Las tres olas
Hacia fines de junio de 1850 tuve que pasar, por ciertos asuntos de familia, desde el puerto de Deva al de San Sebastián; y como el viaje por tierra era largo y penoso en aquella época, por no hallarse abierta todavía la carretera que hoy une a ambos pueblos, me decidí a hacerlo por mar, fletando para ello una barquilla. Tanto por aprovechar el terral[1] de la noche, como por huir del calor que ya aquellos días principiaba a apretar bastante, nos embarcamos antes del alba; y largando las dos velas que se hincharon al punto al soplo de la brisa del río, la ligera embarcación principió a hender graciosamente las aguas, como blanca gaviota que resbala en la corriente entre la espuma de las ondas.
Los marineros, recostados perezosamente sobre los paneles, saboreaban con delicia el acre humo de su negro tabaco, engolfándose por milésima vez en la inagotable relación de los mil accidentes y lances de la última invernada. ¡Cierto es que la pesca del besugo a la que se dedican en esa estación, la más borrascosa del año, ofrece tan graves y frecuentes peligros que son raros los días en que no vean, entre angustias de muerte, abrirse los hondos abismos de ese horrible elemento, prontos a sepultarlos en su seno! No es pues extraño que las rudas sacudidas que agitan sus almas, y que conserva palpitantes la memoria, sean el objeto predilecto y constante de sus conversaciones.
—¡Padrino! exclamaba un joven, dirigiéndose al patrón que era un anciano respetable, curtido por el sol y el aire. ¡Padrino! En vano se ha mascado mucha mar... ¡El saber y los años podrán dar alguna seguridad y prudencia, pero la confianza y la audacia llenan el bolsillo! Así, mientras la lancha que V. manda, y tripulan los viejos de la cofradía, aferra la mayor y toma rizos al trinquete[2] por cualquier nubécula[3] que mancha el horizonte... ¡nosotros los jóvenes, con todos los trapos al viento tragamos el espacio!
—Tanto peor, hijo mío, tanto peor, repuso el patrón.
—¡Tanto mejor, padre Tomás! Así llegamos a la cala cuatro horas antes que ustedes, y apenas bien despierto el besugo, se enreda en nuestros anzuelos, en tanto que al llegar ustedes, en vano calan los suyos, pues los animalitos, despabilados ya, huyen de ellos como de la cruz el diablo.
—¡Tanto peor repito, y así no lo fuera! ¡Dios haga que algún día las playas de Deva no tengan que llorar, desiertas y abandonadas, la pérdida de sus más valientes hijos!
—Hace mucho que se habla de eso, y sin embargo vivimos, y... ¿qué diablos? ¡Aún viviremos!
—¡No te fíes demasiado, que lleváis mal camino para ello!
—¡La madera es más dura que el agua, padre Tomás!
—¡Manejándola bien hijo mío! ¡Y no hay que olvidarse de eso! Tú sabes, así como tus compañeros, que os quiero a todos como a unos hijos; pues he sido amigo, casi un hermano, de vuestros padres y abuelos. Por eso cada vez que miro a esa hermosa tropa de muchachos, todos jóvenes y gallardos, echarse locamente al mar, sin consultar para nada ni el celaje ni el viento... ¡oh! ¡te aseguro que se me oprime de angustia el pecho, y mis labios invocan a la Andra Mari de Itziar[4], que ha sido siempre la Protectora de los navegantes! También nosotros hemos sido jóvenes, ¡pero éramos más prudentes!
—Ya, gritó con voz robusta otro marinero entrado en años, llamado Chánton; ¡es que los ballenatos de ahora arriesgan las algas en el charco, por nadar de largo en tierra!
—¡Ba! ¡Ba! repuso el joven; lo cierto es que nuestra lancha ha venido siempre con muertos[5] hasta los toletes[6], ¡y la de ustedes apenas ha necesitado un balde para limpiar la escama!
—Otro año traerá otro viento, replicó Chánton. Y por cierto que hace falta, porque, después de todo, tiene razón este chico... Si en la última invernada no hubieran corrido en compañía las dos lanchas... la nuestra hubiera tenido que vender hasta los estrobos para pagar sus deudas.
—Con la edad se olvida el oficio, exclamó riéndose el joven.
—No es eso solo, repuso con cierto misterio el viejo Chánton,
—¿Pues qué más hay?
—¡La maldición de alguna alma negra! contestó con acento irritado el viejo.
—¿Aún tenemos de esas? exclamó el joven dando una gran carcajada.
—Ríete, ríete cuanto quieras, refunfuñó amostazado Chánton.
—Y de buena gana por cierto, que merece bien tu guiñada.
Luego, dirigiéndose al patrón, añadió:
—¿Y V. qué dice a todo esto padre Tomás?
Pero éste, haciéndose el distraído, volvió a otro lado el rostro, por ocultar la dolorosa emoción que revelaban sus alteradas facciones. Chánton, en cambio, picado por la burlona risita del mancebo, replicó diciendo:
—Vosotros jóvenes imberbes, os reís de nuestras rancias creencias, porque habéis tragado algunas millas más que vuestros padres; pero pregunta a tu buen padrino que ha sido un lobo de mar tan duro como un tiburón, si recuerda todavía sin espanto, la historia de las tres Olas.
—¿Había también brujas en danza?
—¡Que te lo diga él!
—Vamos, pues, padre Tomás...
—Lo que vas a hacer al punto, es tomar un rizo al trinquete, que viene refrescando el viento.
—¿Y después?
—¿Después? Callar, sin meterte en lo que no te importa; que el pez en el agua, y el secreto en el pecho.
Viendo luego que el joven trataba de replicar, añadió con imperioso y severo acento.
—Te advierto, de hoy para siempre...que mar adentro y en tierra firme, viro de proa o suelto una andanada, cada vez que me toquen ese punto.
Nadie chistó; pues, por el tono con que pronunció sus palabras, comprendieron sus compañeros que serían inútiles sus ruegos. Pero, precisamente el interés que le inspiraba aquel asunto y la penosa impresión que le causaba su recuerdo, era lo que excitaba mi curiosidad, no dejándome sosegar hasta conocer los misteriosos sucesos a que se referían. Afortunadamente, el honrado marino había sido en todos tiempos muy protegido de mi casa, de la que en más de una ocasión había recibido favores que sabía yo recordaba con afectuosa gratitud, lo que me animó a manifestarle mis deseos, rogándole me refiriera la historia de que hablaba Chánton. En efecto, a pesar de lo que le contrariaba mi exigencia, se preparó a complacerme; y después de algunos instantes que necesitó para reponerse de la dolorosa emoción que le causaban sus recuerdos, comenzó su relación en los términos siguientes.
— «Tiene V. razón, mi amo, en creer que es algo rudo el sacrificio que me impone; pero como nada puedo negarle, lo haré con gusto por darle con él una corta prueba de la gratitud que le debo, solo que en atención a la penosa impresión que me produce la memoria de tan triste sucesos, me permitirá que sea en su relación todo lo breve que pueda.
Hace cosa de cincuenta años que era yo Oná-mutilla[7] de una de las lanchas pesqueras de Deva, en compañía de un muchacho, conocido con el apodo de Bilinch. Él tendría como unos quince años, y yo de diez y ocho a veinte. El patrón de la lancha era un hermano de mi padre que me había recogido a su casa, siendo muy niño, al verme huérfano y desamparado en el mundo por la pérdida de mis padres. Era un gran marino, y tan práctico en nuestras costas, que hubiera montado con los ojos vendados todas sus barras, fondeaderos y calas. Por lo demás, aunque un poco rudo y agreste como todo hombre de mar, tenía el corazón más grande y hermoso que puede imaginarse. Habiéndose casado de vuelta de sus navegaciones por América con una joven a quien quería entrañablemente, tuvo de ella una hija bonita y buena como un ángel. Era de la misma edad que yo, poco más o menos, lo cual unido a la costumbre de vernos y de tratarnos a todas horas, hizo que sin echarlo de ver siquiera, llegáramos a amarnos como dos pobres locos. Poco tardó mi tío en apercibirse de ello; pero no debió desagradarle, a juzgar por las muchas bromas que en sus horas de buen humor nos daba a entrambos. Cierto es, que me quería como a un hijo....y después... ¡nos veía tan felices!
—¡Qué tiempos aquellos! continuó diciendo el viejo marino, exhalando al mismo tiempo un profundo suspiro. Si agobiado de cansancio llegaba de la mar, sin el consuelo siquiera de reparar con el sueño mis fatigas, por tener que arreglar las trezas[8]para la siguiente mañana, la hermosa niña me obligaba a acostarme, mientras ella sentándose a los pies de mi cama, pasaba las altas horas de la noche preparando mis enseres y arrullando mi sueño con dulces y melodiosos zortzikos[9]. Cuando, azotados por la tormenta y ateridos por el frío, llegábamos con trabajo al puerto, mis ojos se encontraban con sus ojos que reanimaban mi vida, indemnizándome de todas las fatigas. También es cierto que el primer pescado de la invernada era siempre para ella; y, si alguna preciosa concha o una caprichosa flor de agua[10] se enredaba en nuestras trezas, llegaba para la noche a sus manos; pues todos me la cedían con gusto, bien persuadidos de la profunda gratitud con que me obligaban por aquel obsequio que era el mayor que podían hacerme. ¡Oh mi amo! Las palabras de amor son frías en los labios helados de un viejo, ¡pero puedo asegurar a V. que podría haber en aquel tiempo otros dos seres tan felices como nosotros, pero lo que es más imposible! ¡Si alguna nube llegó a turbar tanta dicha, fue la desgracia que constantemente persiguió a nuestra lancha en la pesca de besugo, el último año de aquellas relaciones!
En vano llegábamos antes que nadie a la cala; nuestras trezas se cargaban de miserables mielgas y papardos[11], en tanto que a nuestro lado, las demás lanchas se veían obligadas a alijar el lastre, para hacer lugar a sus centenares de besugos.
Si, con el fin de variar la suerte, dejábamos que ellos calaran primero, les veíamos con vergüenza y pena, izar los aparejos cargados a punto de romperse, mientras los nuestros subían bailando al soplo del viento. Y eso un día... y otro... y otro, sin que pudiera atribuirse a la carnada que era inmejorable, ni a las trezas que eran elegidas, ni a la torpeza de los marineros, ¡pues eran los pescadores más diestros que se conocían, desde Machichaco a Higuer!
¡Era cosa de desesperarse! ¡Trabajábamos tres veces más que todos nuestros compañeros, sin dejar banco ni valle de esa misteriosa cala del "Gran Canto" que mi tío conocía al dedillo, y a donde no abordaban todavía, en aquel tiempo, más que algunos vasco-franceses!
Al llegar aquí, el viejo Chánton, aprovechando una pausa que hizo el patrón, se dirigió con aire de triunfo al incrédulo joven y le dijo.
—Sigue, sigue escuchando, que ahora empieza lo mejor.
—Una noche... continuó el viejo Tomás dando un profundo suspiro; una noche, a eso de las doce, nos reunimos Bilinch y yo en el muelle de Maspe y entramos en la lancha, a fin de aviarla para la salida, que solía ser generalmente de dos a tres de la mañana. En menos de una hora dejamos todo arreglado y, viendo que aún nos quedaba mucho tiempo, nos echamos a dormir. Por mi parte, poco tardé en entregarme al sueño; y sabe Dios cuanto hubiera durado, a no despertarme mi compañero, sacudiéndome violentamente de un brazo. Sorprendido por tan brusco llamamiento, iba a dirigirle alguna agria reconvención por su torpeza cuando, al levantar los ojos para mirarle, quedé helado de espanto, observando el terror que revelaban sus desencajadas facciones.
—¿Qué te pasa? le pregunté con ansiedad.
—¿No las has visto? ¿No las has oído? balbuceaba él, con los ojos azorados. ¡Eran ellas! ¡Ellas!
—¿Pero quiénes? le volví a preguntar.
—¡Tu Mari... y la otra! Huye de ellas, Tomás... ¡No vuelvas a verlas!
Alarmado por sus ininteligibles frases, iba a pedirle algunas explicaciones, pero tuve que aplazar para otra ocasión, porque en aquel momento el reloj de la parroquia vino a anunciarnos la hora de la salida.
—¡Vamos, vamos! gritó mi compañero al oír las tres campanadas. ¡Pronto, Tomás, que estarán ya aguardando! En efecto, soltamos la lancha y nos dirigimos con ella a Lavataya, que era el punto en que se reunía y se embarcaba la tripulación. En el camino volví a acosarle con mis preguntas.... ¡pero en vano! Ni desplegaba los labios, ni levantaba los ojos clavados tenazmente en los paneles. Cuando llegamos al embarcadero, encontramos a la tripulación que nos estaba aguardando.
Pero antes de que la lancha atracara bien al muelle, Bilinch pegó un salto, y echó a correr en dirección a la calle, atravesando por medio de un grupo de marineros. Mas, al doblar la esquina, tropezó con el sota patrón[12] que venía en sentido opuesto, y fue tan rudo el encuentro, que el pobre chico cayó en el suelo gritando...
—No puedo...no quiero... ¡y no iré al mar!
—¡Hola!, ¡Hola! replicó entonces el otro. ¿También tenemos de esas?
Y, asiéndole de una oreja, le trajo al muelle, haciéndole entrar luego de un empellón en la lancha.
—¿Qué es eso? gritó mi tío al ver lo que pasaba.
—Nada, contestó el sota patrón; que éste arrapiezo quiere correr novillos.
—¿Es posible?
—Dice que le marea el agua salada y que deja el oficio. Por lo visto, va a matricularse de Obispo.
A todo esto, el pobre muchacho se retorcía desesperadamente a los pies del patrón, pidiendo a gritos que le echaran a tierra. Los marineros, por su parte, no viendo en aquellos extremos más que el empeño de gandulear a sus anchas se burlaban sin piedad de él, quien preguntándole si había conquistado el corazón de alguna mayorazga, quien si estaba aguardando a algún tío de Indias. Pero yo, que me hallaba desasosegado y caviloso por el recuerdo de las fatídicas palabras que me dirigió al despertarme en la lancha, y que veía algo de misterioso en toda su conducta, me acerqué disimuladamente a mi tío y le comuniqué mis temores. Éste que, a pesar de su rudeza era un hombre razonable y bondadoso, impuso silencio a todos, y se dirigió a Bilinch, diciéndole con dulzura.
—Vamos hijo mío, tranquilízate y explícanos luego, por qué no quieres, como otras veces, salir al mar con nosotros.
—¡Oh mi amo, me es imposible! Pero juro a V. que hoy no debo, que hoy no puedo acompañarles.
—Pero eso no basta. Tú sabes que estás comprometido por todo el invierno, y que no puedes faltar ni un día, sin una razón que lo impida.
—Es que la tengo Señor, la tengo, y ojalá que así no fuera.
—Lo creo, pues lo aseguras; pero es preciso que la conozcamos todos.
—Se me ha anunciado que si hoy me embarco, me he de ahogar sin remedio.
—¿Y cómo?
—Naufragando.
—¿Perdiéndose contigo en tal caso la tripulación entera?
—Así lo creo, y por eso debíais impedir que saliera hoy vuestra lancha.
—Chico, chico... ¡Eso va picando en historia! O tú te estás burlando sin conciencia de nosotros, o sabes cosas, cuyo conocimiento nos interesa a todos. Así pues, vas a decirnos, qué anuncios son esos de que nos hablas, y cuáles los peligros que nos amenazan.
—Pero es precisamente lo que no puedo.
—¡Bueno! Querrá decir que correrás la misma suerte que nosotros.
—¡Por Dios mi amo!
—¡Silencio, canalla! Supongo que no tendrás la pretensión de creer que tu vida valga más que la nuestra.
Dicho esto, púsose en pie y, asiendo el timón con mano fuerte, dio la orden de partir exclamando con robusto acento:
—¡Arráun mutillác! (¡Remad muchachos!)
A esta voz, treinta remos hendieron a la vez las aguas, y la barca impelida por su impulso, corrió con rapidez río abajo. Pero Bilinch se había echado ya a los pies del patrón, suplicándole que se detuviera, pues que estaba pronto a referírselo todo. En su vista, mi tío mandó parar, y los marineros suspendieron en alto los remos. La lancha, perdiendo entonces poco a poco la fuerza de su marcha, fue a detenerse en frente de Urazandi, balanceándose suavemente. El patrón se sentó y, dirigiéndose con bondad al chico que lloraba amargamente, le dijo:
—Vamos Bilinch, serénate, y cuéntanos lo que te ha pasado.
—Lo haré, mi amo; y quiera Dios que no nos venga algún mal por ello. Esta noche a eso de las doce, fui como siempre con Tomás a preparar la lancha para la salida y, a las dos horas, la dejamos ya arreglada y lista del todo. Viendo que sobraba tiempo, nos tendimos ambos junto al tamborete[13] y, a los pocos instantes, mi compañero quedó profundamente dormido. No hubiera tardado por mi parte en imitarle si no hubieran venido a desvelarme con estrépito y algazara dos fantasmas en forma de mujeres, que cayeron a bordo como desprendidas de las nubes. Fue tanta mi sorpresa, y tan grande mi susto, que quedé paralizado, mudo, y sin aliento para rebullirme siquiera. Esa fue mi fortuna pues, habiéndose inclinado para observarnos, y creyendo que tanto mi compañero como yo estábamos dormidos, continuaron en su algarabía, dando vueltas en derredor de nosotros. Cuando se hubieron cansado, la más vieja de ellas, dirigiéndose a la otra dijo.
—Duermen... duermen. Es lo que necesitábamos; ahora no despertarán hasta que yo mande. De pronto sentí que la barca subía y subía por el aire. Después de andar bastante tiempo fuimos bajando suavemente hasta que al fin nos detuvimos en la ancha copa de un enorme olivo. Las dos mujeres se acercaron entonces y, mirándonos un rato, saltaron de la lancha y desaparecieron de mi vista. A pesar del horrible miedo que me embargaba era tanta mi curiosidad que, sin poder dominarme, abrí los ojos para echar una mirada hacia el punto en donde debían hallarse a juzgar por las voces y ruido que venían por él. Al incorporarme, tropecé con una rama que estorbaba mis movimientos y, cortándola con el mayor cuidado, la oculté bajo los paneles, para que no la vieran a la vuelta. Miré entonces y, a pesar de la obscuridad, conocí que nos encontrábamos en un inmenso olivar, en uno de cuyos extremos se me figuró ver algunos bultos que vagaban entre sombras. ¡Alguna danza de Lamias[14]! dije para mí, y me acerqué a Tomás para despertarle; pero, en aquel instante, sentí ruido como de pasos que se iban aproximando y, sospechando que serían las dos mujeres, volví a tenderme como antes. Eran ellas, en efecto; quienes después de contemplarnos de nuevo un rato entraron en la barca que, inmediatamente, se puso en movimiento. A los pocos instantes, llegamos al punto de partida, es decir, al muelle de Maspe. Después de atada la barca, la mayor de ellas dijo a la otra:
—¡Hija mía, despidámonos de ellos para siempre!
—¿Para siempre? No entiendo....
—Quiero decirte, que nunca volverás a ver esta lancha, ni tripulante alguno de ella; pues dentro de dos horas descansará con su gente en el fondo del mar.
—¡Pero si está como una balsa de aceite!
—¡Pues a pesar de eso! Antes que doblen la punta de Arrangalzi, levantaré tres olas inmensas; la primera de leche, la segunda de lágrimas, y la tercera de sangre. Podrán librarse de las dos primeras, pero no hay poder que les salve de la última.
—¡Qué odio les tienes!
—¡Es mi destino! Les he perseguido todo el invierno ahuyentando a su paso la pesca; pero como mi virtud sobre ellos concluye la próxima noche, ¡quiero acabar también con ellos sepultándolos en las ondas!
—¿Y no habrá compasión para nadie?
—¡Para nadie! ¡Absolutamente para nadie! Y no lo eches en olvido. Nuestra misión es aborrecer a todos, sin excepción alguna, pero con más vehemencia a quien más nos quiera! Sigamos pues el destino.
—¿Pero, y si por cualquiera circunstancia dejaran hoy de salir a la mar?
—Calla maldita, eso es imposible. Todo les convida a ello. Saldrán y perecerán. Solo hay un medio, uno tan solo, en cuya virtud pudieran evitar su suerte, pero ni lo conocen, ni alcanzarán a conocerlo.
—¿Cuál es, madre mía?
—Lanzar un arpón al seno de la última ola, es decir, a la de sangre, porque esa ola seré yo, yo misma que flotaré entre sus aguas, invisible a sus ojos. El golpe que éstas recibieran heriría mi corazón de muerte, salvándoles a ellos.
—¡Oh madre si lo supieran!
—Pero es imposible, pues no hay más que tú quien pueda conocer este secreto, y bien seguro es que no irás a publicarlo. ¡Así es que serán míos! ¡Todos míos! ¡Y no habrá en nuestra próxima fiesta nocturna quien celebre un triunfo como éste!
Así diciendo, volvió el rostro hacia la barca, exclamando: "¡Podéis despertaros!" y en seguida desaparecieron ambas de allí, dando estrepitosas carcajadas. En cuanto me vi solo, desperté a Tomás y, al ir a revelarle lo que ocurría, sonaron las tres y vinimos a Lavataya.
El muchacho calló, pero figúrese V. mi amo (continuó el viejo Tomás dirigiéndose a mi) cómo quedaríamos al escuchar tan extraña relación, y sobre todos yo que, por las incoherentes frases que oí a Bilinch al despertarme, entré en sospechas de quienes podrían ser las dos mujeres. ¡Era espantosa mi desesperación, y me enloquecía a la idea de ser tan pérfidamente vendido por la persona que más amaba en el mundo! Parecía que el corazón quería reventarse, y por cierto que en aquel momento lo hubiera sentido bien poco. Hubo sin embargo algunos que no dieron crédito a las palabras del pobre chico, otros que las explicaron como efecto de una pesadilla, no faltando por último quienes echándolo abarato, principiaran, a burlarse de él. Pero éste, por única contestación, preguntó dirigiéndose con altivez a todos si había uno siquiera entre ellos, que conociera la existencia de un olivo en diez leguas a la redonda. Todos respondieron negativamente y, entonces, él, separando apresuradamente los paneles, sacó del fondo de la lancha una rama y exclamó con aire de triunfo:
—¡Pues ahí tenéis esto! Es la rama con que tropecé en el olivar al levantar la cabeza, y la cual oculté en éste sitio a fin de que, a su vista, no comprendieran aquellas mujeres que era fingido mi sueño. Ahora bien, si hay quien pretenda burlarse de lo que he dicho debe primero citar un punto de donde pueda traerse una rama de olivo fresca como la que yo enseño, en el corto espacio que ha durado el sueño de Tomás, único tiempo de que he podido disponer para hacerme con ella pues, en cuanto al resto de la noche, bien sabe él y puede deciros que no me he separado un momento de su lado.
Nadie pudo resistir a prueba tan concluyente porque la verdad es, mi amo, que en aquel tiempo no había, o no se conocía al menos en diez leguas al contorno, árbol alguno de esa clase. La rama fatal, destilando todavía savia del punto en que había sido desgajada del tronco, corría de mano en mano, helando de supersticioso terror a los más incrédulos.
—¡Lamia!, ¡Lamia!, murmuraban todos con indescriptible espanto.
¡Yo lloraba sin consuelo, pues mi alma destrozada me decía cuánta era mi desgracia!
Después de unos instantes de confusión, ocasionada por unos que opinaban por volver a tierra, otros que proponían que se evitara el Arrangatzi y la gritería y las voces de todos, el patrón se puso en pie y, empuñando con fuerza el timón, dijo en alta voz:
—¡Silencio!
En cuanto se hubo restablecido la calma, añadió dirigiéndose a mí.
—¡Tomás, agarra el arpón y a la proa! Listo el ojo, firme el brazo, y a mi voz ¡lánzalo al agua! Ahora los demás ¡al remo! Arráun mutillác (Remad muchachos.)
Sentí oprimírseme el pecho al escuchar sus órdenes. ¡No sospechaba el desgraciado que el golpe que hiriera la ola había de cortar su vida! Impelida por la fuerza de los remos, nuestra lancha abrió con rapidez la corriente. La trémula claridad del alba rielaba sobre la superficie de las aguas, que apenas rizaban ni un soplo de aire, ni el movimiento de una ola. La barca corría y corría y, sin embargo, parecía que nos movíamos apenas y que los brezos y los madroños de la orilla huían de nosotros en vertiginosa carrera, tomando, entre los vapores de la mañana, formas fantásticas y caprichosas. Doblamos la punta de la Cruz y nos acercamos a la barra, que aparecía a nuestros ojos tranquila y serena como la frente de una virgen que no ha despertado al amor.
En un momento, llegamos a ella. Por ningún lado asomaba el menor peligro... y, sin embargo, ¡nadie chistaba! De pronto y sin conocerse por dónde, se levantó a dos brazas de nosotros, una enorme ola, grande como una montaña, blanca como la nieve.
—¡Guéldi! (Quieto!) gritó el patrón, dirigiéndose a mí. Yo cerré los ojos, deslumbrado por la blancura de las aguas... ¡y acaso por el miedo!
—¡Era verdad! murmuró el patrón con voz un tanto trémula... ¡La ola de leche!
— ¡La ola de leche! repitieron todos en voz baja.
—Kurrerá mutillác (Adelante muchachos), gritó el patrón.
Los treinta remos volvieron a hundirse y la barca resbaló sobre el agua, con la proa envuelta entre nubes de espuma; pero, antes de la tercera palada, volvió a levantarse muy cerca otra ola mayor que la anterior, exhalando de su seno diáfano y cristalino un vapor que abrasaba los ojos. Así como antes, nos suspendió por un momento sobre el abismo y corrió en seguida a deshacerse bramando en las negras arenas de Ondarbeltz.
—¡La ola de lágrimas! balbuceó mi tío gritándome "¡Guertu Tomás!" (Listo Tomás!).
Luego, dirigiéndose a la tripulación, añadió "Aurrerá mutillác" (Adelante muchachos). La lancha corría y corría, y ya casi había traspuesto la barra cuando vino a cerrarnos de lleno el horizonte la pavorosa ola de sangre que, alzándose en monstruoso arco, nos arrastraba a su horrible seno con fuerza irresistible. ¡Oh mi amo! ¡Sería imposible pintar a V. la terrible ansiedad, el temeroso espanto que agarrotaba todos los ánimos en aquel solemne instante! No se sentía, en medio de tan lúgubre silencio, más que la angustiosa respiración de los marineros al compás del uniforme movimiento de los remos.
—¡Orrí gogor! (Firme a ésa!), gritó mi tío santiguándose.
Vacilé un momento... Cerré los ojos... ¡Y lancé con mano trémula el arpón al fondo de la ola de sangre! Un doloroso y triste quejido respondió a mi golpe, mientras aquella montaña de agua rojiza se abría en dos partes contra el tajamar[15] de la lancha y se precipitaba con furia a la costa, dejando la playa cubierta de una espuma sanguinolenta.
—Aquel día, continuó cada vez más conmovido el anciano Tomás, aquel día, nuestros brazos se cansaron en levantar los aparejos cargados de besugo, pudiendo asegurarse que quedaron compensadas todas las pérdidas de la invernada.
—Figúrese V., mi amo, si con tal motivo faltarían a Bilinch plácemes y enhorabuenas.
¡Todos estaban locos de contento, mientras yo devoraba en silencio lágrimas que caían a abrasar mi corazón destrozado! Dimos rumbo para casa, y aunque tardamos poco en llegar, encontramos todos los muelles cuajados de gentes que habían acudido a presenciar la entrada, noticiosas ya de nuestra buena suerte por otras lanchas que, menos cargadas que la nuestra, pudieron anticipársenos fácilmente. ¡Pero en vano mi tío y yo dirigíamos las miradas de un lado a otro, buscando entre la multitud los dulces objetos de nuestro cariño! Ni la madre ni la hija aparecían por ninguna parte. Mis ojos se encontraron con los del tío. No me fue difícil conocer en sus miradas la inquietud que le causaba su ausencia, ¡pero bien seguro es que él no adivinó por las mías la tremenda borrasca que rugía en mi pecho! En cuanto saltó al muelle, preguntó por su esposa y le dijeron que se hallaba indispuesta.
—Ya me lo temía, murmuró, y apresuró el paso.
¡Yo le seguía llorando! Llegamos a casa, y nos dirigimos al cuarto de la enferma que, en aquel momento, se encontraba en cama, con el rostro vuelto hacia la pared. Al sentirnos entrar, levantó bruscamente la cabeza y, fijando en su marido una mirada sangrienta impregnada de odio, gritó con terrible acento.
—¡Maldito!, ¡Maldito!, ¡Maldito seas!
Y así diciendo, cubrióse el rostro con la sábana, y exhaló su último aliento en un horrible rugido. El desventurado esposo se precipitó sobre su cadáver y lo estrechó contra su pecho, queriendo volverle a la vida a fuerza de abrazos y caricias. Aquella escena me desgarraba el alma y salí de casa. A los pocos pasos, me encontré con su hija. No puede formarse idea de la horrible transformación que en tan poco tiempo había sufrido su rostro de ángel. Sus hermosísimos ojos, que brillaron siempre con una expresión de irresistible dulzura, lanzaron al verme miradas rencorosas de desesperación y venganza. Un estremecimiento nervioso se apoderó de todo mi cuerpo pero, dominándome sin embargo, le dije con cariño:
—¿Qué es eso, Mari?
—¡Maldito seas, asesino! me respondió con ronco acento, y desapareció para siempre de mi vista.
Al punto comprendí lo que pasaba. Pero, no obstante, por acariciar hasta el último extremo un resto de esperanza, tomé el camino más largo que pude, para ir al muelle a verme con Bilinch. Le encontré allí, en efecto, según había pensado.
—¿Quiénes eran, le pregunté acercándome a él, las dos mujeres que viste anoche en el muelle de Maspe?
Mi compañero dobló la cabeza y guardó silencio.
—¿Quiénes eran? le volví a decir, con aire amenazador.
—¡Mari y su madre! contestó en voz baja.
—Ya me lo temía, murmuré yo, alejándome de aquel sitio.
El pobre tío cayó en cama, afectado profundamente por la soledad y el desamparo en que le dejaron la muerte de su mujer y la misteriosa desaparición de su hija y, a los pocos meses de enfermedad, sucumbió agobiado de dolor y de tristeza. Huérfano de nuevo, se me hicieron insoportables los sitios en que fui tan dichoso y que no ofrecían ya a mi alma más que la aflicción y el vacío en el porvenir y recuerdos desgarradores en el pasado. Así, en la primera ocasión, me ajusté en un buque que hacia rumbo para América, y no volví a estas playas hasta después de veinte años.
—Desde entonces, jamás ha llegado la mirada de una mujer a reanimar mi alma muerta, ¡ni ha alcanzado el fuego de la pasión a dar calor a mis labios fríos! Y aun hoy mismo, mi amo, después de cincuenta años de peligros y de fatigas, bajo esta piel curtida por el sol de dos mundos, mi viejo corazón se estremece rudamente, al recuerdo de sus primeros y únicos amores! ¡Dios me perdone por ello!
El honrado patrón calló concluyendo su historia, y dobló la calva frente sobre su mano callosa, procurando ocultarnos dos lágrimas que surcaban sus tostadas mejillas. Conmovidos también los demás en presencia de aflicción tan profunda, nos engolfamos poco a poco en esa vaga región de melancólicos sueños, que impregna el alma de triste y misterioso encanto. Y así continuamos el viaje, hasta que la aguda voz del proel gritando "¡Donostia!, ¡Donostia!" nos volvió a las dos horas a la realidad de la vida, saltando pocos instantes después en uno de los muelles de esa preciosa ciudad que arrullan, con sus amores, por un lado el rudo océano, y por el otro el dulce Urumea.
FIN
NOTA.
A excepción de los amores de Tomás, ni el detalle ni la circunstancia más insignificante se ha añadido en la relación de esta tradición o lo que sea. Aún viven en Deva gentes que conocieron y trataron a los personajes que intervinieron en ella; marinero existe todavía que asegura (y que jurará si se le aprieta un poco) que tuvo en su mano la rama de olivo, que vio perfectamente las tres olas y escuchó el quejido de la Lamia; y lo que es en cuanto a crédito, no hay hombre ni mujer del pueblo que no se lo dé tan completo, como si hubiera presenciado por sí mismo los sucesos a que se refiere.
FUENTE
Araquistain, Juan. V. “Las tres olas”. Tradiciones vasco cántabras, [S.l.] [s.n.] Tolosa Imp. de La Provincia, 1866
Edición: Christelle Schreiber - Di Cesare
NOTAS
[1] Terral: viento que viene de la tierra. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[2] Trinquete: Verga mayor que se cruza sobre el palo de proa. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] Andra Mari de Itziar. Nuestra Señora de Itziar.
[5] Muertos. Llaman así los pescadores a los grandes peces que tienen que matarlos con machetes al soltar del anzuelo. (Nota del autor).
[6] Tolete: Estaca pequeña y redonda, encajada en el borde de la embarcación, a la cual se ata el remo. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[7] Oná mutilla. Llámanse así en Vasco los dos más jóvenes de la tripulación encargados del cuidado de la lancha. (Nota del autor).
[8] Trezas. Sinónimo de redes. (Nota del autor).
[9] Zorcico. Composición musical en compás de cinco por ocho, popular en el País Vasco. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[10] Flor de agua. Designan con ese nombre a las madréporas por la semejanza que tienen con las plantas. (Nota del autor).
[11] Papardo. Designa un pescado, semejante a la palometa. (Nota del autor).
[12] Sotra; Sotrapatrón. Así se llama al segundo patrón de un barco. (Nota del autor).
[13] Tamborete. Trozo de madera que sirve para sujetar a un palo otro sobrepuesto. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[15] Tajamar: Tablón recortado en forma curva y ensamblado en la parte exterior de la roda, que sirve para hender el agua cuando el buque marcha (Diccionario de la lengua española, RAE).