Una justicia del Rey Don Pedro
«E un perlado que decían don Suero, arzobispo de Santiago, que era natural de Toledo é pariente de los mejores de la cibdad, estaba allí en Santiago, cuando el rey allí llegó, aconteció lo que aqui oiredes. (Crónica del rey don Pedro, por Pero López)
I
El Consejo.
Es el fin de una bella tarde de estío del año de gracia de 1366. En un salón del arabesco alcázar de Sevilla, completamente decorado a la usanza morisca, vese muellemente sentado sobre ricos cojines de terciopelo el rey don Pedro de Castilla.
En su semblante están pintadas la inquietud, la desconfianza y la tristeza.
Rodéanle algunos de sus cortesanos entre los que se distinguen el maestre de Calatrava, Martín López de Córdova, Mateo Ferrández, chanciller del sello de la Puridad[1], y Martín Yáñez de Sevilla, tesorero o almojarife.
Estos tres personajes eran los que en la época en que comienza esta historia, gozaban de más privanza con el inconstante monarca castellano. Ocupaba a los actores de la escena que describimos una importante discusión: tal era acordar el partido que debería adoptarse en las apuradas circunstancias en que se hallaba don Pedro.
Con efecto, el bastardo don Enrique, conde de Trastamara, seguido de un lucido ejército compuesto de franceses, aragoneses y castellanos mal contentos, había invadido el territorio de Castilla, y se había hecho proclamar rey en Calahorra, donde alzó el pendón real en la solemne ceremonia su hermano don Tello. Desde allí continuó la conquista del reino, o más bien su marcha triunfal; pues todas las ciudades, ansiosas de sacudir el yugo del rey, le abrían las puertas. Don Pedro en su precipitada huida, abandonó al de Trastamara –52- las cabezas de ambas Castillos, Burgos y Toledo, y disponíase a dejarle Sevilla, a donde se dirigía con la velocidad del rayo el afortunado vencedor.
Distintas opiniones dividían al consejo del rey de Castilla y León, mas prevaleció la de pedir auxilio al de Portugal, con quien le unían los vínculos de amistad y parentesco. La repentina llegada de un pajecillo suspendió la importante conferencia.
«Señor, dijo con tímida voz, que revelaba su corta edad, y el temor de desagradar a su terrible amo, dos caballeros desean tener la honra de besar la mano a V. A. en este mismo instante, pues...»
Los ojos del rey brillaron de un modo siniestro, y se fijaron de tal manera en el paje, que éste hubo de bajar los –53- suyos poseído de terror.
«¡Rapaz! dijo don Pedro con tono brutal; guarte otra vez de interrumpir las conversaciones de tu señor, o ha de costarte caro... Que entren.»
Un instante era pasado, cuando se dejaron ver en la regia cámara dos arrogantes mancebos, cubiertos de lucientes armaduras.
El uno parecía contar treinta años, su talla era majestuosa, una gruesa cadena del oro más puro circuía su robusto cuello, y un listón rojo terciado sobre el hombro derecho, mostraba que el noble paladín pertenecía a la orden de caballería de la Banda[2], que fundó el belicoso rey Alfonso XI.
El otro caballero era más joven, la barba empezaba apenas a sombrear su hermoso y varonil rostro, y vestía una armadura semejante a la de su compañero.
Los modales de ambos hacían ver a tiro de ballesta su noble alcurnia, al mismo tiempo que unos turbantillos de tela roja, recamada de oro, que en vez de plumas ornaban sus bruñidos cascos, dejaban conocer al menos perspicaz, eran señores de feudo, o usando el lenguaje de la época, de horca y cuchillo[3].
Uno y otro, impulsados de un mismo pensamiento, se arrojaron a los pies del monarca, gritando con voz abogada por la cólera: «¡justicia! ¡venganza!»
Sorprendidos quedaron el rey y los circunstantes.
«¿Qué os sucede? dijo aquel: y luego con la volubilidad que le caracterizaba, añadió con sonrisa burlona: ¿Justicia me pedís? Dirigíos a mi buen hermano Enrique. ¿Venganza? encomendadla a vuestras espadas; yo nada soy ya en Castilla: ¿no es verdad, señor chanciller?»
Y volviéndose a éste, prorrumpió en una estrepitosa carcajada. Alzáronse los dos caballeros recién llegados con no simuladas muestras de despecho y el primero de quien hablamos, contestó al rey con tono enérgico, aunque respetuoso.
«Holgáranos en verdad, señor, encontraros más dispuesto a escucharnos: nunca hubiéramos creído mirase V. A. con tanta indiferencia los asuntos, en que se juega la vida y el honor de sus más fieles vasallos.»
Anublóse el semblante de don Pedro al oír tan amarga como justa reconvención, y repuso con cortada voz: "bien, señores, hablad; yo os creía, en particular a vos, Fernán Pérez, militando hijo las banderas del bastardo ".
"Los Turrichaos, dijo Fernán Pérez, que era el de más edad, saben sellar con su sangre sus juramentos; harto le consta a V. A. Siempre fieles, nunca os abandonarán, ni prestarán homenaje a otro señor. En tanto tengamos vida no han de faltaros vasallos; en tanto poseamos una almena, no os faltarán estados."
Si alguna vez en todo el curso de su borrascosa vida se conmovió el alma del rey don Pedro, fue en este instante, en que abandonado de casi todos los suyos, veía demostrados sentimientos de tan noble lealtad.
Tendió, pues, las manos a los dos guerreros, y les dijo con ternura:
"¿Qué puede hacer por vosotros, no ya el rey de Castilla, sino vuestro buen amigo don Pedro?"
–Señor, quisiéramos confiar solo a V.A. nuestra cuita.
—Despejad: dijo bruscamente el rey a los circunstantes
Y en el momento se cerraron tras ellos las doradas puertas de la estancia real.
II.
Santiago de Compostela.
Dos años antes de la época en que tuvo lugar la escena que acabamos de describir, en una hermosa mañana de primavera, las altas torres de la basílica de Santiago, se estremecían al continuado clamoreo de las campanas.
La majestuosa música de los órganos llenaba las bizantinas bóvedas de la antigua catedral. Mil blasonadas banderas flotaban por do quier, y un gran palenque alzado en la espaciosa plaza contigua al templo, y al que se veían llegar muchos paladines completamente armados, demostraba iba a celebrarse un torneo. Alegres danzas de aldeanos recorrían sin cesar las calles de la ciudad, todo en fin, anunciaba una solemne fiesta.
Tantos regocijos, tenían por objeto celebrar la venida del muy noble y magnífico señor don Suero Gómez de Toledo, arzobispo y señor de Santiago, elevado nuevamente a esta dignidad.
Su entrada debía verificarse de un instante a otro, pues se sabía había llegado ya a su castillo de la Rocha[4], distante una legua de la ciudad, a donde fueron a recibirle todos los señores feudales del contorno, y otros nobles que le rendían vasallaje por su dominio temporal.
Bien pronto se dejaron oír las trompas y atabales[5] de los hombres de armas que formaban la guardia del arzobispo.
Manejaba éste con gracia y maestría su arrogante corcel árabe, del color del ébano: su arnés estaba cubierto de rico paño de brocado, en el que brillaba el antiguo blasón ajedrezado de azul y plata de los Toledos, cimado de un sombrero episcopal. El rostro del prelado era hermoso, si bien su mirada tenía una expresión siniestra. No había alcanzado por su edad, (pues apenas contaba treinta años), la encumbrada dignidad de que se hallaba revestido; debíala, sí, al valimiento que su noble familia[6] logró siempre con los reyes, no habiéndose sentado hasta entonces un tan joven sacerdote en la silla metropolitana de Galicia. Cabalgaban agrupados a su alrededor los más ilustres caballeros de aquel antiguo reino. Allí se veían los Tenorios, -54- los Moscosos, los Osorios, los Correas, los Montenegros, los Salgados y otros ciento que ostentaban su nobleza y gallardía; mas descollaba entre todos, tanto por su bella presencia, como por sus lujosos arreos, Fernán Pérez Turrichao, uno de los más poderosos señores del país, y apreciado favorito del rey don Pedro, a quien servía en la honrosa clase de escudero.
A su lado marchaba su pariente y amigo Alfonso Pérez de Gallinato, en cuyo rostro juvenil iban pintados el contento y el placer: continuas miradas dirigía éste a una de las ventanas ojivas de un viejo palacio, por frente del cual pasaba a la sazón la lucida comitiva. Llenas estaban aquellas de hermosísimas y apuestas damas; más la que robaba la atención de Alfonso, era sin duda la más bella de todas: ¿cuál podía competir con doña Mayor?...
Era hermana de su amigo Turrichao, y su prometida esposa. No le ocupaban a doña Mayor ni la fiesta, ni los ricos atavíos que la engalanaban, ni la señalada preferencia que sobre sus compañeras le tributaban mil jóvenes galantes; su mirada estaba fija en los negros ojos del gallardo Alfonso; y se abandonaba sin resistencia a tan dulce fascinación.
Por fin aquella brillante cabalgata, pasó rápidamente cual una exhalación luminosa, y echando pie a tierra los nobles que la formaban, entraron en la catedral, donde el nuevo arzobispo debía por la vez primera dar la bendición al pueblo que iba a gobernar como prelado y como señor. Pocos instantes duró esta ceremonia, y luego que don Suero quedó instalado en su suntuoso palacio, los caballeros que hasta allí le acompañaran, fueron a cambiar sus ricos y elegantes trajes, por las férreas armaduras con que debían entrar en el solemne torneo que iba a celebrarse.
III.
El torneo.
Mil y mil espectadores llenaban anticipadamente el lugar destinado a la liza. Las damas rodeadas de muchos caballeros que no tomaban parte en aquel ejercicio guerrero ocupaban las tribunas de preferencia; esbeltos pajecillos las servían delicados refrescos, y muchos escuderos vestidos lujosa y galanamente ostentando en el pecho las armas de sus señores, conducían de la brida los arrogantes bridones[7] que debían estar de respeto[8] durante la figurada refriega.
Los mantenedores[9] eran Fernán Pérez Turrichao, Alfonso de Gallinato y Suero Iñiguez de Parada adelantado de Galicia, y muy privado del rey. Ocupaban éstos una magnífica tienda de campaña, de estilo árabe, fabricada en Damasco, regalo hecho al rey de Granada, y que Fernán Pérez tomó entre otros muchos despojos en la última campaña de Andalucía. Las lanzas de los valientes mantenedores estaban clavadas en tierra delante del pabellón, y de cada una se veía colgada la correspondiente adarga con que iban a entrar en la lid. –55-
Otra tienda no menos rica que la primera, si bien de distinta forma y situada a su frente, estaba destinada para los aventureros que debían tomar parte en el combate. Los heraldos examinaban detenidamente los escudos de estos, y cerciorados de la noble alcurnia que representaban, daban cuenta a Fernando de Castro, y Pelayo Correa, que eran los maestres del campo, y les concedían la entrada.
La alegría animaba los rostros de los concurrentes, si bien se mostraba alguna impaciencia por ver comenzar el marcial espectáculo, en tanto que los dos maestres recorrían a caballo el palenque[10], disponiendo lo necesario al mejor orden de la justa.
Por fin el ronco son de los instrumentos bélicos, y las estrepitosas aclamaciones, anunciaron la llegada de la reina del torneo. Era esta la muy bella doña Mayor, hermana de Fernán Pérez. Presentóse rodeada de sus camareras cautivando a todos los asistentes con su sin igual hermosura. Un su escudero la seguía, llevando en un azafate[11] de plata, una banda verde bordada de oro. y una rica espada cubierta de prolijas cinceladuras, fabricada en la imperial Toledo, premios destinados al vencedor.
La reina de la hermosura y de los amores ocupó el alto trono que la estaba destinado. A poco entró en el anfiteatro don Suero, acompañado de su deán[12] Pedro Álvarez de Toledo, de otros muchos dignatarios, y varios caballeros, luego sus vasallos. La llegada del arzobispo fue la señal para comenzar la lid, que inmediatamente se empeñó con furor, si bien con armas embotadas o corteses, cual se usaba en tales ocasiones.
Grandes muestras de fuerza y destreza se dieron en tan celebrada justa; mas el que llevó la prez de aquel día memorable, fue el valiente Alfonso de Gallinato. ¿Quién pudiera disputarle la victoria? La bella reina del torneo le había elegido por su caballero; los dulces lazos de himeneo iban bien pronto a unir sus vidas para siempre, coronando sus fidelísimos amores, y las blancas manos de doña Mayor, debían coronar al afortunado vencedor. Tanto premio era demasiado estimulo en un enamorado, para no acometer las más peligrosas empresas. Cinco lanzas quebró Alfonso con los más fuertes justadores en las tres horas que duró el torneo; y la tierna mirada y dulce sonrisa con que su amada le acogió al atarle la banda y ceñirle la espada, fueron para él de más valor, que la mayor recompensa que jamás alcanzara el más célebre guerrero.
La noche que se acercaba a grandes pasos, puso fin a los regocijos del día. Las gradas del anfiteatro quedaron desiertas en pocos instantes, y bien pronto un silencio semejante al de los sepulcros, reinó en aquel lugar tan bullicioso y lleno de vida momentos antes. Pedazos de lanzas, y algunas plumas que adornaban los yelmos de los paladines, y que vagaban a merced del viento por la ya desierta arena, era lo único que restaba del gran torneo que acababa de verificarse. –56-
IV
El crimen
«Vive Dios, mi amado sobrino, que jamás vi una niña tan bella como nuestra reina del torneo. ¡Qué de encantos a la vez! ¡cuánta hermosura! Lo juro; a serme posible la tomara por esposa.
–En poco os paráis en verdad, querido tío, nuestro antiguo fuero nos permite tener una manceba; que la bella María lo sea vuestra.
— Más fácil es decirlo que poderlo alcanzar, sobrino mío: doña Mayor es tan virtuosa como bella.
—También lo era la novicia de Sancti Spíritus de Salamanca ¿os acordáis...?
—¡Qué bien nos sirvió en aquella aventura nuestro excelente médico Abranem!
–¿No conserváis ya nada de aquel filtro prodigioso que cura el desdén de las hermosas?
–Lo que convenía a unos aturdidos escolares, no puede convenirnos ahora; es preciso renunciara nuestra vida de jóvenes disipados; tú debes recordar que eres...
—Permitidme que os interrumpa y me rebele contra ese tono tan grave que tomáis; demasiado sé que soy un hombre que no he cumplido aún veinte y seis años, y no veo una razón por la que deba ser anacoreta, y renunciar a lo que el mundo tiene de más bello... las mujeres. A fe de caballero puedo juraros, amado tío, que las amo mucho, mas no a una sola, a cuantas veo... ¡Cuánto siento haber nacido en Castilla! Si fuera árabe o al menos granadino, que harem tan bien provisto...
Este infame diálogo salía de los labios de dos hombres jóvenes reclinados sobre una gran mesa cubierta de terciopelo carmesí con franja de oro.
Encima se veía una Biblia abierta, escrita en finísimas vitelas, enriquecidas profusamente con miniaturas, y un alto crucifijo de marfil. Un suntuoso lecho cubierto de púrpura ocupaba uno de los ángulos de aquella cámara, que si bien de corta extensión cual convenía a un dormitorio, revelaba todo el lujo de la época. Rico artesón dorado formaba su techo, y las ojivas de las ventanas estaban cerradas con pintados vidrios que representaban historias del Viejo y Nuevo Testamento. Varias estatuas de santos bajo afiligranados doseletes, y un bello reclinatorio prolijamente esculpido, y que no desdeñara un rey, completaban el ajuar de la estancia que ocupaban ambos interlocutores.
Encubiertos con la máscara de la falsa piedad, ocultaban al pueblo, que los miraba con veneración y respeto, su corazón malvado. Dominados por las más desordenadas pasiones, no perdonaban medio alguno para satisfacerlas. Bastante poderosos para disponer de todos los recursos para contentar sus deseos; ¡ay de la joven a quien dirigieran sus impúdicas miradas! ¡Ay de la inocente paloma cuando la acecha el milano!!... María tuvo la desgracia de ser vista de uno y otro. y aquel instante fue el último de su ventura.
Había corrido un año. El más joven de los dos personajes que acabamos de presentar a nuestros lectores, consiguió comprar a fuerza –57- de oro, de una esclava mora, que de cerca servía a doña Mayor, la llave de una puerta, pequeña, que daba entrada al gran parque del antiguo castillo que la noble familia de Turrichao poseía en la Rocha, cercano al del arzobispo, y donde aquella residía durante la temporada del estío.
La misma infame camarera echó en la copa de plata de su joven señora, un activo narcótico, que la sepultó con un sueño letárgico. Era una noche de horror y obscuridad, cuando las nubes rasgándose de pronto, mostraron un cielo de fuego, y el cárdeno y presuroso reflejo del relámpago hizo divisar por un instante dos hombres envueltos en groseras capas, que conducidos por la esclava mora, entraban en el alcázar de Turrichao. Sus fuertes y ennegrecidos torreones retemblaban con el estampido horrísono del trueno, y un rayo rompió un robusto ciprés. Estremecíase el cielo al contemplar tan horrible crimen; ¡¡¡más en sus altos decretos estaba escrito que se consumara!!!
V
La venganza.
Se pasaron muchos días. La victoria coronaba por do quier al afortunado bastardo de Alfonso XI. Ya se había hecho dueño de toda la Andalucía, y las demás provincias se apresuraban a porfía a rendirle homenaje. Don Pedro en tanto, seguido de algunos pocos vasallos que le permanecían fieles, entre los que se contaban Fernán Pérez Turrichao y Alfonso de Gallinato, atravesó huyendo el Portugal y llegó al castillo de Monterrey en Galicia.
De allí fue a pasar el Sant-Juan (como dice la crónica) a Santiago. El arzobispo don Suero, que se hallaba a la sazón en su castillo de la Rocha, se apresuró a ofrecer sus respetos al rey don Pedro, aunque eran conocidas sus simpatías en favor de don Enrique. Presentóse el prelado rodeado de toda la pompa teocrática y feudal de la época. Un canónigo le precedía en un blanco caballo llevando el guión o cruz arzobispal; cabalgaba don Suero en un brioso alazán, y le seguían los cardenales y demás dignidades de su iglesia, cerrando la marcha los doscientos de a caballo, que formaban su guardia particular[13]. Recibió le don Pedro con agrado, y después de una corta conferencia tornóse el arzobispo a su castillo.
Pasáronse pocos días: era el de San Pedro, y hallábase el rey en la catedral sentado en elevada tribuna cerca del altar mayor. Los oficios divinos iban a empezar. Los sonidos de la música sagrada se hacían sentir, y las plegarias –58- del pueblo y de los sacerdotes subían al cielo envueltas con las nubes de incienso.
En el mismo instante en una de las puertas de la ciudad, estaban veinte hombres de armas, capitaneados por dos caballeros con la visera calada; sus nombres eran Fernán Pérez Turrichao y Alfonso de Gallinato[14].
Largo tiempo hacia que esperaban, cuando una nube de polvo que por el camino se acercaba, vino a contener algún tanto la impaciencia que se apoderara de los guerreros: bien pronto descubrieron a don Suero, que acompañado de su sobrino el deán Pedro Álvarez de Toledo y de sus doscientos guardias, venía a cumplimentar al rey en la festividad de su santo.
De repente se trabó un encarnizado y desigual combate, tanto más terrible, cuanto menos esperado, entre los guerreros de Fernán Pérez y los del arzobispo. Este apenas vió comenzada la refriega, hirió con el acicate[15] el costado de su caballo, y a toda brida huyó hacia la catedral, y al tocar las puertas del templo donde pensaba refugiarse, Fernán Pérez que de cerca le seguía, le arrojó su lanza que le atravesó de parte a parte[16].
A este tiempo llegaba al mismo sitio Alfonso de Gallinato, que con su maza de armas acometió al deán, el cual así como don Suero, intentaba acogerse al sagrado de la iglesia, y ya dentro de ella recibió un golpe en la cabeza que le dejó sin vida: varios sirvientes de la catedral y otras personas acudieron en socorro de los acometidos, y los condujeron ya muertos al altar mayor, cerca del que estaba el rey, como arriba dijimos.
Fernán Pérez hablaba ya tranquilamente con su alteza, mas Gallinato aún no saciado de venganza, repetía mil golpes sobre el destrozado cadáver del deán.
El pueblo absorto, prorrumpía en ahogados gritos, y el rey miraba con la más fría indiferencia aquel sangriento espectáculo, sonriéndose con sus cortesanos. Hizo llamar a un arcediano, que a la sazón presidia el coro, y con tono festivo le dijo... "nuestro buen vasallo el arzobispo nos prometió celebrar hoy la misa de pontifical en honor de nuestro santo patrono; mas ya que Dios dispuso que no pueda cumplir su palabra, os estimaría lo hicieseis por él."
Bien pronto se obedecieron las órdenes del terrible monarca, y en el mismo altar salpicado con la sangre de las víctimas aun palpitantes, se ofreció el sacrificio incruento a un Dios de paz y de misericordia [17] -59-
EPÍLOGO
El día que sucedió a la terrible noche en que fue violada doña Mayor, desapareció ésta del castillo de su padre el anciano Pedro Turrichao; el cual creyendo que su hija fuera robada por algún amante atrevido, y suponiendo que el rapto lo protegiera la esclava mora, por haber encontrado en sus arcas considerable cantidad de oro, hizo ponerla en el tormento.
Allí confesó que el deán y su tío el arzobispo la sobornaron para dar a la inocente María el fatal brebaje que la entregó inerme en manos de sus violadores[18]. En la tarde del mismo día fue la esclava quemada viva en el gran patio del castillo, y don Pedro Turrichao recibió la noticia de que su desdichada hija, había corrido a ocultar su dolor y su vergüenza en el monasterio de San Pelayo, donde habiendo tomado el velo, sobrevivió poco tiempo a su desgracia. Informado el rey en Sevilla de tan inaudito crimen, dispuso se formase un proceso secreto en averiguación del caso, y justificado plenamente, quiso que los ofendidos tomasen por sí mismos la venganza a satisfacción suya. Poco después perdió don Pedro la corona y la vida en los campos de Montiel, y los Turrichaos, sus ardientes defensores, perseguidos por el usurpador, hubieron de abandonar el país de sus padres y refugiarse en Portugal, donde tenían muchos deudos y amigos: sus tierras fueron confiscadas por diez generaciones en favor de la mitra de Santiago (que actualmente las posee), y sus castillos arrasados.
También se prohibió a sus descendientes llevar el noble apellido de Turrichao, y desde entonces usaron el de Suarez-Deza, que era el de la madre de Fernán Pérez, y que aun llevan hoy los que de él proceden.
Cuando el viajero atraviesa el camino que pasa cerca de la pequeña aldea de la Rocha, descubre dos eminencias, sobre las que se alzaban en otro tiempo las soberbias torres de los castillos de Turrichao, y el arzobispo. Uno y otro no son ya más que montones de escombros, y el tiempo no tardará en borrar aquel recuerdo de una familia respetable, de un gran crimen, y de una terrible venganza, que fue al mismo tiempo una justicia del rey don Pedro.
FUENTE
Mellado, Fernando, Recuerdos de un viaje por España. (Establecimiento de Mellado, 1849, vol.1-2) pp.21-59.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
En su novela La Prueba (Aguilar, I, pág.784) Emilia Pardo Bazán recrea el ambiente de unos juegos florales en los que se refiere esta leyenda en una composición interminable en octavas reales y gallego.
[1] El canciller que custodiaba el sello real, un puesto de máxima responsabilidad en la corte.
[2] Orden de la Banda. Orden militar fundada por Alfonso XI en 1223 integrada por laicos, a los que exigía una rectitud moral y un comportamiento intachable. Llevaban vestidura blanca con listón rojo.
[3] En lo antiguo, tener derecho y jurisdicción para castigar hasta con pena capital. (DRAE)
[4] Castillo de la Rocha: o castillo de los Churruchaos
[5] Atabales: Tambor pequeño o tamboril que suele tocarse en fiestas públicas.
[6] Era don Suero, hijo de Gómez Pérez de Toledo, y doña Teresa Alonso, hermano de don Aguirre Gómez de Toledo, maestre de Alcántara (Nota del autor)
[7] Bridones: en sentido poético caballo brioso y arrogante.
[8] Estar de respeto: adornados para la ocasión, vestidos.
[9] Mantenedor: Hombre encargado de mantener un torneo, justa (DRAE)
[10] Palenque: Valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines (DRAE)
[11] Azafate: bandeja, canastillo, soporte.
[12] El deán preside el cabildo, o cuerpo de eclesiásticos adscritos a la catedral.
[13]....E el arzobispo don Suero, vino y á el rey, é traço doscientos de caballo: é desque vió al rey é fabló con él, tornóse para la Rocha, que es un castillo llano suyo cerca de Santiago...» (Crónica del rey don Pedro por Pero López de Ayala) Todas las circunstancias de la muerte del arzobispo que aquí referimos son históricas, y sacadas de la misma crónica. (Nota del autor)
[14] . .. E mandó el rey á Ferrand Pérez Terrichao, e á Alfonso Gómez de Gallinato, dos caballeros de Galicia que querían mal al arzobispo, que le estoviesen esperando, con veinte de a caballo a la puerta de la cibdad, é que le matasen: é ellos hiciéronlo así. E pusieronse a las puertas de unas posadas, que era cerca por do el arzobispo avía de venir... (Crónica del rey don Pedro por Pero López de Ayala). (Nota del autor)
[16] E Fernán Pérez Turrichao, en un caballo con una lanza en la mano, é omes de á caballo en pos del llegó al arzobispo é mataronlo; é mataron al deán de la dicha iglesia de Santiago que venía con el arzobispo, é alidieron las almas á Dios delante del altar mayor. E dicen que el rey, é los que con él estaban encima de la iglesia mirando, daban voces diciendo que non le matasen: é su padre de aquel Fernán Pérez Turrichao estaba con el rey. E como quier que todos fician salvas de la muerte del arzobispo; pero segun que los omes cuidaban, non se atreviera ninguno á facer tal cosa si al rey pesara. E fué este fecho muy malo, é muy feo, matar al arzobispo de Santiago, que es un santo patrón é defendedor de España, dentro de la su iglesia, do todos los del mundo vienen á le honrar visitar... (Crónica del rey don Pedro por Pero López de Ayala). (Nota del autor)
[17] Verificóse este suceso el 29 de junio de 1366 (Nota del autor)
[18] Algunos escritos de la época niegan completamente el hecho de la violación de doña Mayor atribuyendo a causas puramente políticas la catástrofe del arzobispo y el dean, y otros suponen que la esclava hizo su declaración engañada por un amante despreciado de la dama, que fue el verdadero perpetrador del crimen, y tuvo habilidad suficiente para hacerlo atribuir a don Suero y su sobrino, de quienes era mortal enemigo. Lo único que resulta probado de un modo incontestable, es la muerte del arzobispo y del deán, autorizadas por el rey. (Nota del autor)