El horno de las brujas
»Son sin duda espíritus vaporosos que engendra la tierra,
como los produce también el agua. ¡Por dónde habrán desaparecido?»
SHAKESPEARE.
La calle que hoy tiene el nombre del eximio poeta y sabio genealogista D. Gonzalo Argote de Molina [1]era en lo antiguo una de las calles más irregulares de la población, en la que existieron, entre algunos buenos edificios, varias casuchas que servían de guarida a gente de fama nada envidiable y de costumbres no muy dignas de imitarse. Cuenta la tradición que en una de estas casuchas, la más sucia y abandonada de todas, habitaba a fines del siglo XV cierta anciana a quien tenía el vulgo por mujer sobrenatural y extraordinaria, con sus puntos y ribetes de hechicería.
Era la vieja de miserable aspecto y de horrible catadura, muy dada a la confección de filtros y brebajes, echadora de cartas, adivina de lo porvenir y muy amiga de todas las hembras de su calaña, con — 89— quienes solía reunirse por las noches, entregándose a ceremonias misteriosas que daban mucho que hablar a los vecinos del barrio.
Tenía la bruja un hijo, sabe Dios de quién, mocetón zafio y descreído, espadachín y pendenciero, que le ayudaba en sus ridículas faenas, y el cual promovía con frecuencia grandes escándalos siempre que al amanecer llegaba a acostarse, acompañado de mujerzuelas y gente de la hería[2], entre quienes pasaba una vida ociosa y degradada.
Sucedió una noche que llegando solo por casualidad y embriagado a su casucha, halló la puerta tan cerrada que por más golpes que dio en ella no consiguió que le abriesen, pues la madre y las demás brujas que con ella estaban entonces en un sótano, embebidas con sus prácticas de hechicería, ni oyeron los aldabonazos ni los gritos y juramentos del mocetón.
Aburrido éste, y no pudiendo apenas tenerse en pie, efecto del mucho mosto que se había echado al coleto[3], a falta de otro lugar más a propósito donde pasar el resto de la noche, que era fría y desagradable, metióse en un gran horno que en el muro exterior había, y que por la mañana solía encender la vieja para que fuesen a cocer el pan los vecinos, que por tal servicio pagábanle algunos maravedises[4], cuya cantidad no precisa la tradición.
No bien entró el zafio en el horno, acometióle un profundo sueño, quedando tan dormido, que después de salir el sol continuaba roncando sobre —90 — los ladrillos cual pudiera hacerlo en una cama de blandas plumas.
Y sucedió después, que llegada la hora en que la horrible bruja solía encender el fuego, cuando estaba aventando los secos troncos, oyó gritos pidiendo socorro, y al conocer por la voz que quien los daba no era otro sino su propio hijo, desesperada de no poder salvarle, y después de inútiles esfuerzos, cayó al suelo de rodillas, con las manos cruzadas y rezando a toda prisa cuantas oraciones le vinieron a la memoria.
Acudieron algunas personas al lugar del suceso, sin que ninguna pudiera contener las llamas, que rápidamente habían adquirido las mayores proporciones, haciendo ver a los que quisieron verlo que aquello no era otra cosa que un providencial castigo a las impiedades del hijo y a las hechicerías de la madre.
Pero he aquí que cuando más apurada era la situación, cuando nadie podía acercarse al horno por la intensidad del fuego, que amenazaba destruir el edificio, acertó a pasar la calle un fraile de la orden de San Francisco, llamado Fr. Diego de Alcalá[5], varón muy respetado del vulgo y a quien se le atribuían algunos milagros.
Comprendió el regular que aquella desgracia podía arreglarse, y compadecido de los lamentos de la vieja y de los ayes del zafio, corrió con premura a rezar un par de Salves a la Virgen de la Antigua,[6] y lo mismo fue hacerlo al llegar a la Catedral, se — 91 —apagaron las llamas instantáneamente, saliendo en seguida el muchacho del horno sin la más leve quemadura.
Ante el milagro, la anciana abandonó sus brebajes, sus filtros y sus brujerías, haciéndose ferviente devota, y el mozo tomó la buena senda, llegando a ser con el tiempo prior de un convento de franciscanos en Granada. Esta es la tradición que dio origen a que la calle que tiene hoy el nombre ilustre de Argote de Molina se llamase durante muchísimos años calle del Horno de las brujas; si bien no me es desconocido el origen que otros autores le atribuyen con buenas pruebas, asegurando que allí vivieron dos hermanas que tenían un horno donde fabricaban tortas al estilo del pueblo de Brujas. — 92 —
FUENTE
Manuel Chaves Rey: Páginas sevillanas. Sevilla, Imprenta de E. Rasco, 1894, pp.89-91.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Gonzalo Argote de Molina: poeta e historiador nacido en Sevilla en 1548. Fallecido en Las Palmas de Gran Canaria, 1596.
[2] Hería: 2. f. germ. Conjunto de bribones. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[3] Echado al coleto: había bebido
[4] Maravedí: 1. m. Moneda antigua española, efectiva unas veces y otras imaginaria, que tuvo diferentes valores y calificativos. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[5] Fray Diego de Alcalá. San Nicolás del Puerto (Sevilla), ca.1380 – Alcalá de Henares (Madrid), 1463. Religioso franciscano, lego, canonizado.
[6] Virgen de la Antigua: en la catedral de Sevilla. Es una imagen de la Virgen con el niño en brazos y que tiene en la mano una rosa blanca, parece que es una devoción que procede de la región leonesa.