Rodrigo o la pérdida de España
Toledo fue durante el dominio de los reyes godos la ciudad predilecta y la corte de la España. En tiempos de Rodrigo, último monarca, ostentaba sus suntuosos palacios, sus ricas basílicas, sus fuertes murallas, fundadas sobre rocas a la margen del Tajo y guarnecidas de cien torres elevadas.
Mas, ¡ah! esta grandeza fue muy pasajera, y en la opulenta corte de los godos se respiraba un aire inficionado que la adormecía al borde del abismo abierto a sus pies.
Un día al despuntar la aurora todas las campanas de la ciudad, tocadas a rebato, proclamaron los peligros de la patria, y reconvinieron con su concierto aéreo la indigna ociosidad de los españoles, dando la señal de alarma entre los habitantes.
Estos sobrecogidos de terror salían a los umbrales de sus puertas y se esparcían por las calles preguntando la causa de tan desusado rumor. Todos convenían en que la España estaba amenazada de grandes calamidades, y que el altivo conde D. Julián se había separado del rey, amenazándole borrar con una venganza terrible la afrenta que se decía haber hecho a su hija Florinda. Decíase también que Rodrigo, empeñado en escudriñar lo que encerraba una caverna oculta desde tiempo inmemorial, solo había encontrado evidentes señales de la pérdida de su corona, y de que la España sería invadida y asolada por una raza desconocida[1]. Los ancianos añadían que estas noticias se le habían comunicado entre horribles visiones y ruidos espantosos, que la tierra había temblado, que las estatuas de los santos que estaban en la catedral se habían vuelto por sí solas hacia el lado del mediodía, y que las de los antiguos reyes godos se habían incorporado sobre sus sepulcros.
Estos rumores circulando de boca en boca helaban de espanto todos los corazones de la multitud; conociendo que todos aquellos eran presagios del castigo —98— del cielo que se merecía la relajación y desorden de las costumbres. Los recursos humanos eran insuficientes para evitar esta catástrofe, y así todos se reunieron a los sacerdotes para levantar sus corazones a Dios al pie de los altares.
De este modo los ánimos se calmaron y la ciudad tomó un aspecto más tranquilo; solo se notaba el estandarte real que ondeaba en la más alta torre del alcázar; cosa que solo se verificaba en circunstancias graves y extraordinarias. También era una señal de llamada, y por esta razón iban concurriendo a la regia vivienda los jefes del estado, los amigos del príncipe, y aquella juventud que no conocía más que la alegría y los placeres; pero hecha juiciosa por la crítica situación, y todos esperaban las órdenes del soberano.
No tardó en presentarse Rodrigo, hijo de Teodofredo y nieto de Chindasvinto, varón adornado de las prendas que forman un gran rey, y de las que dio felices muestras en los primeros días de su reinado; mas no tuvo mano fuerte para reprimir y reformar las costumbres desordenadas de su época, y se dejó llevar de todos los extravíos de sus predecesores. Sin embargo en aquel peligro había recobrado toda su grandeza de alma. Contempló un momento con satisfacción aquella multitud, y luego la habló en estos términos.
«Estoy satisfecho; habéis concurrido a la voz del soberano y de la patria. El soberano os lo agradece, pero la patria espera otra cosa de vosotros. Los peligros son graves e inminentes porque amenazan a la vez a la religión y al estado, a muestras libertades y a nuestras creencias. La España está invadida por los moros... la traición, la infame traición se lo ha facilitado. El traidor Julián, sacándolos de los áridos desiertos del África, les ha mostrado las deliciosas costas españolas y los ha precipitado en ellas, sedientos de sangre y de carnicería. Creen que estamos afeminados con los placeres, que nuestros débiles brazos no pueden manejar la espada, piensan que solo somos hábiles en los juegos e infatigables en las fiestas, que solo encontrarán mujeres que combatir, o más bien reducir a la esclavitud. Pues bien, ¿dejaremos realizar las esperanzas de los bárbaros y sin castigo al traidor Julián? ¿Dejaremos perecer la gloriosa monarquía de los godos y el ínclito nombre de nuestros mayores?...
—No, no, a las armas— respondieron por todas partes.
— Pues bien, mis fieles vasallos, mis valientes amigos, mis nobles caballeros, que cada uno se prepare a seguirme. El antiguo estandarte de los godos va a ondear al frente del enemigo: yo le conduzco en persona y no le volveré sin honor. Alto, a las armas, la patria os llama, Dios os mira, y vuestro rey os espera.
II.
Cerca de Jerez, y a las orillas del río Guadalete, hay una inmensa llanura, terminada a un lado por elevadas montañas, y al otro por la undosa corriente del rio. Allí se dio en 714 una de las más sangrientas y obstinadas batallas, de que la historia conserva el recuerdo: allí el barbarismo africano vino a medir sus fuerzas con la gloriosa y antigua monarquía de los godos; y allí empezó el memorable drama que después de ocho siglos de encarnizada pelea terminaría por abatir el pendón del islamismo.
Allí, según la promesa del monarca, estaba levantada su tienda real, y sobre ella ondeaba el estandarte de los godos. Alrededor de esta insignia sagrada estaba toda la España que a la voz de su monarca se había puesto en pie —99— pronta a combatir. Por todas partes acudían presurosos hombres armados de diversas maneras que se iban incorporando en las tropas de sus respectivas provincias, el ejército que al principio ocupaba un espacio muy reducido se extendía ya cubriendo los valles y colinas, envolviendo las aldeas y las villas, siendo precisos prodigios de actividad e inteligencia para establecer una exacta disciplina en tan heterogénea multitud. D. Sancho, sobrino del monarca[2], estaba allí con toda la nobleza de las provincias meridionales, mientras que Pelayo, hijo de Favila, y heroico descendiente de Chindasvinto, traía en pos de sí cuanto había de ilustre en las costas de Cantabria.
D. Opas[3], el traidor, también estaba allí.
D. Rodrigo, desde el elevado punto que ocupaba, dispuso su ejército de modo que aprovechando la superioridad numérica presentase la batalla en una posición ventajosa cuando los moros avanzasen a lo interior del país. Su ala izquierda apoyaba su estreno en las márgenes del río, y la derecha llegaba hasta las primeras montañas de la gran cadena bética; así aquel no era un campo de batalla ordinario sino un cerrado palenque[4] que imposibilitaba toda retirada, donde los españoles acampados alrededor de sus banderas esperaban la llegada de sus enemigos en la persuasión de vencer o morir.
No tardaron estos en presentarse, los centinelas avanzados descubrieron, hacia el lado del mar y a la entrada de los desfiladeros de las montañas, algunos puntos negros, que se fueron aumentando conforme se aproximaban, hasta que presentaron a los españoles la perspectiva de un inmenso ejército que avanzaba en buen orden hasta ocupar la línea de alturas que cerraba el campo por el lado opuesto al que ocupaban nuestras tropas.
Los dos ejércitos estaban ya uno enfrente de otro, mas no se rompieron de modo alguno las hostilidades; la noche estaba vecina, ¿y a qué cansarse en ensayos inútiles la víspera de una lucha a muerte? En el campamento de los moros ardían muchas hogueras y reinaba un silencio interrumpido a veces por voces misteriosas. Desde lejos no se podía conocer si eran los gritos de los centinelas, las plegarias de los imanes o los acentos del ángel de la muerte. Por nuestra parte estaba más animada la escena, hogueras ardían en varios puntos del campo, alrededor de ellas y de las tiendas los soldados fatigados se entregaban al descanso; un sordo murmullo, producido por aquella multitud, era interrumpido por los gritos de los escuderos, el relinchar de los caballos y las voces de alerta que sonaban periódicamente. Los hombres de armas examinaban las suyas y ajustaban sus arneses, los flecheros preparaban sus arcos y mudaban las cuerdas mientras que los capitanes se estrechaban alrededor de los Bairdhos[5], que según la antigua usanza de los godos entonaban su canción de muerte, inspiración guerrera, acompañándose con sus instrumentos de música. Ya celebraban las hazañas de los reyes godos Wamba, Flavio, y Recaredo[6], ya de los héroes godos que habían cantado a vista de la muerte y habían expirado. Después de cada estrofa en alabanza de los muertos dirigían también enérgicos avisos a los vivos. “Velad, guerreros, velad, el tigre escondido acecha su presa, guerreros, despertad, arda la lucha: volad a la victoria.” Así cantaban aquellos varones, y todos al escucharlos ardían en ansia de venganza, y en víspera de una jornada decisiva se sentían animados de un valor indomable.
III.
Apenas brillaba —100— el sol en el horizonte cuando Rodrigo revestido de la regia púrpura subió en su carroza de marfil, chapeada de oro, recorrió las filas de su ejército, y después de situarse en el centro, dijo volviéndose a los suyos.
—Veis al enemigo que buscabais, maldición al que sucumba a su yugo bárbaro, la muerte es preferible a los males que os prepara.
Dijo, y los instrumentos bélicos resonando por todo el campo dieron la señal de la pelea.
Responden a esta señal un diluvio de flechas y una inmensa gritería que repitieron y aumentaron los ecos de las montañas más lejanas. Entonces los dos ejércitos abandonando instantáneamente sus posiciones avanzaron a encontrarse, y chocaron con increíble furia en medio de la pradera. Durante mucho tiempo aquello no fue más que una lucha encarnizada en que trescientos mil hombres se degollaban sin descanso y sin piedad, tiñendo en sangre las campiñas y las ondas del Guadalete; una multitud inmensa por entre la que el furor bélico discurría revolviendo sin cesar y llevándose en cada vuelta millares de víctimas. ¡Quién podrá referir los esfuerzos, el entusiasmo, las ínclitas hazañas ocultas entonces en el seno de aquel espantoso desorden. La conducta de jefes y soldados fue como de hombres que sabían estaba pendiente de su esfuerzo la ruina o la salvación de la patria.
Pero sea que la disciplina morisca triunfase, ayudada de D. Opas y los secuaces que se pasaron a su bando en lo más recio de la pelea, sea más bien que estaba llegado el tiempo decretado por la justicia divina para que la España pasase al dominio de los africanos, estos triunfaron al cabo, y los restos desordenados de los godos se dispersaron sembrando el espanto y consternación por todas partes, huyendo a las montañas inaccesibles a llorar sus desventuras y esperar la época de una restauración gloriosa.
¡Qué mutación produce un solo día en las cosas humanas! Al despuntar la aurora los dos ejércitos estaban uno enfrente de otro. De un lado infinitas tiendas con banderolas de diversos colores: las márgenes del río cubiertas de combatientes llenos de confianza en su valor y en la santidad de su causa: del otro un diluvio de hombres notables por sus armas y variedad de sus trajes, situados al pie de las colinas y ansiosos de sangre y de botín. Pues bien, a la noche estos hombres ya no existían, el tumulto había cesado, y aquellas formidables legiones que iban a disputarse la victoria bajo el hermoso cielo de la Andalucía, las unas estaban tendidas en el polvo, o envueltas en la corriente del río, mientras que las otras guardaban un campo de batalla cubierto de cadáveres, u olvidaban entregados al sueño un triunfo tan costosamente adquirido.
Qué fue del rey D. Rodrigo se ignora todavía: en vano le buscaron entre los que habían huido y los que habían quedado muertos en el campo. Al principio de la acción había dado sus disposiciones con serenidad y bizarría; después, cuando la lucha estaba más empeñada y la fortuna parecía inclinarse al lado del enemigo, se había bajado de su carroza, y montando en Orelio, su caballo favorito, se había lanzado en lo más intrincado de la pelea, gritando.
— ¡Aquí, mis Godos! ¡aquí, mis valientes camaradas!
Esto es lo que se sabía al concluir la batalla; pero al día siguiente se encontró a la orilla del río su corona de oro, su manto de escarlata, su espada ensangrentada, y junto a estos tristes despojos—101— el caballo Orelio que relinchaba tristemente escarbando en la tierra con sus manos y huyendo al otro lado del río cuando quisieron apoderarse de él. Algunos años después se encontró en Viseo de Portugal un sepulcro con esta inscripción:
Hic jacet Rodericus, ultimus Rex Gothorum
Aquí yace Rodrigo, último Rey de los Godos.
Así se perdió la libertad y civilización que en aquella época alcanzaba nuestra patria, así se quebró el cetro de oro y se hundió el trono de Rodrigo, y con él la gloriosa monarquía que había extendido su dominio desde Tánger a la elevada cumbre del Pirineo.
FUENTE
Fernández Villabrille, Francisco, “Rodrigo o la pérdida de España” El siglo XIX, (Madrid) año 1837, vol. 1, pp.97-101.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Constituye otro episodio de la leyenda de Rodrigo conocido como “La cueva de Hércules”.
[2] Correspondía a Sancho, hijo del rey Aosta, el trono godo, pero como era un niño cuando murió su padre Rodrigo actuó como regente, y ya no devolvió el trono a su sobrino explica Jerónimo Pujades. Los sucesos desde el año 414 ... hasta la destrucción de ella por la irrupción de los árabes en el año 714, Volumen 4. Crónica Universal, Torner, 1832.
[3] Don Opas, hermano de Witiza, el rey que mandó cegar a Teodofredo, padre de Rodrigo. Había sido nombrado arzobispo de Sevilla.
[4] Palenque: valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines (Diccionario de la lengua española, RAE).
[5] Bairdhos: bardos, cantores.
[6] Villabrille no parece seguir un criterio al mencionar a estos tres reyes, al menos cronológico.