La Ondina Caricea
Al poco tiempo dormía dulcemente; más mi espíritu, excitado y poseído aun de la impresión del Lago, transportóse en un sueño fantástico y sublime a sus orillas.
¡Oh visiones del sueño encantadoras, jamás comparadas con la más venturosa realidad!...
Soñaba yo que, junto a la ribera del fantástico Lago, me encontraba sentado sobre un tapiz de césped, contemplando la tersa superficie del líquido cristal, cuando una visión bella y vaporosa se presentó ante mí.
En el centro del Lago, una como columna de vapor de sus densos efluvios se condensaba, bañada por los pálidos rayos de la luna, apareciendo al fin los hermosos contornos de una figura diáfana, como la sombra suave y trasparente de una mujer fantástica sobre un lecho de espumas, y luego otra porción de sombras vaporosas, con figura de mujeres también, y cabalgando sobre flotantes cisnes, rodearon la sombra principal.— 100 — Sobre espumosos surcos, y levantando infinitas gotas como lluvia de perlas que formaban un rumor sutil y cadencioso en las ondas serenas, se fueron acercando lentamente hasta llegar a la aromada orilla.
La principal figura que en el centro del fantástico círculo se alzaba misteriosa, acercándose a mí, dijo con una voz tan dulce y melodiosa como el rumor de las sutiles gotas sobre las ondas lánguidas:
—¿Qué haces ahí, poeta?...
—Soñar...—le contesté.
—¡Siempre soñando!... prosiguió la visión.—Yo adivino tu sueño. ¿Quieres saber la historia peregrina de este encantado Lago?... Pues escucha mi historia, que es la suya.
Yo soy la Ondina Caricea, la princesa del Lago la reina misteriosa de sus ondas, que habita silenciosa y encantada en este alcázar de cristal y espumas.
Mi padre era un caudillo astur avaro y poderoso de estas comarcas, hace ya veinte siglos. Entonces me llamaban Borenia. Allí estaba mi choza, mi cabaña (y señaló a Borrenes)[1].
Mientras mi padre acaudillaba gentes y preparaba agrestes cacerías, muerta mi anciana madre, descendiente de celtas, yo cuidaba feliz de mis rebaños, de albos corderos y ovejas baladoras, que —101— apacentaba entre estos altos montes y deliciosos valles, y sesteaba a la orilla de los ríos, coronando mis sienes con las campestres flores, cantando a coro con las señoras aves que alegraban las dulces arboledas.
Aquí estaba mi valle predilecto, donde hoy se extiende el Lago.
Entre sus selvas y aromadas florestas existía una fuente, la Fuente de Borenia, como se le decía, sobre cuyo cristal puro y trasparente contemplaba mi rostro juvenil.
Una tarde, a la puesta del sol, que allá doraba con sus postreros rayos las elevadas cimas de los montes, recogí mi rebaño, y al sosegado abrigo de mi choza, me entregué al dulce sueño aquella noche.
¡Y un sueño misterioso y fatídico enajenó mi espíritu, y a la mañana los bélicos clarines de unas extrañas gentes que a lomos de rápidos corceles en son de guerra hacia el Astur venían, vibraban en el sereno ambiente de estos valles. El sol de aquella aurora se reflejó radiante en millares de cascos, de corazas y mallas, poblando el aire y ocupando el campo!
Las legiones romanas, acaudilladas por el mismo César, prepararon el campo del combate.
Médulo, mi padre, acaudilló también sus indomables gentes, y montándome a lomos de su caballo, me ocultó en una gruta del monte abrupto, en la cual escondía sus tesoros, y a donde con los suyos esperó la señal de la batalla.
Llegó por fin el desdichado día para los hasta entonces victoriosos romanos. Batidos por los cántabros —102—rebeldes, encontraron más difícil el poder dominar a los astures.
Todo el mundo hasta entonces conocido, era suyo, tributario de Roma, esclavo dé los Césares romanos.
Tan sólo ese montón de inexpugnables montes restaba a su codicia para cerrar las ya entornadas puertas del gran templo de Jano y dar la paz al mundo.
Llegó el momento del combate campal. Los astures, parapetados en el monte Medulio (llamado así por defenderlo Médulo), rechazaron con ímpetu violento y denodado brío el poderoso ataque de las heroicas huestes imperiales, y el victorioso Augusto, el César opulento que laureado de gloria dominaba al mundo, no pudiendo domar a aquellos montes, se entregó a la tristeza después de tanto triunfo.
Entre esos montes escondida estaba la llave de oro universal para cerrar las puertas misteriosas abiertas en la guerra, cerradas en la paz, y hasta no conseguirlas, le parecía mal guardado el gran templo que encerraba las glorias de su imperio, dominando al mundo.
Médulo, seguido de sus gentes después de la victoria, me tomó de nuevo, por quedar muy distante la gruta en que me hallaba, y poniéndome a lomos de su caballo, descendía del monte defendido.
El César en su tienda lamentaba la trágica derrota, y Caricio, el general romano más bravo del imperio y amado del César, acaudillaba las vencidas huestes. Al verme en la entrevista que con Médulo tuvo, se enamoró de mí de tal manera, que —103 — propuso a mi padre celebrar una capitulación honrosa y alianza en paz con Roma si le daba mi mano para ser su esposa. Médulo, que odiaba al romano con saña irresistible, no admitiendo condición alguna, se declaró rebelde, negándole mi amor y mi hermosura.
Entonces el general romano juró por sus dioses inmortales vencer a los astures, ganando aquellos montes por conseguir el triunfo de mi amor. Y encareciendo al César su pronta retirada a Tarragona, harto de tanta guerra y tanto triunfo, ofrecióle vencer a los astures, posando el águila imperial sobre las cimas de los vencidos montes, limitando ya en ellos los dominios de Roma, señora ya del mundo.
Accedió el César, confiado en su valor y su promesa, y Caricio, en alas de su amor y su deseo, preparó la batalla. Desde entonces los romanos me llamaron Caricea, o la amada de Caricio.
Quizás yo amaba al héroe por hallar en su amor el triunfo de algo grande que unificaba con su gloria al mundo. Una noche oscura y espantosa en que la tempestad brillaba con sus cárdenos relámpagos y hablaba con la voz retumbante de sus truenos sobre el monte Medulio, como el sagrado Sinaí en la noche del Génesis, los astures, armados en sus montes, aguardaban el poderoso ataque de los bravos romanos que protegidos por las intensas sombras de la noche, y orientándose a veces por el rojo fulgor de los relámpagos, aprestaban su asalto.
¿Quién puede describir lo que entre la espantosa —104— oscuridad de aquella eterna noche sucedió entre el fragor de las montañas?...
Los montes parecía que se hundían, cayendo estremecidos de sus duros cimientos de granito; el chocar de las armas los gritos del combate, el triste lamentar de los heridos, juramentos y voces confundidas en concierto infernal, llenaban el ambiente enlutado de sombra, que sólo a veces desgarraba el rayo; y el trueno, el ronco trueno, retumbando en las sinuosidades rústicas del monte, contestaba iracundo al infernal estruendo del hórrido combate.
A la mañana después de aquella noche, cuando el alba nublada bañaba con los rayos del sol los tristes horizontes, esos montes amanecieron rojos, como aún existen, amasada su tierra con la sangre de astures y romanos, y el águila de Roma, ya posada en sus cimas, extendiendo sus alas imperiales, presidia a las aves carnívoras que cernían su vuelo pavoroso sobre un campo de sangre, ¡desgarrando los fétidos cadáveres!
Un rayo de la anterior tormenta, que no la espada del romano, dio muerte a Médulo, fundiendo sus tesoros con su fuego y esparciendo los átomos del oro en las masas graníticas del monte.
Yo, al contemplar después a los astures que corrían vencidos en dirección de Lancia, seguidos de las fieras legiones imperiales, abandoné la gruta y corrí hacia el valle en el momento en que el romano avanzaba hacia el monte buscándome con ansia.
Al verme en mi carrera fatigada y llorando, apretó los ijares del rápido corcel, y corrió en pos de mí, a tiempo que llegaba a mi escondida fuente—105. Sentéme en sus bordes recamados de césped rendida de dolor y de cansancio; sentía miedo, sí, pero un valor intenso me dominó, adormeciendo mi ánimo.
Llegó Caricio, penetró en el valle, y al acercarse al sitio, la tranquila fuente se fue lánguidamente desbordando. Cuanto más avanzaba el general romano, avanzaban sus ondas cristalinas. Y ascendían sus aguas, y ascendían cubriendo yerba y flores, y los troncos robustos de los árboles, haciendo ya retroceder al vencedor caballo del caudillo; y yo, inmóvil al borde de lo que fue su cuenca, sentí llegar al pecho su cristal trasparente y ondulante, y llegar a mi cuello y humedecer mi rostro, y al alentar con ansia, inundarse mi boca y mi garganta, y extinguirse mi aliento, y apagarse mis ojos, flotando mis cabellos en su ráfagas de algas, y sentí desprenderse de mi cuerpo frío mi espíritu flotante que en tanto que mi cuerpo cayó en la cuenca oscura como yerto cadáver en su tumba, quedó libre, vagando entre las ondas cristalinas como el eterno espíritu del Lago.
Vencidos los astures por completo en Lancia, quedaron vencedores los romanos, señores ya del mundo; y al referir Caricio tal portento logrado por su amor, y sabida la historia, tuvieron este Lago por sagrado, y a mí por sacra Ondina de sus ondas, y llamáronle el Lago de Caricea[2].
Y el tiempo trascurría y pasaban los años, y los —106— siglos, y mi espíritu oculto flotaba en las ondas tranquilas de este Lago.
Una noche, una noche serena y deliciosa en que la blanca luna, reflejando su argentado disco, dibujaba sobre el terso cristal del Lago trasparente la tersitud del cielo, sentí agitarse el centro de mis ondas, y en una corriente extraña é impetuosa, penetrar una hermosa y diáfana visión en mi líquido alcázar de cristal.
Acercóse, y me dijo:
—¡Ondina Caricea, princesa de este Lago, yo soy Florinda, la famosa Cava, la Ondina del Tajo, donde flota mi espíritu encantado!
Un rey godo me amó lascivo y vehemente, y violó mi virtud, siendo el castigo de su vil seducción la pronta destrucción de su reinado, y de su antigua y noble dinastía.
Bañándome en las ondas cristalinas del caudaloso Tajo, Rodrigo me observó, gozando mi hermosura; en el Tajo fue el crimen, la inmensa perdición del reino godo, del esplendor de España.
Unas gentes extrañas y feroces invaden nuestro extenso territorio, dominando sus fértiles comarcas.
Yo, que fui el motivo infeliz de tanta ruina, quiero auxiliar a sus fuerzas; en el Tajo también en este instante está su salvación. Por la corriente rápida del río, llevado por sus ondas impetuosas, como Moisés por el inmenso Nilo, va un débil canastillo; en él, un tierno niño; duerme el sueño feliz de la inocencia, flotando entre las ondas que lo arrullan. Corramos pronto, hermana, por las secretas vías y líquidos senderos que hasta el Tajo conducen, y llegando hasta él, sostengamos— 107 — el frágil canastillo, conduciéndole con nuestras manos invisibles por la corriente del sereno rio, dejándole seguro en la ribera, ¡porque él será el caudillo que salvará a su pueblo!
Dijo, y sobre góndolas de espuma, abandonando el Lago, penetramos por las secretas vías subterráneas y líquidos caminos que ocultos comunican con el inmenso mundo de las aguas, atravesando las grutas misteriosas donde ocultan los Gnomos sus tesoros y los trasparentes fantásticos alcázares donde danzan las Náyades, y bordan las Ondinas, y murmuran y cantan las Nereidas.
Y llegamos al Tajo, que cruzaba la comarca feraz de Extremadura, y dimos con el débil canastillo, que flotando al azar, se deslizaba por la corriente del famoso río; y entonces, acercándonos con nuestras manos líquidas, vagando entre las ondas trasparentes, condujimos al misterioso infante, hasta que un cazador noble y bizarro, de egregia alcurnia y sentimientos puros, llegó a la orilla persiguiendo una res. La Providencia le condujo hasta el río, y las Ondinas, dóciles a su voz, confiamos al auxilio del hidalgo el regio canastillo.
¡Más tarde, el nombre de Pelayo vibraba en el ambiente, resonando en los ecos entusiastas de las épicas trompas, al alzar el heroico pendón de Covadonga, como enseña de gloria![3] . Después, otra noche también, en que la luna recataba entre nubes cenicientas su faz melancólica, — 108 — sentí por ese lado donde hoy es Campañana[4], tras la selva sombría, unos tristes lamentos y amargos alaridos, que turbaban el silencio del valle, traídos por las auras apacibles que rizaban las ondas de mi Lago. Luego unas ásperas voces y unos gritos de ira, y el estruendo de un reñido combate se oyó en el aire de la noche sombría:
—¡Al Lago, al Lago, desdichadas doncellas, sonaba en el ambiente, antes de entregaros en manos de esos bárbaros infieles!...
—¡Antes la muerte, repetían las auras entre el tétrico estruendo de las armas; que tan vil violación, hijas de nobles, descendientes de godos, antes al Lago que al harén del Emir o del Califa, aunque pese al nefando Mauregato!...
—¡Al Lago!... ¡Al Lago!...
Y de pronto, el inmenso cristal del trasparente alcázar, por diferentes partes se rompía, dando paso a las hermosas vírgenes vercianas, libertadas por la espada vengadora de sus padres y amantes, de las feroces garras de los árabes, para servir de contingente impuro en el tributo de las cien doncellas, y sus cuerpos se hundían hasta el fondo del Lago, quedando sepultadas en el cieno, y sus espíritus flotantes, como el mi entre las dulces ondas, que las ondinas son los espíritus del agua, como los ángeles son los espíritus del aire; y helas ahí, que son las que forman mi corte misteriosa en el líquido alcázar de mi Lago.
De esta suerte habló la misteriosa Ondina, y extendiendo— 109 —una mano, blanca y trasparente, la posó sobre mi pecho, diciendo:
—Ya la aurora matiza con sus tintas de púrpura y de oro los líquidos cristales de mi alcázar, y al misterio solemne de la noche sucede la realidad del día.
¡Sueña, sueña, poeta, y no olvides la fantástica historia de este Lago!...
Dijo, y sobre las ondas trasparentes íbase deslizando lentamente en su carro de espumas, seguida de su corte, y yo sentía aun su mano sobre mí; pero advertía demasiado pesado aquel tacto que tan sutil y suave parecía, y un sacudimiento nervioso me despertó de pronto.
Desperté de mi sueño deleitoso, y aun poseído de su encanto, sentía aquella mano demasiado pesada para ser de Ondina, y era, ¡oh desencanto! y era la sólida mano de la maragata, que me despertaba de mi ensueño para contemplar el Lago con la aurora.
¡Oh cruel realidad! La Ondina convertida en maragata, como Dulcinea en labradora!...
—Ya es hora, señorito, dijo la posadera; y abandonando el lecho, y vistiéndome en seguida, y después de tomar un bien servido y sabroso desayuno mi compañero y yo, salimos de la posada y nos encaminamos al Lago. Llegamos a su serena orilla.
La mañana era hermosa; amanecía.
El alba doraba con los templados rayos del sol las ondas cristalinas del trasparente Lago con variado matiz de rosa y oro. Las auras matinales, henchidas de selváticas aromas, rizaban en perezosos rizos las indolentes ondas, que bordadas de espumas, parodiaban al cielo con sus nubes, y los —110 — agrestes montes elevados, proyectando su sombra sobre el terso cristal, daban un tono oscuro a la azul superficie del encantado Lago.
Contemplábale yo con verdadero éxtasis, y recordaba las divinas visiones de mi ensueño. ¿Dónde estaba la sacra Ondina, que bordando mora debajo de las aguas cristalinas, como dice el inmortal poeta? [5]¿Dónde estaba su corte y todos los encantos de su soñada historia?...
Allí estaba el callado y misterioso Lago de la historia. Los albos cisnes, los corceles fantásticos del sueño, flotaban al azar sobre sus ondas, pero sin las hermosas soñadas amazonas; y allí estaba Borrenes, el pueblo que se alzó sobre la choza de Borenia, la Ondina Caricea; más allá, Campañana, detrás de la arboleda, el sitio del combate por libertar del infame tributo a las doncellas vercianas.
Mas, todas las fantásticas figuras de la soñada historia se habían borrado del sereno cristal, como se borran las figuras vivientes sobre la superficie del planeta.
El Lago, allí, sereno y misterioso, ofrecía su tersa superficie como el cielo su espacio, que se copiaba en él como en su espejo.
¡Quién sabe lo que oculta ese cielo; quién sabe lo que esconde ese Lago!...
¡Si la vida es un sueño, también será un sueño la historia, como la historia de mi sueño!
Luego el Lago, considerado realmente como tal.—¡Qué deliciosa estancia de verano en sus orillas! Figurábamelo rodeado de elegantes chalets, con sus jardines de aromadas flores, y en medio de —111 — frondosas arboledas que le dieran un marco vegetal y fresca sombra. Brillantes graderías de labrado mármol lamerían sus ondas cadenciosas, y góndolas flotantes surcarían su tersa superficie.
Y en las noches serenas de verano parecíame contemplar los trajes vaporosos de las hermosas damas, como sombras fantásticas vagando en los jardines, y escuchar las dulces melodías de acompasadas arpas, y las notas del piano, y las voces sonoras de las bellas veraniegas del Lago.
¡Mas ahora, en sus ondas duermen las auras del olvido!
Dejamos, pues, al olvidado Lago, y volviendo a la posada, montamos en nuestras caballerías, y caminando por entre antiguos caseríos y espesos arbolados, tomamos un camino que en dilatado ascenso conduce a las famosas Médulas.
FUENTE
Cáceres Prat, Acacio. El Vierzo. Una descripción e historia. Tradiciones y leyendas. Madrid, Establecimiento de Cuesta, 1883. capítulo XVI. pp. 99-111.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Borrenes, derivado de Borenia, según la tradición; por eso los romanos le llamaron Borenio, y con el trascurso del tiempo por corrupción, se dice Borrenes al citado pueblo. (Nota del autor).
[2] Caricea, luego en tiempo de los godos se le dijo Carioeda, luego Caruceda, y Carneado al Lago, concluyendo por decirle con el uso lago de Carucedo. (Nota del autor).
[3] Resulta anacronismo de tiempo, pues de la batalla del Guadalete al alzamiento de Covadonga, mediaron poco más de dos años, por lo cual esto solo puede admitirse como un sueño. (Nota del autor).
[4] Campañana, de campaña verciana, en recuerdo de dicho combate. (Nota del autor).
[5] Se refiere a Espronceda en el canto a Teresa, vv. 1628 a 1631: “Es el amor que al mismo amor adora / el que creo las sílfides y ondinas / la sacra ninfa que bordando mora / debajo de las aguas cristalinas”.