pero tanto como en el cielo y en la tierra, rugía la tempestad en el alma de D. Opas, cuyas tinieblas eran también alumbradas por la luz del remordimiento, en la que se levantaba, aún más fuerte que la del trueno, la voz de la conciencia; allí luchaban la ira del ambicioso abismado en la desgracia, el terror del perseguido a muerte, los recuerdos del brillante pasado y la contemplación del implacable presente.
Así hundido en el infierno de sus propias culpas permanecía el traidor, cuando el ruido de gentes, que a paso largo se aproximaban, vino a sacarle de las —95— desgracias de su imaginación para ponerle frente a frente a las de la realidad. Eran los que llegaban montañeses asturianos que corrían a cortar la retirada a los fugitivos.
A su vista D. Opas diose otra vez a la fuga, en la esperanza de poder esconderse de nuevo, o de salvarse en último caso por el incógnito. Por desdicha suya el que mandaba aquellas gentes era un antiguo caudillo que se había hallado con él en Guadalete y negándose a volver sus armas contra el ejército godo; el cual, al verle, y como le hubiese reconocido, exclamó:
—¡D. Opas, Dios lo quiere! ¡Ah, traidor; huye, huye en busca de los moros!; llámalos a ver si te acorren y te libran del filo de mi espada. Y diciendo esto y animando a los suyos redoblaron toda la persecución.
Huía penosamente D. Opas por la empinada cuesta, abrumado con el peso de la armadura, con el de su fatiga y el de los años. De cada vez su paso era más lento, y la respiración más anhelosa, y el desfallecimiento más grande, pero aun le sostenía el terror; aun, cada vez que caía, volvía a levantarse y a correr. ¡Vano empeño! Los montañeses, más jóvenes, más ágiles y menos fatigados, le iban a los alcances y solo muy pocos pasos les separaban del infeliz D. Opas, cuando una detonación espantosa y una luz que a todos dejó ciegos por el momento, vino a detener en su marcha a perseguidos y perseguidores.
Largo rato permanecieron deslumbrados y aterra— 96— dos los montañeses, pero cuando ya la luz volvió a sus ojos y la calma a su pecho, quedaron no poco asombrados al ver a D. Opas arrodillado entre dos altos picos de la montaña y en el mismo sitio donde el rayo le sorprendiera. A su vista volvió a ellos el deseo de vengar a la patria y con las armas levantadas se precipitaron todos a un tiempo sobre el traidor.
¡Cuál sería su espanto al apercibirse de que el cuerpo de D. Opas no era sino un peñasco!
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Allí pueden verle hoy todos los que transitan por el valle: allí está D. Opas petrificado por la justicia celeste; allí permanece para ejemplo de traidores.
¿Queréis saber qué fue de su alma? Pues continuad más adelante, y cuando lleguéis a la falda de la sierra de Priera, aplicad el oído a un peñasco que avanza sobre el camino y oiréis un ruido subterráneo por la rueda del molino de la Roedoria. Bajo ella se tritura el alma de aquel traidor que consumó la perdición de España.
FUENTE
Fernández Ladreda. Manuel. “Don Opas y el molino de la Roedoria” De Oviedo a Covadonga apuntes de un viaje [Oviedo]: [s. n.], 1878 (Oviedo : Imprenta de Eduardo Uría), pp.91-96.
NOTAS
ed. Pilar Vega Rodríguez
[2] Felonía: traición, fechoría.