El rescate de las cien doncellas
En el mes de setiembre de 791, era grande la consternación que reinaba en las primitivas poblaciones cristianas que habían podido fundarse en los elevados riscos de la Asturias.
Oviedo, que desde el reciente advenimiento al trono del rey don Alfonso II[1] iba a ser si no la capital de su estado por lo menos el sitio preferido de su residencia, participaba más que ninguna otra población de aquella ansiedad general. Amagaba efectivamente un suceso que cada vez que se reproducía turbaba el reposo y la paz de las familias: los infieles habían tenido audacia para reclamar de Alfonso el pago del torpe tributo pactado por sus antecesores, mediante el cual, cien doncellas cristianas, mitad nobles y mitad plebeyas, habían de ser entregadas en poder de los impuros dominadores de la península. Ya habían entrado en Oviedo los encargados de recaudar aquel infame tributo, ya habían paseado las calles con insultante arrogancia, ya la suerte estaba decidiendo de las víctimas, y los árabes solo esperaban retirarse triunfantes con su ansiada presa.
Los habitantes consternados, los ancianos y las mujeres, acudían presurosos al templo del santo mártir Vicente, aquel templo venerado que había sido el núcleo de toda la población de Oviedo, y allí pedían a el (sic.) santo patrono librase de aquella calamidad a las prendas de su cariño. Los jóvenes, en tanto, estacionados en la plaza v en las avenidas del templo, manifestaban palpablemente su disgusto, y en la expresión de sus semblantes se daba a conocer cuán poco les costaría oponerse abiertamente a un tan abominable tributo.
Corriendo como un loco, profiriendo palabras incoherentes y con ademanes de profundo despecho, llega entonces Ordoño, uno de los jóvenes más bien quistos en la ciudad y que más partido tenía entre sus compañeros por su nobleza y su valor. Venía tan fuera de sí, que hubiera pasado de largo si ellos no le salieran al encuentro para preguntarle adónde iba de aquella manera.
—No lo sé, responde: voy a morir, dejadme.
—Dinos qué te ha sucedido.
— ¿Qué me ha sucedido, preguntáis? ¿No sabéis que hoy es el sorteo de las doncellas? ¿No sabéis que amaba a Jimena?
—Sí, lo sabemos. ¿Le tocó la suerte a tu querida?
—¡Hoy la veré por la última vez!
—Tranquilízate, amigo, el remedio es imposible.
— ¡Cómo imposible! ¿Y vosotros jóvenes compañeros sois los que me habláis así? Vosotros no comprendéis lo que yo siento, ni lo que yo soy capaz de hacer. ¿Cómo así permanecéis tranquilos a vista de un tributo tan vergonzoso?
Atended que los dolores que hoy me destrozan el alma vendrán también algún día a martirizar la vuestra. Si sois mis verdaderos amigos, ayudadme: venid, uníos a mí para no permitir tal infamia.
Las animosas palabras de Ordoño hallaron acogida en los demás jóvenes, que desde luego se ofrecieron unánimes a seguirle en aquella empresa; pero uno de los principales habitantes, tan notable por su ancianidad como por su rango, se interpuso así que llegó a entreoír de lo que se trataba, diciéndoles con dulzura:
—Calmaos, mancebos, y no empeoréis más nuestra situación con una empresa temeraria en que vais a perderos.
¿No advertís que vuestro intento puede ocasionar una guerra funesta y que además os declaráis en abierta rebelión contra los mandatos de nuestro rey?
—¡Y qué importa! replicó Ordoño, ¿Qué consideración merecen esos reyes pusilánimes que no pudiendo rechazar a sus enemigos con la espada en la mano, los han alejado de sus fronteras por medio de tan odioso tributo?
—Joven, la cólera te ciega y te hace ser injusto. Ninguno de nuestros monarcas ha establecido semejante pacto. Un —77— bastardo usurpador, Mauregato[2] en fin, como nacido de mujer infiel, compró el apoyo de los de su secta para que le sostuviesen en el trono que había usurpado, e inventó ese feudo tan odioso. Nuestro monarca no desea más que una ocasión de abolirle para siempre.
— ¡Pues bien, yo se la voy a ofrecer! Baste ya de contestaciones: el tiempo urge, ¡A las armas! El que tenga valor que me siga.
—Yo te sigo—Y yo también— ¡Todos! ¡todos!
Así exclamaron los intrépidos jóvenes, exhalando su cólera con gritos y amenazas, que el buen anciano tuvo cuidado de reprimir, diciéndoles:
—Escuchad mi consejo por la última vez, antes de precipitaros en tal empresa. Para ejecutarla con más probabilidad del triunfo y sin que al monarca pueda atribuirse participación en ella, no vayáis en su presencia a acometer a nuestros enemigos. Esperadlos, sí, fuera de la población en sitio oportuno; cuando se retiren con sus cautivas y disputádselas allí en campo raso, como hombres valerosos que desafían su poder.
Esta idea agradó desde luego a los jóvenes que se convinieron en salir ocultamente de la ciudad, dividirse en varias partidas y juntarse por último en sitio determinado para sorprender a los infieles. Unánimes en esta resolución se prepararon a ejecutarla con las debidas precauciones, pues si no era de recelar que sus mismos compatriotas estorbasen su designio, era sí de temer que los árabes concibiendo algunas sospechas, pudieran evitar el golpe que les estaba preparado.
II.
Lograron los animosos jóvenes verificar su nocturna salida sin contratiempo que revelase su designio. Como su empresa podía graduarse de temeraria, tuvieron buen cuidado de ocultarla a quienes no pudiesen favorecerla, así es que solamente se reunieron los que tenían un interés inmediato en abolir aquel infame tributo, ya temiendo por el objeto de sus amores, ya por alguna hermana cariñosa ya, en fin, estimulados por la amistad de sus compañeros.
Salieron cautelosamente de la ciudad, atravesaron los llanos y reuniéndose en el paraje convenido, se internaron por los desfiladeros de las montañas. La luna aunque iluminaba débilmente la campiña, producía mil caprichosas sombras en las rocas y en los gigantescos pinos, y solo el conocimiento del terreno valió a los jóvenes para llegar con prontitud al paraje que deseaban. Su designio no era otro más que el de apostarse en cierto punto del camino por donde los árabes habían de pasar: sitio el más a propósito para una sorpresa, puesto que era una estrecha hondonada entre dos montañas cubiertas de matorrales.
Para llegar a él y guarnecer las crestas de las montañas, tuvieron que dar mil vueltas y revueltas, marchando por sendas rápidas y escarpadas donde solo su agilidad y vigor les sostenían, ayudándose en caso necesario unos a otros. Por fin, al amanecer llegaron al sitio designado, tendiéndose a descansar sobre la yerba y respirando el aire puro y embalsamado de la mañana.
La mayor parte de aquellos briosos mancebos no llevaban más arma que cortos y lisos garrotes; arma sin embargo temible, manejada por sus robustos brazos: otros llevaban venablos de caza; algunos más dichosos se habían proporcionado una espada, y no faltaba quien había echado mano de los mismos instrumentos y aperos de la labranza. Ordoño a quien su iniciativa en la empresa, más que la aclamación de sus compañeros, había constituido en jefe la cuadrilla, distribuyó su gente como le pareció más oportuno y esperó sosegado que apareciesen los enemigos. Estaba bien entrado el día, ya era la hora en que según los cálculos de los jóvenes debieran haberse presentado y aún no aparecían; ya empezaban a impacientarse por la tardanza, cuando se sintió el lejano y confuso rumor que anunciaba la entrada en el desfiladero de la ansiada caravana.
Inmediatamente se prepararon los mancebos al combate.
Unos agazapados y rodilla en tierra detrás de las peñas que coronaban las crestas de las montañas y prontos a enviar rodando enormes rocas hasta el fondo del valle; otros más intrépidos, con las armas en la mano ocultos en las quebradas que daban al camino y prontos a presentarse en él a la menor señal, y Ordoño con unos cuantos de reserva para acudir a todas partes, sin que le fuese necesario arengar a todos ni estimular a alguno, porque en todos era igual el valor, igual el entusiasmo.
No bien se halló en el centro del barranco la caravana en que venían las afligidas doncellas, cuando empezó una terrible vocería que repitieron los ecos de las montañas, al mismo tiempo que gruesas peñas desgajadas desde su cima, bajaron cobrando nuevo ímpetu en el descenso, a lastimar y magullar a los caballos de la escolta que iban abriendo la marcha. Los animales heridos empezaron a encabritarse, y los pocos jinetes que no vinieron al suelo, al ver arriba muchos hombres que lanzaban sobre ellos piedras enormes, trataron de librar sus vidas escapando cuanto antes de aquel atolladero. No sucedió lo mismo con los árabes que venían cerrando la marcha de la caravana.
Hallábase entre ellos el jefe de la expedición, musulmán notable por sus gigantescas formas y su fiereza, el cual conociendo desde luego el objeto de aquel imprevisto ataque, reunió los valientes que aún le quedaban, y formó círculo alrededor de unas especies de literas conducidas por esclavos en las que iban las doncellas de más valer, en concepto de los árabes, para ser el ornato de un voluptuoso harem, y sin poder evitar que otras doncellas no tan bien resguardadas, pasasen a unirse a sus libertadores.
Al mismo tiempo una porción de hombres diversamente armados, saliendo por las quiebras de la montaña, dieron en ellos con ímpetu furioso. Allí se vieron rasgos de valor desesperado: allí cinco ilustres hermanos, Pedro, Sancho, Ferrando, Suero y Alfonso, viéndose sin armas, desgajaron fuertes ramas de higuera y con ellas lidiaron hasta libertar a dos hermanas suyas que los árabes llevaban, mereciendo después por tal hazaña el apellido de Figueroa y siendo los progenitores de este esclarecido linaje. Los árabes fieles a su deber y a su caudillo, sostenían el combate sucumbiendo uno a uno, no tanto a manos de los enemigos que de cerca les acometían, como a los certeros golpes que les dirigían desde lejos. En tanto el audaz caudillo, haciendo una seña de inteligencia a los esclavos, tomó de sus brazos una hermosa joven y colocándola bruscamente en el arzón[3] delantero de la silla, ciñendo su delicado talle con su nervudo brazo para que no viniese al suelo, hincó las espuelas a el (sic.) caballo arremetiendo con furia para abrirse paso, derribando a los que delante tenia.
Ordoño lanzó un grito de cólera al reconocer a Jimena y partió tras de su infame raptor; pero era imposible alcanzarle. Levantó el joven el venablo que en la mano tenía y conociendo al arrojarle hacia su enemigo que podría acaso herir a su querida, le dirigió a las ancas del caballo donde fue a clavarse el afilado hierro. Dobló el caballo las rodillas, como si no quisiera ofender a su dueño en su caída, y el árabe tuvo tiempo de ponerse en pie y prepararse a recibir a Ordoño; aunque sin soltar por esto a Jimena. La agarró sin miramiento del brazo con su férrea mano, como el buitre que clava sus uñas en la tímida paloma, e interpuesto entre aquella mujer pálida, despavorida y medio arrastrada por el suelo, y su generoso amante, osó insultarle todavía, blandiendo su terrible cimitarra. De improviso el caudillo árabe lanza un grito agudo, vacila sobre sus plantas y vuelve el acero hacia Jimena para hacerla víctima de su venganza; pero antes recibe de manos de Ordoño el golpe mortal que le hace — 78— rodar por el polvo y Jimena cae en brazos de su amante.
En los violentos ademanes que hizo el árabe para resistir a Ordoño y sujetar a Jimena, se desprendió de la vaina el puñal que al cinto llevaba, y vino a caer en el regazo de la joven que animada con el peligro que corría su amante y creyendo de buena fe, que el cielo ponía en sus manos aquel arma, tuvo audacia para clavarla en el costado de su opresor, causándole una herida, si no mortal, suficiente al menos a distraerle e impedirle se defendiera del golpe funesto que Ordoño le dirigió.
III.
El atrevimiento de los jóvenes y el feliz resultado de su arrojo no podía menos de mover cruda y pronta guerra entre los pueblos cristianos de las montañas, y los orgullosos dominadores del resto de la Península. Envanecidos por las rápidas y fáciles victorias que les habían hecho dueños do un inmenso y feraz territorio; alentado con las discordias y contiendas de familia que, desde su misino origen brotaron en el seno de la monarquía cristiana, no perdían la esperanza, antes al contrario, esperaban el momento favorable, de apoderarse de aquellas hasta entonces inaccesibles montañas y tremolar en ellas el pendón del Islamismo. Grande fue pues su sorpresa y su cólera, cuando supieron que la provocación venía de aquellos mismos pueblos a quienes juzgaban tan abatidos. En concepto de los infieles, la conformidad con que se pagaba el tributo no era más que un indicio de la debilidad o cobardía de los monarcas de Asturias, por más que estos protestasen para satisfacerle una razón de estado. Era por tanto indispensable sofocar cuanto antes aquel amago de insurrección y vengar aquel desaire. Por esta causa los walies[4] y gobernadores de la frontera, sin esperar las órdenes de su señor, el poderoso emir de Córdoba, antes bien seguros de su consentimiento y probación, declararon guerra al rey don Alfonso y juntando aceleradamente las fuerzas de que pudieron disponer, movieron un campo volante en busca suya.
Susurrábase ya en los pueblos cristianos la temible borrasca que se preparaba; sabíanse los preparativos de los infieles y no se dudaba de que volverían a reclamar el tributo con todas sus fuerzas. Sin embargo, era tanto el deseo de verse libres de aquel odioso tributo y tantos los interesados en su abolición, que estas noticias no inspiraban el espanto de otras veces y más bien preparaban los ánimos a una lid honrosa. Los jóvenes autores de aquella guerra, después de haber enviado a las doncellas con toda seguridad al seno de sus familias, habían ido a ocultarse en las montañas con los despojos, armas y caballos de sus enemigos, pues temerosos de la indignación de su monarca y recelando las consecuencias de su arrojada acción, no querían presentarse, hasta ver el giro que tomaban unos acontecimientos de que habían sido promovedores. Sabíase el paraje en que se ocultaban y nadie pensaba inquietarlos, en la persuasión de que si llegaba el momento de la pelea, serían los primeros a dar pruebas de su valor.
Por lo que hace al rey don Alfonso, participaba del entusiasmo de sus pueblos. Si hasta entonces se había conformado a pagar el tributo era porque no bien asegurado en su reino y no atreviéndose a contrarrestar el colosal poder de los infieles, temió atraer sobre sus súbditos las consecuencias de una lid desigual y funesta; pero una vez lanzados, ya no era ocasión de volver atrás, ni de suscribir con ignominia a un vergonzoso tributo, sino de rechazarle con indignación y firmeza. Ni era de esperar otra cosa del monarca a quien su ejemplar conducta y virtuosos sentimientos ha perpetuado con el renombre de Casto.
Aprestóse a recibir a los infieles apenas supo que habían invadido sus estados, y como las fuerzas que aquellos traían superaban en la mitad a todas cuantas él pudiera reunir, resolvió aprovecharse de las ventajas del terreno, aprendiendo en el ejemplo de sus jóvenes vasallos.
En el año de 791 y en un desfiladero cerca de Ledos, en Asturias,[5] se encontraron las dos huestes, siendo los árabes los primeros en acometer. Cargaron con tal brío, con tan atronadora vocería y con tan furioso ímpetu de sus corceles que la infantería y la gente menuda de los cristianos se desordenaron —77— desde luego. El rey, sin embargo, no se movió de su sitio antes blandiendo sus armas empezó a reanimar a grandes voces a los que daban señales de abandonarse a la fuga. Esta circunstancia atrajo hacia él todo el grueso de sus enemigos. Acudieron presurosos todos los cristianos campeones a defender a su rey, formando alrededor de su persona, de las gentes de su servidumbre y de algunos sacerdotes que entonaban plegarias al cielo, un anchuroso círculo guarnecido de erizadas lanzas en las que venían a clavarse los enemigos más audaces en arremeter.
Aquellos fornidos infanzones formaban con sus apiñados cuerpos cubiertos de hierro una impenetrable muralla en que venía a estrellarse todo el poder de sus enemigos, sin que ninguno de ellos pensase en ceder el puesto que allí defendía, por más sangre que corriese de sus heridas. Impacientes algunos jinetes árabes por no poder superar aquel obstáculo, y confiados en sus excelentes caballos, trataron de salvar de un brinco aquella valla de lanzas, cayendo temerariamente dentro de aquel palenque[6] animado. Ya tomaban la parte del campo necesaria para venir con el debido empuje en su carrera, cuando la grita y la polvareda que empezó a elevarse en uno de los costados de la batalla, llamaron la atención de todos. Ordoño y sus valientes compañeros, saliendo de una nube de polvo, aparecen entonces en lo más recio de la pelea, hiriendo y matando con encarnizado rencor. Esta aparición desconcierta a los bárbaros que no sostienen la lid con su primitivo vigor; los que defendían al rey don Alfonso acuden a reforzar a sus compañeros; los decaídos cobran nuevo brío, y entonces llega la hora de exterminio para los infieles. Setenta mil quedaron en el campo, según el testimonio de los historiadores, en esta primera jornada por el rescate de las cien doncellas, tan gloriosamente confirmado años después en Albelda y en Clavijo. La influencia moral de esta batalla fue inmensa, por otra parte, como que abrió camino a don Alfonso para conquistar toda la Galicia y llevar el terror de sus armas hasta las márgenes del Tajo, introduciendo la abundancia y grado de civilización compatible con la época en todos los pueblos conquistados.
Concluida la batalla, los jóvenes fueron llamados a la presencia del rey que tendió la mano a Ordoño, cuyas armas así como las de sus compañeros, abolladas y teñidas de sangre, revelaban cu+al había sido su intrepidez en la pelea.
—Gallardos mancebos, les dijo el monarca, vuestra generosa acción me ha libertado de incurrir en la infame nota que toda la posteridad hubiera lanzado sobre mí, estoy satisfecho de vuestra conducta. Id a descansar en el seno de esas familias que habéis noblemente amparado, a obtener el primer galardón en la gratitud de vuestras hermanas y en el afecto de las que pronto han de ser vuestras esposas. Yo me reservo el premiar debidamente vuestro valor y vuestra constancia.
Fuente: Fernández Villabrille, Francisco. “El rescate de las cien doncellas” Museo de las familias (Madrid). 25/4/1846, pp.77-78.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
[1] Alfonso II, el Casto. (Oviedo, c. 762 – Oviedo, 20 de marzo de 842).
[2] Mauregato: hijo natural de Alfonso I y una esclava mora, fue rey de Asturias entre 783 y 789. La leyenda histórica sobre el tributo de las doncellas es atribuida por el padre Mariana (Historia, cp. VI, lb. VII) no sólo a Mauregato sino también al rey Aurelio. A esta leyenda hace referencia un texto del siglo XVI, el Valerio de las Historias de la Sagrada Escritura y de los hechos de España, S.l : s.n. , 1793 (Madrid: D. Blas Román) lb.i, cp.8.
[3] Arzón: 1. m. Parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar. (Diccionario de la lengua española, RAE).
[4] Walí: valí (gobernador).
[5 ]Tal como lo refiere el Padre Isla en Compendio de la historia de España, “NOVENO SIGLO. 800. ALFONSO EL CASTO: […] Atacólos tan dichosamente en un desfiladero junto a Ledos, en Asturias, que cubrió el campo de batalla de sesenta mil cadáveres africanos, con pérdida muy corta de los suyos; dejándolos tan acobardados con esta gloriosa jornada, que adquiriendo sobre ellos una superioridad y predominio decisivo, apenas tenían valor para ponérsele delante”, Imprenta de la Compañía General de Impresores y Libreros, 1845, p.112.
[6] Palenque: valla de madera o estacada que se hace para la defensa de un puesto, para cerrar el terreno en que se ha de hacer una fiesta pública o un combate, o para otros fines (Diccionario de la lengua española, RAE).