El Castillo de Corullón
¡Valles del Bierzo, de aromadas florestas y arboledas sombrías; altos montes de cimas escarpadas: serenos ríos de bordadas riberas; venerables ruinas que escribís con caracteres de perpetua hiedra la historia de los tiempos; antiguas abadías que guardáis en las sombras del pasado misteriosas leyendas; sagrado monasterio de la Anunciada que aún conservas la monástica vida consagrada al culto y la lúgubre voz de tus campanas, entre vuestros encantos y misterios hay una tradición y existe una historia de una mujer sublime, de una heroína ilustre, de una religiosa insigne, de la fundadora, en fin, del convento que ilustra Villafranca, Doña María de Toledo.
«¡Nápoles, rico vergel de amor!...» como dice el poeta; la mansión del deleite reclinada a las faldas del Vesubio, bajo el cielo purísimo de Italia, quiso Dios que tuviera entre sus más ilustres heroínas a —pág.58— la que debía ser por su austera virtud la amante del retiro y el ejemplo del claustro.
Era por los años de 1581, y reinaba en la, entonces opulenta, España D. Felipe II, el rey austero, siendo por su voluntad virrey de Nápoles D. Pedro de Toledo y Ossorio, quinto Marqués de Villafranca del Bierzo.
Del matrimonio de este magnate con Doña Elvira de Mendoza fue hija Doña María.
II
Un día, en los hermosos jardines del palacio del virrey, jugaba una niña como de unos cinco años con otra hermana suya, al tiempo que un venerable capuchino de pardos hábitos y de luenga barba entró en el palacio.
La niña jugaba alborozada alegremente; observóla el anciano, deteniéndose, y acercándose a ella, la dio un beso en la frente diciéndola:
—Hija mía, no rías tanto.
La niña miró al anciano y se quedó suspensa.
El anciano, amigo particular y muy respetado del Marqués, entró en su despacho.
Otro día la niña no jugaba, estaba en el jardín callada y pensativa. ¿Qué pensaba?...
El anciano entró también aquel día a visitar al Marqués. Al verlo la niña, prorrumpió a llorar, y se arrojó en sus brazos. El capuchino entonces la besó en los ojos y la dijo:
—Llora, que el llanto en las mujeres es como el rocío en las flores. El llanto es el consuelo, y lo bendice Dios. —pág. 59—
Y soltando a la niña, entró al despacho del virrey.
Otro día, al entrar el anciano, la niña se abalanzó a él y le besó la mano.
El capuchino la bendijo, diciéndola:
— ¡Para altos fines te consagra Dios!...
Pasó algún tiempo, y la niña crecía en hermosura y en virtud.
Un día en que el venerable capuchino salía de hablar con el Marqués, la niña se acercó a él y le dijo:
—Quiero ser monja.
El capuchino la contestó en seguida.
—Lo serás.
III
Concluidos los negocios de Italia, el Marqués dispuso abandonar a Nápoles, y residir en su señorío de Villafranca del Bierzo.
La niña, al despedirse del religioso, le pidió algo suyo como reliquia, pues en tan santo concepto tenía en Nápoles al capuchino de Brindis, a lo cual contestó él dándole un precioso medallón que representaba la Anunciación, diciéndola:
—Diérate yo un reino, sublime criatura, para que lo rigieras con tu virtud, pero sólo puedo ofrecerte mi oración y mis restos mortales, como única herencia que dejar puedo al mundo en el sepulcro. —pág.60—
IV
El Marqués, con toda su familia y servidumbre, se estableció por fin en Villafranca, antigua capital de sus estados.
Dichosos habitaban los ilustres marqueses en su mansión feudal, cuando la muerte posó su fatídico vuelo sobre el alcázar, haciendo presa con su garra mortífera.
La Marquesa dejó de existir, y el llanto de sus deudos fue abundante.
Huérfana de madre Doña María, tomóla a su cargo y consagróse a su educación una tía suya, llamada también Doña María de Toledo, viuda del Duque de Alba, y que entregada al retiro y a la virtud, fundó el convento de la Laura.
Dadas las aficiones piadosas y místicos deseos de Doña María, es de suponer que su tía había de ejercer grande influencia y poderoso ascendiente sobre su sobrina.
Era ya en este tiempo Doña María una dama famosa por su hermosura y distinción, aunque ella trataba de ocultarla con el retraimiento y la modestia; condiciones que la preparaban para el claustro.
Más de una vez melodiosos laudes de amantes y nocturnos trovadores elevaron sus notas al pie de las rejas silenciosas del castillo feudal de los Toledos, y más de un hidalgo de elevada alcurnia y apostura bizarra detuvo su caballo a las puertas de su antigua morada solariega, por requerirla de amor y pedirle al Marqués su codiciada mano. —pág.61—
Mas siempre desdeñosa y dada a sus deseos, desoyó las románticas trovas, el amor de los hombres y el consejo prudente de su padre.
El Duque de Braganza, hidalgo poderoso y señor de gran valía, pretendióla también, y aunque no fue correspondido, se la pidió al Marqués.
El de Villafranca, conociendo las ventajas de la boda, se la concedió al de Braganza, confiado en que ella, ante su consejo y autoridad, accediera a casarse con tan cortés hidalgo.
Mas no fue posible convencerla, ni con ruegos, ni con cargos, ni con amenazas, castigos y tormentos.
Entonces fue cuando la heroica dama confesó su deseo de ser monja.
Indignado aún más con esto el violento Marqués, y suponiendo que influyera el consejo de su tía en su resolución, le prohibió todo trato con ella hasta por escrito; y teniendo por entonces que marchar a Nápoles a asuntos del servicio del rey, envióla escoltada a su próximo castillo de Corullón, teniendo entre sus muros una noble prisión, guardada por sus dueñas y criados.
En aquel apartado retiro y sombría soledad, la ilustre doncella pasaba su existencia en medio del reposo y de la oración.
Sólo lamentaba la ausencia de su tía y no poder realizar como quisiera su místico deseo.—pág.62—
Era una noche de invierno, oscura y fría.
En un salón extenso del castillo feudal, un leño enorme de reseca encina crujía con gentil chisporroteo en la antigua y tostada chimenea. En un ancho sillón de roble blasonado sentábase D. García de Toledo, Duque de Fernandina, abstraído, contemplando la lumbre, cuyas lenguas de fuego en mil ondulaciones y cambiantes lamían el leño.
En un sillón de frente, Doña María con un libro devoto en la mano, estaba inmóvil, triste y meditando.
A su lado una anciana dueña, rezando, dormitaba.
Dos pajes conversaban a distancia al lado de un tapiz, y un viejo escudero, sentado en la tarima de la lumbre, próximo a su señor, no queriendo dormirse por respeto, tan pronto acariciaba a un enorme perro que echado se enroscaba a los pies de su amo, como atizaba la crujiente lumbre de la chimenea.
De esta suerte pasaban lentas las horas en aquella morada señorial. De vez en cuando el viento enfurecido gemía entre las rejas y los muros, y arrojaba su aliento poderoso por el cubo de la ancha chimenea, azotando la lumbre, que un tanto agonizaba, y luego revivía con más rojos y ardientes resplandores. D. García levantó la cabeza, se fijó en su hermana y la dijo:
—Hermana mía, ¿en qué piensas? ¿En qué meditas tanto? ¿Qué libro lees?...
—La historia de Santa Eulalia de Mérida; contestó dulcemente Doña María. —pág. 63—
—¿Era monja quizás? replicó el Duque.
—No; dijo su hermana. Era una virgen lusitana, de los tiempos del Romano Imperio, cuando batallaban el paganismo que moría con el cristianismo que triunfaba. Ella adoraba a Cristo, y aunque trataron de disuadirla y la ocultaron cautelosamente por libertarla de la persecución de los pretores, ella misma se acusó y se entregó al tormento, muriendo por su Dios, que no hay fuerza que pueda dominar la idea, ni barrera que no venza el deseo religioso por las sendas eternas que conducen al cielo. En los tiempos del claustro quizás hubiera sido religiosa.
—¡Sublime historia! observó el Duque de Fernandina; más me parece, hermana, que al narrarla quieres comparar tu suerte con la suya.
—Algo hay de semejante, dijo Doña María.
—Hermana mía, te equivocas. Esa heroína dejaba una religión falsa por una verdadera, el error por la verdad, lo terrenal por lo eterno. Mas a ti, el ser cristiana, ¿quién lo impide?... ¡Ningunos más cristianos, por Dios, que los Toledos!... Con espada y blasón, siempre han estado al servicio de Cristo y de su Iglesia. ¡Se puede ser cristiana sin ser monja!...
—Es verdad, contestó la devota dama; pero, ¿por qué contrariar mi deseo? ¿Qué más retiro que en el que me tenéis; qué más convento? Entre una prisión y un claustro, dadme el claustro, y tendréis mi constante oración de amor y gratitud.
—Eres joven y hermosa- dijo el de Fernandina contemplando a su hermana con lástima y cariño.Los nobles más apuestos, bizarros y opulentos se —pág. 64—disputan tu amor y codician tu mano. Puedes dar egregia sucesión a los estados que nuestro escudo señorial blasona
Doña María se levantó rápidamente y dijo a su hermano:
—Descansad de vuestro noble pero inútil discurso hermano mío, servid vos a Dios con vuestra espada, que yo le serviré con la oración.
—Duerme tranquila, y duerma tu deseo, hermana mía, dijo el de Fernandina tristemente.
Doña María, acompañada de su dueña, salió del salón. En una silenciosa galería aparecieron dos sirvientas, una de las cuales tenía una lámpara, mientras la otra abrió una puerta en la cual la ilustre dama dijo a su anciana dueña:
—Vuestros años exigen descanso; recogeos, Marta, que ya es hora.
—Estaré a vuestras órdenes; Dios os dé un dulce sueño; y abriendo otra puerta inmediata, entró en su habitación, cerrando otra vez.
Doña María, seguida de sus doncellas, entró en su dormitorio.
VI
En tanto, en el salón el Duque de Fernandina decía a su escudero:
—Antúnez, ¿está elevado el puente?
—Está, señor, como es costumbre.
—¿Está echado el rastrillo?
—A la hora de siempre.
—¿Y guardadas las puertas?
—Está todo, señor. Comprendo vuestro afán y el —pág.65— tal cuidado, pero estáis, como siempre, bien servido.
—Pues a dormir, Antúnez, que ya es hora.
—Que Dios os dé un buen sueño.
El de Fernandina se dirigió a la puerta en que estaban los dos pajes, uno de los cuales levantó el tapiz, mientras el otro tomó una antorcha, acompañando ambos después a su señor hasta el dormitorio.
VII
Al corto rato, el salón quedaba a oscuras y el castillo en silencio.
Mas en la habitación de Doña María debía pasar algo.
Cuando entró en su habitación, llamó a sus dos sirvientas muy quedo y las dijo:
—Oídme, Berta y Lucía; pero juradme que nada revelareis de lo que os diga.
—Señora, os lo juramos; contestaron las dos.
—Pues ya me he decidido a romper mi prisión, para cumplir mi voto en la clausura. Esta noche he resuelto fugarme del castillo. Mi tía me aguarda en su convento de la Laura, en Villafranca. ¿Me acompañareis vosotras?...
—Señora, contestó Berta, meditadlo bien.
—Reparad, señora, añadió Lucía, que está echado el rastrillo, y están bien guardadas las puertas de la fortaleza.
—¡Dios nos ayudará!... Lo he meditado bien. ¿Estáis dispuestas? —pág. 66—Estamos, contestaron las dos, dispuestas a cumplir vuestras órdenes.
—Pues eso basta; ya hallaremos salida descolgándonos por alguna ventana que dé a algún sitio oculto.
Oscura está la noche, dijo asomándose a una reja; pues no perdamos tiempo.
—Por aquel corredor de los halcones es el sitio más bajo y más oculto, dijo la una.
—Pues por allí, dijo Doña María.
—Mas, ¿con qué nos descolgamos? observó la otra.
Doña María meditó un momento, y fijándose en su lecho, exclamó en seguida, como quien vence una dificultad:
—Pues hagamos de nuestras sábanas tiras, y bien atadas, sujetas a la reja, bien nos podemos, descolgar por ellas.
En seguida las dóciles criadas y su señora comenzaron a rasgar las ropas y a atarlas como un cendal inmenso, y al momento de concluir su afán, observaron la oscura galería como quien se dispone a cometer un crimen, y bien seguras de que nadie observaba, salieron del dormitorio, y atravesando la galería extensa, dieron en el oscuro corredor.
Al llegar a aquel sitio, se estremecieron. Una ráfaga de viento, agitando los árboles del monte y gimiendo entre los gruesos muros del castillo, las azotó silbando.
Llovía, y el monótono ruido de la lluvia producía un rumor melancólico y triste entre la oscuridad siniestra de la noche.
Sin embargo, Doña María no desistió de su empresa.
Ayudó a sus doncellas a atar la inmensa tira —pág. 67— a las rejas, ordenándolas a que descendieran por ella.
Una de las criadas, asida al cendal, descendió primero, y luego la otra, y después Doña María.
Descendió la devota dama asida al lienzo, y a un trecho todavía respetable del suelo, rompióse la tira, dando consigo en tierra, causándose bastante daño, como si con aquel dolor y sufrimiento quisiera Dios castigar el solo delito que hubo cometido: la desobediencia.
Repuesta algún tanto del violento golpe, y cogida de ambos lados por sus doncellas, comenzaron a andar muy lentamente, descendiendo del cerro y en dirección a Villafranca.
La noche estaba oscura; el viento huracanado gemía entre las sombras con siniestros ruidos, y la lluvia que copiosa arrojaban las nubes, formaba en el terreno inmensos lodazales y abundantes arroyos en las vertientes rústicas del monte, haciendo intransitables los senderos.
El camino además desde Corullón a Villafranca, aun hoy es difícil, sobre todo la áspera subida del castillo. Aquellas sendas tortuosas que a él conducen, en una noche tal y en aquel tiempo, debían estar imposibles del todo; de suerte, que Dios sabe lo que aquellas mujeres padecieron, hasta que vacilantes, medrosas y aturdidas, dieron con un joven vecino de Corullón, de apellido Pumarega, a quien luego llamó Doña María el ángel de su guarda o su guía, el cual las condujo y acompañó hasta Villafranca.
Esperábala su tía, y se impacientaba de su tardanza; de suerte, que cuando llegó al convento, que — pág. 68—era ya cerca del alba, sin embargo de estar toda mojada, llena de lodo y desfallecida de cansancio, fue recibida con júbilo por las religiosas de la Laura.
VIII
A la mañana siguiente a aquella noche, confusión inmensa se notaba en el castillo de Corullón.
La anciana dueña, que era la que muy de mañana acostumbraba a visitar a su señora, entró en su dormitorio, y no hallándola en el lecho, y este revuelto, salió precipitadamente, gritando por las dos doncellas, que no respondían. Entró en la habitación de aquellas, y tampoco las encontró en sus lechos.
Entonces comenzó a gritar más, y a sus voces acudió el escudero Antúnez, todo asustado, el cual, sabiendo el motivo de aquellas voces, fue inmediatamente a comunicarlo a su señor que aún dormía.
Apenas hubo oído el Duque de Fernandina lo que ocurría, cuando saltando del lecho y vistiéndose precipitadamente, salió del dormitorio y comenzó a gritar por las galerías del castillo:
—¡Hola! ¡Aquí mis vasallos, todos mis servidores a mi presencia!... ¡Antúnez, recorre el castillo, habitación por habitación; baja a las cuadras y avisa a mis gentes de armas y servicio; que no quede ninguno que no acuda; hidalgos y pecheros... todos aquí!
El escudero fue precipitadamente a cumplir las órdenes de su señor, y al corto rato fueron apareciendo —pág.59— - en el ancho salón los fieles servidores, alarmados con orden tan urgente.
Entonces el de Fernandina habló de esta manera:
—¡Vasallos, cualquiera que sea vuestra condición y oficio, a vosotros confié la difícil custodia de mi hermana; vosotros me habéis de responder de ella en el momento, o vive Dios...!
Aún no había terminado el de Fernandina su discurso, cuando apareció Antúnez precipitadamente gritando:
—¡Señor, señor, no hay que culpar a nadie, mas que a la señora y a sus doncellas, cómplices. En el balcón de los balcones hay un lienzo colgando, una tira de tela afianzada a las rejas y flotando en el aire sobre el muro.
Entonces el Duque, seguido de todos sus vasallos, se dirigió a aquel sitio, y viendo la verdad de lo que dijo Antúnez, y explicándose el hecho, gritó entonces:
—¡Un caballo en seguida, y a Villafranca!...
Al momento los palafreneros se dirigieron a las cuadras, y el noble castellano, seguido de sus pajes entró en su habitación. Caló el ancho sombrero, se ciñó la daga, y calzándose espuelas y embozándose luego en senda capa, bajó las escaleras del castillo, montó a caballo, y seguido de algunos servidores, clavó los acicates en los ijares del corcel brioso, llegando en corto tiempo a Villafranca.
Al llegar al castillo de sus mayores, el centinela que vigilaba dio la señal de homenaje; mas el Duque de Fernandina, haciendo una seña, pasó rápidamente por las puertas del albergue feudal, y to —pág. 79— mando una calle próxima, llegó a la del convento de la Laura.
Detuvo allí el caballo, y con el duro pomo de la daga descarga sendos golpes sobre la cerrada puerta, cuyos ecos se oyeron resonar en el claustro.
Trascurrieron algunos momentos de silencio, y luego repitió los resonantes golpes, hasta que se abrió un ventanillo en la golpeada tabla, y una voz soñolienta pregúntale:
—¿Quién va allá con esos golpes?...
—¡Quien viene con esta daga!... contestó el caballero.
—¿Con daga a un sagrado? ¿A un convento de monjas armado en son de guerra? ¿No tenéis otro Campo de batalla? dijo la voz del claustro.
—¡Tengo sólo intención de hacer astillas esta puerta, no más! Sois un menguado, quien quiera que seáis. Yo no riño con monjas. Mas andad pronto, o pasadle recado a la abadesa, o ¡vive Dios! aunque mal guardada ha de estar por vos aquesta puerta. ¡Pasad recado pronto!
—¡A esta hora un señor en el claustro! Es imposible; importuna es la hora... Más tarde...
—¡Ahora ha de ser, y no habléis tanto!
—¿Y quién he de decir a la abadesa?...
— ¡El Duque de Fernandina que reclama a su hermana!... exclamó D. García.
—Obedezco, señor. Y cerró el ventanillo el que hablaba.
El Duque esperó.
Trascurrieron algunos momentos, después de los cuales se oyó el ruido de llaves y cerrojos, y luego el rechinar de las pesadas puertas que se abrieron. —pág. 71—
El Duque se apeó del caballo, que dio aun paje, y entró en el monasterio silencioso.
En aquel momento las campanas del convento tocaban a misa.
IX
Don García atravesó algunas oscuras y extensas galerías, precedido del demandadero, que le guiaba, y que al fin le condujo a una sombría sala.
Entró el Duque en aquella estancia misteriosa, y mirando en torno a los lánguidos rayos de una lámpara que triste agonizaba, se fijó en una reja alta y ancha practicada en el muro.
Abstraído estuvo largo rato, y luego percibió tras de la reja un pausado rumor, un ruido lento como de unas pisadas misteriosas, a manera del ruido que levantan las hojas secas rozadas por el aire.
Después abrióse la ancha reja, y un cuadro sorprendente se dibujó entre el marco.
Dos filas paralelas de religiosas aparecieron delante de la reja, con cirios encendidos, y en el frente, un altar se ostentaba con una hermosa imagen de la Virgen, entre aromadas flores, y al centro, con su tía al lado, con el hábito blanco de las vírgenes, como una visión diáfana, como un sueño divino, como una sombra celestial y pura que en el mundo real no es más que una ilusión, que no se alcanza porque es sólo del cielo, Doña María, la gentil doncella, la ilustre dama, codiciada de los apuestos nobles más bizarros, inclinaba sobre el púdico pecho la virginal cabeza, sombreada por el velo del claustro. —pág. 72—
Las dulces melodías del órgano sonoro se oían a lo lejos como el eco de un aura armonizada, y el sagrado perfume del incienso saturaba la conventual atmósfera.
El Duque, absorto, mudo y vacilante, sintió flaquear sus miembros, y cayó de rodillas, vertiendo generoso llanto. Lloró Doña María con el llanto más puro y más dulce de consuelo, y lloraron las monjas conmovidas, que el llanto en las mujeres es como el rocío de las flores, según dijo el venerable capuchino en Nápoles.
Repuesto un tanto el de Fernandina, se levantó sereno, y mirando a su hermana, reverente la dijo:
—¡Cúmplase en la tuya la voluntad de Dios, hermana mía, y ruega libre en el claustro por los esclavos de la azarosa libertad del mundo!
Y saliendo del locutorio y del convento, penetró en seguida en el albergue feudal de Villafranca.
Al momento pidió recado de escribir, y comunicó lo que pasaba al severo Marqués, que aún estaba en Italia.
Apenas hubo recibido la noticia, cuando poseído de ira y dolor, pasó de Nápoles a Roma, y postrado a los pies de Clemente VIII, consiguió de S. S. un Breve levantando el voto de su hija, alegando que había sido engañada por su tía para ser religiosa.
Pero el Pontífice en otro Breve encomiaba su determinación y la alentaba en el camino de la virtud, dándola su bendición apostólica. —pág. 73—
X
Cuando el Marqués regresó de Nápoles a Villafranca, notó el aura de loor y gloria que, traspasando los límites del claustro, se notaba en el mundo por las raras virtudes de su hija.
Entonces, arrepentido de su rigor pasado y complacido de tal portento, no supo más que adorarla con un amor y consideración tal, que era un culto, consultándola en todos los asuntos más difíciles y acatando sus místicos consejos.
Pasado su noviciado ejemplar, se celebró su profesión solemne en el convento de la Concepción de Villafranca, el cual hubo elegido por ser de religión* más austera que el de la Laura.
XI
Un día en que se hallaba el Marqués con su hija deseando complacerla en algo, confióle ella su deseo de fundar un convento de franciscas descalzas, por ser más penitente y de su agrado, a lo cual contestó el Marqués:
—Ya que eres religiosa, sé fundadora.
Levantándose luego sobre las ruinas de un antiguo y miserable hospital, en donde según la tradición se hospedó San Francisco de Asís cuándo fue peregrino a Compostela, el convento de la Anunciación, dicho vulgarmente de la Anunciada, llamado así en recuerdo del medallón sagrado que la dio el venerable capuchino y conservó en su celda. —pág. 74—
Doña María de Toledo, llamada en el claustro Sor María de la Trinidad, fue por su talento y virtud prelada repetidas veces, y en ausencia del Marqués, encargado del gobierno de Milán, quedó a su cargo por deseo suyo, aunque no de ella, y por el consejo de sus obispos, el gobierno de los estados de Villafranca, estando satisfechos y contentos todos los vasallos del señorío.
En los momentos de sublime meditación y de fervor ardiente, dice la historia, se ocupaba en componer sentidos y fervorosos versos, en que se revelaba, más el fervor y el sentimiento, que las bellezas del arte, los cuales se archivan como preciosos códices en el convento de la Anunciada, en Villafranca.
XII
Era el año 1619.
En la corte del rey D. Felipe III, residente entonces en Lisboa, un grave suceso acontecía.
En el palacio de D. Pedro de Toledo y Ossorio, Marqués de Villafranca, moría el General de los capuchinos, Fr. Lorenzo de Brindis, embajador extraordinario del reino de Nápoles a S. M., y su muerte llenaba de consternación a la corte y al pueblo.
Un piadoso litigio se levantó con tal motivo, disputándose el sagrado cadáver; mas el Marqués, con anuencia del rey, después de embalsamarle y colocarle en un féretro cubierto de plomo y blasonado con sus armas, lo envió en secreto, con su retrato para atestiguar que él era, y una carta, a su —pág. 75—hija abadesa, para que le diera sepulcro como a hombre y culto como a santo en su convento de la Anunciada, en Villafranca.
Puesto en una litera, tirada por poderosas mulas y escoltada por algunos soldados por decoro y seguridad, salió la comitiva fúnebre de Lisboa y Portugal, y atravesando parte de Extremadura, se internaron en Castilla hasta penetrar en el Bierzo.
Al llegar a Villafranca, detúvose en Vuela, y un soldado se adelantó para comunicar la orden a Doña María; mas encontrando al cura de Santiago y habiéndole comunicado la noticia, el cura, lleno de júbilo, marchó precipitadamente al monasterio, y llegando a sus puertas, comenzó a llamar con tal urgencia, que al momento acudieron del claustro.
Y era ya muy avanzada la noche.
Al momento que fue conocido el cura de Santiago, el demandadero abrió las puertas del convento, y acudieron en seguida las religiosas, alarmadas por lo intempestivo de la hora y la urgencia que el cura manifestaba.
Mas, en cuanto fue entregada la carta del Marqués a Doña María, y conocido de ella el objeto de tal urgencia, cuando comunicando el suceso, para ella milagroso, a la comunidad, y disponiendo en seguida recibir solemnemente el cadáver del Santo, descendieron por el claustro al panteón, abrieron la reja, y encendiendo profusión de cirios en el oscuro templo, y echando a vuelo las campanas, abrieron las pesadas puertas del santuario, a tiempo que la litera, conducida tan sólo por las mulas, como dice la tradición, llegaba al pórtico.
Las monjas, en dos largas filas, con velas encendidas —pág. 70— entre nubes de oloroso incienso y precedidas de su ilustre prelada, recibieron el cuerpo embalsamado del santo capuchino, conduciéndole hasta el panteón al compás de un himno dulce y melancólico.
Ya en el panteón, tomó el cura el cuadro que con el cadáver venia, y mostró a las monjas el retrato del religioso muerto.
Entonces Sor María, la ilustre fundadora, lanzó una exclamación de júbilo y de asombro, diciendo:—¡Es él, Dios mío, el venerable capuchino de Brindis, que en Nápoles me profetizó que sería religiosa, y me ofreció sus restos como única herencia que dejar podía al mundo, y lo ha cumplido!
Y descubriendo el féretro, al fulgor de los cirios y entre el humo ondulante del incienso, adoraron las monjas su cadáver, y cerrándolo otra vez, lo colocaron solemnemente en el hueco de un altar, en donde tuvo su sepulcro hasta que después de su beatificación, en el año de 1881, tuvo y tiene, como ya hemos dicho, un altar en el templo.
Después de algunos años durmió también junto al santo de Brindis el sueño de la muerte en aquel panteón Doña María de Toledo o Sor María de la Trinidad, donde hoy yacen sus restos adorables, como hermosas reliquias y preciosas joyas del convento de la Anunciada, en Villafranca.
FUENTE
Cáceres Prat, Acacio, El Bierzo: descripción e historia, tradiciones y leyendas, (Madrid, 1883), págs.. 58-70.
Edición: Pilar Vega Rodríguez