CRÓNICA DE LAS PROVINCIAS. —VAL-DONCEL—
Con este título publica El Coruñés la siguiente tradición histórica, escrita por don Antonio de San Martín, que creemos leerán con gusto nuestros abonados por la íntima relación que tiene con nuestras antiguas glorias nacionales.
«A poca distancia de Betanzos existe un amenísimo valle cuyo nombre es Val-Doncel.
Ninguno de nuestros lectores que haya pasado cerca de aquel sitio dejaría indudablemente de visitarlo, a menos que no fuese un hombre ajeno a las dulces afecciones. Si esto no sucediese, se extasiaría bajo sus frondosas arboledas y vería correr con cierto placer interior las numerosas y limpias corrientes de agua que cruzan aquí y allá, y van a unirse con la ría.
Yo lo he visitado a la caída de una hermosa tarde de verano; yo aspiré las puras y saludables emanaciones de la montaña, traídas en alas de una brisa pura y embalsamada, como se percibe tan solo en las montañas de Galicia.
Allí tuvo lugar una hazaña que cubrió de glorias a sus hijos y se trasmitió a la posteridad por medio de la historia.
Eran las seis de una mañana del mes de mayo del año de 785, y ocho galeones moros profusamente adornados de flámulas[1] y gallardetes acababan de fondear en la ría de Betanzos cerca del sitio que aun hoy se llama de las «Galeras.»[2]
A su vista los habitantes del país abandonaban apresuradamente sus hogares, corriendo con sus hijas a esconderse en las quebraduras de las montañas y en las profundas cuevas tan abundantes en Galicia. Mas era en vano la huida, pues los sectarios de Mahoma, con perros atraillados ya enseñados de antemano, les daban muy pronto caza, y el ominoso y con justicia odiado tributo de Mauregato[3] era satisfecho a pesar de cuantos esfuerzos y estrategias se hacían para evitarlo.
Sabido es que solo Galicia y Asturias eran las que suministraban las cien doncellas destinadas a satisfacer las exigentes y brutales pasiones de los cortesanos de Abderramen.
A cada uno de los pueblos de estas dos provincias les estaba designado el número que habían de entregar cada año, y este era según la importancia y población que tenía.
A Betanzos, que en aquellos remotos tiempos era una ciudad casi populosa, le correspondía contribuir al tributo con seis doncellas nobles y seis plebeyas.
Entonces, cuando tan arraigados estaban en el pecho de los gallegos los sentimientos pundonorosos y caballerescos; entonces, cuando todo, al menos en la apariencia, se posponía a la voz del honor, mal podía sobrellevarse tan ignominiosa carga; así que eran inauditas, casi fabulosas, las hazañas que por librar a las doncellas se hacían aun después que estas se hallaban en poder de los recolectores de tan hermosos frutos.
La mañana a que nos referimos, se veían reunidos frente a la iglesia de Santiago de Betanzos multitud de nobles y gente del pueblo conferenciando acaloradamente sobre la llegada de los galeones moros que habían dado fondo en la ría; y los emisarios moros que de Asturias y de las demás partes de Galicia se iban reuniendo en la torre del Val-doncel, destinada a albergar doncellas, servía de mayor incremento a los comentarios.
—Señor de Lanzós, decía uno de los nobles, malas noticias son para vos las que corren; tenéis una hermosa hija que guardar, y si es vista por esos perros infieles, no dejarán de codiciarla para agregar a su colección.
—Callad por Dios, señor de Osorio, y no aumentéis la pesadumbre que me oprime el corazón, con vuestras palabras, respondió el de Lanzós. Demasiado presente tengo la desgracia que nos amenaza, sin que necesite recuerdos.
—Mal año, exclamó un noble de atléticas formas y cejijunto ceño, mal año para el rey infame y envilecido a quien debemos tan ominosa carga, y maldito sea el pueblo cobarde que no lo estorba y así permite que le arranque sus hijas. —Yo, continuó cada vez más exaltado, si me veo en la precisión de entregar mi hermana EIdona, a pesar del gran cariño que la tengo, antes que verla en las manos de nuestros opresores, le sepultaré esto en el pecho.
—¿Qué ocurre que os encuentro a todos reunidos en la plaza? dijo un serio y encapotado caballero, que, armado de punta en blanco, se acercó al corrillo.
—¡Qué! No sabéis lo que pasa, señor conde de Andrade.
—No, a fe.
—Acaban de llegar ocho barcas morunas en busca de las doncellas.
—Hombre, hombre, pues eso es cosa que en mi concepto no debía extrañar a nadie, pues no es la vez primera que sucede.
Aquí llegaban de su conversación cuando un murmullo sordo, a duras penas contenido, que salía de las masas del pueblo, les dio a conocer que alguna nueva ocurría.
Así era. Al poco tiempo desembarcaron en la plaza multitud de moros lujosamente ataviados.
A su paso tenían que sufrir por do quiera las invectivas, denuestos y hasta arremetidas del populacho, que no podía mirarlos impasiblemente, y procuraba, por cuantos medios había, molestarlos y privarles llevasen a cabo su objeto que era recoger las doce desventuradas jóvenes que, como llevamos dicho, correspondían a la ciudad.
Mas pese a sus deseos, a la mañana siguiente contemplaron, aunque con furor, la marcha de las doce doncellas para ser unidas a las que se hallaban en la torre de Val-doncel.
Doce hermosas jóvenes montadas en poderosas mulas lujosamente enjaezadas y escoltadas por los moros, caminaban llorando lastimosamente a la vista de padres y hermanos, cuyos torvos semblantes manifestaban bien a las claras los horribles tormentos que los martirizaban, y el trabajo que les costaba perderlas de vista.
Así que muy a disgusto de los moros, no las abandonaban hasta que estaban embarcadas y veían que ningún remedio humano les quedaba.
Al llegar al valle les esperaba un espectáculo dolorosísimo; un anciano plebeyo, cuya hija estaba en poder de los moros, tan pronto se apeó de la mula para entrar en la torre, se llegó a ella apresuradamente, y después de haberla abrazado con gran ternura, exclamó, sepultándole en el pecho una daga: Antes muerta que deshonrada. Y enseguida, al mirar a la que tanto quería, bañada en sangre y agitándose entre las convulsiones de la agonía, cayó también al suelo exhalando el último suspiro.
Aquí no tuvo límite la indignación general, y los naturales del país, capitaneados por cinco nobles que eran hermanos, y uno de los cuales contaba a su querida en el número de las cien doncellas, arremetieron denodadamente a los ismaelitas.
Trabóse una reñida contienda, y bien pronto la sangre de ambos bandos tiñó el campo. Allí el odio, por tanto tiempo contenido a duras penas, se desbordó.
Durante el fragor de la refriega los cinco nobles inutilizaron sus espadas al chocar contra los aceros de las armaduras, y no pudiendo haber otras armas a mano arrancaron con rudo empuje cinco ramas de una de las infinitas higueras que entonces cubrían el valle, y que por esta circunstancia se llamaba el Campo de las Higueras, y con ellas hicieron tantas y tales proezas, que consiguieron llamar la atención de cristianos y moros.
Desde aquel memorable día agregaron un cuartel más a sus armas. Este fue el de poner en campo de plata cinco hojas de higuera, aludiendo a las cinco ramas con que sustituyeron las espadas, y al apellido que entonces usaban agregaron el de Figueroa, derivación de Figueira o Higuera.
Derrotados completamente los moros, fueron perseguidos con ahínco hasta las montañas, en donde cuenta la tradición no quedó uno solo con vida; y desde aquel día el valle trocó el nombre que tenía de las Higueras por el Valle de las Doncellas que ha llegado a nuestros días, aunque adulterado.
Hoy se llama Val-doncel »
FUENTE
San Martín, Antonio de, El Clamor público. (Madrid) 27 de septiembre 1856, nº. 3758, pág.3.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Flámulas: grímpola. Insignia militar con un paño de forma triangular que los caballeros solían llevar al campo de batalla y se ponía en sus sepulturas (DRAE)
[2] Valdoncel, según la tradición anónima de Betanzos, se sitúa en Cachiñas, “muy cerca del lugar en que atracaban las galeras de los moros”, asegura Augusto Gonzáles Besada, Historia crítica de la literatura gallega, 1887, vol 1, pág. 46. Manuel Martínez Santiso, autor de la Historia de la Ciudad de Betanzos (1892) también lo confirma. Aunque la popularidad de la leyenda se debió sobre todo a las novelas de novelista Manuel Fernández y González. (Cfr. Erias Martínez, Alfredo As rúas de Betanzos - Anuario Brigantino (1981?) confirma que la antigua plazuela de Valdoncel se encontraba en la actual plaza de Alfonso IX. El nombre de Rúa da Galera se puso en 1888 para sustituir al Callejón de Cachiñas
[3] Mauregato, rey de Asturias entre 783 y 789, hijo de Alfonso I y de una mujer árabe, Sisalda.