DESCUBRE LEYENDAS

Legendario Literario Hispánico del siglo XIX

Proyecto I+D Ministerio de Economía y Competitividad FFI 2013-43241R

Publicación

El Vierzo: su descripción e historia, tradiciones y leyendas, Madrid : Estab. Tip. de E. Cuesta, 1883.

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Crimen
Personajes
D. Fadrique de Toledo.
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LOCALIZACIÓN

VILLAFRANCA DEL BIERZO

Valoración Media: / 5

El castillo-palacio de Villafranca

I

Aquella misma tarde, después de la hora de la siesta, dulce y apacible en la comarca verciana, volví a continuar mi excursión artística por la tranquila villa.

Después de contemplar lo más notable que, como ya he dicho, ofrece, y continuando mi agradable paseo, di al Oriente del pueblo en una amplia extensión que comunica con la carretera de Ponferrada, y junto a los espesos muros del castillo-palacio de los Marqueses de "Villafranca.

Un extenso cuadrilátero, limitado en sus cuatro ángulos por otros tantos gruesos y redondos cubos, forman lo que fue en otro tiempo el albergue feudal de sus señores. Hoy sólo es una ruina. Los señores feudales abandonaron su mansión solariega, el incendio devoró su techumbre y sus maderas, y el tiempo, eterno destructor de cuanto existe, demuele lentamente sus descarnados muros.

Sólo la tradición, como la historia, defiende aquellas ruinas venerables. Cinco escudos de pie- —31 — dra blasonan el frente principal del edificio. Uno de ellos corona la puerta principal, siempre cerrada.

En vano la mohosa aldaba, descargada con ímpetu, golpea aquella puerta, estremeciendo las agrietadas tablas carcomidas.

El eco resuena allá a lo lejos, perdiéndose, cien veces repetido, en los ámbitos tristes y desiertos de aquel recinto. Nadie responde. Nadie habita el alcázar.

¡Más que una ruina triste, es una tumba!

Quizás las aves medrosas que allí habitan y los reptiles, vuelen y se arrastren éntrelos escombros al fatídico estruendo de la aldaba.

Nadie respondía...

Contemplaba yo el castillo, y deseaba de todas veras verlo por el interior. Su mismo silencio sepulcral atraía más mi atención y mi deseo.

A un lado de la ruina feudal, desde la cual continuaba una cerca de dilatada tapia, había una rústica puerta que franqueaba el coto. Acerquéme, llamé, y a corto rato un hortelano, que sin duda debía ser el buen hombre que abrió la puerta, satisfacía mi deseo y mi curiosidad.

Atravesamos una espaciosa y bien cultivada huerta, que aquel hombre cavaba, y penetramos por un arco de puerta descarnado, al interior del solariego albergue.

Todo era ruina, soledad y' tristeza.

Techos hundidos, que alfombraban de escombros el pavimento, sembrado de abundante yerba; marcos de puertas y ventanas, sin maderas ni herrajes; escaleras de piedra retorcidas que conducían a los pisos superiores de los cubos... Pero todo sombrío y silencioso como un sepulcro.

— 32 —

En compañía del buen aldeano recorría el señorial castillo, considerando cuan mezquina es la obra del hombre, y cuan poderosa la del tiempo, y descendimos a unas extensas galerías de arco subterráneas que corresponden a todos los lados del edificio, y luego ascendimos por las escaleras de piedra a los otros pisos de los enormes cubos, los cuales aún están en buen estado, merced a su sólida construcción, capaz de resistir a muchos siglos.

Todo era soledad en el misterioso recinto, habitado un día con tal grandeza y majestad por los nobles señores de Villafranca, antigua capital de sus estados.

¿Dónde estaba su corte, y sus festines, sus hombres de armas, pertrechados de escudos y ballestas: dónde los pajes, los corceles de guerra, señores y vasallos y mesnadas?...

¡Todo era silencio, que es el aura del olvido!...

Llegamos, mientras meditaba de esta suerte, á un torreón en buen estado aun, y era allí el ambiente más tibio y confortable; parecía como si á aquel cadáver de piedra le hubiera quedado vida en alguno de sus miembros. Y así era en efecto.

Allí había vida. Un pobre lecho a un lado, algunos muebles viejos y rotos, unos cestos de frutos y hortalizas, un hogar humeando y unas cuantas vasijas a la lumbre, ofrecióse de pronto como ajuar de una vivienda.

Allí había vida; pero una vida pobre.

Díjome el aldeano que allí habitaba él con su mujer y sus hijos.

Aquel era su albergue.

El solo era el señor feudal dé aquel castillo.

— 33 —

¡La pobreza y la ruina: armónico concierto!

Allí, en aquel cubo blasonado, cuando el mundo cree desierto aquel castillo y abandonado de sus señores, una humilde familia tiene su albergue, como el ave que anida en el tronco carcomido del árbol secular.

Y sin embargo, el castillo está deshabitado.

Aquellas pobres gentes no son más que los gusanos de aquel cadáver de piedra.

Pero ¡ay! Quizás sean más dichosos que los antiguos señores del castillo, y sea más tranquilo su sueño y dulce su reposo entre la soledad de aquellas ruinas.

— ¡Este es, me dijo el hortelano, el Torreón del crimen!

— ¿Cómo del crimen? preguntóle yo con curiosidad.

—Pues sepa el señor, continuó, que aquí fue donde el Marqués dio muerte a su vasallo.

Roguéle que me refiriese aquella historia, y me la narró como nosotros la referimos ahora a nuestros lectores:

 

El crimen

II

El último marqués que habitara este alcázar solariego, vivía enamorado ardientemente de la bella esposa de su alguacil mayor.

Blanca era hermosa.

Don Fadrique de Toledo amaba a Blanca apasionadamente.

La dama vivía en la morada solariega de su señor, continuamente perseguida.

La seducción era potente, la dama débil y el seductor constante.

Una noche apacible de verano, Blanca, en la espaciosa huerta del castillo, respiraba las auras aromadas con los puros perfumes de las flores y a la sombra tranquila de los árboles, cuando sintió el breve roce del follaje, unas pisadas rápidas, y luego... ¡luego un beso!

Un beso abrasador como un hálito de fuego, que inflamó sus mejillas y quemó sus labios. —35—

—¡Nada temas! dijo la voz de un hombre, que amante y cauteloso, se acercó recatándose en la sombra de los árboles.

Un rayo de luna iluminó en aquel momento el semblante de Blanca, más hermoso que nunca.

Por de pronto, dibujóse en su rostro la indignación, luego el rubor, y luego ...luego el amor quizás.

Comprendiólo el marqués, que tal era el hidalgo que vestido y armado de cazador había avanzado, y sospechando astuto que su lascivo amor había vencido, acercóse a la dama, y tomando sus manos delicadas la dijo:

—¿Es verdad que me amas?...

— ¡Retiraos, dijo Blanca convulsa; retiraos por Dios, os lo ruego, señor!...

—Yo no soy tu señor, que soy tu esclavo, tu vasallo, tu amante apasionado que te adora. Yo sí que te ruego que me otorgues tu amor. Ámame, Blanca, niña... ¿Qué me importan mis timbres, mis estados, títulos y riquezas sin tu amor?...

—¿Y mi honor, dijo Blanca, y nuestro estado, vuestra esposa y mi esposo?

—Tu honor será el mío, pues velaré por ambos; nuestro estado se escudará con la cautela, y mi esposa y tu esposo serán felices siendo ignorantes.

—Señor, que me aturdís, que soy muy débil, que no estáis asaltando ninguna inexpugnable fortaleza, que dais con una mujer, con una mujer frágil que pronto se avasalla, que se rinde, señor, ¡porque os adora!...

—¡Blanca, Blanca!... gritó el de Toledo, estrechando —36 — sus manos con pasión, ardiendo en lúbricos deseos.

En aquel momento un cuerno de caza sonó a distancia, dejando el eco cien veces repetido por los aires callados de la noche en el profundo valle de Villafranca.

—¡Señor!... murmuró Blanca con sobresalto.

—Son mis gentes de caza, mis cazadores, que me buscan quizás. Fingí esta cacería porque sospechaba que, al verte libre de mi seducción, pasearías por la huerta y los jardines del castillo, respirando el ambiente aromado de la noche, y acerté.

—Retiraos; ¡mi esposo!...

—No temas. Fingiré que siguiendo una res desde el monte vino a dar mi caballo en vertiginosa carrera hasta la cerca. Retírate, hermosa mía, contestaré a la señal desde el otero. ¡Júrame que me amas!...

—¡Soy tu esclava!...

¡Gracias! Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Entonces Blanca se levantó, y cambiando una ardiente mirada con su amante, y luego una sonrisa, y luego un beso, se retiró, rozando su falda blanca con las flores y el follaje de la huerta, a manera de una nube suave que se desliza lentamente por los aires.

Don Fadrique la contempló extasiado, hasta penetrar en las oscuras galerías del castillo, y después de exclamar: ¡Qué hermosa es!... se acercó a la cerca, salió al campo, y descolgando su cuerno de caza, lo aplicó a los labios, lanzando un sonido vibrante, cuyos ecos fueron repetidos por las auras de la noche —37 — en las sinuosidades múltiples del valle.

Después se acercó a un árbol, y desatando su caballo, aun sudoso, montó en él y esperó.

Trascurrieron algunos momentos, después de los cuales se oyó a distancia el raudo galopar de los caballos, los ladridos de los perros atraíllados, y el estruendo de cadenas y de armas. Luego una densa polvareda oscureció el camino por la parte de Vilela, apareciendo al fin los cazadores cabalgando en sus rápidos corceles, y cubiertos de polvo y de sudor.

El alguacil mayor venia entre los delanteros, y el señor, aunque astuto y disimulado, se inmutó ante el vasallo.

Nuño, que tal era el alguacil, sin darse cuenta de ello lo observó.

Los cazadores, unidos ya a su señor, y obedeciendo sus órdenes, penetraron en alegre tropel en el castillo.

Cerráronse tras ellos sus pesadas puertas, quedando en su recinto los personajes de un sangriento drama.

Los caballos a las cuadras, los perros a sus guaridas, los cazadores a sus habitaciones respectivas.

Don Fadrique, después de dar su caballo a un palafrenero, precedido de dos pajes con antorchas, subió las escaleras, cruzó las galerías silenciosas y extensas de su palacio, y se retiró a su lujosa estancia.

Retiráronse después los pajes, dejando solo a su señor para entregarse al sueño.

A su vez Nuño penetró en su habitación, hallan —38— do a su esposa tan bella como siempre, pero algo excitada.

Al mirarla, no sé qué turbación advirtió en su semblante fascinador. Preocupación tal vez...

Más, meditaba; aquella cacería intempestiva, tan rápida; la carrera vertiginosa de su señor de entre los cazadores, la retirada tan de seguida; estar tan cerca de su señorial castillo; algo que en él notó de aturdimiento, todo esto, con el torvo semblante de su esposa, siempre alegre y expansivo, atormentaba ya de tal manera el espíritu de Nuño, que le hizo sospechar ¡y tuvo celos!....

Además, ya había notado algunas deferencias por parte del señor, y algo de murmuración había advertido entre las dueñas y los pajes del castillo.

Aquella noche Nuño no durmió.

Amanecía; Nuño despertó, no de su sueño, porque no dormía, sino de su postración y aturdimiento, que embargaba su espíritu. Despertó, pues, miró a su esposa, y la encontró despierta.

Tampoco había dormido.

Al otro día los pajes murmuraban que su señor había velado mucho aquella noche.

 

II

 

Aquella tarde, Don Fadrique, sentado sobre el gran torreón del Homenaje, ordenó a un pajecillo que dijera a su alguacil mayor que ante él compareciera, pues quería hablarle.

Obedeció el paje, y bien pronto también obedeció Nuño, acudiendo en seguida a comparecer ante su señor. —39—

—Nuño, díjole Don Fadrique; bien sabes que eres uno de mis servidores más queridos, con quien siempre he usado de todo género de deferencias y atenciones.

—Por ellas, señor, os viviré siempre agradecido y obligado a serviros; contestó Nuño con noble acatamiento.

—Pues ahora deseo una vez más probar cuánto confío en tus servicios.

—Al fuer de vasallo, contestó el alguacil, que seréis como siempre obedecido.

—Eso espero de tú, añadió el de Toledo. Tengo una comisión que encomendarte. La marquesa está en Alba con sus deudos, como sabes, y pronto tienes que llevarla un mensaje que es urgente, y sólo en tí confío.

—Espero vuestras órdenes, dijo Nuño con cierta ironía, reprimida por el respeto del vasallaje.

A los pocos días, y a la caída de la tarde, Don Nuño montaba a caballo en la plaza del castillo, y salía en marcha precipitada a cumplir las órdenes de su señor.

III

 

Cerró la noche oscura y silenciosa, extendiendo sus sombras melancólicas sobre el valle feraz de Villafranca.

Los últimos caballos; conduciendo en sus lomos los ágiles jinetes, penetraron en el castillo, y después se oyó el rumor cuotidiano de llaves y cerrojos que guardaban las ferradas puertas de la fortaleza. —40 —

Todo quedó en silencio, tan sólo el centinela, paseándose en las altas almenas, velaba el sueño del noble castellano y de todos sus nobles servidores..

La noche avanzaba...

Veamos lo que pasaba en el interior de la mansión feudal.

Penetremos por una galería oscura y silenciosa, abramos una puerta, cerrándola otra vez, y observemos lo que ofrece el lindo dormitorio de una dama.

Era este un camarín decorado al gusto de Isabel de Valois por la primera esposa del quinto marqués del señorío, Don Pedro de Toledo y Ossorio. Dos hermosos espejos venecianos copiaban en su terso cristal una figura de mujer hermosa, siendo dos fantásticos cuadros de un peregrino artista.

La figura era real...

Sobre un lecho de ébano, en medio de blanquísimos encajes, una mujer divina, con todos los encantos de la vida, fascinando con todos los hechizos del amor, reclinaba su bizarra cabeza en las blandas almohadas, sobre las cuales flotaban los perfumados rizos de su suave y dorada cabellera.

Una manchada piel de res salvaje, cazada en los montes vercianos, alfombraba la estancia ante el lecho, y una colgada lámpara de bronce irradiaba sus tibios resplandores en aquella mansión de los encantos.

Blanca, que tal era la hermosa, no dormía; despierta, contemplaba sus gracias en el terso cristal de los espejos, y sonreía de su propia belleza enamorada.

Trascurrió largo rato, después del cual la puerta —41 —se entreabrió muy lentamente, dando paso después, sin armar ruido, a un hombre, a D. Fadrique de Toledo.

Abandone el discreto lector por algunos momentos el dormitorio de la hermosa Blanca, para sorprender quizás algún otro personaje misterioso por las oscuras galerías del castillo.

 

IV

 

Completa oscuridad reinaba en la mansión feudal de los Toledos, y un silencio completo indicaba que todo dormía en el alcázar. Mas no era cierto.

Un delito infame escudaban tanta sombra y silencio, y un crimen iba en breve a perpetrarse.

Por una larga y estrecha galería, protegido por aquella tan densa oscuridad, avanzaba una sombra, como negro fantasma, hasta llegar a la cerrada puerta del dormitorio.

Aplicó el oído a la cerradura, se estremeció de pronto, y con violenta acción empujó la puerta, que produjo un estruendo ruidoso, alterando el silencio del castillo.

—¡Adúlteros infames!... gritó el fantasma de las sombras.

—¿Quién va?... gritó el Marqués sobresaltado, lanzándose del lecho.

—¡Es vuestro servidor, que vuelve de Castilla con la contestación de vuestra esposa!... ¡Vedla, aquí está!...

Y sacando un puñal del cinto, lo levantó sobre el pecho de D. Fadrique. —42 —

Blanca en tanto se tapó el rostro con los albos embozos de la sábana.

—¡Miserable! exclamó el marqués. ¡Sabe que es tu señor a quien das muerte!...

—¡Pues os respetaré como vasallo, pero hoy ha de saber el señorío, desde hidalgo a pechero, las hazañas de su noble señor!... Y asomado a una reja, comenzó a dar gritos que clamaban venganza.

Entonces D. Fadrique tomó de entre sus ropas un cuchillo de monte, y se lo clavó en el pecho, dándole muerte.

Al caer en el suelo el cadáver de Nuño la lámpara que ardía agonizante dio un chasquido estridente, y se apagó, quedando el fúnebre recinto en la más espantosa oscuridad.

—¡Blanca!... gritó espantado D. Fadrique; sígueme, y tomando sus ropas entre las sombras, salió del recinto precipitadamente.

Blanca obedeció a su amante, más cuando ya se  disponía a salir del dormitorio, tropezó aturdida en algo duro e inmóvil que en el suelo estaba, cayendo sobre el cuerpo de su esposo, que tal era el tropiezo.

Un ¡ay! de la adúltera sucedió a un como quejido lastimero, como el último eco del lánguido estertor de un moribundo.

Al caer Blanca sobre el cuerpo de Nuño, el puñal que quedara clavado en su pecho con el golpe cruel del asesino, acabó de introducirse hasta el pomo, como rematando el infame asesinato.

La infiel sintió herido su desnudo pecho con el golpe de algo que sin ser filo hería duramente.

Blanca sintió un pavor irresistible, se incorporó —43 —y a tientas tomó la puerta, y siguió a su amante por la oscura y medrosa galería.

Entonces los amantes adúlteros percibieron un ruido espantoso y confuso entre las densas sombras.

Oían pasos siniestros que se acercaban y pasaban después, y luego se extinguían a distancia; y unas sombras fantásticas que avanzaban y rozaban con ellos; y voces y murmullos misteriosos, como el zumbido de un enjambre que acude a su colmena.

En el estado febril de su conciencia aquello era fantástico y medroso para ellos. Eran los servidores del castillo que acudían, poseídos también de gran temor, hacia donde fueran lanzados los clamores de Nuño reclamando venganza.

Al poco rato aparecieron a distancia, como fuegos fatuos, los tibios resplandores de antorchas y de lámparas que traían los pajes y las dueñas asustados.

Don Fadrique, ante aquel resplandor, tomó por una opuesta galería, seguido de su amada, y dando en una escalera secreta, bajó a la cuadra, desató un caballo, salió por una puerta falsa a la campiña de Villafranca, y montando en seguida con su cómplice, picó espuelas, tomando el camino de Villanueva de Baldueza, de donde también era señor.

Cuando el sol bañó con sus templados rayos los puros horizontes vercianos, D. Fadrique, meditabundo y triste, miró a su amada, y un rudo sacudimiento le hizo estremecer sobre el caballo. El señor de Villafranca vio con asombro dibujadas sus armas con perfiles rojos y sangrientos contornos sobre el pecho de Blanca, que mal vestida, descuidó de arroparse lo más noble. —44—

Entonces recordó la adúltera el golpe que recibiera aquella triste noche en aquel sitio. Más no adivinaban cómo allí se grabara el blasón de los Toledos, y creyéndolo un castigo providencial para expiación de su crimen, se espantaron del hecho consumado, maldiciendo sus criminales y lúbricos amores.

V

 

En tanto, los castellanos de Villafranca hallaron en el feudal castillo el cadáver de un vasallo fiel, bañado en su propia sangre y clavado en la herida un cuchillo de monte, blasonado en el puño de su mango, a fuer de sello, con las armas de su señor.

(Por eso seguramente dice la historia que, siendo de relieve pronunciado, quedaron grabadas en el pecho de Blanca.)

Al siguiente día, averiguada que fue la ruta de los adúlteros amantes, Villafranca consternada envió un mensaje, compuesto de sus hidalgos más prudentes, encareciendo al marqués la ausencia de su noble señorío.

Desde entonces D. Fadrique de Toledo residió en Madrid, en cuya corte desempeñó varios cargos palaciegos, y después sus descendientes nunca volvieron a habitar su mansión solariega de Villafranca.

Blanca se asegura que, arrepentida de su liviandad y aturdimiento, se retiró al monasterio de las Lauras, trasladado desde Villafranca a Valladolid, en el cual tenía una tía monja, y donde murió de religiosa.

Se dice que de estos adúlteros amores resultó una rama bastarda que aún existe. —45—

Esta es la historia que encierra entre sus muros venerables el castillo feudal de Villafranca, según lo cuentan las ancianas del pueblo, como dice un sabio literato (1), y como lo refirió el hortelano de Villafranca.

—Después, añadió el aldeano, cuando la guerra de la Independencia, creyéndole un poderoso baluarte para el enemigo, fue incendiado, quedando como hoy está, convertido en ruinas.

 

VI

 

Preocupado con la trágica historia, salí del castillo a tiempo que declinaba el sol, dorando con sus últimos rayos la cima del Dragonte, y unas campanas tristes y sonoras volteaban en el aire sereno de la tarde al toque de oración.

Seguí aquellos ecos distraído y meditando; atravesé algunas calles ya sombrías, dando luego junto a las cercas de las próximas huertas, y frente a un misterioso convento, ya en la campiña y del cual eran lenguas las sonoras campanas. Un oscuro ciprés se elevaba en medio de la amurada huerta del convento, como mudo y perpetuo centinela de aquel sagrado, como el índice de la muerte que señala al cielo.

Acerquéme al santuario, y también blasona el pórtico del templo el escudo de los Toledos. —46 —

Allí existe otra historia peregrina que borra la sangrienta mancha del anterior con el puro bálsamo de la virtud. Es el convento de la Anunciada de Villafranca, cuya sublime historia daremos a nuestros lectores.

 

NOTAS DEL AUTOR

 

(1) D. Juan de Dios de la Rada y Delgado, en su Viaje de sus Majestades y Altezas por Castilla, León, Asturias y Galicia.

 

FUENTE

Acacio Cáceres Prat, “El torreón del crimen” en El Vierzo, capítulo VIII, págs.. 36-46.

Edición: Pilar Vega Rodríguez