La cruz del barrio de San Agustín de Cádiz.1775.
No hace mucho tiempo que podía verse en el centro del barrio de San Agustín de Cádiz, una pequeña cruz de bronce, dorada, pero enmohecida por el hálito de ese terrible destructor que se llama el tiempo. Sobre el pedestal de aquella cruz, de una sencillez enteramente cristiana, se leían estas palabras grabadas:
Hasta aquí, Madre Santa.
Hoy con esa fiebre de demolición que se ha apoderado del siglo, han desaparecido la Cruz y el pedestal.
¡A esto se llama progreso!
Triste cosa es un progreso que arrebata así los antiguos monumentos de la fe de nuestros padres, para obtener la alineación de una casa. Con este progreso se van las antiguas leyendas, las historias que los abuelos se complacían en contar durante las noches de invierno.
No se puede ya elevar nuestro pensamiento a lo pasado, ni comenzar una de esas relaciones fantásticas en que la fe sencilla se mezclaba al lujo de las imaginaciones y a las tradiciones populares, por esas palabras que cautivan inmediatamente un auditorio infantil y ansioso de cosas maravillosas: «Hijos míos, había en otro tiempo... O bien: «Pues, señor, hace mucho tiempo, mucho...»
¡Y sin embargo, cuántas instructivas y morales enseñanzas se encerraban en esos viejos paredones, que parecían desafiar los años; en esas modestas cruces que alfombraba el musgo y adornaba la hiedra, como para protegerlas de los insultos de los iconoclastas!
En mi juventud había pasado delante de la cruz del barrio de San Agustín, buscando en mi cabeza cual podría ser el pensamiento o la alusión encerrada en los caracteres grabados sobre el pedestal. El hasta aquí me había chocado desde luego. Había evidentemente en aquellas palabras un hecho memorable, tal vez un milagro.
Resolví aclarar mis dudas.
Me dirigí a un eclesiástico que por allí pasaba.
Felizmente se hallaba al corriente de lo que le pregunté.
—Caballero, me dijo: hace años, muchos años, en fin, no se sabe a punto fijo la época, porque mi madre lo había oído a su abuela, que lo había oído a su vez...
—A la suya, le dije sonriéndome, pero impacientado con sus rodeos. Muy bien: vamos al caso.
—Pues, señor, replicó el buen eclesiástico; volviendo al caso... hace muchos años de esto. Una tarde la mar estaba agitada, tan agitada cual jamás se ha visto, caballero.
Dicen que las olas se levantaban altas como montañas, y brillaban como una luz fosfórica, formando montes de espuma. Hubiera podido creerse oír como un redoble funeral de tambores; y aquel ruido crecía, se aumentaba y degeneraba en verdadero trueno.
A veces se hubiera dicho que millares de campanas chocaban entre sí.
Todo el mundo se hallaba aterrado. Jamás se había presentado un fenómeno más grande ni semejante.
Debajo de las casas, en el seno de la tierra, se oía un ruido sordo, cual si el mar minase el pueblo. De hora en hora las olas, que se precipitaban las unas sobre las otras, preñadas de furor contra la fortificación de la ciudad, subían, subían, subían siempre, y amenazaban tragarse a Cádiz. Apremiábamos las gentes unas a otras con esta pregunta, que pintaba la ansiedad de los habitantes:
—¿Qué hay?
Y el que venía de los baluartes respondía con una tristeza desesperadora:
—¡La mar sube siempre!
Como Vd. debe comprender, caballero, nadie dormía en Cádiz. Los hombres velaban, las mujeres y los niños lloraban y rezaban.
Algunos, más prudentes o más temerosos, habían abandonado la ciudad. Cuantos huyeron a la Isla perecieron, pues los dos brazos de mar que separa el arrecife lo cubrieron enteramente.
Los que se habían quedado, se hallaban agitados de diversos pensamientos. Aguardaban los unos el fin del mundo y de un nuevo diluvio, pretendían los otros que hacia las cinco de la mañana el mar volvería a su lecho, porque entonces la luna podría ejercer su influjo.
Empero los unos y los otros divagaban; porque seguramente aquella tarde había una revolución en los elementos. No era una tempestad, señor, era una cosa inaudita, extraña, particular, milagrosa. El cielo, según contaba la abuela de mi abuela, jamás había estado más puro ni tan estrellado, y en los aires no se sentía ni un soplo, ni una ráfaga de viento.
—Pero, dije interrumpiendo a mi complaciente cicerone, todo eso que Vd. me dice tiene el aire de una balada o un cuento; y ¿qué relación hay entre eso y la cruz del barrio de San Agustín?
—Tan no es cuento, me respondió, todo lo que le digo a Vd., que es precisamente lo que constituye la historia de la cruz, como Vd. podrá convencerse, si tiene la bondad de escucharme algunos instantes.
—Hable Vd.
Mi cronista continuó:
—No había un pelo de viento, y sin embargo las olas se chocaban furiosas como en los más fuertes huracanes.
Hacia las cuatro de la mañana, al alba, pareció apaciguarse el mar, al menos dejó de subir.
Corrió esta feliz noticia por la ciudad con la rapidez del rayo, y vino hacer renacer un poco la tranquilidad.
Entregáronse al descanso, en la confianza cada cual de que el peligro había pasado.
Pero a las cinco el mar había saltado la muralla con tal fuerza y rapidez, que parecía que antes que despertasen iba a destruirlos.
Dicen que el fuego es terrible; pero el agua lo es más todavía. En un abrir y cerrar de ojos las murallas que sirven de dique contra las inundaciones del mar, habían sido arrebatadas, dispersadas, fundidas, tragadas.
El agua subía siempre. Inundaba las calles, precipitándose y dando saltos. En cada esquina había un remolino.
Desolados, llenos de angustia los habitantes, a aquel desacostumbrado ruido, quisieron salir, empero quedaron helados de estupor al encontrar el mar en sus casas.
Entonces no hubo más que un gran grito de terror y desesperación en toda la ciudad. Pero este grito se perdió en el ruido imponente, terrible, formidable del mar.
¡El agua subía siempre!
Pronto se vieron nadar los muebles. Los mismos animales, los perros aullaban como a la aproximación de la muerte. Tan horrible se presentaba aquella inundación.
Seguramente era un azote de Dios enviado en castigo de la maldad de los hombres.
Los habitantes habían subido todos a los terrados, medio desnudos, levantando sus manos al cielo llenos de angustia y de arrepentimiento.
¡Pero el mar subía siempre!
Hundíanse las casas y en las ruinas que sobre nadaban los desgraciados, que todavía quedaban en los terrados, podían ver flotar, o el cadáver de un amigo o el cuerpo de un niño envuelto en sus mantillas. Y todo esto pasaba y repasaba según el capricho de las olas, que parecían divertirse con ellos como con un juguete.
Predecíase mentalmente cada uno un fin semejante, porque el mar subía, subía, subía siempre.
En aquel momento, del cuartel más alto de la ciudad que las olas habían respetado, del convento de los frailes carmelitas Descalzos salió una larga procesión.
Los carmelitas iban con los pies descalzos y el silicio, cantaban la letanía de la Virgen.
Iba a la cabeza el Prior, venerable anciano, que después ha muerto en olor de santidad.
Llevaba el Prior en la mano el estandarte de la Virgen.
A aquella vista todo el mundo en los terrados se puso de rodillas, y a cada una de las divinas perfecciones de la Madre de Dios, entonadas por la procesión, res —126— podían los habitantes con un fervor tanto más sincero, cuanto que era inminente el peligro.
Aquella voz que reasumía millares de votos, era una verdadera lamentación.
Jamás Ruega por nosotros a la consoladora de los afligidos, al refugio de los pecadores, había sido pronunciado con tantas lágrimas, con tanta angustia, con tanta desesperación.
La procesión se adelantó.
Pero el agua más furibunda, vino a su encuentro: pronto llegó a las rodillas de los sacerdotes que caminaban con heroísmo sobrehumano delante del devastador elemento.
¡¡La mar subía, subía y subía siempre!! ...
Entonces el Prior lleno de una divina inspiración, mirando al cielo, pronunció con una voz llena de majestad religiosa esas palabras que ha leído Vd. Sobre el pedestal de la cruz: ¡hasta aquí, Madre Santa!
Y al decir aquellas palabras levantó sobre el suelo el estandarte de la Virgen.
Toda la procesión se había arrodillado en el agua y oraba. Sólo el Prior con aquella convicción inmensa, con aquella seguridad que da una fe pura, permaneció en pie aguardando la intercesión de la Divinidad.
Por un momento el mar paró en su invasión.
Después, con un murmullo horrible, aterrador, el mar se alzó bramando delante del estandarte y se echó atrás comprimiendo su cólera.
Una fuerza invisible le rechazaba: las olas nuevas que venían retrocedían con un movimiento respetuoso.
El Prior dio un paso con la mano extendida sobre las olas, llevando el estandarte con la mano izquierda.
Retrocedió el elemento.
A cada paso que daba el santo hombre, el agua se levantaba y dejaba un vacío.
El Prior llegó así hasta el sitio donde se hallaban antes las fortificaciones, precedido siempre del mar, que iba retrocediendo ante la imagen de la Virgen del Carmen.
Allí el mar se amontonó como una montaña gigantesca, formó torbellinos en los aires, a manera de manga, y después se hundió repentinamente con un redoble y un estrépito formidable en el centro de su cauce, que dejó marcados con largas tiras de blanca espuma.
Había pasado el peligro. La Virgen acababa de obrar un milagro.
En memoria de este hecho, caballero, prosiguió el eclesiástico, se había levantado en el barrio de San Agustín[1]), y en el sitio mismo donde el Prior había dado el primer paso, invocando a la Divina Madre, esa cruz en que Vd. ha reparado.
Al volver a Cádiz, en 1868, fui a ver al eclesiástico, de quien me había hecho amigo: hablamos de la cruz, que eché de menos, y le dije: ¿por qué la han quitado?
Me parece que semejante monumento debía trasmitirse de edad en edad cual una preciosa reliquia.
—Tiene Vd. razón, caballero, pero ¿qué quiere Vd. ?... La revolución no respeta nada: ataca a los hombres como a los monumentos. Verdad es que más tarde remplazaron a la cruz con una Virgen, que se colocó en un nicho hecho en una casa del barrio de San Agustín; pero hace algunos años que la estatua conmemorativa ha desaparecido también.
—¿A consecuencia de alguna revolución?
—No señor, respondió el sacerdote; esta vez ha sido a consecuencia de los planos propuestos por los ingenieros y los arquitectos de la ciudad. Había que rectificar la alineación del barrio de San Agustín y la casa de la estatua incomodaba, y han quitado una y otra.
Hoy, añadió sentenciosamente mi amigo, los arquitectos son como las revoluciones, destruyen.
Muchos de nuestros lectores habrán conocido que el día que se verificó en Cádiz aquel terrible fenómeno, en que estuvo a punto de ser sumergida en el mar esa preciosa ciudad que forma el orgullo de nuestra España, y que es la joya de Andalucía, fue en 1775, en que tuvo lugar el terrible terremoto que tantos daños causó en varios puntos de Europa, y que destruyó la mitad de la ciudad de Lisboa, haciendo que los montes que la rodean cayesen sobre sus edificios; terremoto, cuya memoria se conserva aún, dolorosamente, en aquella capital, y que a pesar del trascurso de tantos años deja ver las ruinas que hay amontonadas, no habiendo sido bastante el espacio de un siglo para dejar limpio aquel terreno. La ciudad de Cádiz estuvo a punto de ser tragada por el mar, como lo han sido tantas otras en la antigüedad por la violencia de los terremotos.
Las olas del mar se levantaron en aquel día a sesenta y dos pies sobre su nivel ordinario. ¡Sólo un milagro patente de la Madre de Dios salvó aquel día aquella preciosa ciudad! Ha desaparecido el sencillo monumento; ¡¡pero de padres a hijos la tradición trasmite aquel lamentable suceso!! ...
FUENTE
Conde de Fabraquer, “La cruz del Barrio de San Agustín de Cádiz”, Cádiz, (semanario, publicado en Cádiz) 10-10-1877 pp. 125-127.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] El barrio de la Viña. La Virgen a la que se refiere la leyenda es la advocación de Nuestra Señora de la Palma Coronada. Los frailes descalzos que sacaron en procesión el estandarte fueron Fray Bernardo de Cádiz y Fray Francisco Macías.
Es interesante la rectificación publicada por el mismo periódico Cádiz, días después de la publicación del texto del conde de Fabraquer.
“Nuestro apreciable colega La Verdad, al que agradecemos infinito sus frases deferentes a nuestra Directora, extraña que no hayamos dicho nada rectificando las inexactitudes históricas o tradicionales que según parece, contiene el artículo del Sr. Conde de Fabraquer titulado La Cruz del barrio de San Agustín de Cádiz. No debe atribuir nuestro silencio a indiferencia en este asunto, sino a la justa consideración que nos merece el autor, el cual, como único responsable del trabajo que firma, contestará; así lo esperamos, a la indicaciones que se nos han hecho”. El Cádiz, 10-1-1877 n.19.