DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

Museo de las familias (Madrid). 25/6/1843, pp.126-128, tomo 1 p.16.

Acontecimientos
Venganza
Personajes
Infante D. García. Don Bermudo, rey de León. Infanta Doña Sancha. Rodrigo Vela. Doña Nuña, hermana de D. García. D. Fernando, Magno.
Enlaces
Condados de Castilla

LOCALIZACIÓN

LEÓN

Valoración Media: / 5

El último conde de Castilla

I

 

Acompañada tan sólo de una joven y linda camarera se hallaba doña Sancha, la hermana de don Bermudo el rey de León, en uno de los aposentos con magnificencia preparados en la antigua vivienda de los soberanos. Ya estaba algo avanzada la noche, mas no parecía deseo de entregarse al reposo el que había conducido a doña Sancha a su habitación. Habíase despojado, sí, de los costosos y pesados adornos de su vestido de infanta: un sencillo y suelto brial[1] ocultaba las formas de su hermoso cuerpo, y todo su pelo, reunido negligentemente en una sola trenza que caía a su espalda, contrastaba admirablemente por su lustre de azabache con el fondo mate de aquella túnica blanca como la nieve.

No estaba serena la noche, y aquel sofocante calor que al aproximarse una tempestad se concentra en lo interior de las habitaciones se dejaba sentir entonces en el suntuoso gabinete de doña Sancha. Hizo pues que abriesen las ventanas, y deseosa de aspirar más fresco ambiente, fue a apoyarse en la barandilla de una de las que daban al jardín.

Encontrábase entonces desierto y silencioso, sin más rumor que el producido por la caída del agua de las fuentes y por el ramaje mecido del viento que empezaba a soplar con alguna violencia.

La infanta paseó sus miradas por aquellas sombrías masas de verdor, ante cuyo oscuro fondo se divisaba alguna que otra blanca estatua de piedra, derecha sobre su pedestal cual mudo e inmóvil centinela de aquellas soledades. Más allá del jardín solo se percibía una extensa campiña y luego un horizonte cubierto de opacas nubes. Contempló la infanta cómo el fulgor de los relámpagos las rasgaba de vez en cuando, y como si aquel efecto natural fuese para ella un triste presagio, abandonó la ventana yendo a sentarse en el sillón que su servicial camarera tenía preparado.

Allí permaneció entregada a una profunda abstracción mental, mientras que su atenta servidora, algún tanto apoyada en el respaldo, deseaba vivamente entablar la conversación y echaba de menos las confidencias de su señora a las que estaba mal acostumbrada. Bien conocía ella, sin embargo, su situación y que algún vago presentimiento debía agitarla; cuando menos, aquel sobresalto que al pudor virginal de una doncella inspira la proximidad de su boda.

Porque es de saber, que esto sucedía en el año de 1029, y doña Sancha, heredera del reino de León, estaba en vísperas de casarse con don García, conde de Castilla. Enlace era muy deseado y dispuesto de antemano para felicidad de ambos reinos, que debía celebrarse con inusitada pompa, allí mismo, en la ciudad de León en presencia de lo mejor de la España.

El conde don García con una comitiva semejante a un ejército, había ya llegado a Sahagún y por eso la infanta, que hallaba muy natural se adelantase por verla antes que ninguno, le estaba esperando de un momento a otro y tan profundamente agitada como se ha dicho. Entretanto la camarera hablaba de la boda, extrañando ver tan triste a la que era entonces la mujer más feliz de la España.

—Feliz lo fui hasta ahora, decía doña Sancha, mas ¿quién sabe, si mi vida apacible y risueña de soltera, vendrá a turbarse con esta boda, cuya idea me intimida?

—Por Dios, tened más confianza en el porvenir. La felicidad no os puede faltar, a vos que vais a reunir en vuestra persona las coronas de León y de Castilla para labrar la felicidad de tantos pueblos, a vos que, os lleváis por esposo un príncipe tan galán que os adora....¿Y cómo no ha de adoraros? si os ve tan joven, tan hermosa, tan amable, tan....

—Mira interrumpió la Infanta, podías esperar para adularme a que estuviese sentada en el trono.

Fueron pronunciadas estas palabras con cierta expresión de ironía que hizo creer a la doncella fuesen una reconvención, por lo que apartándose algún tanto, dijo puesta la mano sobre su pecho:

—Señora, no he expresado más que los verdaderos sentimientos de mi corazón.

Conoció la Infanta que sus palabras habían herido a la sensible camarera y como no había sido su ánimo entristecerla tendió una mano acompañando el movimiento con apacible sonrisa. Con tal ademan de benevolencia, la muchacha se apresuró a estampar sus labios en aquella mano querida, dejando al mismo tiempo caer una lágrima que sentida por la Infanta la conmovió a su vez y la hizo echar un brazo al cuello de su leal confidente para estrecharla contra su seno. Quedaron entonces aquellas dos cabezas femeninas en inmediato contacto, confundidos los cabellos, inmóviles y como embargadas por un voluptuoso éxtasis.

En aquel momento una música suavísima empezó a sonar en el jardín y enfrente de las ventanas.

Sorprendidas las dos mujeres se miraron una a otra, pero en silencio: aquella era una mirada de inteligencia, de placer y de admiración. Toda su curiosidad cedía entonces al deseo de no perder un solo sonido de aquella celestial melodía. Así permanecieron absortas, hasta que llegado el fin de la sonata aérea y misteriosa, una vocecita humana pronunció allí cerca estas palabras:

—¿Doña Sancha....señora mía?

—¡Ah!...él es, exclamó la Infanta precipitándose a la ventana.

Era efectivamente el conde don García. Un mancebito de pocos años, pero crecido y gallardo según dicen los historiadores. Entonces resaltaba aún más la gallardía de su persona, porque deseoso de agradar bajo todos aspectos a su querida, se había vestido con toda la riqueza y elegancia que su estado le permitía: así es que a pesar de la oscuridad de la noche, bien brillaban las recamadas labores de su ropilla de seda, la rica joya que pendiente de una cadena de oro le caía sobre el pecho y la estrella de diamantes, donde estaban prendidas las plumas de su gorra de terciopelo

Apenas vio el conde a doña Sancha puesta en la ventana, se acercó más para saludar a la señora de sus pensamientos y entablar uno de aquellos diálogos dichosos entre amantes que se ven correspondidos. Los primeros momentos se pasaron en manifestarse el recíproco placer que experimentaban al verse y renovar la fe de su constante amor. Después curiosa doña Sancha no pudo menos de preguntar al conde el motivo de su imprevista llegada.

—No ha sido otro, contestó más que el deseo de veros, señora mía; el de llegar cuanto antes a hincarme de hinojos ante la deidad que adoro.

—¿Y nadie sabe en León vuestra venida?

—Ahora creo que sola vos sois sabedora; más se divulgará dentro de poco tiempo. En cuanto amanezca he de entrar en el vecino templo a dar gracias a nuestro patrón San Isidro y me es forzoso que alguno me acompañe.

Entre tanto, el sueño y el descanso eran cosas imposibles para quien ansiaba veros y he querido causaros esta sorpresa.

—¿Dónde queda vuestra escolta?

—¿Escolta? A esta ciudad no traje ninguna: el acompañamiento no hubiera servido más que para entorpecer la celeridad de mi caminata y hacer que todos me reconociesen.

En Sahagún quedan el rey de Navarra, sus hijos y todo su ejército; con él se han incorporado mis valientes tropas y lo mejor de mi corte. ¡Oh! ya veréis cómo son las gentes de Castilla. Todos están impacientes por conocer a su soberana.

—Mal hicisteis, conde, en venir así, solo y sin armas.

—¿Y para qué las armas?

—Vaya, dejad esos temores.

 —Tenéis quien muy mal os quiere.

—Nunca hice mal a ninguno.

Quedó pensativo el conde, conociendo que su amada podía tener razón. Propúsole ella si gustaba que supiesen en el alcázar su llegada y cuando él estaba contestándola que no convenía se divulgase  sintieron de improviso un extraño rumor hacia aquella parte por donde don García mandó retirar a los músicos. Parecióle al conde que huían los suyos, que había visto relucir armas y que alguna gente se acercaba.

—Esperad, dijo, no sé qué sucede a los míos.

Antes de que la infanta se abalanzase para impedir su movimiento, ya estaba don García lejos entre la espesura para reconocer a los que llegaban. Quedó la pobre mujer en la misma actitud y deteniendo su respiración, para que no la impidiese prestar oído atento a lo que sucedía. El mismo rumor, algunas voces confusas y movimiento entre el ramaje, fue lo único que observó; pero después el ruido se fue aumentando, oyó gritar ¡Traidores! y reconoció la voz de su esposo. Ya no fue entonces dueña de sí misma, empezó a pedir a voces socorro y mientras que su fiel camarera iba a demandarle alborotando el palacio, ella sola y resuelta buscó la salida del jardín y corrió en pos de don García. Encontrósele la desconsolada mujer en medio de tres hombres desaforados, con las espadas en la mano y tuvo al conde por perdido, al reconocer en aquellos hombres a los tres hijos del conde de Bajera, a los tres hermanos Velas, don Rodrigo, don Diego y don Iñigo, que tenían de largo tiempo premeditada la muerte de don García. Había este levantado el destierro a su padre y aun había procurado satisfacer los agravios que sin razón decían haber recibido de los condes de Castilla: pero aquellos vengativos nobles eran incapaces de perdonar, y apoderados entonces de la persona del conde se le llevaban para que suscribiese a todos sus ambiciosos designios, o de lo contrario saciar en él su saña de un modo ruidoso. Estorbóselo doña Sancha, que precipitándose desesperada entre ellos pugnaba por asirse de su amado, llamándoles traidores y malos caballeros. Exasperados los Velas con las imprecaciones y amenazas de aquella mujer, conociendo el tiempo que les hacía perder, la repelieron brutalmente sin miramiento a su sexo y categoría. ¿Quién podrá referir la cólera del condecito al ver tratar así a la señora de su corazón? La mitad de su vida hubiera dado por vengar tamaño ultraje, y su indignación fue tanta, que en un sacudimiento de su ira, logró a pesar de su corta edad, desprenderse de los que le tenían sujeto.

En aquel instante recibió una estocada mortal que le tiró Rodrigo Vela y luego otra y otra con que quisieron asegurarse los rencorosos hermanos de su muerte, sin que el desfallecido conde, pudiese amparar a la infanta ni menos guarecerse en la vecina iglesia de San Isidoro.

Huyeron los asesinos e iluminóse el jardín con las antorchas que traían los criados y demás gentes que habían salido del palacio. Hasta el mismo don Bermudo acudió en busca de su hermana, y cuando llegaron todos al —127— sitio de la catástrofe solo encontraron un espectáculo bien doloroso. Doña Sancha medio arrodillada en tierra, con el cabello suelto y desordenado, con su blanco vestido teñido de sangre, se hallaba sosteniendo el cadáver de su esposo, el que tenía algún tanto incorporado del suelo.

La horrible impresión que aquella desgraciada joven recibía era tal, que permaneció como insensible: ni una palabra, ni un sollozo se exhalaban de sus labios. Únicamente las lágrimas bajaban como dos hilos por su rostro en el que estaba pintada la más espantosa agonía. Cuando entre los que rodearon aquel lastimero grupo, reconoció al rey su hermano, abrió al fin sus labios para clamar con una enérgica expresión de dolor y de amargura.

—¡Venganza.... venganza!!

II.

 

Hay hacia la parte oriental del reino de León y por el lado en que dicho reino colinda con la antigua Castilla, una dilatada cordillera de montañas, que sirve de límite natural a entrambas provincias. De aquellas enormes masas de piedra, se desprenden a trechos algunos ramales que se prolongan más o menos en las vastas llanuras de Castilla. Por entre los áridos peñascos de uno de estos desfiladeros, vagaba un hombre, al caer de una hermosa tarde, procurando internarse cada vez más en aquel terreno solitario, cubierto de malezas, barrancos y cavidades sombrías. Ya hacía buen rato que estaba recorriendo tan áspera montaña y sus fuerzas iban debilitándose: ya estaba roto el calzado de sus pies y sin embargo caminaba con ardor, sin que el aspecto de alguna habitación, de alguna miserable choza viniese a aliviarle en su fatiga. El terreno se iba presentando cada vez más árido y la especie de sendero por donde se subía insensiblemente hasta la cumbre, no ofrecía la más mínima huella de pie humano y solo, si, frecuentes cortaduras, ya por las quiebras que había formado el descenso de las aguas, ya por los largos ramos que interrumpían el paso. El caminante, extenuado de fatiga, se reclinó sobre una peña en uno de los recodos de aquel sendero agreste. Parecía dominado por una incomprensible emoción: experimentaba un vago terror, cual si tuviese delante de si algún ser sobrehumano, como si alguna formidable aparición se levantase ante sus ojos. El corazón le palpitaba con violencia, un sudor frío inundaba su frente y temblaba desde los pies a la cabeza. En tanto que él era víctima de tan terrible agitación, todo estaba tranquilo y silencioso al rededor suyo. El sol que resplandecía casi junto al horizonte, doraba las cimas de las rocas y no se escuchaba más ruido que el del zumbido del viento que mecía con suavidad los pinos de la montaña.

De improviso el viajero se incorpora, se cree ya descubierto, perdido: empuña la espada que desnuda yacía a sus pies y permanece inmóvil y como clavado en tierra. El eco de una voz humana había llegado a sus oídos.

Fija la vista en las sinuosidades del camino, observa con escrupulosa atención y ve cruzar por entre una quebradura de las peñas, un grupo de hombres que se venían acercando hacía donde él estaba. Entonces no tuvo tiempo más que para esconderse rápidamente entre las matas. Al pasar aquellos hombres, que eran soldados de infantería, por el sitio donde él había descansado, uno de ellos se dejó caer sin más ceremonia sobre la yerba diciendo a sus compañeros:

—Descansemos un instante aquí, a fe mía que sudo a mares con esta maldita cuesta.

—¡Oh! contestó otro, tendiéndose a el (sic) lado de su compañero y si después de tanta fatiga no perdiéramos el viaje, ya lo podremos dar por bien empleado.

— Lo que es eso, dijo uno, no tiene remedio. Si, como dicen, es cierto que el traidor está agazapado en este monte desde que se escapó de Monzón, cogido es sin duda alguna. Todas las veredas que salen al llano están tomadas por nuestras tropas y otros destacamentos iguales al nuestro cruzan la cumbre por todas partes.

—Y cuando se le pille ¿qué harán con él?

—Matarle, descuartizarle, desollarle vivo.

—O tal vez le quemarán en Monzón, como a sus hermanos.

—Mejor sería que le tuviesen colgado cabeza abajo, de una de las almenas del castillo.

—A bien que él se lo tiene bien merecido, porque la muerte del buen don García es cosa que clama el cielo.

Yo mucho me alegrara que cayese en nuestro poder.

—Así serían nuestras las doblas de oro que doña Sancha ha prometido al que logre echarle la mano.

Toda esta conversación pasó rápidamente entre los soldados sin que tomase parte uno de ellos, que se había quedado de pie mirando de cuando en cuando a todos lados con amenazador ceño. Cuando le pareció que ya era tiempo de desplegar sus labios, dijo:

—Como yo supiera donde está metido ese infame, le aseguro que las doblas de oro no serían de otro más que del hijo de mí padre.

Después como vio que sus camaradas aplaudían el aire fanfarrón con que se expresaba, exclamó:

—¡Por Santiago! que no quisiera más gusto que el ver a este pícaro ante mis ojos.

Una sorda exclamación salió entonces de entre los arbustos que había a espaldas de los soldados. Volviéronse ellos a mirar fijamente hacia aquel sitio y vieron que la maleza se agitaba por sí misma, como para dar paso a un cuerpo; por entre las hojas vieron brillar una espada y luego salir intrépidamente hacia ellos un hombre de siniestra catadura.

—¡¡Rodrigo Vela!!

Así gritaron a la vez aquellos cobardes, huyendo despavoridos desde el primero hasta el último. ¡Tanto fue lo que les impuso aquella repentina aparición! Don Rodrigo plantado y con espada en mano, les gritaba también:

—¡Canalla! Venid a ganar las doblas de oro.

Ellos en tanto seguían huyendo y con tal precipitación que uno se deslizó y cayó en un barranco. Don Rodrigo corrió al instante sobre él y poniéndole la punta de la espada ante los ojos, le dice:

—Eres muerto sino me contestas la verdad en lo que voy a preguntarle.

El soldado trémulo por toda respuesta hizo un signo afirmativo con la cabeza.

—¿Qué es de mis hermanos desde que fueron cogidos en el castillo de Monzón? Habla.

—Han sido quemados vivos.

Rechináronle los dientes a don Rodrigo y no quiso saber más. Después arrojando al suelo sus insignias y ropa de caballero, volvió a decir al soldado.

—Pronto, cambia tu ropa por la mía.

Y vistiéndose rápidamente el tosco gabán y la gorra del caído le dijo al despedirse.

—¿Me prometes no moverte de este sitio?

—Os lo juro.

—Pues bien, te dejo con vida.

Acto continuo y siempre con espada en mano empezó a huir por entre las rocas, cruzando por entre los matorrales y deteniéndose a trechos para cobrar aliento y escuchar; pero ni esta precaución ni el haber mudado detraje pudieron salvarle. La salida del monte estaba ocupada por tropas a quienes habían ya alarmado los fugitivos.

Cuando más seguro pensó escapar por una vereda, se encontró cara a cara con los que venían en su persecución. «Ríndete traidor» le gritan; pero don Rodrigo, resuelto a morir matando, se arrimó de espaldas a un árbol haciendo una defensa desesperada. Acuden más soldados, las espadas le cercan por todas partes y a pesar tan desigual —128— contienda, él hiere a muchos de sus enemigos, sin recibir por su parte la más pequeña herida. Los soldados parecía que solo trataban de desarmarle: tenían orden de cogerle vivo y al fin lo consiguieron.

 

III.

 

Hallábase la plaza de León llena de un numeroso gentío indistintamente mezclado. Como en todas las reuniones populares de las plazas públicas, se encontraban allí cuantos tenían costumbre de acudir a pasar el tiempo y saber las últimas noticias. Siendo además la hora del mercado, los que concurrían a sus negocios venían a disputar el terreno a los curiosos y a los desocupados. Había allí pobres pecheros, sin blanca en la bolsa, mirando de reojo a los ricotes desdeñosos de la ciudad, allí había forasteros y también soldados con el tostado rostro y altivo mirar de los veteranos. Toda aquella heterogénea muchedumbre iba formando grupos y corrillos que se ensanchaban sucesivamente y en los cuales no faltaba asunto de conversación. Hombres había allí que a falta de noticias eran capaces de inventarlas por su cuenta; pero los últimos sucesos de León y la muerte de don García no eran tan añejos que dejasen de servir de pábulo a las observaciones.

La opinión dominante era que tales acontecimientos iban a cambiar el porvenir de la España. La preponderancia extraordinaria que el rey don Sancho de Navarra acababa de adquirir con el condado de Castilla, heredado por su esposa doña Nuña, hermana mayor del malaventurado don García, inquietaba bastante los ánimos: mayormente que el dicho rey don Sancho había entrado ya por tierras de León, para sofocar con las armas las pretensiones que al condado de Castilla alegaban el rey don Bermudo y su hermana doña Sancha, antes viuda que casada. Otros que pretendían estar mejor informados de los negocios políticos, tranquilizaban al pueblo asegurándole que de este suceso, del que todos temían una guerra general en España, iba por el contrario a resultar la paz y concordia de todos, por medio del casamiento de doña Sancha, heredera del reino de León con don Fernando primogénito del rey de Navarra el que había de reunir en su persona los estados de sus padres y el de su esposa, y a quien no bastando el título de conde era preciso darle el de rey de Castilla. Ni faltaba allí tampoco quien, para corroborar esta noticia, afirmaba que el casamiento ya estada estipulado y que solo esperaban para que se verificase el completo castigo de los asesinos del último conde, pues doña Sancha con tan extraña como firme resolución, se negaba a admitir nuevo esposo sin que se cumpliese este requisito.

Todas estas hablillas se tenían entre las frecuentes interrupciones que ocasionaba el volverse para mirar alguna doncella de esbelto talle que cruzaba hacia San Isidoro, cubierto el rostro con un velo y seguida de cerca por la dueña cuidadosa o alguna respetable matrona, o tal vez para dejar paso franco a algún rico-home, que con su sombrero encasquetado se dignaba contestar apenas a los profundos saludos que le hacían. Pero lo que suspendió todas las conversaciones y deshizo todos los grupos, fue el sonido de una tristísima bocina que se oyó, a deshora, en uno de los ángulos de la plaza. Agolpóse hacia allá la multitud, por entre la cual abriendo calle los ministros de justicia dejaron ver un horrendo espectáculo. Venía puesto sobre una mula un hombre o por mejor decir, un tronco de cuerpo humano, pues, traía cortados los dos pies, las dos manos, la lengua, y aún arrancado uno de los ojos. Nadie hubiera conocido a don Rodrigo en estado tan lastimoso, sino hubiera vuelto a sonar la trompeta y el pregonero no hubiera pronunciado en voz alta estas palabras:

—Oíd, oíd, oíd. Esta es la justicia.... que manda hacer.... la infanta doña Sancha.... en este traidor.... por la muerte alevosa.... que dio.... al conde don García... sumando.

— Quien tal hizo.... que tal pague.

Grande había sido el delito de aquel hombre y mucha indignación había causado en el pueblo: pero entonces un profundo sentimiento de terror y de compasión dominaba a todo el concurso, viendo pasear al reo por todo el mercado en tan deplorable situación. Al fin pereció en la hoguera, las ideas tristes se desvanecieron pronto y nadie volvió a ocuparse del trágico suceso.

El casamiento que algunos pronosticaban, se verificó en efecto, y de él provino la tranquilidad y ventura de los pueblos. La constancia con que doña Sancha promovió y llevó a cabo el castigo de los poderosos asesinos del hombre que había obtenido su primor amor, manifestó de cuánto era capaz aquella mujer que sentada después en el trono de Castilla, supo desprenderse hasta de la última de sus joyas, para realizar las vastas empresas de su esposo sin gravamen de los pueblos. Es seguro que don Fernando no hubiera logrado el título de magno sin haber tenido a su lado a esta mujer heroica; pero tuvo además la fortuna de que en su época se llegara casi a realizar el gran pensamiento, la halagüeña ilusión de los soberanos sus antecesores, cuál era el hacer de todos los reinos de España una misma familia. Don Fernando I de Castilla, debió la gloriosa serie de sus célebres conquistas a la unidad que en su persona logró la monarquía, cuando reunió los castillos y leones bajo una misma corona en el escudo real de España.

 

FUENTE

Fernández Villabrille, Francisco. “El último conde de Castilla. Lecturas agradables e instructivas”, Museo de las familias (Madrid). 25/6/1843, pp. 126-128, tomo 1 16.

 

Edición: Pilar Vega Rodríguez

 

 

[1] Brial: 1. m. Vestido de seda o tela rica que usaban las mujeres.(Diccionario de la lengua española, RAE)