El ahorcado de palo
Era cuando el Rey D. Pedro sentía y lloraba la muerte de la Padilla[1], como si le hubieran quitado la sombra de su cuerpo: pasaba las noches discurriendo como un fantasma por entre los jardines de su alcázar de Sevilla; y más de una vez en mitad del día le vieron las gentes que habitaban a orillas del Guadalquivir atravesar el puente, solo, sin paje ni escudero ni más compañía que la de su negro corcel orgulloso de sustentar tan gallardo jinete, y dirigirse después por entre los espesos olivares, que bordan de eterna verdura el cerro Alfarache, vagando a merced de su cabalgadura de hondonada en hondonada de cima en cima, pero buscando siempre la soledad y confiando para todo evento en su valor.
En medio de estos paseos solitarios asaltóle una tarde tan recia tormenta, que a otro menos animoso que él hubiera hecho torcer el paso hacia la ciudad, o buscar al menos un asilo donde guarecerse del viento y el granizo, que juntos con el cruzar de las exhalaciones que serpeaban encima de su cabeza, fueran bastantes a turbar el curso de sus pensamientos, a no tenerle estos tan absorbido, que ni aun reparar le dejaron el riesgo que corría.
Más avisado sin embargo, y tan leal como prudente su amigo y consejero el maestre de Santiago, Don García Álvarez de Toledo, que a cierta distancia cabalgando también le seguía, se decidió a llegar a él: y en efecto así lo hizo tiempo que el Rey se paraba en la cresta de un repecho, y sacaba después de entre los pliegues de su túnica uno como escapulario[2] que fijo llevaba en un cordón pendiente de su cuello, y en cuyo hueco debía contenerse alguna memoria de su amor pasado, según el ansia y terneza con que mil y mil veces lo besaba.
—¿Es posible, señor, le dijo el maestre interrumpiendo su amoroso y triste arrobamiento; es posible que de tal manera os traigan vuestras cuitas, que os aventuréis a venir solo y desapercibido por estos peligrosos lugares?
¿Tan escasos o tan nobles juzgáis a vuestros enemigos que no teméis os sobrecojan y se aprovechen de vuestra soledad para haceros algún desaguisado? Tornad en vos, señor, y cuidad que la salud de estos alborotados y malandantes[3] reinos no os permite disponer así, de vuestra persona para dejarla a merced de los que bien no os quieren.
—Razón tenéis, maestre, respondióle el Rey, que le había escuchado entre confuso y mohíno: la salud de mis reinos había de ser antes que el cuidado de mis amorosas penas: y así fuera sin duda, si valiese menos la perdida hermosura, que siempre fue leal para mí, y el solo amor, de quien jamás tuve que castigar traiciones.
Diciendo esto, volvió a besar el relicario, y sacando un suspiro de lo más hondo del pecho, cambió repentinamente de postura, y añadió con voz entre reposada y severa.
—Pero a vos, decidme, buen maestre, ¿quién os manda espiar mis pasos, y seguir mis huellas cuando prohibido lo tengo a todas las gentes de mi servicio?
—Señor, yo pensaba.... —10—
—Callad. ¿Pensasteis acaso que las penas habrían amenguado mi coraje o gastado mis bríos hasta el punto de que en toda ocasión no pudiera defender mi persona como siempre supe hacerlo? Traigo en el cinto mi estoque y para ahuyentar escarmentado al que osare tocar a un pelo de mi barba, no he menester blandir lanzón[4] ni embrazar adarga[5], entendéis? ¿Ni quién sería para tanto, si levantando yo mi celada[6], descubriese la faz? decid.
—Señor, yo solo en vuestra pro os aconsejaba.
—Sé que sois leal.... No os disculpéis conmigo.
—Vuestros contrarios son tan poderosos cómo diestros, señor, y más de una vez habéis probado sus arteras mañas. Hoy los tenéis casi a dos pasos de vos, pues que os amenazan desde Toledo y aun se dice que han enviado ocultamente a Sevilla para que os mate a un malandrín[7], que por tres veces ya ha estado a punto de dejaros en la estacada. Bien os acordareis de su nombre, pues hasta su propia gente le llama Juan el Malo ¿No hacéis memoria del?
—Sí, vive Dios— respondió D. Pedro, alzándose con ademán rabioso sobre los estribos, y haciendo crujir las piezas de su armadura.
La primera vez que tuve el mal sino de topar con ese audaz aventurero, fue diez años ha, en el torneo de Torrijos. En mal hora le di venia para que justase conmigo, pues en poco estuvo que no me atravesara un costado. No parecía sino que el mismo Satanás le daba bríos y aliento contra mí; porque después de haber yo vencido en buena lid a más de diez caballeros, él solo acertó a herirme en el guardabrazo[8], traspasando la manopla[9] y descoyuntándome toda la muñeca....
—Aquella herida dio mucho cuidado a vuestros servidores; pero lo más raro del caso fue que a poco de haberos herido, desapareció vuestro contrario sin dar más señales de sí, que decir le llamaban como ya sabéis. Y aún no ha sido esa sola la vez, que os ha aparecido en mal hora... ¿Os acordáis del cerco de Guardamar, cuando pudisteis tomar la villa, pero no el castillo, que se os resistió a la desesperada?
—Sí, por cierto. Mala jornada fue aquella, maestre: mientras el cielo a fuerza de rayos reducía a cenizas nuestra armada, el maldito castillo hacia una defensa como si lo custodiaran legiones infernales.
Algo de diabólico pensé yo que hubiera dentro de aquella fortaleza, cuando veía a su alcaide saltar de torre en torre y de almena en almena como si tuviera alas, despidiendo él solo contra vuestro peto más saetas y venablos que toda su endiablada gente.
—Pues bien, señor, aquel alcaide supe después de nuestra derrota que se llamaba Juan el Malo.
—¡Ira de Dios!... de haberlo sabido antes, ni el poder del cielo lo hubiera librado de mis garras, y el castillo hubiera quedado por nosotros.
—Pues aun no fue esa la última vez que habéis tenido que hacer con ese condenado....
—¡Cómo otra vez!... no recuerdo. ¿Cuándo?
—Yo os diré, señor. En Nájera fue donde le volvisteis a ver bajo los hábitos de aquel excomulgado clérigo, que se atrevió a entrar en vuestros reales, y os vaticinó que había de mataros vuestro hermano con otros mil agüeros, que nos llenaron de espanto y de ira....
—¿Qué creéis vos que aquel profeta del infierno era ese mismo hombre?... ¿Pero cómo pudisteis conocerle, no habiéndole antes visto nunca de cerca?
—Desde la jornada de Guardamar[10] tomé tan en mientes las señas —83— de su rostro, que a pesar del disfraz que lo ocultaba, no se me despintó su catadura, cuando en Nájera torné a verlo.... Por eso os aconsejé que lo mandarais quemar como a traidor.
—Y así se hizo, maestre: nosotros mismos le vimos arder y consumirse entre las llamas.... ¿Cómo, pues, se dice hoy que lo han enviado a Sevilla ocultamente para matarme?
—Pues eso es precisamente lo que más confuso me tiene.... Recelo mucho no fuese Satanás tan su amigo que lo sacara de la hoguera misma, dejándonos allí su imagen para que lo creyéremos achicharrado y metido en el infierno, adonde su alma debió ir, si de verdad fuese muerto....
—Veo con pena, buen maestre, que os han también trastornado el seso las patrañas que para atemorizar a nuestras gentes inventan esos cogullas que defienden a mi hermano....
Decís y aseguráis vos mismo que conocisteis ser aquel clérigo el llamado Juan el Malo; vímosle después los dos convertido en pavesas; y queréis ahora que ande rondando nuestro alcázar como si fuese persona humana....
—Es que no creo que lo sea señor: haced de mi la mofa que os plazca; pero la noticia de que anda por aquí ese hombre, me da recelos de que tengamos que hacer con enviados del demonio.
-Pues aunque así fuera, no desmayaría mi ánimo por eso; y juro hasta ver ahorcado a ese tal Juan, no tornar a besar estos cabellos, que llevo en este relicario.
—Es el caso que también ha jurado vuestro enemigo no parar hasta robaros ese relicario, siquiera tuviese que entrar con vos en campal batalla.
—Venga cuando quiera, si a tanto osa, que aunque fuese el mismo Satanás en persona, no lograría arrancarme esta prenda, que más precio que mi corona real.... Mirad, maestre: ella propia cortó esta mecha de sus negros cabellos pocos días antes de finar; y como si adivinase que había de dejarme pronto. «Tomad, me dijo, Rey mío, guardad para vos estas trenzas, que tantas veces han enjugado el sudor de vuestro rostro, antes que la tierra se las coma, y os quite así toda memoria de la que también habéis amado.» Confiesoos, maestre, que al oírla decir estas tristes palabras, sentí un golpe en el corazón como si me hubieran clavado un dardo; y estoy por creer que lloraba y me estremecía a un mismo tiempo al tomar el presente de amor que veis aquí.
Diciendo el Rey esto, volvió a mirar y besar el relicario, dejando los labios largo rato suspensos sobre él, como quien había hecho juramento de no tornar a ponerlos en aquella prenda hasta que matase al malandrín, que según el maestre, también había jurado por su parte arrebatársela por fuerza o por maña. Cerró después el Rey aquel relicario, y habiéndolo escondido bajo la túnica de donde lo sacó, metió el acicate[11] al caballo, y ya trotando al través de los olivares, dijo al maestre, que con el mismo paso le seguía:
—Volvamos, pues, a Sevilla buen maestre, ya que la tempestad no quiere amansarse, y dejad a Juan el Malo echar fieros y bravatas, que ni me espantan ni me acuitan.
—Sea como queráis, señor, respondió el maestre que, mientras -11—cabalgaba a la izquierda del Rey, no cesaba de mirar inquieto todas las vueltas del camino. Sea como queráis; mas no volváis por Dios a aventuraros en estas soledades, como ha días os sucede, si no queréis dejar con ansia mortal a vuestros buenos servidores.
El Rey tendió la diestra al maestre con ademán cariñoso, y sin decirle ni oír de él más palabra, siguieron juntos la ladera abajo en dirección de la ciudad.
Habrían andado de este modo como cien toesas[12], cuando llegaron a una hoyada que por aquella parte formaban las quebraduras del cerro y donde más que la luz, ya muy escasa de la tarde les alumbraban los relámpagos, que menudeaban a par de los truenos, y del granizo.
Pero por más que deseando ya ganar la altura de la colina, que servía de horizonte al terreno hondo que atravesaban, hendían los ijares de sus corceles la hoyada no parecía sino que se ensanchaba, o se iba cada vez más lejos del cerrillo que la servía de término, pues los dos jinetes no conseguían salir de su recinto por más que corrían a rienda suelta. Correr y más correr, y sin salir nunca de aquella maldita hondonada.
—¿Si nos habremos extraviado, y errado el camino? preguntó el Rey al maestre, quien hemos dicho que iba a su izquierda.
Más al volverse a él para hacerle aquella pregunta halló en su lugar otro jinete armado de punta en blanco y con visera calada, al través de cuyas hendiduras se veían relucir dos ojos como brasas. El Rey, que nada temía, se afirmó en los estribos; recogió las riendas de su corcel, y poniendo mano en seguida a su espada, paróse y pusose en frente de aquel desconocido, a quien sin curarse ya del paradero del maestre, ni del rumbo que hubiera tomado tan de improviso, dijo con acento airado y provocadores ademanes:
—Quisiera saber qué fueros autorizan al mal nacido para venir a hacer compañía a su señor sin que le llamen. ¿Quién sois, de dónde venís, por dónde habéis llegado? responded, si apreciáis en algo vuestra vida?
—No os canséis, Rey D. Pedro, en hacer tales averiguaciones, respondió el jinete sin descubrirse el rostro ni hacer signo alguno de acometer al Rey ni de defenderse de él. Ni yo os pudiera decir lo que vos queréis saber, ni me entendierais, aunque os lo dijera. Basteos entender que lo que aquí me trae, es el pensamiento y la resolución de no partirme de vos sin llevar ese relicario, que guardáis bajo la túnica.
—¡Ah! ¡mal rayo te parta, infame traidor! replicó el rey tornando a afirmarse en los estribos y en guisa[13] de arremeter con denuedo. —Ni tú, ni el infierno junto lograrían apartar de mi esta prenda, de la que en vida mandó en mí, como señora.... Ahora lo verás....
—Teneos, repuso el jinete sin moverse de su sitio, ni cambiar de postura. No os acerquéis a mí, que pudiera saliros tan caro como en Torrijos.... y oídme.
El rey al oír estas últimas frases, quedó en efecto como cortado en mitad de la carrera que había emprendido con la espada desnuda, y sintió discurrir por sus venas un hielo que tenía más de espanto que de temor. Y viéndole parado así el desconocido, continuó:
—La que vos decís era señora de vuestros pensamientos, era sierva de los míos. Su cuerpo y su alma fueron y son de mi pertenencia en la vida y en la muerte, y no quiero que llevéis vos esa porción de sus cabellos, privándome de la posesión de lo que es mío.
—Calla, lengua de víbora, calumniador infame, exclamó el rey procurando conjurar el creciente horror, que ya se iba apoderando de su ánimo.—La que osas tomar en boca para injuriarla, no fue sino leal a su señor, y jamás conoció a otro ninguno.
—No disputaremos por eso; le respondió el desconocido, sin perder su sangre fría ni su pacífica actitud. —Bueno es que vos lo creáis; pero lo que a mí me importa, es recobrar esa parte del cadáver, que habéis robado a la muerte, y que solo por mi estará bien guardada. Así, entregadme de grado ese relicario, antes que mi brazo os lo arranque, llevándose en pos vuestra cabeza.
No fue ya menester más que esta altiva provocación, para no dejar en el ánimo del rey sino ciega y rabiosa cólera, que aguijando, digámoslo así, su natural indómito coraje, le hizo partir como un rayo contra su provocador, y descargar sobre su yelmo tan fuertemente, que al golpe resonó el recinto de la hoyada, como si el trueno hubiera estallado en su centro mismo. Un instante después recibía el rey a su vez los golpes seguros y asordantes de la espada del desconocido, que echando espuma por la boca y con los ojos centellantes, parecía querer inundar a su adversario en un lago de fuego. Pocos minutos haría que duraba este mortal combate, cuando el rey sintiendo desfallecer sus fuerzas, aunque no se veía herido, quiso hacer el último esfuerzo, lanzándose para luchar, a brazo partido, sobre el caballo de su contendiente; pero en el momento de intentarlo, sintió la mano de este, que oprimía su garganta como un garfio de hierro candente, mientras con la otra le sacaba del cuello el cordón, de que pendía el relicario, con la misma facilidad y espacio que pudiera hacerlo en un niño dormido. Después sintió el cuerpo de su corcel estremecerse tan violentamente como si le hubieran clavado un rejón en el anca, y partir en seguida al escape con más rapidez que el viento; siendo tal el impulso de esta carrera, que cuando el rey pudo pararlo, se hallaba ya fuera, y dominando de la hondonada la colina, que la servía de límite y proporcionaba con su pendiente suave, fácil descenso a la llanura donde Sevilla levanta sus arábigos torreones.
Llegado allí D. Pedro, empezó a recobrarse del vértigo que se había apoderado de su espíritu, y cuando ya vuelto en sí, derramó la vista a su alrededor, encontró cabalgando con él a su izquierda al fiel maestre del propio modo que antes lo llevaba.
Pero el rey hubo de no conocerlo sin duda, y figurarse que era el robador de su relicario, pues que con acento ahogado por la más rabiosa ira le dijo:
—¿Todavía estás ahí? ¿por qué me persigues ya?
—Señor, le respondió el maestre temeroso y sorprendido de tal pregunta; ¿me habéis por ventura prohibido vos que os siguiese? ¿no os he acompañado hasta aquí, alcanzando la honra de departir con vos....
—¿Qué estáis diciendo, maestre? ¿Qué me habéis vos acompañado? ¿que habéis conversado con migo?... Pues ¿y el robador de mi tesoro? ¿No habéis percibido el rumor del combate?
—No sé de qué combate ni de que robo me habláis, señor: -12—yo no os he visto sino llegar hasta aquí en santa paz conmigo, ni hemos encontrado en nuestro camino sino a labriegos que tornan de sus faenas.
—¿Pero nada habéis visto? ¿no habéis oído nada?
—Nada, señor; os repito por mi nombre que nada más que a vos y lo demás que os he dicho.
Entonces miró el rey al maestre fijamente durante algunos instantes; metió la mano después entre los pliegues de su túnica, limpióse el sudor mortal, que bañaba su frente, y sin añadir más palabra, respondió con voz como si saliera de un sepulcro.
—Está bien, maestre, me habré yo engañado,
En esto pisaban ya las maderas del puente de Triana, y el sol doblando entre las nubes negras como tinta las montañas de Occidente, daba paso a la noche, y esparcía su sombra sobre el alcázar donde poco después entraban el rey y el maestre, no sin que el segundo hubiera dicho para sí, más de una vez durante el camino.
— La cabeza de nuestro rey ha flaqueado. Esta muerte de la Padilla ha de trastornar su juicio, si ya no lo está, a lo que barrunto.
II
—33—Pues, señor, dejemos al Rey, que triste y cuidadoso ni departía ya con sus monteros, ni se curaba de los asuntos de la guerra, ni quería en fin comunicarse con persona ninguna más que con su confesor, el cual siempre que salía de hablar con su ilustre penitente, aseguraba que el juicio del Rey no estaba sano, según las visiones que se le antojaban, y las palabras y frases sin concierto que a cada instante profería.
Vamos a que por entonces era vecino de Sevilla, un hombracho de pelo en pecho, de negros ojos y mirar bravío, que no parecía sino nacido y criado en las entrañas de Sierra Morena; y aun así era la verdad, porque las tres cuartas partes de su vida, que entonces llegaba a las treinta primaveras, las había pasado matando jabalíes unas veces, y otras veces moros, según y cómo le venían la gana y la ocasión.
Pero en medio de todo, era tan bonachón de suyo y tan temeroso de Dios, que a no ser moro o jabalí, que para él eran una misma cosa, no se desmandara a hacer mal ningún viviente, siquiera le fuese en ello la vida.
Llamábanle por eso Juan el Bueno las gentes de su vecindad, que o conocían, y las cuales por amor a él remediaban las muy grandes necesidades de su hermana a quien llamaban la Garrida, moza honesta y mal casada, por lo que no tenía más amparo en el mundo que su hermano Juan el Bueno.
Chorreando agua desde el colodrillo[14] a la planta, y tan mohíno como cansado, acababa el dicho Juan de sentarse para secar su burdo gabán al humo del reducido hogar de su pobre casa, cuando vio delante de si la mano de la Garrida, que con mucho amor le presentaba en un mal vaso de hasta una ración de mal vino, que guardado tenía para cuando su hermano tornase de la caza.
—Mal día te ha hecho, Juan, le dijo al alargarle el vaso. ¿Qué tal los jabalíes? ¿no se han dado s partido?
—No, malditos de Dios, la respondió Juan entre sorbo y sorbo. Bien dice el refrán, «al cazador leña, y al leñador caza.» Ni un mal conejo ha querido sacar las orejas del matorral en todo el día; de manera que si no tienes algún repuesto de ayer, lo que es por esta noche, cenaremos cruces.
—Mira, Juan, no lo siento por mí, sino por ti que vendrás con hambre después de lo que has andado.
—Y yo lo siento no más que por ti, cuitada, que quizás en todo el día no hayas tenido bocado que llevar a los dientes... ¡Mal rayo en la Padilla y en toda su casta, que aun después de muerta, nos ha de estar haciendo mala obra!... Nada; por más que he querido ver al Rey, y pedirle algo a buena cuenta de lo que le he servido, no hay modo de hacerle oír como antes a su gente fiel para que la ampare y alimente, como le cumple de obligación.
—Calla, Juan, por Dios, no digas tales cosas, que pudieran oírte, y sería peor todavía....
—Qué... ¿está por ahí quizás el excomulgado de tu marido? Porque si no es él, no sé yo quien tuviera deseo de causarme ningún daño.
—En mal hora nos dejamos engañar por las palabras de ese perro, tú en matrimoniar con él, yo en no acogotarlo[15] antes de aprobar tu endiablada boda
La Garrida oyendo estas últimas palabras de su hermano, se echó a temblar como si tuviera frío de cuartana[16], y no supo contener algunas lágrimas, que a despecho suyo le saltaron a los ojos. Visto lo cual por su hermano la dijo, levantándose del escaño en que estaba
—¿Cuánto va que ese mal nacido ha estado hoy por aquí, a darte algún pesar nuevo?
—Sí, es verdad; le respondió temblando la Garrida, y mirando espantada todos los rincones de la cocina: aquí ha estado para tentar sin duda a Dios, porque le amenaza un riesgo muy grande.
—¿De verdad? me alegro; señal clara de que el demonio se ha cansado de ayudarlo. ¿Y qué riesgo es ese que mentabas?
—Por lo que yo he podido colegir, debe de haber hecho algo contra nuestro Rey y señor; y aun me parece que ha venido a Sevilla para ayudar al bastardo D. Enrique y armar alguna celada de consuno[17] con los enemigos de D. Pedro. La verdad es que hoy han puesto su cabeza a pregón, y ofrecen dar quinientos marcos de plata al que se lo presente al Rey vivo o muerto.
—No te dé por eso cuidado; que ya él se las avendrá de modo que no puedan toparlo; porque, así Dios me salve, como tengo para mí que ha hecho alianza con Satanás.
La Garrida no pudo menos de santiguarse, y de temblar con más miedo aun que hasta entonces; pero su hermano sin darse por entendido de lo uno ni de lo otro, la preguntó entre ceñudo y compasivo.
—¿Pero cómo demonios topaste con ese hombre, y te diste a él en alma y cuerpo? Un vagamundo que de la noche a la mañana se te entró por las puertas, sin decir de donde venía, —34— ni a donde iba.... La culpa me tengo yo que no lo derribé de una puñada el día que me dijo que jamás había puesto el pie en la iglesia, ni confesado sus culpas....
—Óyeme, Juan, le dijo la Garrida interrumpiéndole como para dar treguas al terror que de más en más se iba de ella apoderando: para descargo de mi ánima te quiero decir, como si fueras mi confesor, algunas cosas, que me tienen quitado el sueño, y no me eran estar nunca en paz conmigo.
Y volviendo Juan a sentarse en el escaño, hecho todo ojos y oídos, invitó también a sentarse a su hermana, la cual continuó.
—Pues como te iba diciendo; tú estabas en las fronteras de Aragón con el Rey, y yo sin recibir nuevas tuyas, ni otro socorro ninguno de persona humana, no sabía cómo buscarme un pedazo de pan, ni tenía más camino para no desesperarme que rogar a María Santísima que no me abandonara en mis tribulaciones.
—¡Pobre Garrida!.... murmuró Juan echando una pierna sobre otra, y cubriendo la rodilla de, la que encima quedaba con su peluda gorra de piel de cabrito. Juan usaba de este movimiento siempre que quería meditar, cosa que por cierto le costaba mucho trabajo. La Garrida prosiguió:
—Pero cumplíase el tercer día que no había tomado por alimento más que un canto de hogaza, que me dio una vecina caritativa; y el espíritu maligno se me entró sin duda en el cuerpo, porque me hizo blasfemar de Dios, y decir a gritos que daría mi alma y mi cuerpo al demonio si quisiera tomarla por suya:
—¡Jesús, María y José!.... Dijo Juan santiguándose. Prosigue, hermana, prosigue. –
—Vamos a que no bien acababa de proferir lo que Dios me perdone, cuando entró por la puerta un hombre todo azorado, diciéndome que le escondiese donde no pudiera ser habido por la justicia del Rey, que le seguía los pasos. Diciendo esto, me alargaba una bolsa de cuero llena de medallas de plata, según después vi, y me suplicaba con mucho dolor que no lo dejase caer en manos de la justicia; añadióme luego que te conocía a ti, y que te había salvado la vida en yo no sé qué encuentro con los parciales de D. Enrique...
—¡Yo! respondió Juan asombrado—En mi vida lo había visto hasta que lo encontré al volver de Aragón, ya casado contigo.
—Pues bueno, prosiguió la Garrida: yo lo creí y echando fuera el miedo, que primero me dio su presencia, lo oculté como él quería. Vamos a que estando ya aquí de parada, me regalaba con mucho cariño, y me requería de amores, diciéndome que se casaría conmigo, si yo quisiera. Yo no le respondí que si ni que no; pero.... —Pero te trastornó el seso, y tú... ¡Mal haya tu fragilidad, y mi demora en venir a Sevilla!...
Juan no dijo esto sin calarse hasta las cejas su gorra de cabrito, y echara la Garrida una mirada, que la hizo bajar avergonzada los ojos al suelo. Pero al verlo Juan, se esforzó a serenar su rostro, y tornando a cruzar sus piernas, continuó con toda la afabilidad que le fue posible.
—En fin, a lo hecho pecho, como dice el refrán, tú te casaste sin tener ni un poco de espera para aguardarme, y Dios te ha castigado. ¡Cómo ha de ser!...
—¡Si me ha castigado!... exclamó la Garrida, juntando las manos y llorando ya a lágrima viva con la mayor compunción. Desde que en mal hora le di mi cuerpo y mi alma, no ha pasado día ni noche en que no haya tenido que encomendarme a Dios, juzgando mi fin llegado. Y esto es precisamente lo que más agrio y fiero lo tornaba conmigo; que en oyéndome mentar a Dios o a la Virgen, me denostaba y maceraba mis carnes con tanta rabia como si fuera mi mortal enemigo.
—Para mi santiguada[18], dijo Juan—que si no es judaizante o renegado, yo no sé qué pensar.
—Lo propio he llegado a figurarme; añadió la Garrida, porque jamás le he visto ni oído hacer ni decir nada que sea cristiano. El día mismo que nos casamos, me pareció que entraba de tan mal talante en la iglesia como si lo llevaran a su eterna condenación: y todavía no se me ha olvidado que al echarnos el cura las bendiciones, su mano me pareció ser de hielo, y todo su cuerpo como si se hubiera convertido en una peña, se quedó enclavado en el suelo hasta que llegó la hora de volvernos a casa.
Cada nueva palabra de las que iba diciendo la Garrida, hacia fruncir al bueno de Juan las cejas y darse palmadas en la frente, como si quisiera por el hilo de o que su hermana le contaba, sacar la estofa[19] de la vida y milagros de su cuñado. Movido sin duda por este pensamiento, y como si quisiese atar los cabos, que andaban sueltos en su imaginación, preguntó a la Garrida si sabía la causa de haber venido a verla su marido en aquel día, como antes le había dicho.
—No sé, respondió la Garrida— qué mal viento lo traería por aquí, sino es, como te he dicho, que venga a maquinar alguna traición contra el Rey. Lo único que en él vi, fue un relicario guarnecido de ricas esmeraldas, que sacó de entre el gabán, y estuvo registrando con el mayor detenimiento, no sin haberme despedido de su presencia. Pero la natural curiosidad de mujer fue en mí más poderosa que el miedo, y me puse a mirar por las rendijas de la puerta lo que con aquella joya hacía.
—¿Y qué hizo el condenado?
—Primero la estuvo mirando largo rato con una sonrisa, que ponían espanto en mi alma, y luego trocando un oculto resorte, abrió los aros de oro, con que se cerraba una de las bolsas del relicario, y sacó de su hueco una como mecha de cabellos, que puso encima de ese escaño. En seguida, abrió la otra bolsa del propio modo que la primera; pero no bien lo había hecho, cuando la arrojó con furia contra el suelo dando a la par un alarido, como si le hubieran sacado los dientes.
Juan se volvió a levantar; pero no para volver a sentarse, como varias veces había hecho durante su plática con la Garrida, sino para dar algunos pasos por el ahumado recinto de la cocina, murmurando al parecer algunas palabras amenazadoras.
—Yo, prosiguió la Garrida, al oírle aquel alarido, me turbé y atemoricé de tal modo que hubiera querido ser ciega y sorda para no ver ni oír nada de lo que acababa de presenciar. Apenas tuve valor para apartarme de la rendija, y darme a huir por medio de la calle, jurando no volver a casa hasta verlo a él salir de ella. Pero pasaron dos y tres y cuatro horas; y él no salía: yo entonces, encomendándome a la corte celestial de todas veras, me acerqué de puntillas a la puerta, que hallé cerrada —35—como antes; arrimé después un ojo a la rendija por donde había estado mirando antes también... e imagínate cual sería mi asombro al no ver a nadie dentro de la cocina.
—¿Qué no viste a nadie? preguntó Juan con el cabello erizado. Pues no aseguras tú que él no salió, desde que le dejaste al oír su alarido
—Lo aseguro y puedo jurarlo por estas tres cruces…[20]
—No tientes a Dios, replicó Juan estorbando la acción con que su hermana iba a apoyar su juramento, Y luego la preguntó. Pero en fin ¿cómo es que yo te he encontrado en casa al volver de mi montería?
—La Virgen de las Angustias, respondió la Garrida, me dio ánimo para abrir la puerta y registrar, luego que hube entrado, toda la cocina, para ver si había alguna salida oculta, por donde él se hubiese ido. Pero nada encontré más que arrojada junto a la ceniza del hogar la bolsa del relicario, que le vi abrir después de la otra, que hallé colocada aun en el escaño en la propia forma que él la dejó. Esta contenía la mecha de cabellos que te he dicho; y la que estaba tirada, todavía abierta, junto a la ceniza, guardaba una sacrosanta imagen de la Virgen de los Dolores...
—Y dices que al abrir esta bolsa fue cuando arrojó aquel bufido, preguntó Juan, dando diente con diente.
—Sí; respondió su hermana no menos trémula y aturdida.
Quedáronse luego unos cuantos minutos los dos hermanos mirándose uno a otro sin articular palabra, pero agarrados de las manos y como queriendo el uno al otro librar de algún gran peligro que los amenazara.
Al cabo, el animoso Juan, calándose su gorra hasta las cejas, y ciñéndose un montante que dentro de una alhacena[21] tenía, y sacó limpiándole la empuñadura, tornó el rostro a su hermana, y con ánimo resuelto la dijo:
— Voy a ver al Rey: forzaré si es menester, las puertas del alcázar, y le mostraré las muchas heridas que en su servicio he recibido, para que nos dé dineros, y lo demás que necesitamos.
—Cuenta, Juan, por Dios, con lo que piensas hacer; y considera antes lo que será de mí, si provocas la ira de tu señor.
—Dame ese relicario, y fíate de mi esfuerzo.
—Pues, oye una cosa, Juan, para si te conviene saberla.
—Despacha, si es que algo te ha quedado por decirme.
—¿Piensas hablar al Rey de tu cuñado?
—No voy a otra cosa.
—Pues cuenta que le digas su verdadero nombre, porque el Rey lo sabe ya.
—¿Cómo es eso de su verdadero nombre? ¿Pues no se llama Gaspar Antúnez?
—No; él me había dicho que me mataría si yo te descubría como se llamaba, por no sé qué motivo; pero tú quizás lo sepas, cuando yo te diga que el nombre de Gaspar con que ha entrado en Sevilla, no es el suyo sino que se llama Juan el Malo.
—¡Juan el Malo! exclamó rechinando los dientes Juan el Bueno. ¡El que quemamos en Nájera! ¡Válgame Dios! hermana mía, cuitada!... O tú no estás en tu cabal juicio, o tampoco el nombre de tu marido es ese último que dices, o la iglesia va a tener que ver en este asunto.... Dame, dame ese relicario.... que lo que es ahora, o yo he de perder mi nombre, o he de ver al Rey.
Tomó Juan el Bueno el relicario; besó la imagen de la Virgen con la mayor devoción, cogió en seguida a su hermana de la mano, y dejándola después en casa de una vecina, se partió derecho hacia el alcázar de D. Pedro con ánimo resuelto y marcial continente.
Tan resuelto y esperanzado iba Juan el Bueno a hablar al Rey, que ni le vino en mientes siquiera la dificultad de penetrar hasta su regia estancia, dificultad probada ya por él en más de una ocasión, y por cierto no menor entonces que otras veces, pues el Rey daba más cada día en no salir a vista ni aun de sus domésticos servidores, y cada día se mostraba con cuantos alcanzaban llegar a su presencia más desabrido v menos comunicable.
Sin embargo de todo esto el buen Juan, cuidó solo de atravesar con la mayor presteza posible las tortuosas y angostas calles, que desde su humilde morada conducían al regio alcázar de D. Pedro. En breve se encontró ante la alicatada puerta del mismo, por la que intentó penetrar, como si en ello no hubiese de tropezar estorbo alguno; y por donde en efecto penetrara sin más preámbulos, a no ver de pronto asestadas contra su pecho las relucientes puntas de dos lanzones enristrados por sendos jayanes, que enclavados como estatuas junto a cada uno de los quicios de la puerta, guardaban su entrada, impidiendo el paso a todo el que lo intentase sin previa licencia del Rey.
—Hágase atrás el villano dijo uno de estos jayanes[22] a Juan en el momento de asestarle el lanzón ¿no ve quién está aquí, o piensa que puede entrar en la casa de su señor sin más fueros que su voluntad?
—Como de esos fueros, y no otros, respondió Juan, he tenido más de una vez para penetrar en las filas de D. Enrique en defensa de mi señor.
—Pues vuélvase a hacer prueba de su esfuerzo, si es tan grande, y cuide para otra vez de no ir adonde le vean con esos arneses, si quiere que le crean sus hazañas.
Diciendo esto el del lanzón, soltó la carcajada, y se dio a mirar la gorra de piel y montaraz apostura del pobre Juan con traza y ademanes tan provocativos, que este tuvo gran pena en reprimir los ímpetus que le asaltaron de arrojarse sobre el que tan sin ocasión le escarnecía, y hacerlo pedazos entre sus manos crispadas entonces por la rabia. Pero pensando que semejante arrojo le impediría de todo punto conseguir lo que deseaba, procuró tener la rienda a su cólera; y con voz alterada replicó, poniendo la palma de la mano en el pomo del montante que llevaba ceñido.
—Con estos arneses que veis, con este hierro, que pende de mis hombros, y con esta mano, que ha de comer la tierra, he despeñado a más de un enemigo de mi Rey, y he dado su merecido a más de un jaquetón[23] que ha osado burlarse como vos de mis arneses. Hacedme, pues, la merced buen soldado, de no tentar a Dios con vuestras rechiflas, y decidme cómo he de hacer para entrar en el alcázar sin atropellar a las guardias de mi Rey, que en vosotros miro.
—¿Pero en verdad queréis ver a su Alteza?
—Quiero entrar en el alcázar: lo demás no os importa a vos; es cuenta mía, respondió ya muy amostazado[24] Juan el Bueno.
—¡Para mi santiguada! replicó el otro soldado, que también con su lanzón en ristre había permanecido sin tomar parte en el anterior diálogo.—Según el empeño, que el villano muestra, y según las señas que todo su continente da de su persona, se me antoja que no fuera desacertado retenerlo como a espía de D. Enrique...
No sabemos que más pensaría en mal hora decir el ue así hablaba, porque no bien había articulado su última frase, cuando sintió en su pecho tan fuerte puñada, que dio con su cuerpo contra el quicio de la puerta, quedando lisiado y tan sin sentido, como si le hubiera caído encima la clava de Alcides.
El otro guardia al ver tan mal parado a su compañero, arremetió contra Juan en ánimo de atravesarle los ijares de una lanzada; pero la singular rapidez con que Juan se volvió a evitarse el golpe, paró el lanzón en mitad del camino.
Se trabó una lucha entre los dos a brazo partido, envuelta entre una lluvia tal de recíprocos denuestos y desatentadas voces, que puso repentinamente en alarma todo el palacio, se vieron acudir desde sus patios y corredores en tropel hacia la puerta multitud de hombres de armas, y del servicio del Rey, sin duda recelosos de otro accidente más grave, según el estrépito causado por los dos combatientes.
Juan el Bueno entre tanto se hallaba ya tan ciego de coraje y tan cebado en su terrible pugna, que lejos de ver ni oír lo que en torno de él pasaba, se creyó sojuzgado por el imperio de una infernal pesadilla, al verse—82— sin saber el cómo, desasido de los brazos de su combatiente y rodeado de lanzas, puñales y partesamas[25], que como una enramada de hierro, miró suspendidas sobre su pecho y cabeza. Mudo y asombrado ante la amenazadora turba, estuvo largo tiempo sin responder a la multitud de preguntas que se le dirigían por los caballeros, escuderos, pajes y hombres de armas, que se habían agrupado alrededor de él, y cuyo círculo se iba cada vez más aumentando con los que del opuesto lado del alcázar llegaban, avisados por el estrépito y confusión que dejamos referidos.
Tal y tanto creció por fin este estrépito, que llegando a penetrar la apartada estancia, donde el Rey consumía en soledad las horas de la noche, ya entonces muy entrada, le hizo salir de su regio apartamiento, y preguntar no sin inquietud qué era lo que motivaba tan inesperado alboroto. Indagando así su origen de estancia en estancia, aunque sin recibir de nadie informes exactos, llegó por fin a un corredor, que caía sobre el primer atrio del alcázar (cerca del cual se hallaba ya Juan el Bueno remolcado por la turba que le acosaba) y asomando el airado rostro por el pretil de un arabesco intercolumnio, preguntó con ronco acento y siniestra mirada la causa de aquel rumor, y de aquella aluvión siempre creciente de soldados y caballeros, que al asombrado Juan rodeaban.
Al oír la voz del Rey, alzaron todos la vista al corredor, y ninguno osaba desplegar los labios para explicar lo que el Rey quería saber, hasta que el propio Juan afrontando con repentino denuedo la mirada que sobre el especialmente había fijado D. Pedro.
—Señor, le dijo: son unos villanos, que no han querido dejarme pediros licencia para departir con vos algunos momentos; y han además osado denostarme en vuestra propia morada. A vos, D. Pedro el Justiciero, demando justicia, señor.
—Conducidle arriba, dijo el Rey, tornando la espalda con iracundo ceño, y dirigiéndose nuevamente a la apartada estancia donde habitaba de continuo desde la muerte de la Padilla.
En el breve espacio que Juan el Bueno conducido entre algunos partesoneros tardó en llegar a la presencia del Rey, recobró su ordinaria serenidad: y echando cuentas consigo mismo, se y del mal comienzo, que a su empresa había dado; y al fin de sus cavilaciones, sacó en limpio lo poco favorable que la ocasión le era para demandar gracia ninguna. Pensó también que según el inesperado trance, en que su mala estrella le había puesto, más bien sospecharían de él cosas malas que buenas, y receló si se negaría fe a la narracion que al Rey hacer pensaba, y seria en consecuencia tenido por un visionario o un traidor, que intentase mofarse del Rey con patrañas, o preparar alguna celada a su vida.
No carecían sin duda estas reflexiones de fundamento; ellas empero no habrían impedido a Juan revelar al Rey cuanto la Garrida acababa de contarle, si su recta conciencia no hubiera despertado en su ánimo un súbito recelo, que por otra parte era muy natural.
¿No podía su hermana la Garrida haberse engañado, alucinada por el miedo? ¿No podía suceder que llena de odio hacia su marido, hubiera intentado como remedio para librarse de él, ponerlo en mal lugar, primero con su hermano Juan para entregarlo en seguida por conducto de este a la justicia del Rey? Todo esto podía ser; y era de todos modos poco noble para un alma tan honrada como la de Juan ir a entregar a su cuñado en manos de la justicia, para que se pensara de él que lo había hecho movido por la codicia del precio ofrecido en el pregón del Rey.
A este punto de sus interiores reflexiones llegaba Juan el Bueno, cuando se encontró en la puerta de la real estancia y ante la presencia de D. Pedro, que sentado en un sitial de ébano y marfil, le dijo con reposada voz:
—Acércate, villano; y pues justicia me has pedido, cuenta que no has de volverte sin ella. Di en puridad tu demanda, y cuida de no ser prolijo.
—Quisiera, replicó desde la puerta Juan el Bueno, hablar a vuestra celsitud sin testigos.
Sorprendido el Rey por esta demanda, no menos que por el desenfado y altanería mostrados por Juan al hacérsela, imaginóse que la fama de su valor se menoscabaría no accediendo a ella en el instante; y en consecuencia mandó a todos los presentes, lo dejaran solo con aquel hombre; y lo mandó con tales apariencias de no querer ser por nadie replicado, que ninguno osó demorar un solo momento la obediencia, siquiera todos juzgaron obrar el Rey en aquello con ninguna cautela y con poco decoro de su persona.
Luego que esto vio Juan, se entró por medio de la estancia con grave paso y respetuosa catadura, pendiente de su mano izquierda la peluda gorra que al ver al Rey se había y ajustándose con la derecha el ceñidor de cuero de su burdo gabán, que por cierto había salido de la pasada refriega muy mal parado.
Entre tanto el Rey había dejado su sitial y echado la llave por dentro a la puerta de la estancia, diciendo después de haberlo hecho, con altanera faz y gallarda apostura.
—Pues has querido hablarme sin testigos, yo quiero probarte que tu intento, cualquiera que sea, no me pone cuita: y para eso me encierro aquí contigo. En toda la estancia hay más que esa puerta que ves ya cerrada (y así era la verdad) y la de este corredor, que mira a los jardines, y se eleva más de cien toesas sobre el suelo. Habla, pues que ya escucho.
—Con razón, señor, os apellida valiente la fama. No imaginéis que intento contra vos traición alguna. Vengo solamente a pediros quinientos marcos de plata que sois en deberme.... Al oír el Rey esta concisa e inesperada demanda, tuvo dos tentaciones una en pos de otra; primera la de tomar a risa la locura de aquel villano; y segunda, la de mandarlo apalear por vía de enseñanza, para que aprendiese que si algo en efecto se le debía por la casa del Rey, lo pidiese no a él, sino a su mayordomo.
Pero es el caso que ni llegó a reírse, ni a decretar el apaleamiento, desde el punto que paró mientes en la suma que Juan le había demandado.
—Quinientos marcos de plata dijo revolviendo con inquietud sus relucientes ojos. ¿De cuándo te debo yo esos dineros, villano?
—Los habéis prometido, señor, al que os entregue una cabeza, que sin duda deseáis enclavar en la punta de una pica: y yo vengo a entregaros esa cabeza.
—¡Tú!.... ¿y dónde la tienes guardada que no la veo contigo?
—Como la habéis visto, señor, cubierta con el yelmo, o con la capucha, ya os habéis olvidado de sus señas; —83—pero mirad bien a esta que se tiene derecha encima de mis hombros, y acaso la reconozcáis, y la tengáis por muy buena para valer quinientos marcos de plata.... Miradme bien, señor: yo soy el que buscáis; el que han pregonado vuestros heraldos en las calles de Sevilla: a quien llaman vuestras gentes Juan el Malo
Los ojos del Rey chispearon como dos centellas: sus choquezuelas[26] crujieron en sus rodillas, como si las hubiese descoyuntado la tortura, y su diestra mano aferró convulsa el gavilán de la espada, mientras en sus ardientes fauces se oyó el hervor de un rugido semejante al de la hiena.
Ante el aspecto aterrador del Rey, vióse Juan atemorizado y tembloroso como nunca lo estuvo luchando brazo a brazo con un jabalí o acogotando a un moro más fiero que una alimaña. Tales fueron su desconcierto y trasudores, que aun en medio de su rabia los hubo de conocer el Rey, según se vio por la serenidad que repentinamente empezó a mostrarse en su rostro, y la grave mesura, con que dijo envainando el acero casi desnudo ya en su velluda mano.
—Juan el Malo no temblaría como tú—O eres un insensato que desea perderse en lugar de otro por ganar renombre; o un miserable que necesita pan para sus hijos. Pudiera ahorcarte, y acaso hiciera bien en ello; pero quiero más socorrer tu miseria o perdonarte tu locura en gracia de la osadía. Toma, añadió, alargándole un bolso con algunas medallas: toma, y despeja en el momento, antes que mi saña te dé tu merecido.
—Cuidad, señor, respondió Juan un tanto repuesto ya de su pasado miedo. Cuidad de cubrir esa cicatriz señalada en vuestra muñeca; no sea que abierta la antigua herida, torne a brotar por ella la sangre que manchó mi espada en el torneo de Torrijos.
El Rey al oír este recuerdo, clavó la vista en la faz de Juan el Bueno, y se cruzó de brazos para inquirir en ella la verdad de lo que saber quería. Siguiéronse de este modo algunos instantes de pausa, durante los cuales recobrado ya Juan enteramente y resuelto a llevar a cabo su aventura, añadió mirando al Rey con altanería.
—Recordadlo bien, Rey D. Pedro: así como estáis ahora yacíais enclavado en la arena de la playa, mirando arder el castillo de Guardamar, y contemplando amedrentado a su alcaide, que volando entre las llamas, se burlaba de vuestra bravura.
Decididamente el Rey iba a acogotar al que así provocaba su cólera, porque le había aferrado el morcillo[27] de un brazo, mientras buscaba en el cinto el pomo de su daga. Pero hubo de contenerse nuevamente al oír otra vez el acento lúgubre de Juan, que le decía.
—Recordadlo bien, Rey D. Pedro: así como ahora aferráis mi brazo y acariciáis el pomo de esa daga, clavasteis las uñas en mi cuello, y desgarrasteis mis hábitos clericales, cuando os aparecí en Nájera a profetizaros lo que hoy os repito; que os matará vuestro hermano.
Siguióse otra breve pausa a estas palabras, terminada la cual, dijo el Rey agitando sus labios ensangrentados con una infernal sonrisa.
— Veo que estáis resuelto a morir ahorcado. Pero yo no quiero que lo seáis sin razón bastante y necesito una prueba de que eres quien pretendes ser. Muéstrame un relicario que hace tres días arrancaron de mi seno.
Helo aquí replicó Juan sacando el que había recibi—pág. 84— do de su hermana. —84—Tomadlo, Rey D. Pedro, y con él mi cabeza; pero dadme antes mis quinientos marcos de plata.
Imposible describir lo que en este momento imaginaba y proyectaba el Rey. Viósele solo mirar Juan de arriba abajo siempre con redoblada curiosidad y como quien niega fe a lo que está oyendo, hasta que dijo. —Quinientos marcos es poco. Si hubiera quien pujase, haríamos subir la suma hasta setecientos.
—Hasta ochocientos replicó Juan con alegre rostro.
—¡Hasta mil!... añadió con sepulcral acento un guerrero armado de punta en blanco, repentinamente aparecido por entre el oscuro lienzo de un muro de la estancia.
Al ver y al oír aquel fantasma abortado por las tinieblas, y enclavado en el muro como un busto de bronce, retrocedieron a un mismo tiempo el Rey y Juan el Bueno, no sin que este encontrase aun aliento en medio de su espanto para gritar desaforadamente.
—Ese es, señor: esa es su voz; esa es su insolente apostura. Hacedlo prender, si Dios lo permite.
Al ruido de estos gritos acudieron las gentes del Rey a la puerta de la estancia, y llevadas por los impulsos de su lealtad, osaron quebrantar las cerraduras, y echar al suelo con estrépito las maderas, penetrando a oleadas en lo interior, y apoderándose de Juan el Bueno, mientras otros obedeciendo a una muda señal del Rey, apresaron al guerrero de la aparición, sin que este por su parte opusiese resistencia alguna.
Oyósele solo al través de la celada que cubría su rostro el murmullo de una risa, que agitando al parecer sus nervudos miembros, hacia retemblar y crujir su armadura con un sonido, como si bajo ella en vez de alentar persona humana, hirviesen sordamente las entrañas de un volcán.
Como un tercio de su diaria carrera habría andado el sol de la siguiente mañana, cuando se veía un confuso tropel de caballeros, soldados y villanos acudir en son de fiesta a la plaza de armas del alcázar, mientras los ajimeces[28] y miradores del mismo eran ocupados por las gentes del Rey, no solo hidalgos, escuderos y pajes, sino también apuestas y hermosas damas, ceñidas aun estas últimas con los negros cendales, que por obsequio al Rey vestían desde la muerte de la Padilla.
En el centro del frontispicio y sobre la puerta principal del alcázar véanse flotar al aire, multitud de negras plumas y luctuosos paños prendidos a manera de pabellón en los balaustres de un alto y espacioso mirador arabesco preparado para recibir a la regia comitiva, y desde el cual se dominaba con la vista todo el recinto de la plaza de armas. Alzábase en medio de esta, y frente por frente del enlutado mirador una armazón de dos vigas perpendicularmente enclavadas a la conveniente distancia para sostener en sus respectivos remates superiores los es remos de otra viga horizontal, que servía de pinto de apoyo a una escalera de madera, cuyas gradas estaban dispuestas como para facilitar el ascenso a cualquiera que no hubiese de subirlas de grado ni por su pie. Era la tal armazón ni más ni menos que una horca preparada con todas las reglas del arie para que diese en ella varias zapatetas al aire algún desalmado que el verdugo esperaba, para ensayar, en él su habilidad, enseñándolo a bailar en la cuerda floja, con todo el primor posible.
Ya se comprenderá que este desalmado no podría ser otro sino el guerrero misterioso y repentinamente aparecido en la estancia de D. Pedro, y aprehendido inmediatamente por los fieles servidores de su Alteza. El Rey tenía sus razones para castigar al atrevido en la horca, y no de otro modo, visto que ya una vez había intentado achicharrarlo en un lago de fuego, y no lo había conseguido. Parecióle el enforcamiento[29] medio más seguro que la hoguera, porque (pensaba él) si de todos modos el diablo está decidido a libertar al reo de la muerte, mas difícil le sería hacerlo al aire libre y en los palos de la horca que al través del humo y de las llamas.
Para más asegurarse, había también ordenado el Rey rodear el suplicio de numeroso cuento de peones y jinetes, sin olvidarse de hacerlo bendecir por mano de un clérigo que estaba en olor de santidad, a fin de conjurar con tiempo las malas artes que a Lucifer pluguiera ensayar para estorbar el enforcamiento.
Con esto y con presenciar el Rey por sí mismo la ejecución, pensó que por mucho que el diablo hiciese, no había de ser esta vez más poderoso que los soldados, la iglesia y su real voluntad.
Conforme, pues, a esta resolución y al tenor de lo pregonado por los heraldos del Rey desde el alba de aquel día, vise salir a D. Pedro al mirador para él preparado, según hemos dicho: y llegado al cual, fue grandemente aplaudido por los vítores, del concurso que en la plaza, miradores y ajimeces del alcázar bullía, mientras el estrépito de atabales y clarines en son discordes tañidos aumentaban la algazara y confusión como jamás se había visto en Sevilla.
Luego que el Rey fue así saludado, se empezó a sentir no más que un sordo rumor movido por la impaciente plebe, el cual cesó repentinamente de todo punto, cuando á una señal de D. Pedro se vio abrir una de las puertas laterales de la fachada del alcázar, y comenzar a salir por ella una lúgubre y ordenada comitiva de numerosos hombres de armas, seguidos del cabildo y clerecía, de multitud de caballeros, comunidades y cofradías, que respectivamente abrían paso entre la multitud, entonaban salves y salmodiaban kiries, según la función y oficio a que cada uno era allí llamado.
Cerraba por fin el cortejo un grupo de partesaneros, en cuyo centro caminaba con grave paso y altanero rostro un jayán barbudo, alto, fornido, de verdinegra tez y ruda apostura, bien que el todo estuviese casi rebozado por la túnica de esparto que lo cubría desde el cuello a la planta, y por un birrete de lo mismo que tapándole casi toda la ceja, dejaba solo ver dos ojazos relucientes como carbunclos, una nariz cada instante dilata, como la de un toro, por los resoplidos a que sus anchas ventanas daban libre paso, y una boca en fin llena de ardiente espuma, y contraída como por la más fogosa rabia.
Llegado este al pie de la horca, rechazó con un espantoso buido a algunos piadosos clérigos, que le exhortaban a confesar sus culpas; y pocos instantes después, impenitente y más que nunca altanero, subía arrastrado por el verdugo las escaleras del suplicio clavando sin cesar sus ojos en el mirador del Rey que se tornaba ya rojo, ya pálido, ya verde, y se agitaba en su sitial, como pudiera una alimaña presa en la trampa por los cazadores. -85—
El verdugo por fin haciendo su oficio, ciñó un cordón de cáñamo al cuello del reo, y dando en seguida vuelta con todo su cuerpo, cayó desplomado sobre el de la víctima, que al cabo de pocos momentos quedó inmóvil pendiente del mortífero lazo, y ansiosamente mirado por la multitud.
Largo espacio de sepulcral silencio había transcurrido desde que no se notaba ya movimiento alguno en el lacio cuerpo y amoratado rostro del reo, cuando el Rey mandó a un venerable y rollizo abad que a su lado tenia, fuese acompañado de su condestable para que ambos examinaran al ahorcado, y diesen fe de su muerte segura y completa.
Murmurando maldiciones el condestable, y rezando letanías el abad, llegaron conforme al mandato del Rey a los pies del reo, y habiendo apartado la túnica que los cubría, dijeron al verdugo que los tocase, y viera si en su piel, así como en sus pulsos y pecho, se conocía que era el reo ya difunto.
Tocó el verdugo los pies del ahorcado, y sintió al tocarlos un estremecimiento en toda su máquina, como si hubiera puesto la mano sobre un carbón ardiendo; pero receloso de ser tenido por cobarde, continuó palpando los muslos, pecho, cuello y cabeza, adquiriendo cada vez más la seguridad de que no era cuerpo humano ni vivo ni muerto lo que tocaba, sino un negro y duro bulto de madera con humana forma.
Trasudando de espanto y de sorpresa, pásalo así el verdugo en noticia del abad y condestable, los cuales no menos atemorizados lo pusieron en noticia de los que tenían cerca de si, y estos después lo fueron poniendo en noticia de sus allegados, en términos que antes de un minuto estaba ya la ocurrencia en noticia de todos cuantos presentes eran. Pero al llegar a la del Rey, se le vio sacar devotamente de la veste enlutada que lo cubría un crucifijo de plata, besarlo una y mil veces con tembloroso labio, y decir con entre cortado acento.
—Dios no quiere que se cumpla la justicia del Rey—-Conjúrese el ahorcado.
Dicho esto, y llegado a oídos de los clérigos, monjes y cabildo, que en la plaza se hallaban, empezaron algunos a cantar el veni creator[30] y otros salmos religiosos, mientras otros se dirigían con sendos hisopos en las manos a rociar el cadáver del ahorcado con una verdadera lluvia de agua bendita.
Así al cabo de muchos rezos y aspersiones, se vio incendiarse de repente la túnica de esparto y arder después el cuerpo del reo con una llama entre azul y amarilla, que en breve lo consumió todo entero, dejando pendiente solo de la horca el cordón de cáñamo que lo había sostenido.
A nadie le quedó duda de que el Rey había querido ahorcar al diablo: que se había dejado robar y burlar del diablo, y que aquello era un aviso de Dios, para que no hiciese más sentimiento por la muerte de la Padilla.
En cuanto a la Garrida nada diremos sino que se fue a un desierto a hacer penitencia, a llorar sus culpas, y a prometer a Dios que si alguna vez se veía tentada a volver a casarse, miraría con más espacio quien era su novio.
En cuanto a Juan el Bueno, ni los quinientos marcos de plata que el Rey le había dado al ponerlo en libertad, ni el arrepentimiento de su hermana lo pudieron consolar de la pena que le causaba haber sido tanto tiempo cuñado del diablo.
FUENTE
Tejado, Gabino, “El ahorcado de palo”, El Siglo Pintoresco, vol. 3 (Madrid, Baltasar Gómez) enero,1847; pp.9-12. 9-12; 2 febrero de 1847, 33-35; 4 abril de 1847), pp. 81-85.
Relato inspirado en la leyenda del reo indultado de la horca por D. Pedro
NOTAS
[1] María Padilla, la amante del rey entre 1354 y 1361 (fecha de su muerte).
[2] Escapulario: objeto que representa el manto de la Virgen del Carmen; bajo esta advocación la Virgen promete a S. Simón Stock que todos los que lleven su escapulario saldrán del Purgatorio, si allí han sido destinados, en el sábado siguiente a su muerte.
[3] Malandante: Desafortunado, infeliz. (DRAE)
[4] Lanzón: Lanza corta y gruesa con un rejón de hierro ancho y grande, que solían usar los guardas de las viña (DRAE)
[5] Adarga: Escudo de cuero, ovalado o de forma de corazón. (DRAE)
[6] Celada: Pieza de la armadura antigua que cubría y protegía la cabeza, generalmente provista de una visera movible delante de la cara.(DRAE)
[7] Malandrín: Maligno, perverso, bellaco (DRAE)
[8] Guardabrazo: Pieza de la armadura que cubría y protegía el brazo. (DRAE)
[9] Manopla: Pieza de la armadura antigua con que se protegía la mano. (DRAE)
[10] Durante la guerra con Aragón el castillo fue sitiado por el rey D. Pedro entre 1338 y 1339.
[12] Toesa: Antigua medida francesa de longitud, equivalente a 1,946 m. (DRAE)
[13] En guisa: en ademán de, estar a punto de.
[14] Colodrillo: cogote, nuca
[15] Acogotar: Matar con una herida o golpe dado en el cogote. (DRAE)
[16] Frío de cuartana: frío de la fiebre palúdica
[17] De consuno: conjuntamente
[18] Para mi santiguada: en mi más honda convicción.
[19] Estofa: calidad, meollo, en sentido figurado.
[20] Tres cruces: las que se hacen en la frente, en la boca y en el pecho al persignarse.
[22] Jayán: Persona de gran estatura, robusta y de muchas fuerzas; rufián (DRAE)
[24] Amostazado: Molestarse, enojarse.
[25] Partesama: partesana. Arma ofensiva, a modo de alabarda, con el hierro muy grande, ancho, cortante por ambos lados, adornado en la base con dos aletas puntiagudas o en forma de media luna, y encajado en un asta de madera fuerte y regatón de hierro. Fue durante algún tiempo insignia de los cabos de escuadra de infantería. (DRAE)
[27] Morcillo: Parte carnosa del brazo, desde el hombro hasta cerca del codo (DRAE)
[28] Ajimez: Ventana arqueada, dividida en el centro por una columna.(DRAE)
[30] Veni Creator: himno dedicado al Espíritu Santo que empieza con estas palabras