Los amantes de Teruel
Era entrado el siglo XIII cuando vivían en esta ciudad dos jóvenes que se amaban apasionadamente desde sus primeros años, llamados Juan Diego Martínez Garcés de Marcilla e Isabel de Segura, pertenecientes ambos a muy notables familias y cuyos apellidos se conservan aún bastante extendidos en Aragón.
Aunque la categoría era igual, no lo era la riqueza, pues Isabel, heredera de una rica fortuna, debía esperar un enlace muy ventajoso, al paso que el muy noble don Diego Marcilla, que no contaba con otros bienes que su mérito personal y su esclarecido linaje, no podía aspirar a ser el esposo de Isabel.
Así es, que cuando pidió al padre de esta el beneplácito para casarse, aquel orgulloso hidalgo se lo negó, dándole por única causa su escaso caudal. Sin embargo, se compadeció de sus ruegos y lágrimas, y dijo a Marcilla que le daba de término seis años para que se enriqueciese, y que le empeñaba su palabra de no disponer de la mano de su hija en todo este plazo.
Partió Diego de Teruel para Francia, y allí se alistó en las huestes que marchaban a la conquista de la Tierra Santa, en las que se distinguió por su valor. También adquirió con los despojos que le tocaron de una ciudad saqueada las riquezas que le faltaban para asegurar su felicidad, y después de largo tiempo y de haber alcanzado el grado de capitán o jefe de un cuerpo de soldados, dio vuelta a España. —27—
En tanto, nada se sabía en Teruel de Marcilla, y se supuso había muerto, por lo que el padre de Isabel arregló el casamiento con un caballero de la poderosa familia de los Azagras, próximo pariente del señor de Albarracín; mas, por respeto a su palabra, no permitió se verificase la ceremonia hasta el mismo día y hora (que era la de entrar a vísperas), en que se cumplían los seis años de la ausencia de Marcilla.
Poco momentos después de celebrarse el desposorio, éste, acompañado de un escudero, llegó al arrabal de la ciudad, y encontrando casualmente a uno de sus antiguos amigos, supo de su boca la triste nueva. Entonces se apeó del caballo y se entró en una casa para entregarse con libertad al más terrible dolor, habiendo antes encargado a su amigo nada dijese de su llegada. Decidióse el desventurado amante a volver a Francia y ausentarse para siempre; mas no tuvo valor para dejar de ver a Isabel por la vez postrera, y envolviéndose en una larga capa, se dirigió a la casa de su amada tan luego como vino la noche. Había en aquellos instantes comenzado un gran sarao compuesto de todo lo más notable de la ciudad para celebrar las bodas y Marcilla logró penetrar, sin ser observado, por entre la multitud de pajes, escuderos y otros domésticos, hasta la retirada cámara de Isabel, y se ocultó bajo el suntuoso lecho nupcial aderezado en ella.
Largo tiempo hacía que aguardaba, cuando los desposados se retiraron. Marcilla oyó con secreto placer los desesperados sollozos de su amada, y las súplicas que hacía a su rival para que por aquella noche la respetase y se abstuviese de usar de los derechos que le daba su calidad de esposo, pues quería cumplir cierto voto. Azagra, deseoso de aplacar la aflicción de Isabel, le prometió lo que le pedía, y en seguida se quedó muy en breve dormido profundamente.
Entonces salió Marcilla de su escondite y se puso delante de la desdichada mujer, objeto de su ternura, la que casi se desmayó con la sorpresa de esta aparición, que en el primer momento juzgó sobrenatural. Calmóla en fin, y la dijo, que no era su intención turbar su tranquilidad, y sí, solo, despedirse de ella para siempre; que estaba convencido del amor que le tenía, y de la violencia que había sufrido para verificar aquel desgraciado enlace, aunque lo suponía muerto; pero en fin, que como última prueba de su castísimo amor, que la pedía un beso, un solo beso, el primero y el último.
La noble Isabel le contestó que le daría gozosa su vida, su sangre toda, más que aquel beso que encerraría también para ella un inmenso tesoro de ventura, era una ofensa a su esposo, y no podía concedérselo. Insistió Marcilla, pero siempre encontró la misma honrada repulsa en su honestísima amante, y por último la dijo que se sentía desfallecer, que iba a morir si no le concedía aquella dulce prueba. Nada alcanzó, y cayó muerto como herido por el rayo.
Luego que Isabel se convenció de que ya no latía aquel noble corazón que tanto la había amado, despertó a Azagra y le dijo:
—Acabo, señor, de tener un sueño horrible, espantoso. Me pareció ver a Diego Marcilla que había vuelto, y que me decía que le diese un beso, o que de lo contrario le causaría la muerte. Yo se lo negué por no faltaros a la fe jurada, y Marcilla cayó, en efecto, muerto a mis pies. Decidme, señor y esposo mío, si esto, —28— en vez de sueño fuese realidad, ¿qué debería hacer? ¿dar el beso a mi amante, o consentir en su muerte?
—Debíais mejor darle el beso, dijo Azagra, que permitir perdiese un hombre la vida.
— Pues bien, señor, no fue sueño, Marcilla murió realmente, pues yo rehusé faltar a las sagradas promesas que ante Dios ha pocas horas os hice.
Diciendo esto mostró al asombrado esposo el inanimado cuerpo de aquél, y dio rienda suelta a sus lágrimas.
Azagra hizo cuanto estuvo de su parte para consolar a su desconsolada consorte, y reflexionando podrían resultarles graves perjuicios de dejar allí aquel cadáver, y aun atribuirle a él un asesinato, pensó en arrastrarlo fuera, y conducirlo a la puerta de la casa de Marcilla que estaba a pocos pasos. Verificólo así, y para que todo sea extraordinario en esta tristísima historia, la misma Isabel ayudó a su marido en tan triste operación.
Al día siguiente se publicó la llegada de Marcilla, y se creyó que al entrar en su casa había sido acometido de algún accidente repentino.
Hallábase a la sazón en Teruel el belicoso rey don Jaime el Conquistador, que entonces comenzaba la gloriosa carrera de sus triunfos, y sabiendo la muerte del bizarro capitán de los cruzados, dispuso formase todo su ejército, compuesto de once compañías, para que tributase a aquel los últimos honores militares.
Era por lo mismo numeroso y magnífico el cortejo fúnebre, y al dirigirse a la parroquia de San Pedro, desfilaba por delante de la casa de Isabel, que vestida de luto y asomada a una ventana, lo miraba al parecer tranquila. Mas al divisar el descubierto féretro que encerraba el cadáver de su leal amante, bajó rápidamente, se abrió paso por entre la multitud, se abrazó al yerto cadáver, e imprimió sus labios ardientes en los ya secos de Marcilla, diciéndole: “El beso que te negué en vida yo te lo doy en la muerte” Cuando los circunstantes quisieron apartar de allí a Isabel, retrocedieron espantados al verla muerta también, y luego decidieron enterrarla junto con su amante, como se efectuó delante del altar de San Cosme y San Damián de la citada iglesia de San Pedro. Verificóse este extrañísimo suceso el año 1217, y era juez de Teruel Domingo Celada.
Corrieron más de tres siglos, y era el año de 1555 cuando con ocasión de hacer algunas reparaciones en el templo, y estando cavando en la capilla en que la tradición aseguraba estar sepultados los amantes, se encontraron juntos dos largos cajones que encerraban los cuerpos de un hombre y de una mujer, y en el primero un pequeño pergamino en que con muchísimo trabajo pudo leerse:
Este es Diego de Marcilla, que murió de enamorado.
No había ningún otro cadáver en aquel sitio, y no quedó duda de ser aquellos los auténticos restos de Diego y de Isabel, que fueron sepultados de nuevo. El año 1619 se encontró el manuscrito a que se refiere esta historia, que se había extraviado, y varios sacerdotes racioneros de la iglesia de San Pedro, ayudados de algunos ancia—28—nos que habían presenciado el hallazgo, quisieron exhumarlos. En el momento los encontraron en una misma sepultura, y se escribió un acta legalizada del hecho, que se conserva en el archivo parroquial. Finalmente, a principios del siglo pasado fueron colocados estos dos históricos cadáveres, en pie, en una especie de alacena o nicho del claustro contiguo que servía en otro tiempo de cementerio, y allí se conservan en bastante buen estado[1].
Encima del citado nicho hay este epitafio:
Aquí yacen los célebres amantes de Teruel
don Juan Diego Martínez de Manilla, y doña Isabel de Segura.
Murieron en 1217, y en 1708 se trasladaron a este panteón.
FUENTE
Mellado, Francisco, Recuerdos de un viaje por España, (Madrid) Mellado, 1849, pág. 26-28.
Edición: Pilar Vega Rodríguez.
NOTAS
[1] La momia de Marcilla es de ocho palmos de alto, y está entera y trabazonada, y tiene la cabeza inclinada hacia Isabel. El cadáver de este no está tan bien conservado y es de poca estatura. (Nota del autor)