Pialla
I
Sucedía esto que vamos a referir por los años de setecientos y pico. Andaban por entonces las cosas de España tan revueltas que, a pesar de ser la historia de esta nación especie de kaleidoscopio de turbulencias, guerras, conquistas y rebeliones, es aun aquella época excepción notable por lo extraordinario de los acontecimientos que en ella tuvieran lugar.
¡Pues era casi nada lo que pasaba! Los godos, que habían venido muy a menos, como viuda de brigadier, y se ocupaban más en satisfacer sus vicios y pasiones que en renovar marchitos laureles y atender al servicio de la patria, hubieron de dejar, cierto día, abierto un portillo allá en las cosas meridionales y el África entera se nos había metido en casa como Pedro por la suya[1], sin pedir permiso a nadie y aun atropellando en Guadalete a los dueños de ella. -70-
La media luna, como los gallos victoriosos, subióse a los puntos más altos, y erguida en torres y campanarios dominó el país. A su aspecto, los antiguos señores de España tomaron distintos partidos, pues mientras unos, prefiriendo la expatriación al yugo agareno[2], huyeron a tierra de francos, para combatir allí a los vencedores, otros, los políticos de entonces, se acomodaron al nuevo orden de las cosas, gozando en él ventajas relativas, a cambio del respeto, siempre productivo, a los hechos consumados.
Algunos, los menos, refugiáronse en las montañas del norte, esperando hacer de ellas último baluarte de independencia nacional, o acaso sin esperanza alguna, pero no queriendo abandonar la patria, siquiera la patria no fuese más que un risco. Entre estos se contaba y sobresalía D. Pelayo que, cual ningún otro, alimentaba en el pecho la llama del patriotismo y no admitía como pensamiento o propósito digno de su regia estirpe, otro que el de salvar a España o morir por ella.
Trabajaba con tan noble intento en organizar la resistencia en la entonces microscópica patria; mas como juzgase, con razón sobrada, que los elementos de ella eran asaz menguados para tan alta empresa andaba intentando un alzamiento en las comarcas ya sometidas, a cuyo efecto hacía frecuentemente lejanas excursiones, favorecido por el descuido de los conquistadores que, como no viesen cosa que pusiese inquietudes en su dominación, dormían tranquilas sobre sus laureles.
En una de estas excursiones se hallaba Don Pelayo -71- cuando un aviso amigo fue a notificarle que su presencia en Asturias era indispensable, pues corría aquí peligro lo que más que en la vida le era importante, dado que de su honra se trataba. Y vea el avisado lector cómo asoma ya, por donde suele, la ella de nuestra historia, para que nunca falte, ni aun en los asuntos más viriles, siquiera de negocios de héroes se trate, una ella causa del suceso o montón de la trama.
Lo que a D. Pelayo puso en aquella sazón en grave aprieto y apresurado viaje de retorno no fue otra que su hermana Ormesinda[3], cuya hermosura había sido, en más felices días, encanto de la corte de Rodrigo, allá en Toledo, y era hoy codicia de Munuza gobernador de Gijón, y guerrero árabe de gran valía y altos hechos, por más que no falte algún cronista que no quiera ver en él más que un godo acomodaticio para quien debía ser detalle insignificante, cuando de mandar se trata, ostentar una cruz al pecho o abrazarse a la media luna. ¡Mereciera el tal, si así fuese, ser hijo del siglo de las luces!
Curioso sería averiguar si el peligro que el honor de la doncella, y de rechazo el de D. Pelayo también, corrían en aquel entonces, provenía de que Munuza, dando al traste con delicados sentimientos, intentaban aprovechar su omnímodo poder y lo desvalida que Ormesinda se encontraba para llevar a término sus apasionados intentos aun favoreciéndolos con la fuerza, o si se originaba de que al fin la hermosa dama, siguiendo el ejemplo de Egilona, había dejado penetrar en su pecho amorosa y criminal -72- pasión, minando así la fortaleza de su virtud y poniéndola en riesgo de ser derrumbada.
Acaso él solo tenía la culpa, pero no te aconsejaríamos, lector amigo, que pusieras la manos en el fuego para responder por la hermosa, que, al fin y al cabo, si fácil es que la pasión haga olvidar a los hombres lo que la delicadeza y el honor imperiosamente reclaman de todo pecho noble, moro o cristiano, no es menos frecuente, por desgracia, que triunfe en las mujeres el amor del deber.
¡Grato dato sería, para salir de dudas, tener noticia de si Munuza era mozo apuesto y gentil!
Pero como nada de esto sabemos, ni tenemos otro medio alguno de averiguar la verdad del hecho, suspenderemos el juicio o echaremos la carga al gobernador de Gijón, que en definitiva siempre fue cosa corriente lo de “a moro muerto, gran lanzada”[4]. Imitaremos en ello a Don Pelayo, el cual, enterado que fue del amistoso aviso, maldijo sin más preámbulos, y a buena cuenta, al enamorado árabe, y con él a todos los que pasaron el estrecho de Gibraltar, y sin cuidarse de más detalles que de los relativos a su inmediato retorno, se dispuso a volver sin pérdida de tiempo, pensando de seguro, que fuere cualquiera la causa del peligro que se le avisaba, lo importante era llegar pronto a Gijón, para pasar sacar a Ormensinda del tiránico poder de musulmán, ya para librarla del no más débil del amor. -73-
II
No te obligaremos, lector paciente, a seguir a D. Pelayo en su apresurado, pero no corto ni conocido viaje, no sea cuento que por no añadir tal fatiga a la que acaso te haya causado ya la lectura de este libro, des al traste con él, y lo lances por la ventanilla del coche en que te supongo de viaje, camino de Covadonga, dejándonos a nosotros en amargo desconsuelo por no poder referirte los peregrinos sucesos de que, si sigues leyendo, te habremos de enterar más adelante, y a ti sin distracción ni guía en tu expedición. Así, pues, será más acertado que, caminando en alas del pensamiento, sin baches, polvo, humo ni calor, por ser éste el más cómodo sistema de locomoción que haya podido inventarse, atravesemos unos cuantos días, y no pocas leguas, viniendo a tiempo de presenciar la llegada de nuestro héroe a las cercanías de Gijón.
No penetró éste desde luego en el pueblo, antes bien albergóse cautelosamente en una choza situada en paraje solitario, próximo a la villa, en donde se ocupó, como hombre precavido, en los preparativos indispensables para llevar a término los proyectos que acariciaba y cuya realización habremos de presenciar.-74-
Pero cuando ya los dorados rayos del sol habían besado amorosamente las cumbres más altas del horizonte, despidiéndose de la tierra como el amante que, al partir, besa la frente de su amada; cuando las estrellas empezaban a titilar por entre los jirones de negros celajes, que cual turba de fantasmas corrían en confuso tropel por la celeste bóveda, cuando ya las sombras de la noche habían convertido en pardas y borrosas masas los antes risueños campos, hecho enmudecer los pájaros llevando al medroso corazón el terror que convierte el manso murmullo del arroyo en pavoroso ruido, los batanes en encantadas cavernas[5], los árboles en fantasmas, en monstruos los animales y dado a la imaginación fuerza creadora para poblar la tierra y los espacios de trasgos, duendes, endriagos, cuando, en una palabra, que si hubiese venido antes a la pluma nos ahorraría no pocas líneas, había oscurecido ya, penetró D. Pelayo, seguido de su escudero, por las entonces tortuosas, estrechas y sucias calles de Gijón.
Poca distancia había recorrido el noble guerrero cuando llegó a una prolongada tapia, por encima de la cual sobresalían empinados álamos que, como enormes gigantes a quienes estuviese encomendada la guarda de la mansión, dibujaban su silueta en confuso perfil sobre el negro celaje.
Escaló D. Pelayo la pared sin preocuparse, de seguro, ni por un momento, de cómo los acontecimientos de la vida ponen a veces a los hombres en trance de llevar las más nobles empresas por las mismas desusadas vías en que los criminales -75- emprenden sus más perversos intentos. No de otro modo hubiera saltado el jardín si en vez de ir a salvar la honra de su hermana fuese con ánimo de sumir en deshonor a la más virtuosa doncella. Atravesó nuestro héroe con paso apresurado y cauteloso el poco extenso jardín, llegó a un postigo de la casa que en el fondo se levantaba, sacó una llave de la bolsa que pendía de su cinto, abrió cautelosamente y, seguido del escudero, como de su sombra, penetró en la morada de Ormesinda que, noticiosa ya de su regreso, impaciente le aguardaba.
Por desgracia de los dos hermanos, y afortunadamente para el interés de este verídico relato, las preocupaciones de D. Pelayo no habían sido tan eficaces como él creyera, pues desde que a la tapia llegó hasta que hubo penetrado en la casa, fue objeto de tenaz observación por parte de un hombre que, recatándose en la sombra de la pared, siguió con marcado interés las operaciones de nuestro héroe. Envolvían casi por completo al que espiaba, albornoz y turbante blancos, tenía arrogante talle, movimientos bruscos y ligeros como los de un tigre y rostro negro, tan negro que, a no brillar sus ojos como dos ascuas, formara parte de las tinieblas de la noche.
Era un esclavo de Munuza, apostado, no sabemos si por los celos de su dueño o por el temor de éste de que Ormesinda huyese. Apenas aquel vio cerrarse la puerta tras el escudero, encaminóse apresuradamente a la fortaleza del gobernador.
Cuando D. Pelayo hubo llegado a la presencia de su -76- desdichada hermana, abrazóle ésta con marcadas muestras de fraternal cariño y bañado el rostro en llanto. Quizá era manantial de aquellas lágrimas una ilusión perdida y hasta entonces acariciada: quizá las hacía brotar la reacción del deber, próximo ya a sucumbir ante la pasión y de súbito fortalecido por inesperado medio, acaso eran desahogo del alma al verse libre de un inminente peligro. ¿Nacían en la cumbre de la inocencia? ¿brotaban del abismo de culpables intentos? corazón humano, ¿quién podrá alabarse de conocerte?
—Pelayo, hermano mío, exclamó Ormesinda, ¡Dios te envía!
—A Él demos gracias, replicó Pelayo entre severo y cariñoso, por haber permitido que llegase a tiempo; pero no lo es éste, añadió, de inútiles lágrimas y cariñosos trasporte. Huyamos pronto, y que la luz del sol no nos encuentre en estos lugares de peligro para tu honra y mi vida, más preciosa hoy a mis ojos que por ser mía, por debérsela a la patria.
— Infeliz patria e infelices nosotros también, dijo con doliente voz la hermosa.
—Tal vez la desgracia de España no es aun irremediable, acaso no cayó sino para levantarse mil veces más gloriosa y redimida de sus culpas, replicó el noble guerrero con acento solemne.
—Insensatas habrían de parecerme tus esperanzas si no fuesen tuyas.
— Si son insensatas, por lo menos nunca dejarán de ser halagüeñas para mí; pues antes vendrá la muerte que la realidad a desvanecerlas. Pero atendamos -77- ahora a lo que por de pronto más importa. ¿Estás prevenida para la marcha?
—Sólo tus órdenes aguardo.
Momentos después abríase la puerta principal de la casa, y silenciosos, como sombras de la noche, salieron Ormesinda, D. Pelayo y su escudero y empezaron a caminar por los sitios más sombríos recelando del más ligero ruido, atentos al más insignificante accidente y puesta la mano D. Pelayo en el puño de la espada y el escudero con la suya desenvainada.
Bien pronto hubo de conocerse que no eran excusadas estas precauciones. El esclavo de Munuza, que presenciara cómo el guerrero cristiano y su servidor habían penetrado en casa de Ormesinda, temeroso de que en su ausencia pudiera acontecer algo extraordinario dio orden en nombre de su señor, a tres hombres de la servidumbre de este, de que guardaran la casa y no consintieran, aun a costa de su vida, en que saliese la hermosa cristiana.
Así pues, aun los fugitivos no habían recorrido sino muy corta distancia, cuando vieron destacarse de la sombra, e interceptarles el paso, tres hombres vestidos a usanza mora y con las cimitarras desenvainadas.
—No déis un paso más, dijo uno de ellos con enérgico acento, o así Alá me asista, será el último de vuestra vida.
No era muy ducho en lengua árabe D. Pelayo; sin embargo, entendió lo que le decían, no sólo porque empezaba ya a comprender el idioma que había de hablarse durante muchos siglos en la mayor parte de España, sino también porque a la verdad, la actitud de los interpelantes no era de las que dejan lugar a dudas.-78-
Sintió aquel que la ira hacía subir la sangre al rostro, apercibióse para la defensa, y con voz ronca dijo:
—Ya veremos si yo doy el último paso o tú has hablado la postrer palabra, perro infiel, y dirigiéndose al escudero, añadió: encárgate tú de uno y deja al filo de mi acero ajustar las cuentas con los otros dos.
Trabóse entonces mortal lucha; relampagueaban las armas al choque de los aceros y las miradas al de la ira y aquellos hombres, excitados por el odio personal el de raza, olvidados de todo afecto que no fuese el espíritu de destrucción convirtiéronse en fieras sedientas de sangre.
Hizo frente uno de los moros a D. Pelayo, otro al escudero y el otro, aprovechando la ocasión de no poder impedirlo los cristianos dirigióse a Ormesinda y, a pesar de la resistencia de esta, levantóla del suelo entre sus brazos y echóse a andar apresuradamente la castillo de Munuza.
Cuando D. Pelayo se apercibió del peligro que su hermana corría, redobló sus esfuerzos para desembarazarse de su enemigo: defendíase y ofendía éste con bravura, pero aquél tenía de su parte su estatura casi gigantesca y una fuerza hercúlea. Varios golpes se había asestado ya ambos contendientes sin llegar a herirse, pero como nuestro héroe pensase que prolongar la lucha era hacerla -79- inútil, aun venciendo en ella, dado que el raptor de su hermana podría poner al pronto fuera de su alcance, se decidió a jugar el todo por el otro y a trueque de quedar descubierto, alzó la espada con ambas manos y descargó un terrible tajo sobre su adversario.
Por fortuna, ni la cimitarra[6] con que el moro trató de librar el golpe, ni el casco, envuelto en el turbante, con que cubría su cabeza, fueron bastante a librarle de tan furioso mandoble, y la espada de D. Pelayo abrió ancha brecha en la cabeza del infiel, por donde escapó su vida envuelta en borbotones de sangre.
Corrió entonces el vencedor tras del que huía con Ormesinda. Alcanzóla al final de la calle: hundió la aún humeante espada en el cuello del raptor, y cogiendo a la joven, medio desmayada, entre sus fuertes brazos, volvió al sitio en donde aún luchaba el escudero con su adversario.
Al percibirse éste de que iban a ser dos contendientes, pensó sin duda que es muy más aceptable que el mundo diga, “aquí huyó un prudente” que “aquí murió un temerario“[7] y dióse a correr como quien a diferencia de Aquiles, solo es invulnerable por los talones.
— A tiempo llegaste, señor, dijo el escudero exhalando un suspiro de una más que mediana satisfacción y descanso, que el moro, a pesar de no beber vino, no tiene sangre de chufas en las venas ni puños de manteca.
Como Ormesinda se hubiera repuesto un tanto del susto y recobrado parte de sus fuerzas, echaron -80- los tres a andar, apoyada ella en ellos, llegando en esta forma a la cabaña en donde Pelayo había pasado algunas horas del día. Montaron en tres caballos que apercibidos tenía la previsión del caballero y salieron en precipitada marcha; en la que nos dejaremos ir, en tanto que descansamos nosotros de las fatigas del capítulo y tú, lector de la monotonía del libro. Afortunadamente, si quieres distraerte no necesitas más que tender la vista del paisaje que siendo Asturias y camino de Oviedo, a Covadonga no puede ser sino ameno y agradable.
III
Tenemos como cosa indudable que nuestros lectores, aún sin necesidad de que se lo juremos, habrán de creer que los caminos de España se hallaban en pésimo estado en la época de nuestro relato.
Y por cierto que, al consignarlo así, no nos proponemos, Dios nos libre de ello, hacer agravio a la memoria de aquel ilustre moro que desempeñó la cartera de Fomento en los primeros años de la conquista árabe; tanto más cuanto que damos por seguro que si algún diputado se hubiese permitido interpelar al gobierno sobre el asunto en el Congreso no hubiera dejado el ministro de probar, con gran mayoría de votos, que el daño provenía del -81- desbarajuste de anteriores situaciones. Con esta ocasión los periódicos ministeriales podrían al gobierno en los cuernos de la media luna, los órganos del partido caído, si por casualidad alguno había librado de las garras del fiscal, dirían que lo que pasaba era una escándalo inaudito; sufrirían estos, con tan plausible motivo, una denuncia; las cosas se quedarían como estaban y hasta la primera.
Pero claro está que nada de esto sucedió, por la razón sencillísima de que entonces no se estilaban Cortes, ni diputados, ni interpelaciones, ni periódicos, ni censores, ni prensa, ni opinión: lo que sí se estilaba ya, y en esto somos aún hoy muy tradicionalistas, era tener malos caminos y hasta no tenerlos.
Aquella falta de buena administración, la lluvia torrencial que a intervalos caía, la debilidad de Ormesinda tras de tantas penosas impresiones, y el hallarse el caballo de D. Pelayo y el del escudero resentidos de su penoso viaje, hacían que nuestros fugitivos corriesen menos de lo que a sus deseos cuadraba y a su seguridad convenía.
Esto no obstante, como ya se encontraban, cuando volvemos a ponerlos en escena a cinco leguas de Gijón, no les restaba recorrer sino dos para hallarse en terreno donde la media luna no había penetrado aún y la seguridad de los viajeros sería por lo tanto completa, y por otra parte la luz del día había venido ya a facilitar la marcha, la tranquilidad se iba derramando como suave bálsamo, por su atribulado ánimo, con lo que renacía la alegría en todos y más expansivamente que en ninguno, en el escudero -82- el cual usando de la confianza que con su señor tenía, y a que le daban derecho su fidelidad y buenos servicios empezaba a bromearse, en los intervalos en que la lluvia no le remojaba, a costa de aquellos tres moros que en tan grave aprieto les pusieran.
—Quisiera yo saber, debía, qué contará a estas fechas al zancarrón[8] de Mahoma aquel gandul a quien aplicaste, señor, la buen untura del bálsamo de hierro, al explicarle el motivo y causa de su viaje a los infiernos, en donde ambos deben encontrarse gozándose el premio de sus virtudes.
— Lo explicará sin duda, buen escudero— contestó con aire de burla, el miedo que pasaste en aquella sazón y el mucho tiempo que hacía cuando él se despidió del mundo, que batallabas inútilmente con tu adversario; y aún es posible que, calculando el éxito del combate por las malas trazas que en él te dabas, estén preparando tu recibimiento en aquellas regiones.
— Por lo tocante a la espera, que sea por muchos años; en lo del miedo no me adulas y eso que algunas pruebas tienes de que también por acá solemos sacar los pies de las alforjas en punto a dar y recibir cintarazos, murmuró el escudero con visible mal humor.
— No te enfades, amigo burlón, que bien sé que por más que tengas más afición a ver el vino que la sangre, cuando es preciso cumples con tu deber y aún más allá llegas si se trata de defender a tu señor.-83-
Pintóse de nuevo la satisfacción en la cara del escudero y se preparaba ya a tornar a las andadas en lo de bromearse cuando una exclamación de terror de Ormesinda hizo volver la cara a D. Pelayo y a su servidor y seguir con la vista la mirada de aquella, fija, con marcada expresión de espanto, en un recodo del camino que a lo lejos se divisaba.
—¡Satanás me confunda si no son ellos! —gritó el escudero.
—Dios de bondad, socórrenos, exclamó Ormesinda.
—Apretemos la espuela, dijo D. Pelayo y que Dios nos asista; acaso los jinetes que se descubran no vengan en nuestra persecución.
Y en esto avivaron la marcha hasta poner los caballos a galope. Por desgracia un accidente imprevisto vino al poco tiempo a aumentar el peligro. Hallábase el camino que seguían cortado por una zanja y Ormesinda, que iba delante, no se apercibió de ello, viniendo a caer en el hoyo, sin grave daño suyo, pero lastimándose la cabalgadura hasta el punto de no poder continuar la marcha.
Si realmente los jinetes, cuyas blancas vestiduras se veían flotar a lo lejos, eran sus perseguidores la salvación se había dificultado de un modo extraordinario.
Por desdicha los que venían no eran otros que Munuza y los suyos, cuya presencia es bien fácil de explicar.
Apenas el esclavo que espiaba la casa de la hermosa cristiana hubo asegurado la guarda de ella -84- corrió al castillo de su señor, a quien se hallaba explicando lo sucedido, cuando llegó el único de los tres servidores de Munuza que habían logrado salvarse en el combate con D Pelayo y su escudero, y refirió el resultado de la lucha. La rabia del enamorado gobernador, al oír nuevas tan fatales a su pasión, llegó hasta la locura y también hasta las espaldas del mísero mensajero a quien por ser el último mono[9], aplicaron, por fallo del feroz caudillo, no pequeño número de azotes.
Como Munuza era hombre muy acostumbrado a la administración de justicia, los procedimientos del proceso, reducidos en último término a escuchar la voz de la ira, no le robaron mucho tiempo: así que al punto estuvo en disposición de dictar las órdenes precisas para poner en marcha veinte jinetes, los más ligeros de su servicio, a cuyo frente había de partir él mismo en persecución de su amada.
Poco duraron los preparativos, pero sin embargo, el tiempo empleado en ellos, unido al que se perdió en ponerse sobre la pista de los fugitivos fueron bastante para que estos tomaran la delantera que los permitió llegar al punto en donde en gran embarazo los dejamos.
Su situación era en extremo crítica. El escudero propuso que su caballo sirviese para Ormesinda, escondiéndose él en el vecino monte, pero la caída no había dejado a la joven en estado de emprender sola la violenta carrera a que iban a encomendar la salvación. D. Pelayo no podía llevarla consigo, porque su solo peso era ya excesivo para el caballo que -85- montaba, a pesar de ser de excelente raza; así pues, no quedó otro recurso que hace que Ormesinda fuera llevada a la grupa por el fiel servidor.
Pese a todo esto, habíase perdido mucho tiempo y la tropa árabe se veía ya a una distancia corta.
Empezaron los perseguidos a correr en carrera desesperada; D. Pelayo y escudero no espoleaban ya los nobles brutos, sino que llevaban la espuela constantemente hundida en los ensangrentados ijares.
Todo era en vano: cada vez la distancia se estrechaba más y más: en cada momento la situación de los fugitivos se hacía más difícil: aquello no era ya una carrera, era un huracán cuya violencia solo podría hallar término de comparación en la desenfrenada pasión de Munuza, o el coraje impotente de Pelayo.
—¡Virgen mía! —murmuraba Ormesinda, socórrenos.
—¡Señor! ¡señor! ya nos alcanzan— gritaba el escudero con visible sobresalto.
—Vive Dios, replicaba D. Pelayo, que no será sin que a alguno le cueste la vida.
Ya solo tres o cuatro cuerpos de caballos separaban al primer jinete árabe —que no era otro que el mismo Munuza— de los cristianos, cuando llegaron a un punto donde repentinamente se unían el camino y el río. A su inesperado aspecto, y como las crecidas aguas, que allí formaban un salto, produjesen un sordo ruido, el fogoso corcel del mahometano, sobrecogido de espanto, hizo una repentina huida de costado, tan rápida, que el caballero sin-86- que sus excelentes condiciones de jinete fuesen parte a estorbarlo, salió violentamente de la silla y, como despedido por una catapulta, fue a rodar a algunos pasos de distancia. Oyóse entonces un rabiosa exclamación del caudillo árabe; el espantado animal huyó lleno de terror, y los servidores de Munuza se arremolinaron en confuso tropel en el lugar de la concurrencia.
—¡Un caballo! ¡un caballo! — gritó Munuza a los suyos, sin atender a que la sangre brotaba abundante de su herida cabeza: y vosotros, añadía con gran furor, vosotros ¿qué hacéis ahí? Corred tras ellos, y ¡ay de todos si se os escapan! Ni uno ha de quedar con vida si no me traéis la que, al huir, se lleva la mía. Pero ¿por qué estáis parados, miserables? Y diciendo esto el feroz caudillo, el que arrogante amenazaba cayó desmayado en brazos del esclavo a quien ya conocemos.
Parte de los moros emprendieron de nuevo la persecución, pero los fugitivos habíanse adelantado gran trecho y de nuevo renacía en ellos la esperanza.
—Ya dista poco el puente, y después que lo atravesemos estaremos en seguridad, pues nada más fácil que impedir que le pasen, quitando algunas de sus tablas, dijo D. Pelayo.
— Además, replicaba el escudero, no se meterán ellos en la selva. ¡Ojalá se metiesen; ni uno solo había de quedar para contarlo: ¡perros! ¡malditos! ¡canallas! moros.
Aún un esfuerzo más y alcanzarían la tierra de -87- su entonces única patria y con ella la vida y la honra tan amenazadas. Pero aún no era llegada la hora de salir de angustias: todavía nuevos sobresaltos, mayores peligros les aguardaban. De nuevo, y a corta distancia, aparecieron algunos soldados de Munuza.
—Acaso tengamos tiempo de pasar a la otra orilla— gritó a su aspecto D. Pelayo; pero apenas acaba de pronunciar estas palabras cuando una exclamación de suprema angustias se escapó de sus labios.
El río, en espantosa crecida, se había llevado el puente.
No parecía sino que el espíritu del bien y el del mal se disputaban la dirección de los acontecimientos o que la fatalidad, como ciertos animales feroces, se complacía en dejar escapar momentáneamente del peligro a nuestros personajes para gozarse después en hacerles caer de nuevo en otro más inminente. El que ahora corrían parecía exceder en intensidad a todos los anteriores: a su izquierda una colina —de espesísimo matorral cubierta— les cerraba completamente el paso; por la espalda sus enemigos les perseguían de cada vez más enfurecidos y obstinados; a su frente y por la derecho el río cerraba el camino.
Difícilmente el que contemple el Piloña en su normal curso puede darse idea de la líquida barrera que cerraba entonces el paso a los fugitivos. No era aquello un río, no era siquiera un torrente, era la locura de un elemento desbordado, el genio de destrucción que cual -88- gigantesca serpiente se arrastraba por la tierra, abriendo y ahondando una sima por donde precipitarse en los abismos.
Las claras y cristalinas linfas trocáronse en turbias oleada de oscuras e impuras aguas que, ya se precipitaban con atronador empuje, ya se retorcían en furioso torbellino, coronado de sucia espuma como si la ira del maligno genio escupiese la baba a la superficie. Gruesos maderos, árboles descuajados, restos de viviendas humanas, cadáveres de inofensivos animales, muestras de todo género de destrucción, eran arrastrados por el demente río, como clara señal del mal ya hecho y elocuente amenaza de nuevo y mayor estrago.
— No importa, no importa—, gritaba D. Pelayo cual si estuviese apoderado de ciego frenesí: los hombres nos persiguen, los elementos nos detienen, no importa, la honra y la patria lo exigen. Todos contra mí, pues yo contra todos.
Y así diciendo echó su caballo a la turbia corriente como un loco, o como un héroe.
¡Cuál sería su alegría al ver que el caballo no era cubierto por las aguas ni por ellas arrastrado, sino que las atravesaba con paso difícil pero seguro!
Entonces en alta y alborozado voz gritó:
— Adelante, buen escudero, adelante, que mi caballo pie halla.
Pasó el escudero con la hermosa Ormesinda: detuviéronse aterrados los infieles
Así se salvaron de una vez la honra y la vida de Pelayo y la honra y la vida de España.
FUENTE
Fernández Ladreda, Manuel: “Pialla”. De Oviedo a Covadonga apuntes de un viaje F [Oviedo] : [s. n.], 1878 (Oviedo : Imprenta de Eduardo Uría) pp. 69-89.
Edición: Pilar Vega Rodríguez
NOTAS
[1] Refrán: “como Pedro por su casa”, sin pedir permiso a quien tiene autoridad.
[2] Agareno: hijo de Agar, esclava de Abraham y madre de su hijo Ismael. De Agar nació la nación árabe.
[4] Refrán que se aplica a aquellos que se atreven a afrontar grandes peligros cuando ya otros lo han hecho antes. J.M. Iribarren El porqué de los dichos: sentido, origen y anécdota de dichos, modismos y y frases proverbiales, Barcelona, Planeta, 21013, p. 25. Es posible que el refrán original fuese “a toro muerto, gran lanzada”, aludiendo a los juegos de cañas.
[5] Encantadas cavernas y Batanes. Alusión a dos episodios del Quijote parte I, cap.XX.
[6] Cimitarra: f. Sable corto, de hoja curvada y ensanchada hacia la punta, que usaban turcos, persas y otros pueblos orientales (DRAE).
[7] Refrán: Más vale decir aquí huyó un cobarde, que aquí murió un valiente.
[8] Zancarrón: Pieza de carne de una res con su hueso, procedente de la parte alta y carnosa de la pata.(DRAE).
[9] Modismo proverbial: ser el último mono, la persona menos importante.