La cueva de la Quilama
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En la sierra de la Quilama, derivación de la de Valero, hay una cima peñascosa y llena de maleza, donde se abre la boca de una profunda cueva.
Las piedras arrojadas retumban largo rato en las paredes de aquel sombrío agujero, lleno de ecos y medrosas resonancias.
En aquellas ásperas laderas, donde salían las cabras y anidan los quebrantahuesos, que dan agudos chillidos al replegar sus picudas y largas alas para posarse en las pestañas de las rocas se dividen las aguas de mil arroyos, que se unen y juntan en los valles v sierras cercanas, marchando los del S. E. al Tajo y los del S. O. al Duero. -68-
Los pastores que siguen a las cabras por aquellos vericuetos y rompientes, en muchos puntos calvas, cuentan mil historias, asegurando que la Cueva de la Quilama es una mansión infernal, un antro de seres malignos, cuyas carcajadas y risas estridentes y horribles llegan, en algunas oscuras noches de invierno, hasta las bardas de sus chozos del valle.
No hay quien pueda persuadir a los serranos de que los siniestros resplandores, que a veces clarean las crestas en las noches tormentosas, son efectos naturales; ellos se empeñan en afirmar que perciben, a través de las nieblas y brumas de las cimas, el correr de mil monstruos, negros como la pez, que desprenden de sus ojos incandescentes fulguraciones vivas, relámpagos medrosos y ráfagas fosforescentes.
Aquel hacinamiento de rocas y de materiales, blancos unas veces, negros otras; aquellas vetas rojas de fuego que pintan las calizas y pizarras; aquellas irisaciones metálicas que se incrustan en los guijos y pedrizas; el desorden, en fin, en la inclinación y dirección de los macizos, y la escasez de arbustos y de matas, revelan a los hombres de campo una fuerza sobrehumana y caprichosa que tiene por centro de actividad la misteriosa cueva y que la tradición corrobora con mil cuentos y consejas, que perpetúa y agranda la infantil imaginación del pueblo.
Que la Cueva de la Quilama comunica con el mar o con los ríos que bañan la inmediata sierra de Francia; que se oyen gritos y lamentos en la boca de la Cueva; que se escuchan voces -69- siniestras y golpes fuertes, que parecen conmover las entrañas mismas de la sierra, he ahí las cosas que, entre otras mil, no cesa de repetir la credulidad, y ese afán de dar vida a los accidentes naturales o a las huellas que dejó sobre el suelo la actividad incesante de otros pueblos y razas.
Pero demos forma a la leyenda de la Cueva de la Quílama, tal como la dibujó el pueblo con el lápiz de lo maravilloso y a través de algunas exploraciones desgraciadas.
En el pueblecillo de la Rinconada vivía, hace bastantes años, un albañil que creía que en el interior de la Cueva de la sierra existía un rico tesoro. Cegado por la codicia, excitó a otro hombre del pueblo a una exploración del agujero, ponderándole los bienes que aquello podría reportarles.
Al fin, después de largo tiempo de dudas, de planes y de discusiones, pareció a ambos acertadísima la idea y casi seguro el hallazgo de una gran fortuna, y convinieron en realizar su proyecto, preparando al efecto escalas, cuerdas, garfios y picos.
Una mañana, al rayar el día, el albañil y su ayudante subieron, sin ser vistos, hasta lo alto -70- de la Quilama, y después de sujetar las maromas fuertemente a las peñas y de amarrarlas, para más seguridad, en grandes garfios y palancas, hincadas en la tierra, se deslizaron por dos escaleras y pausadamente a lo largo de las ásperas paredes de la sima.
Iba delante el albañil como más experto y atrevido; mas a poco rato una completa oscuridad envolvió el hueco de la mina.
Encendieron las linternas, que llevaban colgadas de un garfio al ojal de la chaqueta, y un espectáculo verdaderamente hermoso se extendió ante su vista.
La cueva se ensanchaba en forma de inmensa y circular bóveda, formada por rocas de variadísimos colores, que producían cambiantes bellísimos, verdes, rojos y azules al ser heridas por la luz artificial.
Abríase en el fondo de la bóveda un gran agujero en dirección al naciente, por el cual penetraron, al fin, ambos viajeros codiciosos.
Las paredes, el piso y la bóveda de aquel gran laberinto subterráneo, presentaban el más fantástico aspecto.
Todos los colores del iris, y todos los cambiantes de las conchas, y todos los más vivos colores del plumaje de las aves, tenían allí sus representantes en las rocas, cortadas por fajas de muy diversas formas y tintas. Allí, entre las fisuras de las peñas, se engarzaban a trechos gruesos brillantes y esmeraldas, gigantescos rubíes y topacios colosales, que con sus juegos de luz y sus vivos resplandores ofuscaban los ojos -71- de los viajeros subterráneos, infundiéndoles una extraña admiración.
Un ruido sordo de agua, que golpea en las peñas y de martillos que chocan contra yunques de acero, venía a mezclarse a ratos con el sordo rumor del aire, que rozaba las ásperas cortaduras de aquella subterránea galería, cubierta a trechos de plantas extrañas, entre cuyas partidas hojas asomaban los fulgurantes y verdosos ojos de reptiles nunca vistos, que parecían admirados de ver cruzar aquellas recónditas mansiones al albañil y a su ayudante, medio muertos de terror y de cansancio.
Nadie sabe el tiempo que andarían por tan extraño laberinto; lo cierto es que, a medida que avanzaban, los ruidos eran más fuertes, la agitación más intensa y el calor más sofocante.
Por fin, la bóveda se cortaba, el camino se inclinaba en áspera rompiente, y un nuevo espectáculo se presentaba a la vista de los atrevidos exploradores de la Cueva de la Quilama.
El túnel formaba un extenso círculo, inmensa mansión de fuego, conmovida por estremecimientos y ruidos infernales, que venían a aumentar el pasmo del albañil y de su ayudante.
Entre aquel conjunto de piedras, de llamas y de cascadas hechas ascua, que salían a chorros de las paredes, vertiéndose y consolidándose en las pizarras y guijos, miles de hombres, pequeños, fornidos, de resplandecientes ojos y alumbrados por una luz más viva que la del sol, amasaban con sus manos las piedras, incrustan—72- do en ellas, con enérgico empuje, filones de cobre, de estaño, de oro, de plata y de plomo.
Aquel mundo singular y portentoso, que se desenvolvía ante los turbados ojos de aquellos dos hombres, era ni más ni menos que la realización brillante y acabada de las palabras de Fausto: "Vosotros admirareis todo el trabajo misterioso de la naturaleza, y en los abismos más profundos sentiréis latir robusta la fuerza de la vida”[1]
Los monstruos en miniatura, que se agitaban en tropel entre las rocas, golpeaban las peñas, reunían las aguas, moderaban o acrecían el fuego, entre cuyas llamaradas reían, gesticulaban y se movían incesantemente con ese vertiginoso movimiento de los pequeños organismos de las aguas.
Las pizarras se abrían, al brío colosal de los pequeños gnomos, como las hojas de un libro, y los metales, que salían a chorros de las paredes, iban bañando las rocas y recubriéndolas de bellas tintas.
El albañil quedó aturdido y como petrificado de espanto; su ayudante, fuera de sí y loco de terror, se precipitó hacia la boca del túnel, trepó frenético por la escala, y salió otra vez, casi ahogado, a la cima de la sierra de la Quilama.
Tendido largas horas sobre las rocas de la sierra, muerto de cansancio y postrado por la emoción, pasó toda la noche.
Al venir el día miró a su alrededor y le pareció todo un sueño, una atroz pesadilla. Reco -73-noció las maromas, los garfios, las escalas; La roca que sostenía la maroma del albañil estaba rota; el garfio partido; la palanca de hierra había desaparecido. La escala no tenía más que tres peldaños adheridos a una pizarra y completamente despedazados.
El pobre hombre nunca logró saber si había sido su exploración un sueño o una realidad; pero el albañil no volvió a verse en el pueblo.
Había muerto en aquella profunda sima, o trabaja desde entonces, convertido en gnomo, en las entrañas de aquella montaña.
Quería fortuna, y la halló en aquella hondura; pero cimentada en un trabajo rudo e incesante.
FUENTE
García Maceira, Antonio. Leyendas salmantinas. Salamanca: Imprenta de Francisco Núñez Izquierdo, 1890, pp. 68-72
Edición: P.V.R.
[1] La alusión no corresponde a ningún pasaje del Fausto de Goethe, pero la experiencia del labrador sí recrea de algún modo las visiones de Fausto en su gabinete, (1.1.)