DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Semanario Pintoresco Español, 11-9-1836, pp. 193-195.

Acontecimientos
Muerte de los amantes. Historia trágica
Personajes
Zuleima y Fadrique
Enlaces

Fernández, Cristóbal, Historia de Antequera desde su fundación hasta el año 1800: Imprenta del Comercio, 1842

Handbuch der spanische Sprache und Litteratur: Prosaischer Theil. Berlín, G. C. Nauck, 1801 pág.102-103

Laborde, A. Itineraire descriptif, vol.3, pág. 177 F.Didot,père et fils, 1828

Mariana, J. Historia general de España, 1669

Pérez del Pulgar, H.  Crónica del rey don Juan II. Benito Monfort, 1779

 

LOCALIZACIÓN

ANTEQUERA

Valoración Media: / 5

La peña de los enamorados

I.

 

— ¡Qué calor! jamás ha abrasado tanto el sol de Granada; la cabeza me arde; ese vergel es tan largo, tan sin sombra....

Así exclamaba una bella mora al subir las gradas de mármol que conducían al bosque de su jardín, y al mismo tiempo levantaba el velo que envolvía su rostro, y se limpiaba con un delicadísimo lienzo el copioso sudor de su tostada frente.

— ¿No veis, señora—, le decía una de sus damas que la venia acompañando —cómo las flores se marchitan por estar poco guarecidas de sus rayos, cómo el agua refulgente de aquellos estanques de jaspe se seca con su calor, cómo los colores que matizan las filigranadas celosías del palacio palidecen a su luz?

—Dime Zaida; no te parece que el amor es como el sol, que hace crecer la hermosura y luego la marchita; que da el brillo de los diamantes a las lágrimas, y luego las seca; que sonrosa las mejillas, y luego las descolora... —

Al decir esto, no ya para enjugar el sudor sino para restañar el llanto, cubría su bello semblante con el pañuelo, y apoyándose en uno de los jarrones de porcelana que adornaban aquella entrada, más parecía una estatua sepulcral que un ser animado y sensible. Zaida la acercaba una y otra vez un precioso pomo de oro con alcanfor, porque temía que su señora sucumbiese al dolor y al cansancio.

—Zaida, amiga mía, ¡cuanto —p.194— te debo! si quisieras dejarme sola un momento... mira, tu amistad es mi único consuelo, tu voz es para mí como la brisa del mar para el que se abrasa de ardor: pero ¡ay! cuando la llama se ha levantado ya, esa brisa no puede hacer más que aumentarla....

La pobre Zaida, si bien sentida del despego de su señora, atendía más al ajeno alivio que al propio sentimiento, y poco cuidadosa de las dulces palabras de su amiga, procuraba tan solo hallar motivo para no obedecerla...

—Mirad, señora, que estáis muy cansada, muy decaída, ¿no fuera mejor que nos sentáramos en un sofá de césped que está en la calle de los laureles, o que siguierais apoyada en mí hasta que el sudor que corre por vuestras mejillas se hubiese templado?

—Ya sabes el carácter de mi padre; si supiera que estábamos en el jardín y nos sorprendiese a hora tan desusada....

—Es imposible, se quedó jugando al ajedrez junto a la fuente del cisne en la sala dorada con el Hagib[1] Aziz-Ben-Alí, y bien sabéis que aunque se quemase todo el palacio no movería con precipitación un solo arfil[2]. Sí, mas con todo, pudiera suspender la partida; más vale que te quedes; desde aquí se ve la puerta del castillo, y a la menor novedad puedes avisarme

Estrechóla la mano con tal ternura, y con tanta expresión la miró al decir estas palabras, que la discreta dama leyó todo lo que pasaba en el corazón de su amiga, y no pudo menos de acceder a sus súplicas.

 

II

Cuando el sol de agosto brilla desde lo más alto de los cielos, cuando su lumbre dora toda la ancha faz de la Andalucía, los habitadores de aquellas bellas ciudades no se atreven a dejar sus voluptuosas y fresquísimas moradas, ni aun las aves osan desprenderse de las ramas, temiendo que las abrasen los rayos que pasan entre las hojas de los árboles, o como si el aire les hubiera de faltar para sostenerlas en el vacío; un silencio igual al de la media noche reina por todas partes, y parece que la naturaleza, admirada de la brillante y de la sublime hermosura del sol andaluz, se para a contemplarle.

La suntuosa alquería de Aben-Abdalla, llena de festines y de zambras[3] todo el día, aquella mansión del lujo y de los placeres en donde no se da treguas al regocijo ni aun durante las breves horas de la noche, solo en esos momentos se mostraba muda, desierta, como si no tuviesen dueño sus salones, ni cultivadores sus jardines.

 Zulema en tanto, con paso veloz a par que mal seguro, atraviesa las calles de limoneros y naranjos, y esta vez tan solo sus ojos animados no expresan pensamiento alguno; agítanse a uno y otro lado maquinalmente, y allá detrás de ellos se descubre una idea fija invariable, así como las aguas al moverse en los estanques impelidas por el soplo de la mañana dejan siempre ver, a través de sus movibles olas, el pavimento de mármol y el musgo que crece en su fondo. Al extremo de una larga calle de cipreses hay un óvalo planudo de robustos álamos revestidos de yedra, y en medio de él se eleva un pabellón que tiene grabado sobre su entrada en caracteres arábigos de oro brillante este lema.

“Morir gozando”

Era aquel sitio el más elevado de toda la hacienda, y la vista que de allí se disfrutaba lo hiciera delicioso aunque no fuera él en sí el conjunto de la riqueza y de la magnificencia oriental.

Este templete, formado por columnas de pórfido[4], cuyos capiteles y bases de bronce cincelado representaban mil peregrinos juegos de voluptuosas urís[5], estaba cubierto por un techo de concha embutido de nácar, alrededor y en medio de los arcos sendas vidrieras de colores dejaban entrar la luz del sol modificada por mil iris o descubrían su horizonte de dilatados jardines: en torno se extendían almohadones de terciopelo verde con franjas de oro, intermediados por floreros de porcelana y por perfumadores de plata. Un tapiz de brocado cubría el pavimento, y en el centro un baño de alabastro recibía los caños de agua olorosa que le tributaban dos ánades de oro.

Todo era placer al derredor de la bella virgen, todo luto y desconsuelo en lo íntimo de su corazón.

Como si no estuviera aquel aposento examinado con una sola mirada, Zulema recorre con las suyas las paredes de aquel pabellón, se revuelve con violencia, su tocado se descompone, el cabello flota en torno al ímpetu de su movimiento, y luego desesperada y exánime cae sobre uno de aquellos cojines que la rodean, así como la erguida palma agitada por el huracán en medio del desierto sacude una y otra vez su ramaje alrededor de sí y, al fin, tronchada por el pie se desploma sobre la arena.

 

III

Cruzados ambos brazos, la cabeza inclinada, la barba sobre el pecho y la vista fija en un solo objeto contempla D. Fadrique de Carbajal[6] el descuidado cuerpo de Zulema que yace sobre aquellos taburetes como un manto arrojado en el lecho en un instante de entusiasmo o de cólera.

Lentamente, como sí cada una marcase una idea dolorosísima, se deslizaban una tras otra sus lágrimas, y corriendo ardientes por las pálidas mejillas del cristiano van a rociar los desnudos y delicados pies de la insensible mora.

La voz de su profeta llamando a los creyentes en el último día no la hubiera quizá conmovido, y un suspiro acongojado que lanzó el cautivo penetró hasta el fondo de su pecho.

— ¿Eres tú? le dijo con voz desmayada y débil.

— ¿Eres tú, Fadrique?

—Os guardaba el sueño; ¡feliz quien puede dormir, señora, mientras que todos velan! ¡Feliz quien encuentra un lugar de refrigerio cuando la naturaleza abrasa lodo lo que vive sobre la tierra!

—¿Dormir? Fadrique, sí yo pudiera dormir un solo momento...,¡si yo pudiera dormir eternamente! —Y luego afirmando más el tono de la voz, y como si ya estuviese del todo reportada a su estado natural añadió.

—Más habrá descansado en estos cuatro días mi jardinero, cuando ni un solo ramo me ha ofrecido.

—Señora, yo sé que cualquiera que haya sido mi origen, al presente por mi desgracia soy esclavo vuestro, cautivo de vuestro padre. Nunca comeré en balde su amargo pan ni un solo día.

—Yo no quiero reconvenir al cautivo, dijo corrida Zulema y luego añadió tiernamente, ¿pero no tengo motivos para quejarme del caballero?

—El caballero, señora, ha regado con llanto estos días las flores que el cautivo debía cultivar para vuestra boda.

—Y ¿quién te ha dicho que las prepares?—

—Quien pudiera saberlo y no tenía interés en callármelo.

—Fadrique, cuando después de la batalla de los Infantes[7] me presentaron tu cuerpo ensangrentado, el médico debía también saber tu suerte; él te preparaba la mortaja, y yo te curaba; y yo te decía que vivirías por mí y yo sola te dije la verdad. Cuando cautivo después en la Alhambra gemías sin esperanza, tu cómitre[8] no te hablaba más que de nuevas cadenas, yo sola te consolaba, yo sola te anunciaba mejor fortuna, te decía que serías para mí, y yo sola te dije la verdad. Y después, Fadrique, y después, cuando el cautiverio de amor vino a aprisionarnos a ambos más que el de tus hierros, cuando abrasados ambos en lo íntimo de nuestros corazones, desesperábamos de poder comunicarnos mutuamente nuestros pensamientos, yo sola te lo prometía, yo te enseñaba el lenguaje de las flores, yo te lisonjeaba con la proximidad de mejores días, y yo sola, tú lo sabes, yo sola te dije la verdad. Ingrato, tantas pruebas no han bastado ni aun a inspirarte confianza ¡todas ellas no han podido alcanzar el que siquiera me creyeses!

Arrojóse precipitado a los pies de su amada D. Fadrique, llevó enajenado su blanca mano a los labios, y cuando intentaba desplegarlos para justificarse y escuchar —195— una y otra protesta de que era amado, el canto de Zaida vino a interrumpirlos.

—Es mi padre, a Dios.

— ¿Tengo un rival? ¿Me dejarás de amar?

—No: primero morir, te lo juro, morir gozando dijo leyendo el rótulo. Esta tarde dejaré un ramo en la fuente del Dragón, allí vendré con el hagib.

—Estas fueron las últimas palabras que Zulema dijo dirigiéndose ya azorada hacia donde sonaba la voz de su amiga.

 

IV.

Incomprensible fue para D. Fadrique el ramo que Zulema dejó junto a la fuente: era el caballero tan diestro en disfrazar aquella especie de escritos, que ni el árabe más galán pudiera aventajarle. Pero en aquella ocasión se molestaba en vano dando vueltas a aquel conjunto de flores sin poder entender el arcano que en ellas se encerraba.

Unos cuantos botones de siempreviva le indicaban la constancia de Zulema; y luego una zarza rosa[9] venía a recordarle su mala ventura; el cólchico[10] le decía claramente “pasó el tiempo de la felicidad”; pero puesta a su lado una retama le infundía alguna esperanza; quería luego con más ahínco penetrar el sentido, y entre mil insignificantes flores solo un crisócomo[11] significaba algo no hacerse esperar. Conoció pues que Zulema obligada a hacer aquel ramo en presencia del hagib, habría puesto en él mil cosas insignificantes solo por condescender con su molesto acompañante; pero con todo un heliotropo[12] que descollaba en medio, le gritaba con muda voz, “yo te amo”, y esto le consolaba.

Pero ¡ay! esto no basta, el tiempo urge más que nunca; quizá al amanecer Zulema será de otro; las bodas se van a celebrar en la madrugada ¡y yo no puedo hablarla! Si a lo menos pudiera darla una cita; pero ¿y qué medios?....

 En aquel momento vio pasar al anciano padre de Zulema por una encrucijada: una idea se le presentó, y no la había aún de todo punto reflexionado, cuando ya estaba puesta en práctica. Cortó dos tallos de anagálida[13], y dirigiéndose al viejo musulmán, le dijo:

—“Señor, vuestra hija ha estado buscando de estas flores para un medicamento toda la tarde, y no ha podido hallarlas, ofrecédsela pues, y advertidla en mi nombre que aún mejor que llevarla al pecho es, según la usanza de los míos, beber el agua que deja este vegetal después de puesto al sereno por dos horas en la ventana”.

 Bien sabia el mahometano que aquella flor significaba cita; pero el lenguaje franco del cristiano le hizo abandonar esa idea. Sin antecedente ninguno de la pasión de su hija, sabiendo además cuán medicinal era aquella planta, e ignorando que el cautivo supiese el significado que pudiera tener, no dudó un punto en dársela a Zulema, y referirla exactamente las palabras del jardinero.

 

V.

—No puedo más, Fadrique mío, ya lo ves, hace cerca de doce horas que caminamos sin descansar, y luego este sol, este sol.

—¿Y cómo traes la cabeza descubierta, cómo te dejaste el turbante deshecho en la ventana por donde escapaste? ¿Quieres que te lleve un rato?

—No, mejor será que descansemos un poco aquí a la sombra de este peñasco; ya les llevamos sin duda mucha ventaja, y si no saben el camino que hemos tomado....

—Sí; aquí; mira cuán fresco está este sitio, sentémonos.

—Quítate tú armadura, mí buen Fadrique; ¡ay! como abrasa, parece que acaba de salir de la fragua.

—Si vieras mi corazón, hermosa mía, ¡si lo vieras como arde!

—Yo no sé cómo estuviste tan cuidadoso de sustraer todo este hierro; ¡cómo pesa! ¿Lo ves? ¡Te ha sofocado mucho, tu cabello está todo mojado, tus mejillas de color de grana! ¡Qué hermoso eres, cristiano mío! Dime, ¿falta mucho para tu tierra? allí seré esposa tuya, ¿no es verdad? y di, ¿cómo me llamarás? Isabel, ¿no es esto? y yo seré tu amiga, y tu hermana, y viviremos juntos, y para siempre, porque ¿no me has dicho que tu Alá lleva al paraíso unidos a los esposos que son virtuosos?

—Sí, querida mía, en la gloria está el colmo de todos sus bienes. ¿Y qué mayor bien que tenerte así a mi lado? en este momento no trocaría yo este poco de sombra, y ese peñasco altísimo inculto, por todos los palacios de Granada

— ¿Por qué le miras con esa especie de horror?

—Dos antepasados míos fueron precipitados junto a Martos de una elevación igual.

— ¿Y por qué?

—Por la venganza de un rey.

—Pues que ¿no me has dicho que Jesús prohíbe la venganza?

— ¡Ah! ¡Quién sabe adónde nos llevan las pasiones! pero mira, ¿qué polvareda es aquella?

—Sin duda algún ganado.... no, que son caballeros ¿si serán ?.... y moros sin duda.

— ¡Ay, de mí! ¡Huyamos! ¡Es tu padre!, ¡mira su turbante rojo....!

Poniéndose precipitadamente las armas y corriendo ya, decía esto D. Fadrique.

—Somos perdidos, han cercado la montaña, no nos queda más recurso que trepar por ella....

Así comenzaron a hacerlo: los moros, dejados los caballos al pie, trepaban también tras ellos: en vano D. Fadrique y su bella fugitiva, aglomerando cuantas piedras y troncos les suministraba como armas la desesperación, las dejaban caer con gran destrozo de los contrarios. Una nube de dardos los cubría, y el pobre cristiano tuvo que desprenderse del escudo para que su amada se resguardase. Cuando más estrechaba ya el cerco, una piedra disparada por mano de la misma mora vino a herir en una pierna y a derribar a su padre. Paróse un momento la pelea con el sobresalto que esto causó.

— ¡Entrégate!, la decía después a Zulema, ¡entrégate a tu padre, hija desnaturalizada, y él te perdonará!; la sangre de ese perro, no la tuya, es la que necesita mi venganza.

Negóse la amante granadina y renovóse con más furia el asalto. Apenas quedaban algunas varas de terreno ya cerca de la cumbre y junto al horrible despeñadero a los desgraciados, cuando Don Fadrique herido por mil partes, la dijo.

—Entrégate, amada de mi alma, y sálvate, yo ya no puedo vivir, ¿qué me importa morir ahora o dentro de algunas horas, morir de flechazos o de una cuchillada?

—Si tú mueres, muramos juntos, morir gozando—Dijo la mora abrazándose con su amado, y precipitándose con él en el abismo.

Una zarza vino a detenerla por la vestidura y a ofrecer a su desalmado padre el horrible espectáculo de una hija que prefería morir con su amante a vivir con él. Su cuerpo pendía como el nido de un águila en un lugar enteramente inaccesible a todo socorro. En vano el moro al borde de aquel abismo, la llamaba y la tendía una y otra banda de los turbantes; ninguno llegaba. Entretanto D. Fadrique, más pesado por sus armas, se había desprendido de los brazos de su dama y terminado su mísera existencia allá en el fondo, en el sitio mismo donde poco ha reposaba en brazos de su amada. El vestido de ésta se desgarra en fin, y viene su cadáver, vagando por el aire, como el de una paloma herida de una flecha, a reposar junto al de aquel por quien había tantas veces había querido morir gozando.

 

VI.

Esta montaña que está junto a Antequera recibió por esta causa el nombre de la peña de los enamorados, y nuestro grave historiador Mariana, al indicar ligeramente este suceso, añade: «Constancia que se empleara mejor en otra hazaña, y les fuera bien contada la muerte si la padecieran por la virtud y en defensa de la verdadera religión, y no por satisfacer a sus apetitos desenfrenados”.

R. de T.

 

En la edición de La América 24/2/1859, p. 9, se añade esta nota. “Sigo en este cuento, escrito mucho tiempo ha, la versión del P. Mariana; otros historiadores genealogistas quieren que el amante fuese un caballero de la familia de Rojas. El Sr. Lafuente Alcántara se inclina con fundamento a que ambos suicidas eran árabes”

FUENTE

Roca de Togores, Mariano de. “La peña de los enamorados”,  Semanario Pintoresco Español, 11-9-1836, págs. 193-195.  ---El Guardia Nacional, III, 682, (21-10-1837) págs.1 y 3 ----  La América 24/2/1859, n.24 página 9

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

 

 

[1] Habib: primer ministro.

[2]Arfil, por “alfil”, pieza del juego del ajedrez.

[3] Zambra: fiesta mora con bullicio y ruido.

[4] Pórfido: piedra semipreciosa de color rojo.

[5] Huríes: Cada una de las mujeres bellísimas creadas, según los musulmanes, para compañeras de los bienaventurados en el paraíso. (Diccionario de la lengua española RAE)

[6] En esta leyenda se convierte al protagonista en descendiente de los hermanos Carvajal, precipitados desde la peña de Martos, en Jaén, por orden del rey Fernando IV.

[7] El desastre de la vega de Granada, batalla librada entre el ejército cristiano y las fuerzas del reino narazí, el 25 de junio de 1319 y en la cual murieron los infantes Juan y Pedro de Castilla. Desde entonces se denominó al lugar “cerro de los Infantes”.

[8] Cómitre: capitán o carcelero de las galeras.

[9] Rosal silvestre o escaramujo.

[10] Narciso de otoño, quitameriendas, o flor de azafrán.

[11] Planta de flor pajiza.

[12] Heliotropo: de nombre común, vainilla de jardín.

[13] Anagálida: de nombre común pimpinela escarlata o muraje.