DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Liceo Artístico y Literario, 1838, pp.24-36,

Acontecimientos
Tradición de Sanlúcar de Barrameda
Personajes
Conde de Santa Eulalia
Enlaces

LOCALIZACIÓN

SANLÚCAR DE BARRAMEDA

Valoración Media: / 5

El espectro

 

Todavía se conservan a corta distancia de la desembocadura del Guadalquivir, frente a los pinares, las ruinas del castillo en cuyo recinto ocurrieron los sucesos de historiadores; y aún podemos añadir, para duelo de los corazones sensibles y mengua de nuestro siglo, que sin respetar el resguardo marítimo de la hacienda nacional las reminiscencias románticas que cada uno de aquellos vestigios lleva escritas en su carcomida faz, suele visitarlos muy a menudo con el solo designio de interrumpir el sueño de los contrabandistas que acaso pernoctan en sus cuevas hospitalarias; porque hay hombres que ni saben leer en las piedras, ni descubrir en un montón de escombros la historia dolorosa de la humanidad.

A pesar de esta profanación, harto frecuente, las ruinas gozan de pleno derecho civil en las tradiciones de la comarca; y no se oye hablar de suicidio, ni se refiere conseja ni historia de apariciones que no se haya localizado en aquel punto solitario, mansión hoy de cuervos y de grullas acuáticas; residencia un día de los poderosos condes de Santa Eulalia.

El descubrimiento que produjo una de las últimas excavaciones verificadas al pie de la derruida torre de un féretro de plomo adonde se contenían los restos de alguna persona humana, mezclados con ricos joyeles y con los fragmentos de un puñal; y el que después se hizo de varios pergaminos adonde se refería el suceso triste que vamos a conmemorar, habrán contribuido, sin duda, a decidir el carácter sombrío y tétrico de las ruinas, así mirándolas, en la mente de los sencillos moradores de los contornos, a todas las visiones de horror que suele engendrar la pasión de ánimo hasta en los más esforzados pechos.

 

 

II.

 

Alzaba su orgullosa frente hacia las nubes la torre feudal de Santa Eulalia en el mismo sitio que hoy ocupan sus calcinados escombros y algunas murallas medio caídas de época posterior, con que a la manera que ciñen uno y otro corsé las matronas de cierta obesidad y de ciertos años, tal vez se apuntalara y robusteciera la antigua fábrica al empezar los siglos a —25—cuartearla; y florecía en todo el vigor de su poder el conde tercero del mismo título, valiente, temeroso y tenido en mucho por su rey y por los caballeros de la época.

Era su lanza de las primeras que brillaban en los torneos y en las batallas; su escudo uno de los más acuchillados[1] de la época; su yelmo uno de los más resplandecientes y plumíferos que en los alardes[2] y belígeras[3] escaramuzas parecían.

No solo por el impetuoso valor, no solo por la afabilidad y cortesanía del conde le inclinaban el lanzón[4] y la cabeza los guerreros jóvenes de la época, ni solo por su experiencia en achaque de guerras, asaltos, catapultas y reveses; sino porque era padre, además, de la más rica y de la más hermosa heredera de los contornos. El que su mano alcanzara podía vanagloriarse de haber clavado la rueda de la fortuna; o valiéndonos de algún moderno símil, suponer que repentina y sucesivamente le habían hecho diputado, ministro embajador y gran cruz de la Orden Americana[5] sin saber cómo o por qué.

Así se veían tan cortejados, amén del conde, su capellán y el de la niña, el mayordomo, el halconero y el caballerizo de su casa; personajes que no dejaban de influir en el ánimo del señor.

Eulalia, sí, se llamaba la heredera, por honra de la santa patrona de la familia, era empero la que más activa y poderosamente dominaba las voluntades del soberbio castellano; porque es de advertir, que así cabe un corazón paternal, afectuoso y tierno dentro la fulgurante malla y coselete[6], como en la clerical hopalanda[7] o bajo el jubón de acuchillada[8] seda o el chaleco elegante de soirée que fabricarse suele en los modernos talleres de Utrilla.

Pero no era tanto el afecto y cariño del conde como cierto infortunio de que el ilustre campeón no estaba exento, el que daba a su hija un poder casi omnímodo intramuros de la mansión feudal, y especialmente a ciertas y determinadas horas.

Un secreto espantoso, horrible, inaudito, abrumaba el corazón del caballero, encadenándole, por decirlo así, a los caprichos de su hija.

Aquel paladín temido, aquel señor generoso y clemente, cortés en el regio alcázar, impetuoso en los combates, pródigo con sus colonos, devoto en la iglesia y suave, aunque tardo, en el decir, cometía diariamente la prosaica liviandad de ponerse como una uva; y dormía después de un solo sueño rústico y plebeyo en demasía lo que de la noche quedaba; y era su respirar feroz y ronco, y tan sonoro, acompasado y robusto, que se oyera por todo el castillo, a no tener Eulalia calafateadas[9] cuantas puertas daban a la alcoba del potentado; sin lo cual creyeran sus familiares que era tal vez el nocturno estridor voz del órgano de la capilla que milagrosamente se tocaba solo; o quizá le comparasen a objeto más humilde y menos lisonjero a la dignidad del noble castellano.—26—

No celebraban empero los sacerdotes de Isis[10] con más recato y con mayor misterio su culto, ni se colora, remoza y perfuma la rugosa viuda de estos tiempos en encierro más rigoroso, que aquel en que ofrecía sus libaciones el conde de Santa Eulalia, a la memoria, según él decía, de una esposa prematuramente perdida al dar luz al fruto de su ternura y de sus amores.

Desde el tiempo de aquel infortunio, empezó el buen caballero a castigar su propio dolor y sus tristes recuerdos a la manera que Noé lo acostumbraba; mas, su hija Eulalia, piadosa como lo fueron Sem y Jafet [11]con el santo patriarca, se esforzaba en cubrir con un velo la desnudez de tan villano vicio; y aun había hecho imaginar a las gentes, que la alquimia entretenía las horas solitarias del infanzón en su nocturno encierro, deseando para su padre antes el temor que se suele tributar a los profesores de ocultas ciencias que el desprecio con que la sociedad injusta (y démosle a la sociedad batería[12], que a fe que ella no ha de citarnos a juicio de conciliación) suele sellar la frente del beodo jovial y humanitario, ora sea por halagar el hipócrita puritanismo inherente al hombre, ora por conformarse a las clásicas y atroces creencias de los lacedemonios, incapaces de buscar en la ebriedad el estro[13] y sublime misticismo que tanto embellecen aquellos largos crepúsculos, aquellas vagas y fantásticas penumbras que pinta el opio entre la vigilia y el sueño de los orientales.

Nosotros no osaríamos decidir si fue con efecto el dolor el que abrió puerta a la intemperancia en el pecho del conde, o si, como indican los pergaminos, adolecía ya el paladín de esa inclinación antes de enviudar y aun antes de casarse; lo cierto es que su hija Eulalia sabía aprovecharse de aquellos instantes de plácido epicureísmo que eran a su padre tan dulces y sabrosos como frecuentes, y a ellos solo debía la dilación de su esperado enlace.

Afirman los manuscritos de que nos valemos, que hablaría como incipiente en la historia y en la buena crítica el que refiriera un animado diálogo entre un infanzón de aquella época y su hija, acerca del cómo, cuándo y con quién había ésta de contraer esponsales.

Lo del yugo matrimonial se medía entonces, según parece, por las yugadas de tierra, por la conveniencia política del enlace, como suelen ajustarse en nuestros días las alianzas de los príncipes, y sin que a la parte más próximamente interesada, se la dejase voto en la elección.

Asimismo había Eulalia empeñado batalla de lágrimas y sollozos con su señor al decirle éste una noche con cierta brusquedad caballeresca, que se preparase a dar la mano a Fernán Gómez, uno de los más apuestos donceles del monarca.

El futuro esposo no pasaba de 24 años (16 eran los de la doncella), y ya le habían hecho célebre entre varones y damas, su valor, su hermosura, el esplendor de sus harneses[14] y la cortesanía y gala de sus modales.

Desde que las proyectadas bodas se publicaron, fue Eulalia el objeto de mil —27— enhorabuenas de las principales damas y señores de la corte.

Solo ella veía con despego el tálamo nupcial que tantas lindas hembras le envidiaban; solo ella hubiera podido contemplar con horror el presuroso día que iba a enlazar su destino con el de Fernán-Gómez.

Mas no curándose de azotar las brisas con gemidos, de mesarse los hermosos cabellos ni de cubrir de tristeza la tez transparente y delicada, manifestábase asaz de complacida, al tiempo mismo que trabajaba con astuto y celoso afán en el nocturno taller alquimístico de su padre, por posponer el día suspirado de la boda, valiéndose para ello de mil subterfugios y de las inacabables y fortísimas disculpas que las circunstancias le proporcionan por lo común a una doncella que no apetece mejor estado.

Así pasaron días y meses fatigosos para ella, como suelen serlo para el deudor los que le acercan al plazo de su empeño; y cada hora era más próximo y urgente el compromiso; y ya se empezaba a traslucir que solo a los escrúpulos y desdenes de la interesante heredera debía atribuirse tanto retardo. Su alteza apremiaba, pues, al conde; el doncel se impacientaba y los familiares del castillo admirábanse de que prefiriese la joven a la corte el encierro adusto de la casa paterna, las homilías del capellán, y, sobre todo, la elaboración constante de metales y sortilegios en que a su padre acompañaba; máxime no habiendo Eulalia manifestado nunca la más lejana inclinación al claustro, ni siendo sus ojos de aquel género que llevan la palabra celibato estampada sobre la pupila.

 

 

III.

 

Era la una de la noche. La luna menguante acababa de levantar el recostado disco sobre las aguas del océano, vistiendo de escasa y pálida luz las aristas del castillo, y aumentando así la intensidad a las sombras que generalmente le envolvían. Por las hendiduras de una ventana situada al lado de la torre que miraba al mar mostrábase apenas el reflejo de alguna luz que debía de arder en la parte interior del aposento, cual si nunca durmiese la persona que le habitaba, o emplease acaso aquellas horas tenebrosas en el tráfico de los agüeros y ocultas y reprobadas ciencias.

¡Cuántas veces al cruzar la barca en su barquichuelo, algún pescador extraviado, hacia el signo de la cruz sobre la frente para ahuyentar de junto a sí los malos espíritus que imaginaba entretenidos en aquella ahora con el conde de Santa Eulalia! ¡Cuántas veces maldijo santiguándose algún navegante madrugador la sed de oro que así arrastraba a la eterna condenación a tan opulento potentado a un noble tan llano y tan jovial que al ver sus mejillas de carmín, su corpulencia y llano trato, más parecía bebedor desaforado que mágico precito[15]! ¡Cuántos votos de pobreza no se hicieron al columbrar aquellos desmayados reflejos de la ventana desde las solitarias y oscuras —28— ondas, tal vez por los mismos que irían a buscar un maravedí de plata en el seno del más fiero escuadrón mauritano, atravesando lanzas y ballestas y mil muertes ataviadas en mil diversas formas!

Pero no atesoraba caudales el habitante del misterioso apartamento, ni eran sus sueños de poder y de gloria, sino de amargura, de muerte y desesperación. Doliente, herido más bien de una tristeza profunda, de aquellas que en las antiguas edades quebrantaban el corazón, y no se solían convertir en el melancólico placer que tanto se estila hoy, que de ninguna enfermedad clasificada y fulminante, yacía un imberbe mancebo como hasta de 18 años con las pálidas mejillas reclinadas en la diestra mano y el cuerpo extenuado a lo largo del lecho.

 Una lámpara, cuya luz tremolaba a impulsos del viento que por entre las hendiduras de la ventana la combatía, derramaba en el rostro del enfermo cierto matiz cárdeno, que combinado con su mortal lividez asemejaba no poco su fisonomía a la de un cadáver.

Una silla dura, estrecha y de levantado espaldar colocada junto al lecho, algunas armas y vestidos colgados en el lado opuesto de la ventana, y una especie de pedestal adonde descansaba la lámpara, componían todo el mueblaje del cuarto; más limpio y cuidado, sin embargo, de lo que acostumbraban a estar los de tan pobre aspecto.

 A la hora en que hablamos tenía el enfermo un crucifijo de plata en la siniestra mano, y parecía dirigirle mentales oraciones.

Absorto y cuasi desfallecido continuaba su rezo, cuando un ligero rumor que inesperadamente se oyó junto a su almohada, le afectó no menos que un sacudimiento eléctrico pudiera. Sus ojos se animaron; un encendido rubor bañó sus mejillas; quiso reponerse, pero cayó de nuevo sobre las almohadas más abatido que antes.

Al mismo tiempo apareció en el cuarto envuelta en blancos cendales la visión misteriosa de una mujer que con leve paso se acercó al enfermo, asió su mano, la llevó a los labios y la cubrió de lágrimas y de besos.

—Tus sollozos me dicen harto mis desdichas, exclamó con voz apagada el mancebo después de algunos instantes. Ya veo que no es la felicidad para mí. Sé dichosa, Eulalia. En vez del mullido lecho que junto a ti me había prometido mi loca fantasía, me espera la huesa...[16] Cuando tú, ricamente tocada, subas mañana al altar, bajaré yo al sepulcro... A ti te estrechará en sus brazos Fernán Gómez; la muerte a mí en los suyos. Despidámonos en paz, amor mío. Si la misericordia divina me abre las puertas del cielo, yo rogaré a Dios que llueva sobre ti felicidades...

—¡No, bien mío! exclamó Eulalia con histérica y convulsiva fuerza.

No hay humano poder que baste a separarnos. Si el cielo hubiera querido conservar tu robustez y fuerza, ya habríamos cruzado el mar, ya viviríamos ignorados y dichosos en otras regiones.

—Pero mientras yo sufro postrado en este lecho, viene y te arranca de —29—mi corazón otro mortal más feliz, un caballero de ilustre alcurnia, un igual tuyo, que en mi mejor estado de salud me despreciaría hasta negarme el honor de un combate... Yo, miserable paje, huérfano, plebeyo, ¿quién soy yo para aspirar a tu mano?...

—Tú eres, amor mío, lo que fue el mismo Pelayo[17], un hombre magnánimo de corazón, fuerte de brazo, capaz de alcanzar no solo la dorada espuela, sino la corona de los condes y principales señores. Anímate, amor mío, mi querido García, haz un esfuerzo de esa tu voluntad poderosa y grande. Resuélvete a ganar mi mano ya que la deseas, y yo te juro por la imagen de ese mismo Señor que crucificado tienes en la tuya, ser solo para ti,  vivir para ti solo; y si la muerte corta prematuramente mi aliento, si paso a la región oscura de los que finaron antes que haya tu nombre llenado el mundo y rescatado el santo sepulcro tu espada, ven a buscarme entre las cenizas que en el panteón feudal yacen; ven, alma mía, y yo te juro que a serme permitido volver en espíritu a la tierra, bajaré a verte, y desde la cóncava urna te daré el sí que mi corazón respira y te llamaré mi señor. ¿No me quieres, García?

Una luz sobrenatural había brillado en los ojos del paje al oír estas palabras. Su fisonomía se animó a deshora, cual si raudales de nueva vida inundasen su pecho. Y con voz enérgica, aunque desigual y agitada, preguntó a la doncella.

—¿Y tanto me quieres,  Eulalia? ¿Serás capaz de inmolarme tu presente grandeza y tus esperanzas ? ¡Ah! yo te juro por esta santa efigie, no acercarme a mujer alguna, no conocer más amor que el tuyo, hasta merecerte por mis hechos; y entonces te buscaré, Eulalia mía, y solicitaré tu mano y bajaré a llamarte al sepulcro si en él descansas y cabe a tu huesa levantaré una ermita a la santa de tu nombre, y allí te lloraré en vida, hasta que la muerte me despose contigo para siempre y juntos vivamos en el cielo... O si los alfanjes[18] agarenos[19] acabasen mis días yo te avisaré ensueños que concluyó mi peregrinación sobre la tierra...

—Y en un convento, añadió Eulalia, rezaré yo por tú y regaré de lágrimas el pavimento...

—¡Infelices ! ¿Qué decimos? exclamó García, cuasi avergonzado de sus propias expresiones—Yo estoy moribundo, exánime; tú apalabrada para mañana mismo...

—El que goza de salud tal vez vive su última hora, y el que más doliente parece suele gozar de luz por largos años. No, mi García. Yo presiento que está más cerca mi fin que el tuyo. Tus banderas tremolarán victoriosas un día en los militares campos, cuando quizá esta misma doncella que ahora te idolatra estará borrada del número de las gentes, hecha polvo...

—Esas imaginaciones, adorada Eulalia, apresurarán mi agonía—30—

—Mis palabras, ídolo mío, salieron del corazón, repuso interrumpiéndole la joven.

—Jura que en vida, y más allá de la vida me cumplirás tus palabras—júralo por este Cristo.

—Sí lo juro, con toda la sinceridad de mi alma; y quiera el cielo negarme su perdón si a la prometida te faltase...

—Yo también lo juro por la pasión y muerte del Redentor. Tuya seré mientras viva. Tuya seré en la tumba...

—Yo vendré a pedir tu mano aunque en ella se ocultare.

—Tú serás mío aunque la agarena lanza te haya arrojado a la eternidad...

Y al decir así se abrazaron los esposos, y profuso y ardiente llanto corrió mezclado por las mejillas de ambos. Este acceso calmó un tanto su turbación; y como se hallasen poco remachados los clavos de plata que unían la efigie a la cruz, los desencajó fácilmente García con su daga; y entregando a Eulalia la imagen envuelta en un blanco paño de lino, que de su madre tenía, él se reservó para sí la cruz, y ambos guardaron esta especie de sagrado talismán y símbolo de los temerosos juramentos que acababan de prestar, con ánimo de reunir a la cruz la efigie cuando ellos mismos se unieran.

 

IV

 

Nada se conoce tan desapacible, tan árido y desconsolado como los vientos de invierno en las playas de San Lúcar. Siempre han abundado en aquella ciudad los paralíticos; porque no hay en efecto nervios, asaz de tersos y bien trabados, para resistir sin lesión el desabrigo de aquellos arenales húmedos y desiertos.

 Así en la estación rigurosa se recogen las gentes apenas traspone el sol, aunque en verano pasan casi toda la noche bañándose en el mar, y gozosos celebran la fragancia de aquellas brisas más deliciosas que la que cruzar solían el jardín de las Hespérides[20]; y el esplendor de aquellas estrellas rutilantes y hermosas cual los luceros que brillan en el índico piélago.

Predominaban a la sazón los aquilones[21] de enero, y parecía el castillo de Santa Eulalia, por lo desierto y desolado, alcázar de la esterilidad o panteón de la muerte.

Ya hacía muchos años que gozaba de mejor vida, según la piadosa creencia, el señor a quien la plebe acusaba de hechicería. Murió sin hijos, y su heredero, rico hombre cortesano, se presentó a tomar posesión del nuevo dominio; pasó en él una sola noche fatalísima y al amanecer del siguiente día partió resuelto a no entrar jamás en sus murallas, aunque nunca quiso declarar qué razones le movieron abandonar tan pronto la recién adquirida fortaleza.

Era, pues, invierno, como decimos, y a la luz de una hoguera nutrida con troncos —31—de viña, calentábanse y departían en la honda cocina del castillo de santa Eulalia, una dueña que en la casa había pasado los abriles y mayos de su vida, si es que aquella vida tuvo en efecto primavera, y un peregrino, venido de Tierra santa, a quien daba la vieja hospitalidad.

Estaba tan tostado del sol el rostro del viajero, y los mechones de su pelo barba estaban tan negros, largos y espesos, que apenas podía inferirse por su rostro si había ya pasado o si aún no llegaba a los 30 años; pero leíase fácilmente en su fisonomía que los padecimientos habían apresurado en él la carrera del tiempo y sellado con su huella el rostro de muestro viandante, que con los ojos bajos y las manos cruzadas oía tétrico los consejos de la dueña.

— ¿Murió, pues, el conde?— dijo el peregrino en tono de interrogación a la coronista[22] siguiendo la plática comenzada.

— Sí, hermano, contestó ella con misteriosa voz. Una mañana amaneció difunto sentado en su propia silla. Viendo que sus apartamentos no se abrían, hubieron de entrar por la ventana los escuderos, santiguándose y rociando agua bendita por la sala, pues habéis de saber que las gentes hablaban de secretas artes que mi honrado señor practicaba y ningún viviente del castillo había jamás penetrado en su laboratorio, cubierto, según se sospecha, de negros paños, de esqueletos y vidrios y tubos de extrañas formas.

 Pero nada se halló. Los espíritus precitos se llevaron con el alma del caballero los huesos y vasijas, los hornos e instrumentos, y solo dejaron algunos frascos llenos de una especie de aguardiente que ardía a la luz del candil; y con uno de ellos empuñado yacía difunto el caballero a quien sin duda debieron de ahogar los demonios; pues de su nariz y boca salía aun la amoratada sangre.

—¿Y nada más se supo de su muerte, preguntó el peregrino?

—¿Quién había de curarse de ella, repuso la anciana, supuesto que ni hijos ni parientes tenía? Porque habéis de saber, señor, que mi señorita ¡ah! ¡Dios la haya dado descanso!! murió también un año antes,   el día mismo de su boda.

Ya estaba en el altar esperándola el valiente Fernán Gómez, el más gentil caballero de Andalucía; ya ardían los blandones [23]nupciales, cuya luz se trocó ¡ay de mí! en luz mortuoria y funeral, cuando un desmayo súbito tomó a la novia, y en menos de un momento dejó de vivir. La pena atarascó[24] al noble castellano su padre de manera que salió tambaleándose de la capilla y cantando mal urdidas trovas cual si ebrio de vino se encontrase. El futuro esposo, viudo antes de casado, quedó yerto y como paralítico de dolor, y vistió armas negras desde entonces, y entró en la Orden de los Templarios y pasó tierra santa, después de ver el oficio de difuntos que se celebró en honra de su prometida.

¡Ah, hermano mío! Desde entonces son todas desdichas en el castillo. La hermosa Laura, la doncella de honor de mi señorita, desapareció el mismo día, y no se ha  —32—vuelto a saber de ella; pero se susurra que en un pergamino hallado milagrosamente, por entre los corporales, al tiempo de decir misa, se declaraba que la joven Eulalia  se había dado a sí misma la muerte, por no desposar al bravo de Fernán-Gómez; que ya era esposa de otro hombre, al cual ha sido imposible encontrar, pues no había en toda la fortaleza más varones que los meniales[25], todos ancianos y poco favorecidos, y algunos pajes de corta edad que ya también desaparecieron.

Yo no sé si será cierto lo del pergamino; pero es la verdad que desde entonces no hay vivir en el castillo. Llamas pavorosas sombras aparecen por la noche a la cabecera de las camas; y la imagen de la condesa Eulalia, pálida, mortal, destrenzada la cabellera y cubierta de blancos y temerosos cendales[26], se ve cruzar por las almenas y atravesar desiertas galerías arrastrando cadenas; y se oyen a su paso alaridos tan medrosos, que aunque vamos por la casa cubiertos de reliquias rezando el trisagio [27]o a todas horas, vivimos llenos de pavor y parecemos fuerza de sustos más viejos que el tiempo nos ha hecho.

Pocos de los antiguos habitantes del castillo han quedado ya; y si yo tuviera un asilo, también le habría abandonado. Tres años hace que no entra por estos muros un solo forastero. El nuevo castellano vino a tomar posesión; pero tales apariciones le rodearon que a poco expira aquella noche; y a la luz de la aurora salió de la fortaleza, y santiguándose más allá del rastrillo, juró de no pasarlo más en su vida, y partió a galope contristado y mustio cual si del mismo infierno saliera.

Al pronunciar estas palabras lanzó a deshora la vieja un agudo grito que sobrecogió a su huésped e hizo a los dos empuñar con fe las cruces de sus rosarios.

Un espectro cruzó su vista; y los que conocieron a la condesa Eulalia  hubieran podido ver en la aparición una imagen suya tan parecida cuanto es permitido que del sepulcro salga.

Pasó súbitamente la fantasma, y todo quedó sumergido en profundo silencio. Al cabo de un rato empezó a oírse la respiración de los dos interlocutores, que algo recobrados, rezaban ya sendas avemarías con baja y presurosa voz. Restablecidos del miedo continuó así el diálogo.

—Esta noche, dijo balbuceando la dueña, la pasaremos aquí en oración mañana proseguiréis hermano vuestra ruta, y la bendición de Dios os acompañe.

—Si quisiérades honesta y cristiana dueña, le contestó el peregrino, otorgarme una merced singular, me dierais por habitación cualesquiera de las que habrá desocupadas en la torre. Cierta penitencia severa que me es forzoso cumplir cada noche adonde humanos ojos no me vean, me obliga a haceros esta súplica.

—¡Jesús mil veces! exclamó la dueña. Y ¿vos osareis, hermano, subir solo a esos lugares, morada únicamente de protervos y aterradores espíritus? —33—

—Con la bendición de Dios, pasaré en ellos la noche, y tal vez me revelarán los que sufren el medio de cumplir algún voto que ponga en paz sus almas.

— ¡El Señor os favorezca, peregrino! Si a esas mansiones pasáis, no esperad que nadie os haga compañía. Subid solo, encomendaos a Dios, y pensad que es muy de temer que nunca más bajéis. La última persona mortal que pernoctó en la torre, fue un doliente pajecillo a quien cuasi exánime bajamos de ella cuando finó la señora: recobróse luego un tanto y salió buscar fortuna, y es fama que pereció en Palestina en olor de santidad.

Desde entonces no se ha respirado humano aliento por aquellas desmanteladas galerías.

Tanto empero reiteró el peregrino sus súplicas y con tanto fervor, que al fin hubo de darle la dueña una bujía, una llave para que abriese la primer puerta de la torre, y una medalla de Santa Eulalia, patrona del castillo, para que le favoreciese; y así preparado se enderezó el piadoso viajero a las temidas mansiones.

 

V.

 

No fueron vanos los recelos de la vieja. El peregrino penetró en paz hasta la alta habitación de la torre, adonde una vez pasó el paje García sus dolencias.

Aún estaban allí tapizados de polvo y carcomidos por los insectos el pedestal adonde solía descansar su lámpara; aun colgaban de la pared las antiguas armaduras cubiertas ya de orín y desencajadas sus piezas y sin lustre los dorados clavos y hebillas; y bien se advertía que faltaba de aquellos lugares la mano del hombre hacía ya muchos años.

El peregrino hizo oración y se recostó en el lecho. Mas aun no había cerrado los ojos, cuando se apagó súbitamente la bujía y pensó advertir en su sorpresa que un soplo humano la matara.

Repúsose en el lecho y oyó pasos recatados en la estancia, y asiendo de una cruz de plata que oculta en el pecho llevaba, comenzó a pronunciar devotas y ardientes preces. A corto rato descubrió en la lejanía y a distancia mucho mayor de lo que su propia alcoba ocupaba, un cárdeno reflejo que las piezas interiores descubría, y a su luz vio pasar la sombra de Eulalia, ligera, leve, aérea, instantánea, como suele aparecer el lampo[28] de las tempestades.

Encomendándose el peregrino a Dios férvidamente y siguiendo por largo trecho el rastro de luz que la huella de la aparición marcaba, percibió al fin, no sin espanto suyo, los flotantes ropajes, ocultándose tras las urnas cinerarias de la capilla, pues hasta ellas había descendido por intrincados pasajes y escaleras. Todo volvió a quedar envuelto en profundas sombras, y arrodillándose entonces el peregrino oró en voz alta y requirió a las afligidas almas de declararle cuál era su voluntad, que él religiosamente cumpliría , y pronunció su —34— propio nombre, y dijo que por juramento estaba obligado a consolarlas y a prestarles religiosa o corporal ayuda.

Poco a poco empezó una pálida refulgencia a iluminar los sepulcros.

Adelantóse el peregrino, apenas con ánimo ni aliento bastante para acabar la empresa, hacia el lugar del ara[29]; y pensando que de una de las naves laterales le llamaban, partió hacia ella, y siguió una sombra que parecía preceder a su vista; acercóse empero, y creyó en su delirio que fuese aromático y rosado, en vez de sepulcral, el aliento de la visión, y ya más próximo adelantó la mano audaz para asirla; y cuando pensó que aquella fantasma se tornase en huesos y ceniza ¡oh poder de los eternos designios! se halló abrazado a una cintura elástica, flexible y frágil, a un cuerpo delicadísimo como aquellos que ve la juventud en sus ensueños, y sobre su corazón descansaba un seno agitado y palpitante, y sobre sus hombros una cabeza cubierta de perfumada, suelta y luenga cabellera.

 

VI.

 

Con la primavera próxima volvieron al castillo de Santa Eulalia los antiguos placeres. Una mañana se desayunaban juntos la hermosa castellana y su valiente esposo, y departían así:

—¡Y supiste, señora, hacer tanto por mi amor! ¿Cuándo podré pagarte?

–Sí, mi García, replicábale festivamente la bella EULALIA. Supe con tanta industria fingir y aprovechar aquel accidente, que cuando Laura mi doncella, espantada de verme abrir los ojos, iba a pedir auxilio, calla, le dije, afloja los cordones, no permitas entrar a nadie, y colocando en el ataúd un pesado bulto vestido con mis propias ropas, le velamos después por el lugar del rostro, y a la hora determinada cerró Laura la tapa y arrojó la llave al mar.

Durante mi trance oía cuanto en derredor mío se hablaba; y no puedes imaginar con cuanto terror y sobresalto sentía estrechar los cordones que me ataron y preparar mi entierro.

Lo que el miedo no ocupaba, lo llenabas tú en mi mente, García mío, y yo creía ver el rostro de mi santa patrona que me prometía futura felicidad.

Desde entonces hemos vivido Laura y yo ocultas por el castillo, divertidas en ahuyentar  los importunos y esperando a que tú nos rescatases, ídolo mío, y a que pudiéramos unir a tu cruz de plata la efigie que yo conservaba en el pecho.

No quise revelarte mi secreto para probar tu fe, para que tú supieses que me merecías, que era yo tuya de derecho, y que el alma que el paje García logró cautivar, sería feliz al entregarse al campeón ilustre de Palestina si alguna vez tornaba a reclamarla.

En medio de lágrimas de ternura, besaron los esposos el crucifijo. La —36— imagen estaba recién unida a la cruz por medio de clavos de oro encabeza dos con rubíes, y habían la suspendido a una caja de marfil y concha por medio de una cadena de rica pedrería.

 

Conclusión.

No hablaban más los papeles extraídos en la excavación del puñal, los huesos ni las joyas que se encontraron en el ataúd de que al principio hicimos mérito. El puñal hubo sin duda de ser obra de algún armero morisco de los que trabajaban en Damasco, pues la hoja se conservaba ilesa, punzante y fuerte cual si tantos siglos no hubiesen podido acribillarla.

También imagina un nuestro amigo, anticuario además y muy mucho de sagaz y conjeturador, que los huesos pertenecerían a un difunto de aquellos tiempos, si ya no eran de algún hipopótamo anti-diluviano; sobre lo cual nos abstenemos de aventurar nuestras propias presunciones, hasta comparar los expresados huesos con los fósiles que ahora suelen desenterrarse por mano de los sabios que estudian las antigüedades egipcias.

 Lo de las joyas nos parece apócrifo. En tales tiempos estamos, que si joyas hubiera, ya las habría acotado el tesoro público aun cuando las encubriesen y ocultaran los mismos montes de Oca; que no unas ruinillas de tres al cuarto.

Hanos parecido justo dar estas aclaraciones para calmar la codicia de los aficionados a rubíes, que podrían partir mal aconsejadamente a San Lúcar a cavar por dentro de las ruinas y a espantar en sus pacíficas moradas a las lechuzas, a los grajos y a las grullas acuáticas.

 

FUENTE

Sin autor: El Liceo Artístico y Literario, 1838, pp-24-36.

Edición: Pilar Vega Rodríguez

NOTAS

 

[1] Acuchillado: 2. adj. desus. Dicho de una persona: Que, a fuerza de trabajos y escarmientos, ha adquirido el hábito de conducirse con prudencia en los acontecimientos de la vida. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[2] Alarde: Formación militar en que se pasaba revista o se hacía exhibición de los soldados y de sus armas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[3] Belígera: 1. adj. poét. Dado a la guerra, belicoso, guerrero. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[4] Lanzón: Lanza corta y gruesa con un rejón de hierro ancho y grande, que solían usar los guardas de las viñas. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[5] Real Orden Americana de Isabel la Católica, fundada por Fernando VII en 1814.

[6] Coselete: Coraza ligera, generalmente de cuero, que usaban ciertos soldados de infantería. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[7] Hopalanda: Vestidura grande y pomposa, particularmente la que vestían los estudiantes que iban a las universidades. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[8] Acuchillada: dicho de un vestido o de un calzado antiguos, con aberturas semejantes a cuchilladas, bajo las cuales se veía otra tela distinta. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[9] Calafateada: cerradas  las junturas de las maderas  con estopa y brea; como en los barcos, para que no  entre el agua.

[10] Sacerdotes de Isis: diosa Egipcia, gran madre, cuyo culto revestía toda una iniciación mistérica.

[11] Sem y Jafet: Viendo a su padre desnudo e inconsciente, por la ebriedad, sus hijos lo cubren piadosamente con un manto para evitar su deshonor (Génesis, 9.23).

[12] Batería: Cosa que hace gran impresión en el ánimo. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[13] Estro: Inspiración ardiente del poeta o del artista. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[14] Arnés: Armadura o conjunto de piezas defensivas aseguradas con correas y hebillas (Diccionario de la lengua española, RAE).

[15] Precito: condenado a las penas del infierno, réprobo. (Diccionario de la lengua española, RAE).

[16] Huesa: hoyo para enterrar un cadáver.

[17] El rey D. Pelayo, héroe de la Reconquista.

[18]  Alfanje: 1. m. Especie de sable, corto y corvo, con filo solamente por un lado, y por los dos en la punta. (Diccionario de la lengua española, DRAE).

[19] Agareno, de la tribu de Agar, la esclava de Abrahán y madre de Ismael; así solía denominarse al pueblo  árabe.

[20] Jardín de las Hespérides:  o jardín de Hera donde crecían los manzanos de oro de la inmortalidad. Convención poética para hablar de un lugar hermoso.

[21] Aquilón: viento del norte.

[22] Coronista, cronista, o relatora de la historia.

[23] Blandón: Vela gruesa de cera con una mecha.

[24] Atarascó: tarascó (mordió).

[25] Meniales, sirvientes.

[26] Cendal: velo.

[27] Trisagio: oración que se reza durante tres días, suele referirse al Trisagio Angélico, que se reza tres días antes de la Fiesta de la Santísima Trinidad como preparación y es una alabanza a Dios.

[28] Lampo: resplandor o brillo pronto y fugaz, como el del relámpago. (poético)

[29] Ara: en el templo católico, piedra que guarda las reliquias de mártires y sobre la que se apoya el altar para la celebración de la Misa.