La calle dels santets.
(Crónica valenciana)
I.
Hace algunos años fui a Valencia por primera vez, ansioso de admirar, además de su incomparable vegetación y fértiles campos, los preciosos monumentos atesorados en la ciudad del Cid, tan importantes para el conocimiento de nuestra historia. Esta fue una de las ocasiones en que, a imitación del ciervo de la fábula, agradecí a la Providencia la buena organización que tuvo a bien conceder a mis piernas, pues a no contar con un par de ambulatorios elásticos y firmes como dos correas, hubiera desfallecido en las expediciones sin tregua, emprendidas dentro y fuera de la población, llevado por el afán de curiosearlo todo, como espía en fortaleza enemiga. Porque bueno será advertir que siempre evité cuanto pude entrar en las famosas tartanetas[1], vehículo de sacudimientos imponderables que perfeccionado algún tanto hubiera constituido en tiempo de Nerón o Diocleciano, un instrumento de tortura no despreciable para hacer conseguir la vida eterna a los dichosos favorecidos con la suficiente gracia para no blasfemar en semejante potro.
Ello es que con mejor o peor fortuna, a pie o a caballo, zarandeado o con sosiego, en compañía de algún amigo que me favorecía con su instrucción, o bien solo y a la ventura, llegué con mis excursiones a la calle y plazuela cuyo nombre sirve de epígrafe a este deslavado artículo. Por entonces se prolongaba dicha calle desde la esquina de la del Gobernador Viejo hasta la puerta de la iglesia de la Congregación[2], antes del ensanche de la plaza de este nombre. Nada vi en aquellas inmediaciones digno de merecer observarse; ni siquiera un altar ovalado que se alzaba del piso como unos cinco pies, con figuras de bajo relieve de argamasa y yeso, representando la adoración de los Santos Reyes.
Mas por qué tanto, cuando me disponía a pasar de largo, advierto una inscripción casi borrada a la que flecho los lentes con ánimo de interpretarla, excitado por la misma confusión de los caracteres. ¡Esperanza fallida! Solo consigo después de repetidos esfuerzos, entender algunas palabras y convencerme de que se hallaba colocada al revés.
Sin perder momento traté de tomar informes de las personas que pudieran dármelos exactos acerca de la causa de tan rara circunstancia; pero todos se contentaron con decir, que, así estaba el rótulo desde tiempo inmemorial por ignorancia de los operarios que lo esculpieron, afirmando su parecer con la autoridad de algunos libros en que vi reproducida la misma opinión. Ni habladas ni escritas tuvieron fuerza estas razones para dejarme satisfecho, pues ¿cómo suponer tan crasa torpeza en el encargado de la obra, e indiferencia de tal especie en los que dejaron el error sin enmienda? No era esto posible en un pueblo emporio de artistas eminentes, museo de la escuela valenciana, una de las principales de la pintura española.
Al cabo, a fuerza de averiguaciones, encontré solución al problema, que luego ha tratado también el entendido cronista don Vicente Boix, aunque por la índole de su obra mucho más ligeramente, si bien con más elegante estilo que yo podré hacerlo en la siguiente leyenda.
El año 1406 vivía frente a la calle del Trinquete de Caballeros, un magnate valenciano llamado mosén Juan Pertusa, temido en la ciudad por los muchos deudos y parciales que seguían su voz, y la consiguiente importancia que le daba esta poderosa circunstancia en aquel tiempo de bandos y parcialidades de familia. Al abrigo de la impunidad había largo tiempo dado rienda suelta al perverso carácter de que se hallaba dotado, aumentando la serie de sus desmanes tanto como crecía el temor en las víctimas elegidas como blanco de sus rapiñas y torpezas. Así continuó sin freno ni ley que le pusiese raya hasta que, sosegadas por la prudencia y firmeza del buen rey Martin el Humano las poderosas banderías de los Centellas y Soleres, conoció Pertusa había pasado el tiempo de ejercitar sus malas artes, sin añadir la disimulada bellaquería al desenfado con que siempre se condujo hasta entonces.
Poco después fue nombrado don Ramón Boil gobernador general de la ciudad, y su rectitud, clemencia, entereza y agrado para con los populares, le atrajeron desde un principio la estimación de todos, acabando de apurar la paciencia a mosén Juan, que vio en este nombramiento un obstáculo insuperable a sus desafueros. De aquí nació la mortal enemistad que desde un principio concibió contra él, dedicándose a propalar cuantas calumnias puede discurrir la malevolencia, a fin de malquistarle con el soberano y desacreditar su administración con la gente vulgar, siempre dispuesta a conceder asenso a las versiones más disparatadas y absurdas.
Pero el soberano de Aragón llevaba también con justicia el sobrenombre de Sabio, y la opinión pública no se dejó extraviar, haciendo justicia a las eminentes dotes del magistrado; de consiguiente las difamaciones del trapacero señor quedaron sin efecto, sirviendo solo para que se aumentase su ojeriza e indicarle debía poner en juego ardides más a propósito, si quería desahogar su pecho de la rabia que le sofocaba.
Como a los mal intencionados suele cegar la perversidad hasta el punto de no detenerse en inconvenientes, con tal de conseguir el fin que se propusieron, aunque arrebatados siempre por el torbellino de la pasión hacia el abismo donde ha de sepultarlos su obstinado desvarío, hallan por lo común arbitrios ingeniosos favorables a sus planes, desconocidos para todo el que ajuste su proceder a las reglas comunes de la moral y el pundonor.
Por esta razón discurriendo Pertusa cómo dar sentimientos a su inocente enemigo, meditó arrebatarle el —220— cariño de una muy noble señora con quien trataba casamiento y se hallaba próximo a celebrar esponsales.
Rico y de bella presencia, de noble cuna y más larga práctica en lides amorosas que sus pocos años pudieran hacer sospechar, hubiera sido un rival temible con otra mujer de menos altas prendas que doña Teresa de Planamunt, ante cuya inquebrantable fe y honestidad ejemplar vinieron a desbaratarse cuantos amaños y arterías puso en juego la malicia de aquel hombre indigno y fementido.
Un día y otro mosén Pertusa disipaba largas horas haciendo terrero[3] ante la casa de la dama, sin que se levantase una celosía ni por un resquicio de ventana hubiera quien diese muestra de apercibirse de ello. Las joyas de gran valor que a fuerza de soborno conseguía poner sobre los escritorios o recámaras de la incorruptible beldad, eran devueltas a sus manos por los mismos zurcidores de voluntades, encargados de su buen despacho, resueltos a no repetir sus tentativas asustados con la perspectiva del castigo con que se les amenazó, o imposibilitados de hacerlo, despedidos como quedaban del lado de su señora, si por acaso era alguno de sus sirvientes quien se había permitido semejante bellaquería. Ni los estuches o cajas daban indicios de haberse abierto, ni siquiera las ricas telas de preciado tisú manifestaban en sus dobleces haber pagado tributo a la curiosidad femenil, así como fue suficiente motivo en ocasiones para que la dama desechase el traje de más valor, la circunstancia de ostentar el galán los mismos colores que le distinguían.
De tal manera lo que dio principio como calculada venganza, concluyó por convertirse en pasión abrasadora para el atrevido que desconociendo el famoso axioma de «No hay chanzas con el amor,» se vio enredado entre los mismos lazos tendidos por su malicia contra la constante mujer que le puso con sus desdenes a término de perder la serenidad y calma de espíritu a que siempre había debido el buen resultado de sus empresas.
Una mañana que doña Teresa se había detenido en la catedral más de lo acostumbrado después de la misa solemne, acercóse a tomar agua bendita, seguida por su dueña y escudero, a tiempo que se adelantó a ofrecérsela don Juan saludándola cortésmente y pidiendo licencia para irla sirviendo hasta la puerta de su casa.
—Retiraos, caballero, contestó la dama sin aceptar ninguno de los ofrecimientos; habrá muchas partes donde sean apetecidos vuestros obsequios, y es lástima que los prodiguéis donde solo molestia causan.
—¿Eso decís? repuso el importuno amante, a la puerta ya de la iglesia, trémulo de cólera; mirad que soy obstinado y pudiera muy bien pasar del rendimiento a una desesperación extrema de fatales consecuencias.
—Juzgo que me dirigís amenazas, añadió la señora, perdonad esta suposición tan ofensiva, y espero declaréis francamente las intenciones que os animan para proceder yo con arreglo a ellas.
—Solo os advertiré, dijo Pertusa, cada vez más fuera de sí, que habéis de ser mía o de ninguno.
Y sin hablar otra cosa tomó por una callejuela inmediata, dejando a doña Teresa llena de sobresalto conociendo lo a propósito de su descortés solicitador para llevar a cabo cualquier siniestro pensamiento.
Sin embargo del empeño que puso la de Planamunt en ocultar esta insolente escena, no se mantuvo el secreto tan bien guardado que dejase de llegar a oídos de don Ramón, el cual a fuer de bien nacido, desdeñó valerse en causa propia del poder que le daba su destino para contener a su rival en los justos límites de la prudencia; antes bien determinando avistarse con él y provocar una explicación terminante fuese a buscarle hasta dentro de su habitación, donde no pudo negarse a recibirle mosén Juan, poniéndole buen semblante y aun dando señales de regocijo, creyendo así desvanecer toda sospecha para mejor adormecerle en su dañosa seguridad.
—Sea muy bien llegado a mandar en esta su casa el señor gobernador, decía saliendo a recibirle hasta fuera de la segunda pieza de recibo y conduciéndole después al estrado principal. Espero, caballero, saber vuestros deseos para honrarme en ejecutarlos, continuó ofreciéndole silla sin permitir sentarse hasta que don Ramón lo hubo ejecutado en silencio, guardando siempre mesurado continente, sin estrechar la mano que Pertusa le alargaba.
—Esperad, don Juan, dijo por fin; poned término a vuestros cumplidos, no sea que a la postre de nuestra conversación os tengáis que arrepentir de haberlos prodigado a quien desea no veáis en él ni al gobernador que os honra ni mucho menos al entrañable amigo. ¿Palidecéis, mosén Pertusa? Pues preparad entereza, que aún estamos muy a los principios. He sabido con seguridad que habéis dirigido groseros insultos a una señora a quien respeto a par de mi fe de caballero, llevando el atrevimiento hasta el extremo de amenazarla con vuestra indignación si por acaso elegía otro dueño que vos no fuese: he aquí, pues, que yo poseo su palabra de esposa y vengo a proporcionaros la ocasión de realizar el intento que manifestasteis a la puerta de la catedral, si no es que tal vez seáis más ligero de palabras para insultar a una dama que fuerte de brazo para herir a un hombre de armas en el pecho; mas tened por seguro que, si acaso os atrevéis de nuevo a molestar los oídos de doña Teresa con razones importunas, he de arrancaros la torpe lengua para azotar con ella vuestro semblante falso y desleal. Por mi parte nada más tengo que añadir, ahora vos sabréis lo que habéis de hacer.
Calló don Ramón y aguardó con reposo la contestación de su rival, que, aturdido y sofocado por la ira, se hizo esperar algunos momentos antes de prorrumpir en las siguientes razones, dictadas no sé si por el miedo o por la cautela.
—En verdad, señor Boil, que si no fuera desvanecido por el favor que gozáis cerca de S. A. el rey, y la suprema autoridad que os garantiza, ni vuestras razones quedaran sin castigo ni tampoco juzgo las hubierais pronunciado.
—Deteneos, repuso el gobernador; tengo resueltos entrambos inconvenientes. El monarca de Castilla nos concederá en sus estados campo libre, y si no queréis ir tan lejos, una de las galeras genovesas ancladas en el puerto nos prestará suficiente espacio para terminar nuestra contienda.
— ¿Será posible, añadió don Juan, que os hayan arrastrado unos informes equívocos?
—No prosigáis, interrumpió don Ramón poniéndose en pie, porque vais a mentir.
—Basta ya de insultos insufribles, exclamó fuera de sí Pertusa dirigiéndose a buscar sus armas, colgadas allí cerca.
—Acabad de una vez y salgamos, contestó Boil desde la puerta.
Volvió a calmarse en apariencia su contrario, y, retrocediendo hasta el medio de la estancia, compuso la voz y el rostro para decir al gobernador:
—Esperad, caballero, y servíos recobrar la tranquilidad perdida para oír las disculpas que aún no he podido —221— manifestaros. Tenéis razón en reconvenirme por mi galantería con la dama cuyo cariño os pertenece con indisputable derecho; pero nadie mejor que vos puede juzgar la irresistible fuerza de sus perfecciones y lo fácil de rendir el alma ante belleza tan acabada. Si el amor os la pintó sin tacha, ¿son diversos mis ojos o tengo el corazón cerrado a los encantos de la hermosura? Mas una vez reconocido el error, es la enmienda consecuencia natural, y si prometo arrepentido solicitar el perdón de doña Teresa con propósito de nunca volver a ofenderla, ¿me negareis vuestra estimación?
—Ningún interés tengo en reñir con vos, don Juan, una vez que tan propicio os mostráis a confesar la falta cometida. Me doy por satisfecho con tal que ni aún para demandar perdones volváis a cruzar palabra alguna con la señora a quien habéis ofendido, y mirad bien cómo guardáis la promesa empeñada, pues debo advertiros que no sufriré la menor falta en ello.
Con esto volvió la espalda resistiéndose a escuchar la voz interior que le gritaba no diese crédito a las cobardes protestas de su enemigo, pues su noble pecho rechazábala idea de que un hidalgo degradase hasta ese punto el blasón de sus abuelos.
II.
Habían pasado las diez de la noche del 6 de enero de 1407 y el alegre bullicio de la siempre festiva ciudad, extinguiéndose por grados hasta guardar todo completo silencio, señalaba la hora de la queda a los que no bastante satisfechos con las funciones celebradas durante el día, trataban de prolongarlas hasta más allá de su término legal.
Por entonces hallábase doña Teresa departiendo amigablemente con una de sus más íntimas doncellas en un retirado camarín, donde se veía preparada una ligera colación, dispuesta según trazas para dos únicas personas, pues solo dos asientos se advertían cerca de la pequeña mesa donde las maduras frutas y apetitosas conservas ostentadas en rica cristalería veneciana, indicaban a golpe de vista lo muy principal de la pareja afortunada a quien se hallaba destinado tan costoso aparato.
—¿No te parece, Camila, decía la señora a su joven camarera, que tarda Boil más de lo acostumbrado? ¡Es insufrible semejante descuido! Luego vendrá pretextando sus muchos quehaceres. ¿Qué tengo yo que ver con eso? Estoy determinada a no escuchar disculpa ninguna. Cuando llegue le despedirás de mi orden diciéndole que hace mucho rato me recogí cansada de tanto esperar. Así escarmentará para otra vez.
—Con vuestra licencia, respondió la doncella, juzgo que sois demasiado ingeniosa para forjaros disgustos imaginarios: el señor gobernador es muy natural se retrase algún tanto en un día que su alteza le habrá detenido hasta bien entrada la noche, y será mucha crueldad aumentar con vuestros rigores el pesar que ya le habrá causado la tardanza.
—¿Lo juzgas así, Camila? pues entonces hágase como deseas. Esperaremos con paciencia, pues no quiero por cuanto hay en el mundo adquirir nombre de obstinada.
La facilidad con que adoptó el consejo manifestó lo dispuesta que se hallaba para recibirle, queriendo solo ceder como vencida por las instancias de su camarera, más bien que por la corriente de su deseo.
En estas y otras conversaciones hubo pasado otro buen rato, en el que ya la tardanza de don Ramón empezó causar inquietud a una y otra interlocutora, aunque sin manifestársela mutuamente; la dama por no aparecer demasiado tolerante, la doncella recelosa de comunicar a su señora el cuidado que sentía.
A la sazón un rumor de voces lejanas puso en cuidado a doña Teresa, que, sepultada en un ancho sillón, aparecía como dormida, aunque realmente solo deseaba por este medio quedar a solas con su pensamiento sin ser interrumpida por nadie. Pero como el ruido continuaba cada vez más alarmante, alzó la cabeza y dijo a Camila :
—Abre la ventana y mira lo que sucede por fuera, pues parecen oírse voces y agitación.
Hízolo así la doncella y, volviendo la cabeza, contestó poco rato:
—Está la noche tan oscura que nada se distingue; pero algo debe suceder según la gente se apresura y el tumulto que se oye a lo lejos.
—Pues que te acompañe un escudero y ve a enterarte de suceso, que Dios quiera no sea desgraciado.
Tardó bastante Camila en regresar asustada, pálida y con señales ciertas de haberse enjugado las lágrimas, hasta el punto de sorprender a su señora y comunicarle su turbación.
—Habla pronto—, la dijo—, no me tengas en cruel incertidumbre. ¿Qué le ha sucedido a Boil?
—¡Ay, señora, por la Virgen de los Desamparados, que no sea yo quien os dé la fatal noticia: ahí viene Jaime, él podrá explicarlo mejor!.
—¡Oh, ten piedad de mí! exclamaba la dama cruzando las manos ¿no conoces que me estás matando con tu detención en hablar? Tengo valor para saberlo todo. Dime, dímelo sin tardanza, si no quieres volverme loca.
—Al señor gobernador
—¡Acaba!
—Se le ha encontrado muerto a puñaladas cerca de la calle del Trinquete de Caballeros.
—¿Estás segura de haberlo visto?
—Recibí sus miradas postreras y el encargo de trasmitiros su despedida última.
Cayó doña Teresa trastornada al adquirir la certidumbre de su desgracia, y después de vuelta en sí, merced a los cuidados que la prodigaron todas las gentes de su casa, ni quiso recogerse en el lecho, ni tomar alimento de ninguna clase, hasta que llegada la mañana dispuso vestirse de tosca jerga y velada con luengas tocas de viuda solicitar de la justicia del rey el desagravio de su pena.
Como la noticia había cundido por la ciudad y todos lamentaban la suerte del respetable funcionario digno del aprecio general, agolpábase la multitud al paso de doña Teresa, y siguiéndola en respetuoso silencio, atravesaron con ella el puente hasta detenerse a los umbrales de la mansión real, por los cuales penetró la dolorida señora para ser admitida en la presencia de don Martin, quien procurando consolarla tomando parte en su dolor animó su desfallecimiento con palabras de consuelo, tan poderosas cuando salen de boca de un soberano. Entonces entre razones envueltas en acongojados suspiros formuló la noble dama su querella contra Pertusa, fundada en la enemistad notoria que profesó siempre este magnate a la desgraciada víctima y las amenazas y persecuciones anteriores de que salió tan mal parado.
Aunque sin pruebas de ninguna especie se había don Martin anticipado a los deseos de la querellante, ordenando la prisión de mosén Juan, guiado solo por su buen sentido —222— acorde con la voz pública que le acusaba de aquel asesinato.
Instruida la causa con la celeridad necesaria, compareció el presunto reo a formular sus descargos ante el Justicia criminal, en cuya presencia hizo constar sin contradicción alguna que había pasado la hora en que se cometió el delito jugando en compañía de varios amigos, personas todas de fama sin tacha y de verdad acreditada; de consiguiente fue declarado libre y absuelto.
Sin embargo de tan evidente prueba, no se conformó con ella el rey cuando se la remitieron para sancionarla, y desestimando la oposición del Justiciazgo extendió y firmó la sentencia de muerte por su propia autoridad.
Admira seguramente un acto tan arbitrario llevado a cabo por el monarca de pueblos celosos hasta el fanatismo de sus libertades cuales fueron siempre los de la corona de Aragón, y solo puede explicarse teniendo en cuenta la ciega confianza de don Martin en el amor de sus vasallos y la prepotente fuerza adquirida por la corona desde que Pedro IV el Ceremonioso rasgando el privilegio de la Unión, ya destrozada en la batalla de Épila[4], abatió para mucho tiempo todo conato de resistencia.
Pero como notificado el fallo a Pertusa insistiese constante en su primer declaración, negando el hecho y protestando su inculpabilidad, empezó a calificarse de tiranía el proceder real, y con grave detrimento del respeto debido a príncipe tan sabio y humano murmuraban especialmente los hombres de algún valer por su juicio, nacimiento o santidad de costumbres, contra un desafuero indigno de usarse entre cristianos y mucho menos en tierra tan distinguida.
No ignoraba el inflexible monarca las hablillas de que era objeto su conducta, más determinado a no cejar en ella veremos los medios que llevó a cabo para convertirla en alabanzas.
III.
Al principiar la noche anterior al día señalado para la ejecución de mosén Juan, un hombre de modesto traje cabalgando en un viejo rocín, llegó hasta el pueblo de Burjasot, atravesándole por entero hasta llegar a las cuevas situadas a su extremidad.
Para los que no hayan visto estas ingeniosas viviendas voy a escribir unas cuantas palabras dándoles conocimiento de ellas, pues las muchas de igual especie que se hallan en algunos pueblos de la Mancha y Aragón, sucias, húmedas, estrechas y enfermizas, no pueden suministrar idea de las inmediatas a la ciudad del Turia.
Estas son unas excavaciones practicadas en el terreno, a propósito para el caso por su naturaleza calcárea, divididas en cuantos departamentos pueden ser necesarios; secas, ventiladas, con luz suficiente que reciben por alto, espaciosas tanto como lo desea el activo propietario y constructor, donde él y su familia, por dilatada que sea, igualmente que los animales de cuadra y corral, hallan habitación cómoda, saludable y desahogada.
Hacia las últimas paró su cabalgadura el jinete desconocido, como indeciso del sitio a que debía encaminarse, buscando al mismo tiempo alguno mejor informado que le sacase de su incertidumbre. Difícil era encontrarle en aquellas horas y con el recio temporal propio de la estación, y no fue poco descubrir una chicuela que pasaba corriendo a guarecerse bajo techado, a quien detuvieron las voces del forastero.
—¡Eh, muchacha, espera, la decía, aguarda un momento que voy a regalarte una cosita!
Cuando el mesurado paso de su caballejo permitió al desconocido emparejar con ella, bajó la voz y la preguntó de seguida:
—¿Sabes cuál es la casa del botgi? (1)
—iQué me pregunta vuestra merced, señor! exclamó asustada la chiquilla, haciendo sobre su pecho la señal de la cruz y disponiéndose a emprender la fuga, lo que visto por el jinete se apresuró a detenerla echando mano a la bolsa.
—Toma estos cuatro sueldos, añadió, y no te admires; necesito saber dónde vive el bochi. Si me lo dices te doy este puñado de monedas.
—Venga por acá, señor, le dijo ya más recobrada de su temor, adelantándose algunos pasos hasta dar vuelta a un cerro bastante elevado ¿ve vuestra merced aquella última cueva aislada, con la puerta pintada de rojo? pues allí vive.
—Está bien; no quiero saber más. Toma y a Dios.
Encaminóse allá desde luego, ató su caballo a una higuera y con paso firme e imponente majestad, que no debía esperarse de tan humilde vestimenta, descendió por la rampa que conducía a la entrada de la vivienda, la que hizo resonar con dos fuertes bastonazos dados a la manera de quien extraña encontrar obstáculos a su paso.
Una voz desentonada pero humilde contestó de la parte interior:
—Perdone por Dios, hermano, y siga su camino, que más adelante hallará quien le albergue.
—Este bellaco me juzga sin duda algún mendigo, dijo entre sí el caballero, y alzando la voz continuó, golpeando al mismo tiempo: Abre, Morro de Vaca (2), a ti es a quien busco; despacha luego, por vida del señor San Jaime, si no quieres que haga clavar tus orejas en la puerta de Serranos.
Al momento fue obedecida esta orden y el incógnito penetró en la habitación cubierto el rostro y sin reparar en el aturdido sayón que le había dado paso, ni atender casi a sus trémulas razones.
—Pero señor, sin duda no conocéis está casa, cuando nadie puede entrar en ella porque, no sabréis…
—¡Basta! sé dónde estoy y quién eres, y puedo hallarme en todas partes sin adquirir nota de infamia. Ahora vamos al caso. ¿Me conoces?
Al decir esto apartó del semblante el capuchón de su gabán, mostrando su faz noble y augusta al botgi, que cayó de rodillas más bien trastornado que reverente, exclamando al tocar la tierra con el rostro:
—¡Válgame San Bernardo de Gracia! ¡Su alteza el rey! ¡Y yo que había creído que era un hombre!....
—Y no te has equivocado por fortuna, repuso el monarca; nadie debe poseer las cualidades de un hombre en más alto grado que un rey. ¿Estamos solos? añadió examinando la pieza con la vista.
—Nadie nos oye, excelso príncipe: mi familia, temerosa de algún atropello de los que con frecuencia nos acarrea nuestra odiada profesión, se retiró a lo último de la casa cuando oyó dar golpes en la puerta.
—Pues levántate, recobra la tranquilidad y escucha mis —223— órdenes. Mañana es el día señalado para la ejecución de mosén Juan Pertusa.
—Señor, aseguro a vuestra alteza que ha de quedar satisfecho de mi larga práctica en el oficio.
—¡Silencio, digo! y vuelvo a repetir que oigas con atención.
Si hasta el mismo caso de ser ejecutado continúa el reo inconfeso has de suspender en mi nombre el ejercicio de tu ministerio, pero si declara su delito, cumplirás con tu deber. Ya comprendes que, cuando a deshora he venido a comunicarte mi voluntad, es prueba que deseo permanezca ignorada, y que te importa la vida guardar el secreto de que eres único depositario.
—La palabra de V. A. es para mí tan sagrada como la del P. Vicente Ferrer.
—Aunque menos santa, cuida de obedecerla con más esmero por tu parte.
Arrojóle al decir esto unos cuantos escudos de oro, y volviendo la espalda para desatar su montura, cabalgó en ella con dirección a su palacio.
IV.
Desde las primeras horas de la mañana reinaba en la ciudad gran tumulto y agitación, a consecuencia del espectáculo terrible que había de verificarse con beneplácito de algunos, desaprobación de muchos y ansiedad por parte de todos. No hay duda que mosén Pertusa era generalmente aborrecido; que nadie ignoraba sus desmanes y desarreglos; que nobles y plebeyos estimaban en mucho al difunto gobernador, anhelando por esta causa no quedase impune su villano asesinato; pero también es cierto que don Juan con sus protestas de inocencia; las pruebas irrecusables de ella que ofreció al tribunal; el consecuente apoyo que le proporcionó el Justicia contra la sentencia de don Martin, y el natural interés que, para honra del corazón humano, excita cualquier reo condenado a muerte, había conmovido los ánimos en disposición de temerse algún tumulto en favor de aquella víctima de la crueldad, según manifestaban los hechos acreditados.
De aquí resultó el aparato militar de que se veía rodeado el lugar de la ejecución, y que fuertes cuadrillas de ballesteros y almogávares recorriesen las calles prendiendo en la casa del Temple a varios de los más exaltados, y lo que aún era de peor agüero, depositando a otros en la plaza del Mercado, donde con sorpresa se vio aquel día levantar una horca como por ensalmo, y disponerse a funcionar a la menor insinuación del capitán de caballos encargado de mantener la tranquilidad a toda costa en aquel importante sitio y contornos adyacentes.
Tantos aprestos bélicos solo consiguieron excitar la curiosidad pública, ya de suyo llegada al último extremo; de manera que cuando se aproximó la hora funesta, no solo las avenidas de la plaza de la Catedral, estrecha entonces y ahora nada espaciosa, se hallaban cuajadas de inmensa concurrencia, sino también las ventanas y terrados ofrecían un espectáculo de agrupamiento muy pocas veces conocido.
Cuando el reo salió de su casa, donde se hallaba preso, un sacudimiento convulsivo agitó el mar de cabezas humanas que bullían por do quier, gritando, gesticulando de mil maneras, apretando los que venían a los que hacía tiempo esperaban en mejor sitio, y destacándose inmóvil e indiferente sobre confusión tan atronadora, el verdugo de la ciudad, de pie apoyado en el tajo ignominioso, dominando la escena desde lo alto de la plataforma, no con los brazos desnudos y la cabeza descubierta como se acostumbra pintar a los de su clase, sino muy al contrario, revestido con su capa amarilla y calado un sombrero blanco, y en él una pequeña escalera de metal, traje que se le obligaba a llevar a los actos de oficio, pena de diez sueldos de rebaja en su asignación.
Apareció en esto el fúnebre convoy, y avanzando lentamente, llegó hasta el primer escalón del suplicio, donde se detuvo para dar tiempo al desgraciado Pertusa de conferenciar un rato con los padres dominicos que le rodeaban, antes de aparecer en el tablado; bien compuesto con su atavío de luto, tranquilo sin arrogancia, grave y severo, cual conviene manifestarse al que, persuadido de su inmortal destino, prepara el espíritu a dar cuenta al Creador Justo y misericordioso, de una larga carrera de faltas y miserables errores.
Ascendió luego mesurado y firme hasta ponerse junto al banquillo, donde solicitó del juez real permiso para dirigir al pueblo una manifestación importante.
—No solamente os le concedo, respondió el magistrado, sino que me huelgo en lo que solicitáis, persuadido cumpliréis como debe un caballero cristiano.
—Así Dios me perdone como buena es la intención que llevo, respondió el sentenciado, y volviéndose a la multitud hizo con la mano demostración de reclamar silencio, y cuando le vio restablecido, con clara voz y levantado acento pronunció la siguiente confesión:
—Ilustres varones y hombres todos del estado llano de la ciudad y reino de Valencia: voy a sufrir el castigo merecido con justicia, como asesino alevoso del ilustre gobernador don Ramón Boil. Arrebatado de un aborrecimiento sin causa contra tan digno señor, determiné darle muerte al pasar por delante de mi casa, la noche del 6 de enero.
Para mejor desvanecer las sospechas, convoqué algunos amigos, con los que permanecí jugando hasta el punto que un esclavo, a quien tenía prevenido, me advirtió se acercaba mi rival. Entonces, pretextando un quehacer repentino, bajé a la calle por una escalera secreta, y dando de puñaladas impunemente al descuidado caballero, volví sin perder momento a continuar la partida. Después, tratando de salvarme, aumenté con la mentira la enormidad del crimen anterior. He aquí, amados hermanos, la exactitud del hecho.
Ruego al Dios vivo, ante quien voy a presentarme, que tomando en cuenta esta declaración, hecha de motu propio, y solo estimulado por el aguijón de la conciencia, se digne recibirme en su santa gracia, y a vosotros, suplico en caridad, roguéis por la víctima y el matador, a quien el tiempo falta para demostraros cual fuera menester el saludable escarmiento que debéis sacar de la justicia que conmigo se hace.
Terminado su discurso arrodillóse el reo, y apoyando el cuello sobre el tajo recibió el golpe fatal en medio de las oraciones y lágrimas de todo el pueblo, que no cesaba de lastimarse de aquella desdicha ni de aplaudir admirado la sabiduría de don Martin IV.
De allí en adelante se dio a la calle donde ocurrió el suceso el nombre de los Santos Reyes, por haberse cometido el delito en la noche de esta festividad, se construyó el altar, y por un raro capricho, se colocó al revés la leyenda en que se refería el lance, para excitar en más alto grado la curiosidad del observador.
NOTAS DEL AUTOR
(1) Botgi ó bochi, verdugo en valenciano.
(2) Así se titula al ejecutor en los documentos oficiales de aquel tiempo.
FUENTE
Chaulié, Dionisio, “ La calle dels Santets, crónica valenciana “ , Museo de las Familias, (Madrid) tomo XXIIV, nº219, 1865, págs.219-223.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Tartaneta: tartana, carruaje con cubierta abovedada y asientos laterales, por lo común de dos ruedas. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[3] Hacer terrero: Galantear o enamorar a una dama desde la calle o campo delante de su casa. (Diccionario de la lengua española, RAE)
[4] Batalla de Épila, el 21 de julio de 1348, entre los partidarios de la Unión aragonesa y los del rey Pedro IV de Aragón, el Ceremonioso