El cerco de Zamora
La oscuridad y el silencio reinaban en los campos de Zamora. Divisábase al extremo de la campiña, por la parte del mediodía, la sombría mole de los antiquísimos muros de esta ciudad, y sobre estas murallas, al parecer desiertas, no se veía cruzar alma viviente; ni una luz siquiera que brillase entre las tinieblas de la noche.
La ciudad parecía abandonada, y sin embargo, al menor grito de alarma, las almenas se hubieran visto coronadas de numerosos hombres de armas, prontos a la defensa de la plaza.
Era en el año de 1075, y Zamora, herencia y patrimonio de la infanta doña Urraca, se hallaba cercada por las vencedoras huestes de don Sancho de Castilla, que pretendía desposeer a la infanta de su patrimonio, conforme ya lo había hecho con sus otros hermanos; pero la infanta escarmentada en cabeza ajena y encontrando en los moradores de Zamora, vasallos leales y dispuestos a todo por defenderla, le oponía una resistencia que don Sancho nunca hubiera sospechado en una débil mujer.
Aquella noche en que los habitantes disfrutaban el corto descanso que era compatible con un fatigoso sitio; tampoco se percibía ruido ni movimiento en los reales de don Sancho. Tan solo se veían cruzar algunas sombras por delante de las hogueras encendidas de trecho en trecho: aquellos bultos negros eran los centinelas que guardaban el sueño a sus compañeros, ya inmóviles junto al fuego y apoyados en su lanza, ya paseando con lentos y silenciosos pasos.
0yóse a deshora el acompasado ruido que producía el galope de un caballo; y uno de los centinelas avanzados, fijando la vista en el sitio por donde se escuchaba el rumor, vio distintamente acercarse el caballo con su jinete.
—¿Quién va? preguntó, aprestando su lanza.
—¡Amigo!... Partidario del rey don Sancho, contestó el desconocido, casi al mismo tiempo que llegaba a la línea del campamento.
Habíanse ya puesto de pie y sobre las armas todos los soldados a quienes estaba confiada la custodia de aquel punto, y a ellos se entregó el hombre desconocido, asegurando que aquella había sido su intención al escaparse de Zamora, y añadiendo que le era indispensable hablar al rey. Inmediatamente partió un mensajero a darle aviso de este suceso.
El rey don Sancho, aunque recogido en su tienda, no podía disfrutar completo descanso mientras no lograse la consecución de sus designios, y se hallaba entonces, a pesar de lo avanzado de la noche, conferenciando con el Cid y con otros nobles caudillos de su ejército, acerca de los medios de facilitar una empresa que tanto impacientaba su ardor bélico. Apenas escuchó el mensaje, cuando mandó que condujesen aquel hombre a su presencia. —250—
Entró el zamorano en la tienda de don Sancho, y puesto de hinojos delante de él, sacó la espada y teniéndola por la punta se la presentó al monarca, diciéndole:
—Poderoso rey de Castilla, un fugitivo, un proscripto de Zamora, viene a ponerse bajo vuestra soberana protección.
—Alzad: yo te la concedo, contestó el rey, entregando a Alvar Fañez, que a su lado estaba, la espada que el desconocido acababa de presentarle.
—¿Cuál es tu nombre?
—Vellido Dolfos.
—¿Por qué causa has salido de Zamora?
—0fensas personales, motivos secretos de venganza, me han impulsado a abandonar esa rebelde ciudad, para realizar el designio que hace tiempo tenia concebido de servir a vuestras órdenes.
—¿Tú podrás darnos noticias exactas de la plaza?
—Y tan importantes a su alteza que para eso cabalmente deseaba verme en su presencia.
— Pues ya lo estás.
—Pero....en vuestra presencia sola, señor.
Una indicación del rey bastó para que todos los cortesanos se retirasen en silencio. Solo Alvar Fañez, por lo lentamente que se encaminaba a la puerta de la tienda, daba a entender lo mucho que le costaba obedecer aquella orden. Antes de salir se volvió hacia el zamorano, y frunciendo un tanto las cejas, le dirigió de alto a bajo una mirada investigadora. Al fin salió, llevándose como al descuido en la mano, la espada que Vellido acababa de rendir.
II.
Antes de que rompiese el primer albor de la mañana, salieron de la tienda el rey y Vellido, y montando cada uno en su caballo se dirigieron hacia fuera de los reales. Acercóse entonces Alvar Fañez con su gorra en la mano en actitud de tomar las órdenes de su señor, diciéndole, como admirado:
—¡Vais solo! ¿Señor?
—Solo, contestó don Sancho, acentuando esta palabra de una manera particular, cual si quisiera dar a entenderá su buen servidor que aquella pregunta pudiera interpretarse como una ofensa de su valor.
La repentina salida del monarca no era la más apropósito para tranquilizar los ánimos de los que habían presenciado esta escena. Efecto sin duda de alguna resolución instantánea, no bien había sido concebida cuando ejecutada, puesto que el rey había montado a caballo con el mismo traje de sala con que se encontraba en la tienda, y consistía en pantalón ajustado, borceguíes de grande vuelta, gabán forrado de armiños y gorra de plumas. A su lado pendía una espada, pero no era aquella su temible espada de batalla, sino otra que más servía de adorno análogo al traje.
Vellido llevaba su túnica de color rojo oscuro, sujeta con un tahalí[1] de cuero, del que pendía solamente la vaina de su espada, pues esta ya se ha dicho por qué no iba en su lugar.
Notando el rey, al tiempo de partir, que algunos cortesanos se acercaban, les mandó que se retirasen y sacó su caballo al galope, imitándole Vellido. La orden del rey no fue obedecida. El Cid habló algunas palabras en voz baja a otro caballero que allí llegaba, y en seguida, tomando cada uno de ellos una lanza del primer soldado que se les presentó, montaron en sus caballos y partieron en observación del rey y de Vellido. Entretanto, ya iban éstos fuera del campamento, hablando en voz baja pero muy animada.
—¿Con qué es cierto, decía el rey, podré con tu auxilio hacerme dueño de Zamora?
—Hoy mismo, tal vez, podréis verificar en ella vuestra entrada triunfante.
—¿Y veré humillada a mis plantas a esa altiva mujer que me desprecia desde lo alto de esos muros?
—Veréis rendida a vuestra hermana Urraca, conforme habéis visto a los reyes de Navarra y de Aragón: la despojareis a ella de su ciudad de Zamora, conforme despojastéis a vuestro hermano don García de su reino de Galicia y a vuestro hermano don Alfonso de su reino de León, que os pertenecían por derecho de primogenitura.
Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro del joven monarca.
—¡Ah! exclamó, entonces seré yo un príncipe grande y poderoso, y poseeré esta España conforme la poseyó mi augusto padre don Fernando el primero.
—Seréis el príncipe más temido de nuestros días y hundiréis en el polvo la frente de los envidiosos de vuestra gloria.
—¡Mucho es lo que me prometes, Vellido! ¿Pero me dirás cuál ha sido el verdadero impulso que te ha incitado a favorecer así mis designios?
—Señor, aunque nacido en la ínfima plebe, tengo un corazón osado que me incita a las grandes empresas, de las que no juzgan capaces a los hombres de mi ralea esos orgullosos magnates de mi país. Pues bien, yo haré conocer de lo que es capaz Vellido Dolfos.... Bien sé que lo que ahora voy a ejecutar, será mirado por la posteridad como una traición; mas no importa, yo solo deseo fama eterna. Caiga un baldón de infamia sobre mi nombre; pero sepa mi nombre la posteridad.
—¡Ah! eso corre de mi cuenta, darte la merecida recompensa y proporcionarte ese renombre de gloria que tanto anhelas. Pero ya es tiempo de que me cumplas tu palabra: ya casi es de día claro y nos reconocerán desde la muralla. ¿Cuál es el sitio de ella por donde decías que tan fácilmente podrían penetrar mis tropas?
—Seguid aun, señor, y os mostraré esa entrada tan fácil como segura. El caballo de don Sancho tascaba el freno con impaciencia y manifestaba deseos de retroceder al campamento, mejor que de seguir adelante.
—¡Qué...! ¿Titubeáis? Preguntó Vellido.
—¡Dudar yo! ¿Sabes que en Castilla ya no me llaman don Sancho II, sino don Sancho el valiente?
—Pues bien, ¡ved allí la escalera por donde subiréis al trono de Zamora ! El rey, inclinándose algún tanto sobre el arzón delantero, fijó sus penetrantes miradas en las murallas de Zamora, cuyas altas torres empezaban a ser doradas por los primeros rayos del sol.
Vellido, aproximándose cuanto pudo a don Sancho, le señalaba con la mano izquierda un punto del muro, mientras que metía la derecha entre los pliegues de su túnica. Hubo un momento de silencio, y cuando el rey se volvía para hablar a Vellido, vio relucir en su mano el afilado hierro de un corto venablo y casi al mismo tiempo sintió aquel frío hierro dentro de su pecho.
— ¡Traición! exclamó el desventurado don Sancho, llevando la mano hacia la guarnición de su espada, pero su brazo cayó inerte antes que pudiese empuñarla: se sostuvo un instante sobre la silla y en seguida vino al suelo, dando un grito lastimero que resonó en toda lo campiña.
Apenas Vellido vio caer a don Sancho, escapó a toda brida[2], casi al mismo tiempo que llegaban presurosos dos jinetes que ya hemos mencionado.
El uno de ellos al ver a su rey tendido en la arena y revolcándose en su sangre casi entre los pies del caballo, se arrojó prontamente del suyo para socorrerle.
El rey ya estaba mortal: solamente entreabriendo sus ojos para mirar al leal Ordóñez, dio como una muestra de haber escuchado juramento que hizo de vengar su sangre.
El otro jinete no se detuvo. Todo al contrario, al llegar al sitio de la catástrofe, arrimó los talones a los hijares de su cabo para hincarle las espuelas; pero en valde, porque no las llevaba puestas. El animal, sin embargo, penetró la intención de su amo, y partió como un rayo, mientras el jinete, maldiciendo su imprevisión, procuraba animarle con sus enérgicas palabras.
—A él, a él, le decía, vamos caballo mío..: Babieca, pronto, que no se nos escape.
Y el fogoso animal no corría, sino volaba, cubierto de sudor y de espuma.
—Más aprisa... bien, así, así, aprisa. —
El caballo ya iba desbocado; pero el jinete perdió la esperanza de alcanzar al traidor que ya estaba a las puertas de Zamora. Moderando entonces el ímpetu de su corcel, levantó la lanza en su brazo derecho y después de haberla equilibrado en el aire, la despidió contra el fugitivo. Ya entraba este en Zamora, cuyas puertas volvieron a cerrarse inmediatamente detrás de él. La lanza arrojada por el Cid quedó clavada en una de las hojas de la puerta, cuya mole maciza hizo retemblar. -251-
III
—Cuando un heraldo del campamento de las tropas de don Sancho se presentó delante de los muros de Zamora para acusar a todos los habitantes, desde el primero hasta el último, por su vil proceder, llamándolos villanos, alevosos[3], traidores, el anciano don Arias Gonzalo, que gobernaba la plaza por la infanta doña Urraca; se presentó en las almenas y disculpó con energía a la infanta, a Zamora, asegurando no tenían parte en el asesinato que les imputaban.
Mas cuando el heraldo hizo un reto formal, anunciando que un caballero vendría a sostener campo abierto la acusación, vengando la muerte de rey, Arias Gonzalo en el primer arrebato de su indignación, arrojó su guante a la campiña en señal de que aceptaba el reto y tomaba por su cuenta dejar bien pues y el honor de sus conciudadanos.
La infanta, sabedora de este suceso y del arrojo del anciano, acudió presurosa a impedirlo, conjurándole que no expusiese una vida que tan preciosa era para ella. Temía y con razón, aquella triste señora, perder al hombre que había merecido toda la confianza de su difunto padre, el rey don Fernando, para dejarla encomendada a su cuidado; al único hombre con cuyo leal corazón podía contar.
Pronto se disiparon los temores de la infanta: al buen Arias Gonzalo, ni por su ancianidad, ni por su carácter de gobernador, le convenía arriesgarse en la lid y menos lo consentirían, sus tres hijos, Pedro, Diego y Rodrigo, mozos todos de grande ánimo, el que ya habían creditado en repetidas escaramuzas con los sitiadores. Los tres hijos de don Arias fueron definitivamente elegidos para el combate, que se había de verificar al día, siguiente, debiendo presentarse armados de punta en blanco y dispuestos a todo trance.
Nada se había descuidado de cuanto pudiera asegurar el triunfo de los jóvenes: sus armas eran a toda prueba y habían sido bendecidas por el preste, y sin embargo el buen Arias Gonzalo fue reconociendo uno por uno sus caballos de batalla, examinando las armaduras y tentando el filo de sus espadas. Aquel anciano que no había temblado en cien batallas, ejecutaba todas estas maniobras con mano temblorosa; pero cuando llegó el día del combate y el momento de la partida, entonces, a pesar del grande imperio que procuraba ejercer sobre sí mismo para no dar muestras de debilidad, no pudo disimular su pena y agitación. Las lágrimas se le saltaban hilo a hilo y estrechando a los mancebos, uno a uno contra su pecho, no podía más que decir sollozando:
—Hijos míos Hijos de mis entrañas, Grande peligro habéis de correr en este día; pero el Señor os protegerá porque vuestra causa es justa...
—Dadnos vuestra bendición, señor, dijeron los jóvenes, hincando en tierra la rodilla.
—El Dios de los ejércitos os bendiga, conforme os bendigo yo en el fondo de mi corazón.
Luego volviéndose hacia el más pequeño de sus hijos, le dijo con sumo interés:
—¡Tú también vas Rodrigo! ¡Ah! tu brazo no tiene todavía la suficiente pujanza para sostener el choque de tu rival. Te encargo que evites su primer encuentro.
—Padre, contestó el joven, desde el primero hasta el último de nosotros está decidido a morir si es preciso sobre esa arena de Zamora, para borrar en ella la mancha de sangre que nos imputan.
—Hijos míos, el honor de vuestra patria, de vuestra reina y de vuestro padre se halla hoy en vuestras manos.
Al concluir estas palabras, empezó a marchar la guerrera cuadrilla, entre las aclamaciones del pueblo y precedida de trompetas y clarines. Arias Gonzalo fue con el acompañamiento hasta las mismas puertas de Zamora y allí parece que concentró todas sus fuerzas para decir a sus hijos con inusitada entereza:
—Hijos, muerte gloriosa antes que vida de ignominia.
IV.
Ya estaba esperando en la liza[4], sobre su arrogante caballo, pertrechado de todas armas, cubierta la visera e hincado en tierra el regatón[5] de su lanza, don Diego Ordoñez, ilustre vástago de la casa de Lara, que uno contra uno y solo contra tantos, había jurado sostener aquella empresa.
Era ésta una contienda en que estaban interesados no solo los dos ejércitos combatientes, sino que llamaba altamente la atención de todos los pueblos a la redonda; así es que una inmensa muchedumbre circundaba el palenque[6] y la misma concurrencia se notaba en los muros y torres de Zamora. Cada cual, como suele suceder en semejantes casos, opinaba a su modo sobre los acontecimientos y sobre el éxito de la refriega, y no faltaba, aun entre los mismos castellanos, quien decía que al rey don Sancho le estaba bien empleado aquel desmán, por su genio revoltoso y ambición desconcertada.
El primero que se presentó al frente de don Diego Ordoñez fue el mayor de los tres hijos de don Arias, y los dos rivales no tardaron un momento en atacarse. Este primer choque fue decisivo; el caballo de Ordoñez, reculó doblando las ancas con la furia del encuentro, y hubiera dado en tierra con su señor a no ser éste tan buen jinete, que le hizo al punto incorporar, aplicándole con oportunidad el acicate[7]. Las lanzas saltaron hechas pedazos y el mayor de los tres hermanos que había salido el primero a la lid, fue también el primero que quedó tendido sobre la arena. En vano esperaron que se levantase; el hierro de la lanza de Ordoñez que había quedado engastado en su pecho, había roto la coraza y penetrado hasta el corazón.
Fatal impresión produjo esta desgracia en los otros dos hermanos, sin que saliesen de su estupor hasta que oyeron a Ordoñez, que levantándose sobre los estribos, clamaba desde el medio del palenque con insultante arrogancia:
—Don Arias.... enviadme otro de vuestros hijos; porque este...
Y al mismo tiempo señalaba con cruel ironía hacia el cadáver del desventurado mancebo, que según las leyes de aquella justa singular, era forzoso sacar de la liza con ademán de desprecio.
Funesta influencia debió ejercer la vista de aquel cadáver en el ánimo del segundo hermano, pues a pesar del brío con que salió a la lid, cayó a poco tiempo con heridas mortales. ¡Ya no quedaba más esperanza que en el tercero!
Acordándose el joven del consejo de su padre y deseando esquivar el primer encuentro de su poderoso rival, arrojó la lanza y salió a la lid con espada en mano. Ordoñez conoció la intención; pero a fuer de caballero, soltó también la suya y salió a recibirle. Por un poco de tiempo aquello no fue más que una escaramuza en la que Rodrigo, más que a herir, atendía a resguardarse de los golpes de su adversario. Cada uno que recibía le llevaba por lo menos alguna parte de la armadura, al paso que los suyos no parecían hacer mella en Ordoñez. Viendo el joven que ya tenía el escudo hecho pedazos, le abandonó, y asiendo la espada a dos manos quiso aventurarlo todo a un golpe denodado. Ordoñez ya estaba prevenido, y aun dispuesto a lo mismo, así que casi al mismo tiempo cayeron los dos rivales uno sobre otro.
El golpe que recibió Rodrigo fue mortal, mientras que Ordoñez supo esquivar el que le iba dirigido; pero no tanto que la espada del joven dejase de magullarle el hombro izquierdo y corriéndose por todo el brazo, cortase las riendas del caballo y viniese a partirle la cabeza. El animal, incomodado por el vivo dolor que sentía, empezó a encabritarse —252—y a huir del sitio donde tan mal le paraban, sin que Ordoñez, falto de riendas, le pudiese contener. Viendo el astuto jinete que llevaba trazas de sacarle fuera de la liza, lo que según la usanza de la época podía interpretarse como abandono de campo, quiso arrojarse a tierra: pero era tal la furia que el caballo llevaba, que no le dio tiempo para ello; y saltando de un bote la valla, dio con él fuera del cercado.
En cuanto a Rodrigo se sostuvo algún tiempo sobre su caballo y cayó muerto persiguiendo a su enemigo.
De esta circunstancia y de la salida del mantenedor se aprovecharon los jueces del campo, para terminar aquella sangrienta prueba de las armas, juzgando que Zamora había hecho lo suficiente para librarse de toda inculpación; juicio que después fue confirmado por el rey don Alonso, dando por libre a la ciudad.
Este legitimo sucesor de la corona hallábase oculto en Toledo, desde cuya ciudad acudió apresuradamente así que le noticiaron la muerte de don Sancho. A pesar de todo, el pundonor del Cid y de los demás fieles compañeros del difunto monarca no estaba completamente satisfecho, y tuvieron resolución para exigir a don Alonso un juramento de que no había tenido parte, ni aun indirecta, en la muerte de su hermano, antes que le permitiesen subirá sentarse en el trono de Castilla.
FUENTE
Fernández Villabrille, Francisco, “El cerco de Zamora”, Museo de las Familias (Madrid) 25 de noviembre de 1845, tomo III, n.32, pp. 249-252.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Tahalí: Pieza de cuero que, pendiente del cinturón, sostiene el machete o el cuchillo bayoneta. (Diccionario de la lengua española,RAE)
[2] A toda brida: a galope.
[5] Regatón: casquillo, cuento o virola que se pone en el extremo inferior de las lanzas, bastones, etc., para mayor firmeza (DRAE)
[6] Palenque: valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines. (Diccionario de la lengua española, RAE)