MARICUCHILLA
TRADICIONES ASTURIANAS.
Hay en los alrededores de Oviedo, a corto trecho del paseo que se conoce por el nombre de la Silla del Rey, una ancha gruta abierta entre las rocas. Despréndese de su abovedado techo un arroyo cuyas límpidas aguas, después de bullir en su lecho de piedras produciendo el sonoroso ruido de una cascada, van silenciosamente a deslizarse tras de numerosos zarzales.
Situada la gruta en una altura, descúbrense desde sus inmediaciones paisajes animados, extensos horizontes, una vegetación fecunda, un bellísimo panorama.
En las tardes de primavera, cuando las sombrías nieblas del norte no se oprimen abrumadoras sobre aquella naturaleza vigorosa; cuando entre el rumor de las brisas y el eco vago de los valles enajenaban mi ánimo esos acentos misteriosos llenos de melancólica armonía que, ya surgen del seno de los bosques, ya se desprenden de lo alto de las montañas, mientras el sol va extinguiendo sus rayos tras de la cumbre del Naranco; acentos que remedan, unas veces las dulces quejas de alguna hada enamorada, otras el arrullador murmullo de una fuente desconocida; bien el canto plañidero del ruiseñor, bien la alegre canción de la aldeana: entonces mi fantasía llegaba en rápido vuelo en busca de los recuerdos poéticos, de los cuentos fantásticos, de las tradiciones asombrosas, de las interesantísimas leyendas que allá en tiempos lejanos tuvieron origen en el hermoso suelo de Asturias.
Muchas veces, desde la entrada de la gruta, apartando mis ojos de los varios accidentes del paisaje, los fijaba como atraído por un poder tan invisible como tenaz, en los abandonados restos de una casa que, resguardada contra el tiempo y los huracanes por un espeso manto de hiedra, alzábase en el fondo de un bosque impenetrable a la luz del día, y a unos cien pasos del sitio que yo ocupaba.
Había algo de imponente en la soledad de aquellas paredes.
El viento que las agrietaba, al llegar a la gruta, parecía remedar ayes de dolor, ecos de alguna pena profunda, gritos ahogados de un desconsuelo terrible.
¿Qué secreto querían revelar? ¿Por qué desde la solitaria casa del bosque traía el viento tristísimos gemidos a la gruta?
Una anciana labradora de las inmediaciones se encargó de satisfacer mi curiosidad, en ocasión en que mi preocupación por tal objeto llegara a un grado inconcebible.
Era al ponerse el sol de un día de septiembre, y yo permanecía al pie de la gruta retenido por el miedo, mejor dicho, por el terror. Sentíame sin acción, sin fuerzas para huir, cual si la—15—mano de algún ser sobrenatural se opusiera o mi voluntad. Trataba de cerrar los ojos y, sin darme cuenta de ello, fijábanse bajo la influencia de una verdadera fascinación en las paredes sombrías de la casa, ya en el fondo de la gruta, a cuya entrada iban extinguiéndose los últimos rayos del sol. Parecíame ver entonces destacarse de aquel antro una forma medio humana, medio fantástica. Acercábase a mí pausadamente, y hacía estremecer todas las fibras de mi cuerpo el roce de su impalpable ropaje.
Figúrese el lector mi sorpresa y alegría al escuchar una voz dulcemente articulada en pos de aquel ruido siniestro.
Era la de la anciana a quien antes me he referido, la reveladora de esta tradición.
Venía de la ciudad por una senda próxima a la gruta, y en su apresuramiento hube de considerar el deseo de dejar prontamente atrás aquellos tristes lugares, si no era por el contento de aproximarse a su rústica morada a dar cuenta a su familia del buen despacho que tuviera en el mercado su mercancía de huevos y leche.
Me saludó con la dulce voz de las aldeanas de Asturias reconviniéndome con respetuosa familiaridad por atreverme a permanecer a la entrada de la gruta.
Pregúntele la causa haciendo de tripas corazón, como suele decirse, pues no había logrado aún desechar el terror misterioso que me dominaba, y la buena mujer, como preámbulo a su respuesta, se santiguó silenciosamente por tres veces.
—¡Ave María, señorito, añadió! ¿No sabe Vd. en dónde se encuentra?
—He oído contar de estos sitios algunas cosas que dan miedo, la dije por vía de exploración para mi curiosidad, porque en efecto recordaba algo de extraordinario y terrible, que durante mi niñez había oído referir a mis abuelos en las largas veladas de invierno.
—¿Es posible que se la haya olvidado a Vd: la historia de Mari-Cuchilla?
— Justo, justo; ese nombre no me es desconocido. ¿Pero es verdad todo lo que se dice de... en fin, Vd. se acordará perfectamente, y yo agradecería mucho...
—Calle, señorito, que como Dios me dé a entender y mi memoria, ya muy cansada, me lo permita, hago cuenta de que a la de Vd. no se le vaya nunca, mientras viva, esa historia terrible, que es de tanta verdad como que nos hemos de morir.
—Pues ya soy todo oídos, amable mujer.
—Pero démonos prisa a dejar estos sitios, que por la Virgen Santísima, nuestra Señora, no quisiera que en ellos nos cogiese la noche.
—¡Qué! ¿hay algún peligro?
—¿Pues Vd. no sabía que ella misma?... ¡.Jesús!...
— ¿Quién? ¿Mari-Cuchilla se aparece? ¡Ojála la encontremos!
—La Virgen me valga, señorito, si no cierra Vd. esa boca.
—Corriente: callaré; pero a la historia, a la historia.
Santiguóse nuevamente la buena mujer; volvió la cabeza a todos lados, sin duda para cerciorarse de que no éramos perseguidos por Mari-Cuchilla, y luego que echó de ver la respetable distancia a que nos encontrábamos de la gruta, dio principio a la narración que seguidamente se expresa y que he procurado trasladar con la sencillez y exactitud con que fue referida.
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"Muchos, muchísimos años se pasaron desde que vivió en Oviedo una bellísima joven llamada María a quien el Cielo, por maravilloso contraste, concediera unos ojos tan ardientes como dos soles y un corazón tan frío como la nieve.
Altiva, desdeñosa, había despreciado siempre a los más principales caballeros que la propusieran sus padres en matrimonio, y eso que entre ellos los había de muy gallarda presencia. Ni las ternezas mejor sentidas ni los obsequios de merecimiento mayor lograban hacer mella alguna en su corazón empedernido.
Y sucedió que a aquella casa, que allá entre los robles se descubre, abandonada ahora, medio destruida y cubiertas de hiedra sus paredes, vino a vivir un hombre mozo, a quien por su conducta y costumbres empezó a tener la comarca en olor de santidad, y de cuya historia no se sabía sino que había sido Freré[1] de los Templarios, y que a la soledad de la casa se retiraba a consecuencia de las persecuciones que padecía su orden por aquellos tiempos.
Figúrese Vd. que llevaba una vida de ermitaño, y que a las horas que no pasaba en su retiro, entregado a la oración, veíasele en una parte o en otra llevando consuelos y socorros a todos los desgraciados.
Y llegó una ocasión en que María, habiéndosele ocurrido acudir a estos sitios a recrearse con sus doncellas, encontró al Freré cuando, después de cumplir su acostumbrada tarea, se retiraba de la choza de uno de tantos desgraciados.
— No sé si se me habrá olvidado decir que aquel hombre tenía una de las más apuestas figuras que se pueden imaginar. El caso es que verle la orgullosa doncella y prendarse de él perdidamente sucedió mucho más pronto de lo que el diablo debía esperar; y la que tan acostumbrada estaba a burlarse desdeñosamente del amor, quedóse esclava del ciego rapazuelo en menos de un momento, y antes de que se lo hubiese figurado.
Y como estaba de Dios que María había de pagar a un tiempo tantos desprecios como hiciera sufrir, todos sus esfuerzos, todas las seducciones que puso en juego para rendir al Freré a sus pies, fueron completamente inútiles; y la austeridad sin ejemplo, y la santa fe de aquel mozo, a quien el Cielo sostenía, pudieron mucho más que los encantos y embelesos de María, inspirada sin duda por el infierno.
En vano usó de cuantos recursos tenía a su alcance una mujer de tan maravillosa belleza, y rica por añadidura, con objeto de satisfacer la pasión que la enloquecía. Agotáronse todos y, al fin, aconsejada por una vieja y maldita gitana —maldita, puesto que pacto con el diablo había hecho — decidióse a venderle también su alma, en trueque de la realización de sus amorosos pensamientos.
En consecuencia, y hechos por la gitana unos conjuros espantosos, apareciósele a María el mismísimo Lucifer, para que con la sangre de sus venas firmase un contrato que la presentó, con las condiciones del trueque.
—Aquí tienes, la dijo, entregándola una cuchilla: tómala en cumplimiento de nuestro pacto: cuando el gallo haya cantado por vez primera coge al hermano tuyo, que dormirá en la cuna, llévale a la cueva del bosque que rodea la morada del hombre a quien adoras, y allí, sin compasión — ¿me entiendes? — sin compasión alguna, lo degüellas. Hazlo así, y a la mañana siguiente verás rendido a tus pies, implorando tus favores, a quien tanto hasta ahora los ha resistido.
Dijo Lucifer, y desapareció en una nube de llamas, dejando la cuchilla en las manos de María. Y ella no vaciló en obedecerle, que a tan horrible locura la arrastraba ciegamente su infernal pasión. No tardó en llegar la noche, en extremo tormentosa. El cielo aparecía como ardiendo; pero sus vivísimos resplandores no llegaban a iluminar las tinieblas del alma de María, por más que los contemplaba, puesta de codos a una ventana de su palacio, sin sentir las gruesas gotas de agua que, al impulso del vendaval, azotaban su rostro con frecuencia.
De pronto se estremeció. Acababa de oír el canto de un gallo, y, aunque sobresaltada, corrió en busca de su inocente hermanito, que dormía en la cuna hermosamente, y armándose de todo su valor que el diablo la prestaba, cogióle entre sus brazos y apresuróse a llegar con él a donde el maldito la mandara. Y cuéntase que la sirvieron de guía, en medio de la oscuridad de la noche, los fatídicos e incesantes graznidos de una bandada de búhos, grajos y urracas que a las puertas del palacio la aguardaban.
Una siniestra animación encontraba en todos los objetos de su camino, y hasta el viento remedaba entre las ramas secas de los árboles los postreros gemidos de un moribundo, y las piedras eran removidas por manos invisibles, produciendo rumores de amenaza.
Al llegar a la entrada de la cueva paráronse las aves en los árboles vecinos sin cesar en sus fatídicos chillidos y como contenidas por el aspecto de un enorme búho, de ojos lo mismo que ascuas; el cual, sobre la piedra en que había de cumplirse el sacrificio abrió sus inmensas alas, al aproximarse María, y desapareció, arrojando un grito parecido a una carcajada, grito que fue repetido por todos los ecos de los contornos. Con prontitud, con resolución, la joven colocó sobre la roca a su hermanito, todavía dormido, y sin vacilar ni un instante, sin que su seno se estremeciese, a un sólo golpe de la cuchilla le separó la cabeza del tronco. Había llegado a este extremo, había cometido el crimen sin conciencia de lo que hacía, obedeciendo ciegamente al poder misterioso y terrible. Pero ¡ah!, la tibia sangre que al teñir sus manos salpicó su rostro, la obligó a volver en su acuerdo, sola encontrándose en aquellos sitios, pues hasta las aves que la guiaran habían desaparecido. Vio el sangriento cadáver de su hermano al fulgor de una llama da origen desconocido; volvió a mirar aquel tronco mutilado; parecióle que los ojos de aquella infantil cabeza salían de sus órbitas fulminando rayos de venganza cuando, en realidad, la contemplaban demandando perdón para ella, la fratricida, con la sonrisa de los ángeles, y poseída de un terror vertiginoso intentó lanzarse fuera de la cueva; mas su planta tropezó con el cadáver, y la infeliz cayó, dando un grito sobrehumano y rodando exánime sobre el rojo pavimento.
Pero el Cielo velaba por ella en aquel antro del infierno. Volvió de su desmayo y lo primero que sus ojos vieron a la impresión de la luz fue el objeto de su insensato amor, el Freré, que la contemplaba tan piadoso como severo. Y el eco primero que llegó a sus oídos fue la voz austera del virtuoso solitario con cuyas caricias soñara.
— María, la decía, ¿qué has hecho de tu hermano?
— ¡Perdón, perdón! balbuceó ella, de hinojos postrada y elevando al ciclo sus manos.
El arrepentimiento había llamado a su alma, purificando a su corazón. María ya no miraba entre ella y aquel hombre nada más que a la virtud iluminada por un reflejo de la piedad del Cielo. El Freiré continuó:
— Escucha: reposaba esta noche mi espíritu, en calma y descuidado, al tiempo que el ángel de mi guarda descendió a decirme que en esta gruta iba a cometerse un crimen espantoso, cuya causa principal, aunque involuntaria, era yo mismo. En mi desvelo y sobresalto contaba los momentos que a evitarle me aproximaban. Pero, por más que corrí presuroso, el demonio se interpuso en mi camino, haciéndome llegar demasiado tarde. Tarde, sí; mas nunca es tarde, María, para el arrepentimiento. He aquí lo que el ángel me ha dictado de orden de Dios: tú, María, pasarás la vida en penitencia sobre esta peña, y no te serán perdonadas tus culpas hasta haber desaparecido las manchas de sangre que la cubren.
Y el Freiré, acto continuo, tocó en la roca con su báculo, y de ella brotó un arroyo que desde entonces corre obstinadamente sobre su superficie, y aún no ha acabado de lavar sus rojizas manchas.
— Adiós, María, exclamó después aquel hombre ejemplar, aquel santo, despidiéndose. Ya no volveremos a vernos en la tierra. Desde mi retiro elevaré al Cielo mis oraciones para que te acoja en su seno. Y se alejó, perdiéndose bien pronto el eco de sus pasos en el bosque. María se arrojó al suelo sollozando; sumergió en el arroyo su abrasada frente, y el arroyo agradecido le devolvió su imagen reanimada por la esperanza del cielo. Pero ¡ay! ¡Qué trasformación! La peregrina hermosura de su semblante había desaparecido bajo las profundas arrugas de la vejez, y sus cabellos, rubios como los rayos del sol de los amores, se habían teñido de la nieve del tiempo y del desengaño.
En una noche sola había pasado María de los albores de la juventud al ocaso de la vejez. Desde entonces fue su vida la oración y la penitencia. Hubierásela tomado por una santa, sí de vez en cuando no la encontrasen los campesinos ocupada en raspar con la fatal cuchilla, y entre accesos de rabia, las profundas manchas de la piedra.
Se desconoce la época de su muerte y hay quien opina que no ha muerto, y aún quien asegura haberla encontrado alguna noche ocupada en su furiosa tarea.
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Tal es la narración que escuché de los labios de la anciana, fielmente trascrita en sustancia y con ligera variación en la forma. Sólo me resta añadir que, impulsado por la curiosidad, y no del todo exento de terror, penetré, al día siguiente de haberla oído, hasta el fondo de la gruta, y logré encontrar aquellas manchas indelebles, de un rojo oscuro. Incrédulos habrá que las atribuyan otro origen; pero yo me atengo al dramático y terrible que hace temblar y santiguarse a los sencillos campesinos de la comarca.
FUENTE
García del Real, Luciano, “Maricuchilla. Tradiciones asturianas”, La Ilustración de Madrid: revista de política, ciencias, artes y literatura Tomo Primero Año I Número 8º - 27 abril de 1870, pp. 14-16.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Freiré (sic.) por Freré: caballero profeso de alguna de las Órdenes de Caballería.