La castellana de Cazo
Al regresar desde Covadonga a Infiesto, dejamos a nuestra izquierda las nevadas cumbres del concejo de Ponga, que se presentan a la vista del viajero como inmensas pirámides de alabastro ocultando en las nubes su cúspide.
No siéndonos posible visitar este concejo porque ni entraba en nuestro cálculo, ni teníamos tiempo para recorrer el principado en todas direcciones, Caunedo quiso indemnizarnos refiriéndonos algunas de sus particularidades durante el camino, y sobre todo la leyenda del castillo o torre de Cazo que es como sigue:
—Habéis de saber, amigos míos, dijo, por la mayor ventura del mundo que...
—Eso huele a cuento que trasciende, interrumpió Mauricio.
—¿Y qué son las leyendas más que cuentos inventados sobre un hecho o un edificio cualquiera? replicó Caunedo.
—Ciertamente, prosiguió Mauricio, pero lo de la mayor ventura del mundo, me recuerda a mi nodriza cuando me refería los cuentos de princesas encantadas.
—Bueno, variaré el principio, dijo con mucha calma el narrador.
—No le haga vd. caso, Caunedo, añadí yo, que este tiene por costumbre interrumpir eternamente.
—Y tú regañar por todo. Ya callo y escucho.
—Decía, continuó Caunedo tomando el hilo de su historia, que la tal torre o castillo, que yo he visitado hace muy pocos meses, es tan sólida como antigua y debió ser una fortaleza inexpugnable allá en antiguos tiempos.
En ella habitaba el señor de Goto[1] de Cazo que murió en una batalla contra los moros, dejando por única heredera de su nombre y fortuna a una hija bellísima llamada doña Munia.
Mil caballeros de nombradía acudieron solícitos a rendirle amoroso homenaje, pero la castellana de Cazo, fuese por orgullo, o por cualquiera otra causa ignorada, a todos los dejaba suspirar a sus pies sin concederles una mirada de compasión.
Un día que doña Munia se hallaba recostada en un sitial, y entregada al parecer a profundas meditaciones, fue a interrumpirlas un paje anunciándola que a las puertas del castillo se hallaba un caballero peligrosamente herido en reciente combate, y que el escudero, que trabajosamente lo había arrastrado hasta allí, demandaba hospitalidad para su moribundo amo.
Doña Munia era caritativa, como todas las castellanas de aquellos tiempos heroicos, y mandó al punto que el caballero fuese recibido y cuidado con todo el esmero posible.
Las leyes de la hospitalidad, entonces tan respetadas imponían á la castellana el deber de visitar a su huésped al siguiente día de su llegada, y así lo hizo en efecto, sin sospechar que el amor le hubiese tendido un lazo para prender su corazón altivo. En una palabra, doña Munia se prendó del guerrero; pero no así como quiera, sino con una pasión furiosa y que por desgracia no podía ser correspondida.
El caballero, que se llamaba Lotario y era de nación francés, volvía de la Tierra Santa, donde había ido en cumplimiento de un voto, y antes de retirarse a su patria, deseando adquirir algunos trofeos en la guerra contra los enemigos de Cristo, vino a ofrecer su espada a Alfonso III, que ocupaba a la sazón el trono de Asturias, y en un combate singular que trabó con uno de los magnates del país, muy cerca del castillo de Cazo, había recibido las heridas de que, gracias al cuidado de doña Munia, se hallaba ya muy aliviado.
Toda esta relación que hizo a la castellana el –134- escudero de Lotario, la interesó vivamente; pero cuando preguntó con el mayor anhelo si su señor tenía amores en el país natal, cayó en la más terrible desesperación, al saber que iba a casarse apenas regresara, con una dama de alta alcurnia y extraordinaria belleza, de quien estaba perdidamente enamorado.
No se desanimó por esto doña Munia; al contrario, avivada su pasión con la misma contrariedad, puso en juego cuantos medios pueden sugerir a una mujer orgullosa los celos y el amor combatido, para retener en Cazo a su ingrato huésped; pero todo en vano; restablecido Lotario de sus heridas se mostró muy agradecido a la castellana por los favores que le había dispensado, y le pidió permiso una noche para marchar al siguiente día a reunirse con el rey Alfonso.
Desesperada Munia al ver la inutilidad de sus esfuerzos, y no hallando remedio ya en lo humano, llamó al diablo en su socorro, que acudió al punto; pues como Vds. saben, en aquellos tiempos el diablo tenia sin duda menos que hacer que ahora, y servía a las mil maravillas a cualquiera que lo invocaba.
Doña Munia le pidió al espíritu infernal el amor de Lotario, ofreciéndole en cambio su alma, y el diablo accedió después de regatear un poco, porque el francés parece que tenía un talismán que hacía muy difícil su conquista.
Se firmó el convenio con sangre de las venas de la desdichada dama en un negro pergamino que el espíritu maligno llevaba a prevención, y éste desapareció al punto.
Largo tiempo siguió Munia a Lotario tomando distintas formas para hacerlo caer a sus pies, siempre auxiliada por Satanás; pero nada pudo conseguir, porque el paladín llevaba sobre sí un fragmento de la Vera Cruz que traía de Jerusalén el cual lo libraba siempre de las asechanzas y tentaciones de su enamorada que jamás pudo llegar a tocarle con la mano, porque una fuerza irresistible se lo impedía.
Desesperada de tanto padecer e impulsada por su protector, que ya deseaba llevarla al infierno, decidió arrojarse de lo alto de un precipicio para acabar con su vida; pero Lotario, que a la sazón estaba a su lado, compadecido de verla sufrir, -135-e impulsado sin duda por una inspiración divina, le puso al cuello su relicario, con cuyo contacto, no solo ahuyentó al espíritu maligno que la atormentaba, sino que la curó de su insensata pasión convirtiéndola a Dios.
A los pocos días tomó doña Munia el velo en un monasterio cercano, donde edificó con sus penitencias; y Lotario partió a su tierra donde es de suponer que se casaría con la dama de sus pensamientos: aquí concluye mi historia...
En las largas noches de invierno, el viento al soplar por entre las desmoronadas almenas y ladroneras del castillo de Cazo, forma gemidos lastimeros que las viejas caseras del contorno dicen son producidos por el alma de doña Munia que anda vagando en demanda de oraciones.
Mientras el relato de Caunedo, habíamos salido del concejo de Cangas de Onís por el mismo camino que llevamos a Covadonga, y entrado en el de Parres. En una aldea, que creo ha de llamarse Villar de Huergo pues me olvidé apuntar su nombre, nos paramos a almorzar y al efecto nos dirigimos a la primera casa que se nos ocurrió, donde fuimos perfectamente servidos por una mujer y tres muchachas, hijas suyas, guapas y robustas como verdaderas asturianas.
FUENTE
Mellado, Fernando. Recuerdos de un viaje por España, Madrid, Establecimiento de Mellado, Vol. I. 1849, pág. 134-135.
NOTAS
[1] Goto: del coto o señorío. La historia local atribuye la fundación del sitio a la donación realizada por Alfonso IX a Pedro García Caso de estas tierras.