La cuesta de la reina
Allí, y en una de estas borrascosas noches, predispuesto el ánimo lo maravilloso y sombrío, es donde oí contar la leyenda, o, por mejor decir, la tradición histórica que dio su nombre la Cuesta de la Reina, camino que existe todavía y que, arrancando de la misma puerta de Fres del Val, conduce lo alto del monte que se eleva la derecha del monasterio.
Lo que en aquella noche me contaron ocurrió comienzos del siglo XV, cuando se acababa de fundar el convento y todavía no estaba terminada la obra del claustro, en la que trabajaban artistas de distintos países, y entre ellos algunos moros esclavos o conversos.
El fundador de Fres del Val era Don Gómez Manrique, hijo bastardo del adelantado[1] mayor de Castilla Don Pedro Manrique, llamado el Viejo. Murió éste sin dejar hijos y sí sólo un bastardo, que había sido entregado en rehenes, siendo niño, los moros de Granada, educado en dicha ciudad y convertido la religión musulmana. - 190 -
A la muerte de su padre, el mozo vino a Castilla, se hizo rebautizar abjurando el islamismo y, tomando el nombre de Don Gómez Manrique, entró en posesión de las haciendas y señoríos de su padre, y contrajo matrimonio con Doña Sancha Rojas, descendiente de una de las familias más poderosas del reino.
Don Gómez el Rebautizado, como le llamaban, tuvo vida aborrascada y aventurera y, siguiendo los Reyes de Castilla, riñó batallas con los infieles, olvidado de que con ellos había vivido y profesado su religión. Su guerra a los moros no le impedía, sin embargo, hacer el amor las moras, pues se contaba de él que, recristianado[2] ya, esposo de Doña Sancha y caudillo famoso entre los castellanos, más de una vez le sucedió volver pisar las calles de Granada, ceñido el turbante y rebozado en el alquicel[3] morisco, para tener amores con una princesa mora, dando con estas aventuras mucho que decir y murmurar al vulgo.
Tal fue el Don Gómez que en los últimos años de su vida, junto con su esposa Doña Sancha, fundó el monasterio de Fres del Val y puso en él monjes jerónimos[4], dotándoles con pingües rentas.
Comenzaba ya tener celebridad y fama el monasterio, y estaba terminándose la obra de su magnífico claustro, cuando falleció Don Gómez. -191 -
Había por aquella época un castillejo, hoy ya desaparecido, en la cumbre del monte que se alza la derecha del convento. Consistía este castillejo en sola una torre, circundada de robusto muro, especie de atalaya o vigía.
Era propiedad de la casa Manrique, y como raras veces acontecía que allí se aposentasen hombres de armas, sólo lo habitaba un esclavo moro, quien se confió su conservación y vigilancia. Comenzó un día circular por el país la noticia de que en aquella torre se albergaba una mujer, la cual andaba retraída y oculta, sin apartarse jamás del fortificado recinto.
Y de que era así no cabía duda, pues que a veces, por la noche, se oía una voz femenil que entonaba en lengua desconocida cantares en su ritmo y estructura parecidos a los que muchas veces oían moros cautivos.
Más adelante se dijo también que en ciertas y alternas noches, siempre hora muy avanzada, se veía pasar una mujer caballo, envuelta en una capa blanca, por el camino que del castillejo conducía Fres del Val, y que al llegar cerca del monasterio, desaparecían repentinamente mujer y caballo, como desvanecidos en el aire. Sólo sucedía esto en noches obscuras; jamás en noches de luna.
Nada tan fácil de exaltar como la imaginación del vulgo, ni nadie tan propenso creer en lo sobrenatural y extraordinario, sobre -192- todo habiendo fundamento para ello. Y que lo había, era cierto. Al comprobarse que en la torre moraba una mujer, la cual sólo salía de ella caballo en noches sombrías, recatada y misteriosamente, la imaginación popular, dada siempre lo maravilloso en todos tiempos y edades, tuvo sobrados motivos para lanzarse desalada por los espacios.
Bien pronto se extendió la voz por la comarca, y por reticencias, suposiciones o conceptos indiscretamente recogidos de los moros que trabajaban en las obras del monasterio, comenzó decirse, afirmándose ya entonces en ello la opinión, que la mujer del castillejo y de las noches sin luna era una reina mora que aprovechaba las sombras nocturnas para ir al convento e introducirse en él.
La nueva de lo que ocurría acabó por llegar a oídos del P. Prior, y no fue poca, ciertamente, la zozobra que hubo de llevar su ánimo.
Apresuróse el Padre tomar precauciones y medidas para averiguar la certitud del hecho. No tardó en adquirirla. Sus recaderos y sus escuchas diéronle la seguridad de que, en efecto, el castillejo era habitado por una mujer árabe que nunca de día abandonaba el recinto, donde era menudo visitada por uno de los esclavos que trabajaban en las obras del claustro y que parecía ser portador de secretos mensajes. Por lo regular, el día en que recibía —193— el mensaje era aquel en que salía de la torre, muy adelantada la noche, no regresando hasta el romper del alba.
Y aún más. Como la misteriosa dama fue espiada en sus excursiones nocturnas por orden del Prior, pudo adquirir éste la certeza de que al llegar la amazona al monasterio, se detenía junto una puertecita provisionalmente abierta para facilitar los trabajos de albañilería que se estaban ejecutando. A una seña particular, ya sin duda convenida, la puerta se abría, descabalgaba la dama, dejando su caballo al amparo de un vecino zarzo[5], y penetraba en el claustro.
Grandemente hubieron de alarmar al padre Prior todas estas nuevas; pero como era hombre de mundo[6], muy superior las preocupaciones vulgares, creyó comprender en seguida que de lo que se trataba era de citas sacrílegas de aquella mujer con alguien de los que allí vivían en clausura. No sospechó ciertamente de los monjes, que eran todos de edad provecta y todos de condiciones que no se avenían con aventuras amorosas, aunque sí de los novicios, entre los cuales no faltaba alguno en cuyo corazón ardían tal vez, más que los misticismos del monje, los arrestos del caudillo.
El P. Prior conocía sin duda los secretos del corazón humano, y sabía, seguramente, -194- que muchas veces le sucede al hombre buscar el silencio, el retiro, la soledad, y encontrarse con el deseo que le devora, con la duda que nace y con las pasiones que hierven en tumulto, es decir, con la insurrección y la rebeldía del alma.
El resultado de sus pesquisas y averiguaciones no se hizo esperar. Poco tardó en saber que el héroe de las citas nocturnas era en efecto un novicio cuya conducta irregular atraía la duda y despertaba el recelo. Era este novicio precisamente el mismo en quien desde el principio recayeron las sospechas del Prior; joven impetuoso y gallardo, que no se conformaba con la vida del claustro, y a quien el padre Superior, por haberle sido muy secretamente recomendado, atendía con singular cariño, cerrando los ojos todas sus faltas, inclinado siempre perdonar sus travesuras.
Pero ya esta vez la cosa ni merecía perdón ni tenía disculpa.
¡Convertir el terreno sagrado del convento en teatro de citas escandalosas y romper la clausura para que entrara profanarla una mujer, y una mujer de la raza de infieles!
Jamás se había visto ni pensado caso igual, y el Prior, olvidando aquella vez los consejos de la prudencia, nunca quizá como en este lance[7] tan necesaria, decidió que el castigo -195- fuese público y tan inexorable como merecía el escándalo. Tendió, pues, sus redes, y todo salió según sus deseos. Recibió cierta noche el aviso de que la mujer árabe había penetrado en el convento, y en el acto mandó llamar varios padres, habituales consejeros suyos, arrebatándoles las delicias del sueño, enteróles rápidamente del asunto y se dispuso sorprender con ellos los culpables.
Ínterin[8] se fraguaba esta tormenta, la amante pareja, sumergida entre las sombras de la noche y las del claustro, se entregaba sin duda íntima y sabrosa conversación, cuando, de improviso y como por arte mágica, abrióse ante ellos la puerta de la iglesia, que apareció profusamente iluminada, y, en medio de la luz esplendorosa del templo, se adelantó el padre Prior rodeado de sus monjes y escoltado por numerosos servidores que llevaban antorchas encendidas.
Los culpables no tuvieron tiempo de huir, ni acertaron tampoco: tan rápido fue para ellos e imprevisto aquel verdadero cambio de escena.
Dieron las luces vida lo que las sombras recataban. Sentada en un poyo del intercolumnio[9], con la cabeza apoyada en la gótica pilastra, apareció una mujer de arrogante figura, con todo el esplendor de su belleza realzada -196- por el lujoso traje árabe que vestía, y reclinado a sus pies, con las manos cruzadas sobre su falda, el joven novicio mismo en quien recayeran las sospechas del Padre.
El crimen, el sacrilegio, el escándalo eran patentes.
La mujer no se movió. Guardaba su misma actitud, rodeando con su brazo la columna y descansando en ella la cabeza, serena, impasible, sin la menor alarma, sin el más leve movimiento, como una estatua del claustro.
Sólo sus ojos, chispeantes, fijándose en los recién llegados, revelaban que en aquel cuerpo había vida. El mancebo, por el contrario, se levantó como movido por un resorte, irguióse cuan alto era, y se colocó delante de la mujer, en ademán de protegerla.
El padre Prior avanzó entonces, amenazador y severo, dispuesto lanzar el anatema[10] y el rayo de la Iglesia sobre los sacrílegos violadores, de la clausura y del santuario, al mismo tiempo que avanzaban también los servidores para apoderarse de aquéllos.
Pero antes de que el airado monje pudiera realizar su propósito, el mancebo, que comprendió lo que pasaba en el ánimo del Prior y se hizo cargo de sus sospechas, detuvo el anatema pronto brotar de sus labios, adelantándose resueltamente y diciéndole:
— ¡Es mi madre! - 197-
Y así era, en efecto, y todo quedó entonces explicado.
Era aquella mujer la dama árabe con la cual tuviera amores el fundador Don Gómez Manrique, y en ella el hijo bastardo, que hizo entrar en el noviciado y destinaba para fraile.
A la muerte de Don Gómez, vínose la princesa secretamente Castilla, y entendióse con el esclavo moro que era guarda del castillejo, para hospedarse en éste y desde allí entrar en comunicación con el mancebo, quien su padre, poco antes de morir, había puesto de novicio en el convento.
Las entrevistas del hijo y la madre se celebraban siempre de noche, bajo el misterio de las sombras y en el claustro.
Arrepentido el padre Prior del aparato de publicidad que había querido dar al acto de sorpresa de los que creía sacrílegos amantes, trató entonces de que la cosa no alcanzara proporciones ni anduviera en lenguas, y procuró ocultarla relegándola los secretos del monasterio.
La princesa mora desapareció; el joven novicio, bastardo de Don Gómez, salió del convento para ir buscar en otras esferas ocupación más adecuada sus inclinaciones y empujes, y desde entonces aquella cuesta que conducía al castillejo, tantas veces cruzada de -198- noche caballo por la dama árabe, recibió del vulgo el nombre de Cuesta de la Reina, que conserva todavía.
Es el único recuerdo vivo que de la escena de aquella noche nos queda.
-Fres del Val, septiembre de 1894 -
FUENTE
Balaguer, Víctor, “La cuesta de la reina”, Historias y leyendas, 1889. S.l.] [s.n.] Madrid Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos –
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Adelantado: 6. m. Antiguamente, jefe militar y político de una provincia fronteriza. (DRAE)
[2] Cristianar: bautizar.
[3] Alquicel: 1. m. Vestidura morisca a modo de capa, comúnmente blanca y de lana. (DRAE)
[4] Jerónimos: orden de clausura dedicada a la oración fundada en el siglo XIV que sigue el espíritu ermitaño de San Jerónimo.
[5] Zarzo: techado de paja
[6] Hombre de mundo: con experiencia y amplitud de criterio.
[7] Lance: m. Trance u ocasión crítica
[9] Intercolumnio: espacio entre dos columnas
[10] Anatema: condenación.